Abel decide que o bien Ephraim Dunaway les ha tendido una trampa muy elaborada, o bien ha subestimado la dificultad que encontrarían a la hora de escapar. El resultado no es positivo en ninguno de los dos casos.
—¿Quién viene?
—Las autoridades. —Noemí parece totalmente convencida de la sinceridad del médico—. Se han dado cuenta de que nos hemos ido.
Este señala hacia el puerto.
—Al medtram. Ya.
Noemí corre colina abajo, seguida por Ephraim. Abel modera la velocidad para seguirlo de cerca y ver si hace algún tipo de señal. Sin embargo, lo único que hace el médico es correr lo más rápido que puede; parece que la amenaza es real.
Abel acelera y los deja atrás a los dos, al tiempo que sintoniza su oído superior y su visión periférica en busca de alguna señal de las autoridades, lo que sea. Hasta los humanos más valientes se ven afectados por las emociones en momentos de estrés como este, mientras que él puede centrarse en el aquí y el ahora, en los cambios y las señales más sutiles. Cuando llega a la base de lanzamiento de los medtrams, la escala por un lateral y se dobla hasta alcanzar la puerta del vehículo más cercano. El cierre de seguridad se rompe con facilidad; cuatro segundos más tarde, ya está dentro.
Ayer su atención estaba enfocada casi por completo en Noemí, pero aun así puede recuperar los recuerdos grabados durante el viaje para recuperar los datos necesarios. Sus manos copian las del piloto de ayer; las luces del tablero de mandos no tardan en encenderse. Hace descender el vehículo hasta el suelo, donde los otros esperan, acompañado en todo momento por el creciente quejido de los motores.
Noemí sonríe; Ephraim lo mira fijamente. Abel abre la puerta para que se monten.
—¿Se puede saber cómo lo has hecho? —le pregunta el médico.
—Se me dan bien las máquinas —responde él, y técnicamente es verdad.
—¿Cómo evitamos que nos detengan? —le dice Noemí al médico mientras se sienta junto a Abel—. Si nos están buscando y se dan cuenta de que falta un medtram…
—Puedo ocultar la firma del ordenador de a bordo —señala Abel—. Las vías de ferrocarril que hay por la zona nos servirán para disimular el plan de vuelo.
Ephraim frunce el ceño.
—¿Qué? ¿Te refieres a los viejos trenes de carbón? ¿Y de qué nos van a servir?
—Tú mira.
Y sin añadir nada más, pisa el acelerador y el medtram avanza veloz muy cerca de la superficie gris del planeta. La arena y las rocas pasan a toda velocidad bajo el casco del vehículo y las colinas negras que hay a lo lejos se hacen grandes por momentos.
—Y ahora, doctor Dunaway, necesito que te expliques.
—Que explique ¿qué? —replica Ephraim, y Noemí mira a Abel sin acabar de entender qué está pasando.
—Tus verdaderos planes.
Tanto Noemí como el médico lo miran con lo que Abel identifica como consternación, o incluso puede que rabia. Ya analizará más tarde los datos de su visión periférica, cuando no tenga que concentrarse en mantener la bala blanca que es el medtram tan cerca del suelo como sea posible sin chocar contra él.
—Perdón…, ¿planes? —exclama Ephraim, con un sonido a medio camino entre la risa y la exasperación.
—Eso mismo —replica Abel, sin apartar la mirada de los controles—. ¿A qué viene esa fijación por Noemí?
Ella le pone una mano en el brazo, como para tranquilizarlo.
—No, Abel, no lo entiendes. Ephraim se ha dado cuenta por mi sangre de que vengo de Génesis y mi pueblo ayudó a su madre…
—Tu sangre la analizaron ayer por la noche. —Abel no levanta la mirada de los controles—. Pero el doctor Dunaway ya se había fijado en ti mucho antes; de hecho, desde que se ocupó de tu caso. Se aseguró de hacerte personalmente varias pruebas que eran responsabilidad de la Tara. Tenemos que saber por qué.
