32

 

 

 

 

Londres está cubierto por una espesa capa de nubes que, en las horas previas al alba, se han teñido de color gris claro. El saltamontes las atraviesa y luego se abre paso entre la niebla hasta que, por fin, se ven las luces que se ocultan debajo.

Londres. Abel se sabe todas las calles, todos los edificios y monumentos importantes; superpone el plano que tiene guardado en la memoria con lo que ven sus ojos para saber qué ha cambiado y qué no. Aunque nada de eso importa, no en comparación con la emoción de estar de nuevo en casa. Ya sabe que los humanos tienden a sentirse emocionalmente ligados a casas, ciudades y, en general, cualquier sitio que recuerden con cariño, pero no creía que él fuera capaz de sentir lo mismo.

Es la primera vez que vuelve a casa.

En el último siglo, la famosa niebla de Londres ha regresado con la misma peligrosidad sutil de antaño. El saltamontes dibuja espirales de vapor mientras se posa sobre una plataforma alta e iluminada que se eleva sobre casi toda la ciudad. Abel se asoma a una de las pequeñas ventanas redondas, el rostro teñido apenas del azul de los reflectores, y ve que le espera un comité de bienvenida.

Mira por encima del hombro al Rayos X que ha hecho el viaje con él. Nada más entregarle el mensaje de Mansfield, apagó las luces, se sentó en una esquina y no se ha vuelto a mover desde entonces. Su silueta muda e inconsciente le incomoda, aunque no sabe por qué.

La puerta del saltamontes se abre automáticamente y se extiende hasta convertirse en una pasarela. En cuanto Abel baja, un Ítem se acerca a recibirlo. Tiene la apariencia de un hombre asiático de unos treinta y cinco años, como todos los de su clase, y la nitidez de los modelos más avanzados. Los Ítems se ocupan de labores complicadas y técnicas como los experimentos científicos. Pueden dar valoraciones e incluso ser discretos. Sus sonrisas parecen sinceras, como la del que tiene delante.

—Modelo Uno A. El profesor Mansfield te da la bienvenida de nuevo a la Tierra.

Hasta el aire desprende el olor ahumado que Abel asocia con Londres.

—Me alegro de estar aquí. —Habría preferido volver por voluntad propia, pero ya se ocupará de eso—. ¿Dónde está el profesor Mansfield?

—En casa, esperándote.

«En casa.»

 

 

La cúpula geodésica sigue desprendiendo el mismo brillo cálido de antes. La casa continúa pareciendo un castillo nevado en lo alto de una colina y la niebla que lo rodea podría ser la bruma de un hechicero. Se ha reforzado la seguridad de la entrada y la puerta principal, pero en cuanto pone un pie dentro, Abel se sumerge en una familiaridad reconfortante: el olor del cuero y la madera, el crujido del fuego holográfico que quema en la chimenea, el autorretrato de Frida Kahlo observándolo desde su marco de filigrana.

Y por fin, por fin, sentado en el largo sofá de terciopelo…

—Abel. —El profesor Mansfield le sonríe con los ojos vidriosos y extiende los brazos—. Mi orgullo y mi alegría.

—Padre.

Como el hijo pródigo, se arrodilla para abrazarse a su creador, pero no demasiado fuerte. La agradable invariabilidad de la casa contrasta con lo mucho que ha cambiado Mansfield. Es un anciano de piel arrugada. El poco pelo que le queda se ha vuelto completamente blanco. Le tiemblan los brazos incluso cuando lo abraza y ha perdido tanto peso que Abel nota sus frágiles huesos a través del grueso batín. Ahora entiende que haya un modelo Tara al fondo de la estancia, vigilando. La vulnerabilidad de su creador lo emociona aún más.

Pasa casi un minuto hasta que Mansfield por fin lo suelta. Por lo menos su sonrisa no ha cambiado ni un ápice.

—Deja que te vea. —Le aparta el pelo dorado de la cara y frunce el ceño al ver el pequeño corte que se ha hecho al caerse—. ¿Esto es obra de esa estúpida Reina? Por lo visto, no se puede añadir mucha inteligencia a una meca de combate.

—Me he caído, no es grave. Sobre la Reina, ¿le ordenó que se retirara en cuanto me hubiera recuperado? Porque si no fue así, quizá está persiguiendo a mi salvadora.

O estaba. A estas alturas, lo que haya pasado entre la Reina y Noemí ya es cosa del pasado y él no puede hacer nada para cambiarlo. Solo puede intentar averiguar qué ha ocurrido y lo hace con un miedo atroz.

—La Reina tenía orden de retirarse. No se ha puesto en contacto conmigo, así que entiendo que está siguiendo el procedimiento estándar. —Mansfield le hace un gesto a la Tara, que se acerca rápidamente con una tira de sellador dérmico, pero es él quien se lo extiende sobre el corte con gesto tembloroso—. Tenía que mandarte de vuelta y marcharse de allí. Eso suponiendo que la actualización que le he instalado no se haya torcido.

—Ella misma borró la actualización —dice Abel. Quizá debería explicarle por qué, decirle que la Reina estaba sintiendo la tentación y el horror propios del libre albedrío, pero esa es una conversación que pueden tener en cualquier otro momento. Ahora hay asuntos más urgentes—. Sin una orden directa, dejaría que Noemí se marchara. Bien.

—¿Noemí? —Mansfield arquea una ceja—. ¿Es la chica con la que ibas?

—Sí, señor. Noemí Vidal.

—Genesiana, supongo. Son los únicos que han podido encontrarte.

Lo que dice es cierto, pero Abel no quiere enfatizar el estatus de Noemí como enemiga de la Tierra, así que se atiene a lo que realmente le importa de ella.

—Abordó la Dédalo para intentar salvar a una camarada, pero no lo consiguió. En el proceso, restauró la energía y me liberó del compartimento de carga.

«Y decidió destruir la Puerta de Génesis» es lo que debería decir a continuación. Pero si lo hace, lo único que conseguirá es buscarle problemas. Nadie le ha preguntado directamente por los planes de Noemí, así que de momento no va a decir nada.

La mirada de Mansfield se pierde en la distancia.

—Ahí es donde estabas, ¿verdad? Deshaciéndote de los datos de la nave. Todo este tiempo estuviste ahí atrapado. —Sacude la cabeza, visiblemente apenado—. Tantos años perdidos. Tantos…

—Perdidos no. —Abel no puede creer lo que está diciendo, pero por dura que sea la realidad, tiene que admitirla—. Todo ese tiempo tuvo un valor muy importante para mí. Mientras estaba allí dentro, tuve que revisar mis archivos de datos una y otra vez. Encontré conexiones nuevas, cosas nuevas en las que pensar. Dormí más de lo estrictamente necesario. De pronto, me di cuenta de que empezaban a formarse nuevas conexiones neuronales. Ahora soy más listo que antes. Siento las cosas con más intensidad. Cuando duermo, a veces sueño.

—¿Sueñas? ¿Eres capaz de soñar? —Mansfield se ríe—. ¡Sueñas! ¿Son solo recuerdos o también tienes visiones estrafalarias?

Abel no sabe qué responder.

—Bueno, una vez soñé que usted se convertía en un oso y yo tenía que llevarlo a caballito hasta el interior de una catedral gótica.

La risa se convierte en carcajada.

—¡Sueños de verdad! Ah, mi chico más brillante, mi creación definitiva. Has superado mis expectativas más ambiciosas.

Estas palabras provocan en Abel la felicidad más simple, más directa que ha sentido en mucho tiempo. Pero ni siquiera eso lo distrae de lo que realmente importa.

—¿Podría ponerse en contacto con Bastión para saber qué ha pasado con Noemí? Estaba en peligro. Nos ayudó un médico que intentaba protegernos. Conseguimos llegar al hangar antes de que la Reina y el Charlie lograran detenernos y después de eso… No sé si Noemí pudo salir del planeta o si la han detenido. Estaría más tranquilo si supiera qué ha pasado con ella.