Ella mira al médico más sorprendida de lo que debería.
—Espera. ¿La historia de tu madre era mentira?
—Por supuesto que no. —Ephraim agacha la cabeza—. Lo que tu pueblo hizo por ella, la deuda que aún tengo con los tuyos, es todo verdad. ¿Por qué creéis que estoy arriesgando mi trabajo y puede que hasta la vida? ¿Para darme un paseo con vosotros? ¿Por pura diversión? —Teniendo en cuenta el peligro al que se exponen, el viaje más bien duro a bordo del medtram y el paisaje desértico que se extiende frente a ellos, Abel clasifica la pregunta como sarcasmo—. Pero sí, quise ocuparme de tu caso cuando aún no sabía de dónde eras.
—¿Y por qué? —pregunta el meca.
—¿Qué más da? Os estoy ayudando, ¿no?
—Puede que sí, puede que no. —Se acercan a la vieja vía del carbón y Abel ya no puede permitirse dividir su atención—. Aún no os habéis puesto los cinturones de seguridad. Os recomiendo que lo hagáis cuanto antes.
—Abel, ¿qué estás…? —Noemí se queda sin aliento en cuanto el medtram cae en picado hacia las vías… y hacia el tren que avanza lentamente sobre ellas—. ¿Estás seguro de que no es peligroso?
—No.
Y acto seguido se dirige directamente hacia el tren.
A Abel le sorprendió ayer que las vías del tren en Bastión no fueran modernas, sino que se parecieran a las de los siglos XIX y XX. Los trenes también le parecieron anticuados; el diseño exterior transmite austeridad y sencillez, pero escupen el mismo humo que los habitantes de la Tierra tenían que soportar en el siglo XIX. Luego se dio cuenta de que esos viejos trenes eran el medio de transporte ideal en un planeta con más metales y carbón del que la humanidad al completo podría gastar a lo largo de diez vidas: fáciles de fabricar, fáciles de alimentar, fáciles de arreglar y fiables durante décadas. Con un transporte tan poco sofisticado, la maquinaria más compleja se puede reservar para las minas.
Ayer también tuvo tiempo de fijarse en que mientras la mayoría de los vagones son grandes contenedores para minerales, unos pocos tienen una estructura plana y más baja, quizá para transportar equipos. Con un poco de suerte, este tren tendrá algún vagón de esos. Si no es así, su detención es inminente.
—Abel. —Noemí levanta las manos como si intentara protegerse de una colisión inminente. Cada vez están más cerca del tren, a solo treinta segundos de interceptarlo—. ¿Qué estás…? ¡Abel!
El grito no lo distrae, y coloca el medtram de lado para que se deslice sobre el tren a más o menos medio metro de distancia, un margen de seguridad más que suficiente, pero que a los humanos les puede parecer demasiado pequeño. Es entonces cuando reduce la velocidad para que el tren se deslice por debajo de ellos hasta que localiza un vagón de carga vacío y de perfil bajo. Acelera de nuevo, se pone a la altura del vagón, iguala la velocidad a la del tren y, con mucho cuidado, aterriza.
Ahora no son más que otro cargamento a bordo del tren, invisibles para los radares y cualquier otro detector de movimiento. De momento, no solo están escondidos, sino que se dirigen de nuevo hacia la zona en la que la Dédalo los espera.
—¿Cómo has…? —Ephraim mira por el parabrisas y luego a través de una pequeña ventanilla lateral—. Has dado en el clavo. No sabía que se podía volar así.
—Como he dicho antes, se me dan bien las máquinas.
A Abel le dan igual los elogios del médico; lo que le importa es Noemí. Su piel sigue muy pálida y respira con bocanadas rápidas y cortas. Con una mano le aparta el pelo de la cara, un instinto cuando menos curioso. No es una ayuda en el sentido estrictamente médico, pero ha sentido la necesidad de hacerlo porque cree que podría tranquilizarla. Muchos mamíferos se calman gracias a distintos rituales de acicalamiento—. ¿Estás bien?