Sus palabras no provocan la reacción que él espera. Mansfield se pone cómodo y lo observa con una mirada a medio camino entre el orgullo y la burla velada. La lámpara Tiffany que tiene detrás tiñe la luz de un naranja y un verde intensos.

—La chica llegó hasta su nave, ¿verdad?

—Supongo que sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Si la han detenido, usted podría ocuparse de que la liberaran. —Está convencido de que Mansfield tiene suficientes contactos en la política como para conseguir eso y mucho más—. Si sigue libre y no ha regresado a Génesis, quizá podría venir aquí.

—¿Tú crees que una guerrera genesiana querría venir a la Tierra?

Es una pregunta lógica. Y ahora mismo la prioridad de Noemí seguro que es conseguir un meca con el que destruir la Puerta de Génesis. ¿Por qué querría hacer algo tan incoherente como visitar la Tierra?

Aunque no tiene por qué ser una visita.

—Necesito saber que está sana y salva. Eso es todo.

Mansfield ladea la cabeza y lo observa.

—Háblame de Noemí Vidal. ¿Cómo es?

¿Cómo describirla? Abel se sienta sobre la gruesa alfombra turca y reflexiona. En la estancia reina el silencio, apenas roto por el tictac del reloj de pared y el crujido de la madera que arde en la chimenea.

—Es… valiente. Es lo primero que supe de ella. También es ingeniosa, inteligente, pero a veces tiene muy mal humor. Puede ser muy impaciente y se ríe de ti si le parece que estás siendo demasiado orgulloso. Es lo que me decía siempre, que soy demasiado orgulloso. Pero llegó un punto en que ya no me importaba que se riera de mí. Ella ya sabía lo que soy capaz de hacer y… y me respetaba. Por eso a mí ya no me molestaba que se riera. ¿Es normal?

Mansfield encoge los hombros en un gesto que Abel sabe que significa «sigue», y eso es lo que hace.

—Para mí es importante que Noemí esté a salvo, incluso ahora que ya no es mi comandante y mi programación no me exige que le siga siendo leal. La verdad es que prefería estar con ella que solo. No sé por qué, pero a menudo pienso en su pelo, que es normal y corriente según los estándares tradicionales, pero que a ella le queda perfecto. Quiero saber qué piensa y contarle todo lo que me ha pasado, y… —Mansfield se ríe y él se queda callado—. No pretendía ser gracioso —dice finalmente con el ceño fruncido.

—Ya lo sé, ya lo sé. Me río porque estoy encantado. —Le da unos toquecitos en el hombro con la mano—. Muchacho, te has enamorado. He hecho un meca capaz de enamorarse.

La sorpresa de Abel es tan mayúscula que tarda tres cuartos de segundo en retomar la conversación.

—¿De veras? ¿Esta… esta sensación… es amor?

—O algo muy parecido. —Mansfield se recuesta, cansado por el pequeño esfuerzo, pero sin perder la sonrisa—. Una complicación inesperada, pero me atrevo a decir que podremos evitarla.

Apoyado en el sofá, Abel se permite revisitar algunos de sus recuerdos de Noemí bajo esta luz nueva. ¿Fue algún momento en concreto el que despertó este nuevo sentimiento en él? No se atreve a escoger uno solo, pero ahora entiende algunos de los extraños comportamientos de estos últimos días, como no atreverse a tocarle el pelo o cuán injusto le parecía verla tan enferma en el hospital.

No está estropeado, está mejor de nunca. Más humano.

Mansfield tose una vez, luego otra y, de pronto, es como si la reacción de su cuerpo lo sobrepasara. Todo él se estremece con cada resuello. El modelo Tara aparece de nuevo a su lado, esta vez con una mascarilla de oxígeno que procede a colocarle sobre la nariz y la boca hasta que recupera el aliento. Mansfield la despide con la mano y se recuesta de nuevo en el sofá.

—Como puedes ver, yo no me lo he pasado tan bien como tú.

Por muy emocionantes que hayan sido los últimos días junto a Noemí, Abel tampoco se olvida de los treinta años anteriores, durante los cuales tampoco se puede decir que se lo pasara especialmente bien. Sin embargo, entiende que las palabras de su creador no son más que un recurso conversacional; torpe, pero irrelevante.

—¿Se encuentra bien?

—Soy viejo, Abel. Más viejo de lo que tengo derecho a ser. —Se le cierran los ojos—. Pero no podía irme, ¿verdad? No mientras tú siguieras perdido en la galaxia. He estado aguantando. Esperando, cruzando los dedos. Todo este tiempo te he estado esperando.

Abel le coge las manos en un gesto espontáneo de afecto que nunca antes le había mostrado.

—Yo también le he esperado.

—Y ahora estás de nuevo en casa. —Cuando abre de nuevo los ojos, parece que está más centrado—. Dame tu brazo, Abel. Vayamos fuera.

Mansfield se apoya en su brazo y juntos se dirigen hacia el exterior, a los jardines que Abel recuerda tan bien. Pero no los recordaba así. No hay flores; todavía es pronto, aún están a principios de la primavera, pero no se ve ni un solo capullo. El suelo, en cambio, está cubierto de hojas y las enredaderas se han secado. El verde sigue dominando sobre el marrón, pero por poco. Ha desaparecido hasta la lavanda. A él le encantaba su olor, que el viento arrastraba por toda la finca…

—Triste, ¿verdad? —dice el anciano, negando con la cabeza—. Ya ni siquiera podemos comprar la belleza. No podemos cultivarla. A veces creo que la Tierra ya no tiene nada más que ofrecer.

Abel le da unas palmaditas en la mano, conmovido por sus palabras, y Mansfield le aprieta el brazo. Comparten una sonrisa triste.

—¿Adónde irá? —pregunta Abel—. Después de la Tierra.

Parece posible, incluso probable, que su creador no vaya a vivir lo suficiente como para tener que tomar esa decisión, pero sería muy desconsiderado por su parte referirse a su muerte inminente. Mansfield, por su parte, tampoco reconoce su propia fragilidad.

—Espero tener muchas opciones. Ven, vamos a ver el taller.

Abajo, en el sótano de la cúpula geodésica, tiene el taller, un término anticuado para designar un laboratorio tan sofisticado como el suyo, pero lo cierto es que le pega. Las paredes son de ladrillo, no de polímero; las mesas, de madera, no de plástico. Cuando Abel pasó su primer test de sapiencia, recién creado, Mansfield lo celebró cambiando las ventanas por cristal de colores, como sus adoradas lámparas Tiffany. Los tablones del suelo están gastados tras décadas de uso y hay varias sendas entre el ordenador principal y los tanques, marcadas a fuerza de recorrerlas mil veces.

Ahora hay muchos más tanques que antes. Se extienden por todo el perímetro del sótano, seis a cada lado. En su interior, entre el mejunje rosa que contienen, se distingue la silueta de varios mecas creciendo lentamente hasta alcanzar el punto de activación. Algunos están a punto de alcanzarlo —un pie rebota contra el cristal, con sus cinco dedos perfectamente formados—, pero otros siguen nebulosos, poco más que una masa amorfa y opaca solidificándose sobre el armazón artificial.

La producción en masa se hace en otro sitio. El taller siempre ha estado reservado a proyectos de investigación para los mecas que Mansfield considera especiales. Aquí fue donde Abel despertó.

—¿En qué está trabajando? —pregunta—. ¿Modelos nuevos?

—Potencialmente. La gente pide mecas infantiles. Cuesta más detener la maduración de los componentes orgánicos, pero no es imposible. En cualquier caso, es lo que estoy intentando. —Suspira—. Mejor cansarse que oxidarse, ¿verdad?