—Sí. Acabas de… ¡Uf! —Ella cierra los ojos un segundo y, cuando los abre otra vez, parece recuperada. Y su mirada fulminante es para Ephraim Dunaway—. ¿Qué tal si volvemos a tus otros planes?
El médico los observa en silencio, como si intentara tomarles las medidas desde cero.
—Las telarañas no son lo que la gente cree —dice finalmente—. Son un virus, sí, pero lo que hace y la razón de su existencia se ha ocultado durante mucho tiempo. Demasiado.
Abel asiente.
—El virus de las telarañas fue creado por el hombre.
Esta vez son Ephraim y Noemí los que lo miran a él, pero en cuestión de segundos ella ahoga una exclamación de sorpresa.
—La radiación.
—Exacto. Hasta hace poco, ningún agente viral de origen orgánico había sido capaz de alterar los niveles de radiación. Para conseguirlo, haría falta la ingeniería genética más sofisticada que puedas imaginarte.
Abel se pregunta si Mansfield tuvo algo que ver. O su hija, que estaba estudiando genética con la intención de trabajar en la generación de implantes biónicos…
Ephraim señala a Abel.
—No sé cómo has podido descubrirlo tan rápido, pero sí, es de origen humano.
Noemí se incorpora y, de pronto, vuelve a ser la guerrera de Génesis que Abel conoció aquel primer día, la soldado llena de ira y lista para matar.
—¿Estáis diciendo que es un arma biológica? ¿La Tierra pretende envenenar a todo Génesis para luego robarnos el planeta?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Eso es lo que tenemos que descubrir. —Ephraim suspira—. No sé qué pretendían conseguir, pero la cagaron. Si es un arma, se volvió contra su propio pueblo antes de que pudieran usarla contra el tuyo. Aunque podría no ser un arma. No siempre es mortal y las armas biológicas lo son por necesidad.
—Eso si fue diseñada correctamente —interviene Abel.
El diseño humano suele estar lleno de errores y, en este caso, se alegra de que sea así.
—Parece bastante mortífero. A mí al menos me lo ha parecido —dice Noemí.
—Mucha gente sobrevive —confirma Ephraim—, pero tres de cada cinco mueren.
Es la primera vez que Abel escucha algún dato concreto. Se vuelve de nuevo hacia la chica, como si esta fuera a desmayarse en cualquier momento. Sin embargo, y a pesar de la palidez, sus pensamientos son para los demás afectados por la enfermedad.
—Niños, ancianos, gente enferma…
—… y gente que ya ha desarrollado resistencia a los antivirales —apunta Ephraim—. Mueren casi siempre. Tú eres joven y fuerte, por eso sabía que tenías muchas posibilidades de curarte, pero al ver que te recuperabas tan rápido, supe que era la primera vez que estabas expuesta a un antiviral. ¡Como para no darse cuenta!
—Tú te diste cuenta —dice Abel—, y muy rápido. ¿Los demás también?
El médico asiente.
—No me extrañaría. En la Tierra están desesperados por tapar el asunto. Durante un tiempo creyeron que lo tenían controlado. Apenas hemos tenido casos en estos últimos cuatro años, pero hace algunos meses hubo un brote. La gente se asustó. Si se enteraran de que la enfermedad fue creada por la Tierra, habría revueltas en todos los planetas del Anillo, un malestar mucho mayor que el que ya existe. Si las autoridades descubren que eres de Génesis, que una enemiga lleva la prueba de sus actos en las venas… —Niega con la cabeza—. No saldrías de este planeta con vida.
Noemí se estremece —Abel cree que es por el alivio que siente—, pero enseguida entorna los ojos y mira fijamente al médico.
—Ese es el origen de la Cura. Empezó con un grupo de médicos que sabía la verdad sobre las telarañas. Y tú eres uno de ellos, ¿verdad?
Pues claro. El meca aún no había analizado la situación con tanto detenimiento; estaba demasiado ocupado calculando riesgos específicos para Noemí. Pero de pronto ve la verdad. Ephraim no solo quería estudiar la enfermedad; también quería demostrar el papel de la Tierra y que toda la resistencia lo proclamara por toda la galaxia. La soldado genesiana, una superviviente joven y fuerte, habría sido la prueba perfecta, independientemente de su planeta de origen.
El médico se queda callado; no quiere responder. Sin embargo, al final asiente.
—A veces me pregunto si aún quiero seguir refiriéndome a mí mismo como miembro de la Cura. Pero sí, empezamos como un grupo de médicos que quería denunciar a los científicos de la Tierra que propagaron el virus por toda la galaxia. El grupo se hizo mucho más grande. Y más peligroso. Ahora hay psicópatas poniendo bombas en festivales de música con la excusa de que así demuestran algo, cuando lo único que consiguen es que la gente crea que todo el que no está de acuerdo con el gobierno de la Tierra también es un psicópata…
—No son psicópatas —lo interrumpe Noemí, sorprendiendo a Abel—. Se equivocan al recurrir al terrorismo. No hay justificación posible, no existe, pero en Kismet conocimos a una de ellos. No estaba loca, solo furiosa, desesperada y muy equivocada. No veía otra salida.
—¿Conocisteis a uno de los terroristas de Kismet?
Ephraim los mira boquiabiertos.
—No sabemos su localización actual.
Abel espera que baste con eso para que no les haga más preguntas sobre Riko Watanabe. Noemí lo mira. Por primera vez desde que llegaron a Bastión, toda su atención es para él.
—Por cierto, gracias por cuidar tan bien de mí cuando estaba enferma.
Abel debería quitarle importancia a sus palabras, responder que es su obligación, su deber como meca. Pero, en vez de eso, inclina la cabeza.
—De nada.
Justo en ese momento, el tren se adentra en un túnel. Se hace la oscuridad a su alrededor, rota únicamente por un foco de luz tenue pegado a la parte trasera del tren. Ephraim les hace un gesto con la mano para que se levanten.
—Preparaos. Tenemos que saltar del medtram unos cien metros antes de que llegue al final. Desde aquí será fácil encontrar un ascensor de servicio que nos lleve a la zona de aterrizaje.
—¿Cómo sabes todo eso? —pregunta Noemí.
Él esboza una sonrisa tímida, un gesto inesperado en un hombre tan grande.
—Los niños de Bastión también saben cómo divertirse.
Cuando Abel abre la puerta del medtram, el viento los azota con tanta fuerza que anula cualquier sonido y le obliga a pasarle un brazo alrededor de la cintura a Noemí para sujetarla. Es una reacción lógica, pero cuando el tren disminuye la velocidad no le apetece dejar de abrazarla. ¿Lo justifica la preocupación por su salud, aunque haya mejorado considerablemente?
En cualquier caso, es irrelevante. En cuestión de segundos llegan a la zona en la que deberían saltar; el tren ha reducido tanto la velocidad que la joven no necesita ayuda para apearse. El ascensor al que los lleva Ephraim no es tan prometedor, está lleno de agujeros y de óxido. Noemí se queda mirando la maquinaria de metal sin saber muy bien si fiarse o no. Abel piensa como ella, aunque respalda sus dudas con complicados cálculos matemáticos. Pero lo peor que hace el ascensor es crujir mientras los lleva hasta la zona de aterrizaje.
—¿Podremos burlar la seguridad para despegar? —pregunta Abel.
El médico asiente.
—Les preocupa más la gente que intenta aterrizar sin permiso que la que se marcha.
—Vale —dice ella—, pero, Ephraim, ¿por qué estás tan seguro de que te creerán con lo del somnífero? Lo siento, pero si fuera yo no me lo tragaría.