—Por supuesto, padre.

A Abel siempre le ha parecido un dicho extraño para un humano, aunque en su caso se adapta a la perfección.

—Hice que me instalaran estos tanques a las pocas semanas de perder la Dédalo. —Mansfield avanza a trompicones hasta la silla que preside la mesa más grande—. Me pasé décadas intentando recrear el mayor logro de mi carrera y fallé estrepitosamente.

Abel sabe qué pensaría Noemí de lo que está a punto de preguntar, pero no puede callárselo.

—¿Está diciendo que intentó recrearme a mí?

El científico parece sorprendido.

—Pues claro que sí. Eres el mayor avance que ha habido jamás en el campo de la cibernética y creía que te había perdido para siempre. Dejando otras consideraciones aparte, habría sido un delito contra el conocimiento del ser humano no intentar al menos hacer otro como tú.

—Claro.

Y tiene sentido, pero Noemí tenía razón sobre su ego, que ahora está seriamente magullado. Mansfield esperaba poder reemplazarlo, así que quizá ya no es el meca más avanzado de la galaxia.

La decepción se transforma rápidamente en curiosidad. No le importa perder la singularidad si eso significa que ya no está solo. Si hay otro Abel, ¿se podría decir que son hermanos?

—¿Hay más modelos A?

Mansfield acaba con su efímera esperanza al responder que no con la cabeza.

—He dicho que lo intenté, no que lo consiguiera. Tú fuiste tan perfecto desde el minuto uno que pensé que siempre podría hacer otro como tú si fuera necesario. Pero me equivocaba. Los mismos diseños, los mismos materiales, pero nunca los mismos resultados. Siempre había algo que no funcionaba, siempre. Esa chispa que tienes es única. Los demás se parecían físicamente a ti y eran muy inteligentes, algunos casi tanto como tú, pero no estaban a tu altura. No tenían la mente que estaba buscando. Tuve que desactivarlos, del primero al último. Al final, me rendí.

Otros mecas parecidos a él, con la inteligencia suficiente para desarrollar una identidad, todos desactivados, todos deficientes, en lugar de ser apreciados como el milagro que eran. La sola idea le resulta inquietante, pero no sabe cómo decírselo a Mansfield, ni siquiera si debería. Lo hecho, hecho está.

Pero esos hermanos perdidos lo perseguirán para siempre, aunque por el momento tienen cuestiones más urgentes que tratar.

—¿Enviará el mensaje a Bastión?

—¿Qué mensaje?

Quizá empieza a estar senil, por eso decide explicárselo de nuevo.

—Para asegurarnos de que Noemí ha salido del planeta sana y salva y que no está bajo custodia. Y si la han detenido, para liberarla.

—¿Quieres que un puñado de mecas de seguridad te traigan a tu amiga? —Mansfield se ríe—. No creo que le parezca demasiado romántico.

—Jamás se me ocurriría traerla aquí en contra de su voluntad. Precisamente por eso quiero asegurarme de que sigue libre, para que pueda ir donde ella quiera.

Abel vuelve a pensar en la inminente destrucción de la Puerta de Génesis, pero no dice nada. Mansfield le hace un gesto con la mano, como restándole importancia.

—Todo a su debido tiempo. Hagamos antes unos cuantos escáneres, ¿quieres? Me gustaría cartografiar esa mente tan compleja que parece ser que has desarrollado.

Abel quiere insistir, asegurarse de que entiende la gravedad de la situación, hasta que se da cuenta de que la entiende perfectamente. Su creador sabe que Noemí podría estar en peligro y sabe lo preocupado que está él.

Pero no le importa.

Ya sabía que podía no estar de acuerdo con él, incluso llegar a criticarlo. Pero es la primera vez que duda de él.

Aun así, debe obedecerle en todo.

Se sienta lentamente en la silla de reconocimiento y deja que las bandas magnéticas de los sensores se curven alrededor de su cabeza. Cuando Mansfield le sonríe, él le devuelve el gesto.