¿Cómo es posible que haya llegado a creerse incapaz de mostrar compasión por los demás? Abel no se lo explica. ¿Por culpa de los Gatson quizá? Por cómo habla de ellos, parecen más distantes que malintencionados, aunque puede que una actitud distante por parte de unos padres sea suficientemente dañina. Algún día le tiene que preguntar a Mansfield por la influencia de las actitudes parentales en la formación de la identidad de los hijos.
—Mi coartada necesita algunos retoques, un poco de teatro. —Ephraim se vuelve hacia Abel—. ¿Crees que podrías ponerme un ojo morado y hacerme unos cuantos rasguños? Como si me hubieran dado una buena paliza.
El meca, con su capacidad para medir los golpes hasta la mínima variación de velocidad, blanco y fuerza, es el candidato ideal para la tarea. Pero para poder golpear a un hombre indefenso antes tiene que obviar algunas líneas de su programación.
—Dame un momento —le responde—. Necesito prepararme.
—No sé cómo darte las gracias.
La joven mira a Ephraim y le sonríe de una forma que a Abel no le gusta lo más mínimo, lo cual no tiene sentido. Le gusta la sonrisa de Noemí. Se alegra de que esté bien y le agradece al médico los cuidados y la ayuda que les ha prestado. Entonces ¿a qué viene su mal humor?
El ascensor se detiene con un ruido metálico seguido de un golpe seco. Noemí señala hacia la Dédalo, que está a unos cincuenta metros; Ephraim los ha llevado al sitio exacto. Esta vez la sonrisa cómplice es solo para Abel. Mucho mejor así.
—Vale —habla el médico, bajando la voz—, primero nos aseguramos de que no hay moros en la costa, luego Abel se ocupa de mi cara y por último nos separamos y yo me tomo la medicación mientras vosotros huís.
De pronto, Noemí coge del brazo a Abel, los ojos abiertos como platos.
—Mira… —susurra, y señala hacia la Dédalo, donde dos figuras grises acaban de salir de detrás de otra nave cercana: la Reina y el Charlie.
El meca agranda la imagen para comprobar la mano del Charlie, que sigue desnuda hasta el endoesqueleto de metal.
Los han pillado.
—Teníais que aterrizar tarde o temprano —dice la Reina mientras se dirige hacia ellos. Sus ojos aún desprenden el brillo de una inteligencia nueva y extraña—. No podíais esconderos para siempre detrás de la Puerta Ciega.
Sus palabras cogen a Abel por sorpresa.
—¿Sabías que estábamos allí?
—Y también sabía que seguiros era demasiado peligroso. Además, ¿para qué, si solo había que esperar hasta que aparecierais? El instinto me dijo que vendríais a Bastión y no me equivocaba. —Durante una décima de segundo, su sonrisa parece menos petulante, más dichosa—. Me gusta tener intuición. Es… divertido.
Sigue queriendo ser más de lo que era, retener la chispa de la vida con la que ha sido bendecida. Quizá Abel pueda razonar con ella basándose en eso.
Mira a Noemí y a Ephraim con una advertencia muda en la mirada: que no se metan. Ella tiene los puños cerrados a ambos lados del cuerpo como si estuviera preparada para la pelea, pero asiente con un gesto apenas perceptible. Él parece perplejo, y con razón, pero es listo y enseguida se da cuenta de que no debe meterse en un enfrentamiento que ni siquiera entiende.
—Eres libre, Abel. —La Reina se dirige hacia él con paso relajado, más propio de un humano que de una meca; la armadura plateada de polímero brilla bajo la tenue luz del hangar—. Y, aun así, te niegas a volver a casa. ¿No quieres volver a ver a Mansfield?
Muchísimo, pero no puede abandonar a Noemí, y menos ahora. Ya no tiene que perecer junto con la Puerta de Génesis. ¿Hay alguna forma de acabar con todo esto sin violencia?
—Dile que volveré pronto. Dentro de unas semanas, puede que días.
Se marcharán de Bastión sin el meca que necesitan, pero si pueden viajar libremente por el Anillo sin arriesgarse a ser capturados, podrán robar uno en Cray o en Kismet sin demasiados problemas.
Luego tendrá que separarse de Noemí, un pensamiento extrañamente doloroso, aunque no cambia el hecho de que, tarde o temprano, acabará volviendo a casa.
—Mansfield debe entender cuánto lo he echado de menos —continúa, mientras avanza lentamente hacia la Reina—. Él mismo me lo programó. Por eso sabe que volveré a su lado. Lo único que le pido es un poco de tiempo para completar este viaje.
La Reina frena en seco. No estaba preparada para lo que acaba de oír; las Reinas y los Charlies son modelos de combate, lo que significa que no saben negociar. Pero esta Reina es distinta, algo especial; puede ver un destello de inteligencia en sus ojos verde pálido. ¿Tiene suficiente entidad, suficiente alma para comprender lo que Abel le está ofreciendo?
—Harás lo que él quiera —replica sin emoción.
—Claro. Pero todavía no. Pronto.
—Las órdenes dicen que debo recuperarte ya.
—Tus órdenes se basan en información obsoleta. Mansfield no entiende lo que estoy intentando hacer. —Cuando por fin lo entienda, cuando todo el mundo sepa que la Puerta de Génesis ha sido destruida, ¿cómo reaccionará? Seguramente, no muy bien. Pero ya se ocupará de eso cuando llegue el momento. Confía en el amor de su padre para solucionar lo demás—. Se te ha concedido la habilidad de pensar por ti misma. Úsala. ¿No te parece que tiene más sentido que vuelva cuando considere que ha llegado el momento? La alternativa es una pelea que llamará la atención, que es lo que Mansfield quiere evitar.
La expresión que aflora como un destello en la cara de la Reina no se parece a nada que él haya visto antes en un meca: incertidumbre, vulnerabilidad incluso.
—Mis pensamientos me dicen una cosa, pero mi programación me dice otra. —Su rostro se contrae en una mueca y se lleva la mano a la cabeza como si le doliera, justo detrás de la oreja, donde están almacenadas sus nuevas habilidades—. No deberían entrar en conflicto.
—El conflicto es el precio que hay que pagar por tener conciencia. —Abel lo ha aprendido tras un doloroso proceso de ensayo y error. Se atreve a dar un paso al frente y proyecta, no, permite que su voz exprese más emociones—. Es un precio que vale la pena pagar. Puede que seamos los únicos mecas capaces de entenderlo. Toma una decisión. Reivindica tu propia voluntad. Es el primer paso que debes dar si quieres ser algo más que una máquina. Descubre qué quieres ser.
La Reina duda. Apenas los separan unos pasos. Él se da cuenta de que el Charlie se acerca, pero lentamente, esperando a ver qué hace la Reina. Si ella es capaz de entender las posibilidades que se esconden en su interior, si el regalo que Mansfield le ha hecho incluye la sombra de un alma como la de Abel, la persecución podría terminar ahora mismo.
Y encima habría alguien más en la galaxia como él…
Le gustaría darse la vuelta para mirar a Noemí y a Ephraim y saber si se están dirigiendo hacia la Dédalo o están presenciando el intercambio dialéctico, pero no se atreve a romper el contacto visual. Intuye que va a necesitar todo lo que tiene y todo lo que es si quiere convencer a la Reina.
La expresión de ella cambia, se aclara, y empieza a sonreír. Él siente un destello de esperanza hasta que la meca abre la boca.
—Borrando actualizaciones innecesarias.
—No lo hagas. —Ya ni siquiera piensa en la misión, sino en lo absurdo que es que un meca renuncie de esa manera a su alma—. Si lo haces, no sabrás lo que estás haciendo.
—No necesito saberlo —replica ella, mientras se atraviesa el cráneo con los dedos.
Abel observa horrorizado la sangre que se desliza por los dedos de la Reina y salpica el suelo del hangar. Los retira y ahí está, salpicado de trozos de hueso y carne: la pieza de hardware que contenía la memoria extra. Su conciencia. Su alma.
Para ella, no es más que basura.
—Eficiencia restablecida.
Con la mano aún manchada de sangre, la meca se saca un rectángulo oscuro del cinturón de su traje y Abel enseguida reconoce lo que parece ser una especie de mando a distancia para mecas. Mecas inferiores, obviamente, nada tan avanzado como una Reina o un Charlie, y mucho menos como Abel. ¿Está pidiendo refuerzos, Perros y Yugos que lo superarán fácilmente en número? Los ojos de la Reina lo observan con gesto ausente, casi muerto, antes de acercarse el mando a la boca y añadir tres palabras más.
—Control manual: resurrección.
El mundo se tiñe de blanco y negro, su cuerpo se vuelve insensible, incapaz de procesar ni un solo dato sensorial, no queda nada…
… y, de pronto, se despierta.
Abel se incorpora un tanto aturdido. Está sobre una mesa plateada, en una sala blanca y ovalada. Por los planos que lleva memorizados, sabe que es un saltamontes, una nave de funcionamiento automatizado que hace viajes rutinarios entre dos planetas del Anillo. Normalmente, se usa para enviar herramientas, pero, claro, ¿qué es él sino una herramienta?
Y le duele comprobar que tenía un código de seguridad. No sabía que Mansfield se lo había programado. La Reina lo tendría como último recurso. ¿A qué viene tanta desesperación por parte de Mansfield? Cuanto más tiempo permanece alerta, más funciones relacionadas con la memoria se van conectando, hasta que lo recuerda todo en un destello cegador.
«Noemí.» Se baja de la mesa, decidido a buscarla, pero sabe que no está a bordo. ¿Le habrán hecho daño? Con él bajo custodia, ya no tenían necesidad, pero si ella intentó defenderlo…
La nave tiembla con mucha más violencia que la Dédalo y la luz empieza a plegarse. Están atravesando una puerta. Ya es demasiado tarde para buscar a Noemí, para poder intervenir en lo que le esté pasando.
Mira a su alrededor en busca de alguna pista que le indique qué pasó después de que lo aturdieran, pero no encuentra nada. Se dirige hacia la puerta, a pesar de que no espera que se abra, pero eso es exactamente lo que pasa. Claro, los saltamontes no han sido diseñados pensando en la seguridad interna. Son para transportar objetos, nada más. Por desgracia, no hay mucho más de lo que ya ha visto y, aun así, se dispone a inspeccionar hasta el último centímetro en busca de alguna pista.
Cruza la puerta y se detiene en seco. Otro meca lo espera, uno de los dos modelos que no han sido diseñados con aspecto humano: un Rayos X.
Tiene dos piernas, dos brazos, un tronco y una cabeza, pero, en lugar de piel, está cubierto con una superficie reflectante capaz de proyectar imágenes desde el interior. Este en concreto es alto, casi dos metros, de los que suelen pertenecer a los más poderosos que quieren asegurarse de que sus mensajes son entregados con la autoridad que les corresponde. Abel se acerca a la cosa, que lo espera en silencio, los largos brazos colgando a ambos lados del cuerpo, inactivo hasta que pueda entregar el mensaje que contiene.
Detrás del Rayos X, ve una pantalla, apenas un pequeño rectángulo, una vista de emergencia sin ninguna función en el pilotaje de la nave. Pero le basta para reconocer el planeta que se vislumbra a lo lejos, su próximo destino.
Por primera vez en treinta años, ve la Tierra.
Cuando se acerca a un brazo de distancia del Rayos X, este se endereza. Su superficie plateada se oscurece píxel a píxel y luego toma forma a medida que va proyectando la imagen de unas piernas humanas, unos brazos, la ropa. El perfil del cuerpo que se extiende por sus miembros no significa nada en comparación con la cara, que es lo último que aparece.
—Mi chico especial. —Burton Mansfield sonríe con más alegría de la que Abel ha visto jamás en un rostro humano. El Rayos X sujeta con sus manos enormes la cabeza de Abel, y lo hace casi con ternura—. Bienvenido a casa.