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—Ven, mira esto. —Mansfield señala su mesa con una sonrisa afable en la cara—. Quizá te gustaría ver un Premio Nobel, ¿me equivoco?

Abel lo levanta, comprueba su peso y textura.

—Creía que los hacían de oro macizo. Esto es una aleación.

—Ya no es tan fácil encontrar oro como antes. Y mucho menos oro puro. Se están agotando.

Mansfield sacude la cabeza. Está sentado en el sofá de terciopelo del salón principal, iluminado por la luz de la falsa chimenea que el péndulo del reloj de pared refleja en él. A su alrededor, aunque en forma de holograma, están los miembros de la Academia Sueca durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel, hasta que la imagen parpadea y es sustituida por la de un Mansfield más joven, uno o dos años después de abandonar a Abel, con los brazos alrededor de una joven sonriente tocada con un birrete de graduación.

—Ah, y aquí está Gillian en la ceremonia de graduación del máster que estudió en Northwestern. Ojalá la hubieras visto. Siempre se divertía mucho contigo.

Abel recuerda a la hija de Mansfield, pelirroja y siempre tan elegante. Pocas cosas le parecían «divertidas»; ya por aquel entonces, siendo él nuevo, tenía mucho más sentido del humor que ella. Aun así, Gillian nunca fue desagradable ni despectiva con él, no como la mayoría de los humanos suelen serlo con los mecas. Su interés siempre le pareció sincero.

—Me gustaría volver a verla.

El anciano lo mira fijamente, abre la boca para decir algo, pero cambia de idea en el último momento.

—Mira esto. Es su boda y ese de ahí es mi primer nieto. ¿Qué te parece?

El bebé, rubicundo y lleno de vida, se mueve dentro del holograma; la imagen fue tomada mientras se acurrucaba bajo su mantita. Abel estudia su cara pequeña y regordeta, que se le antoja mucho más interesante de lo que debería.

—Se parece a usted. Tiene sus mismos ojos, puede que también la barbilla. El parecido con Gillian es incluso más marcado. —¿Qué más debería decir? ¿Cómo expresar con palabras la extraña fascinación que siente?—. Es… es una monada.

Mansfield se ríe encantado.

—¡Excelente, excelente! Ah, Abel, has llegado más lejos de lo que esperaba. Solo siento que hayas tenido que estar aislado durante treinta años para desarrollarte como lo has hecho.

Es lo más parecido a una disculpa que ha oído hasta ahora. No es que tenga que disculparse —tenía que salvarse, claro, porque cualquier vida humana tiene prioridad sobre la de un meca—, pero esta pequeña muestra de arrepentimiento es como un bálsamo para Abel.

Sí, necesita tranquilizarse. Desde que ha pisado el taller, se ha sentido… incómodo en presencia de Mansfield. No sabe exactamente por qué, el taller sigue el procedimiento habitual para la creación de mecas. ¿Por qué se siente extraño si es evidente que su creador se alegra de tenerlo de nuevo en casa? Esta noche van a celebrarlo con una cena especial, algo que el anciano había planeado para una ocasión importante. El Sucre incluso ha puesto a enfriar una botella de champán.

Quizá no tiene miedo por sí mismo, sino que sigue preocupado por otra persona.

—Padre, ¿puedo usar uno de los canales de comunicación? —Sonríe y cruza las manos detrás de la espalda como lo haría un meca menos evolucionado al hacer una pregunta. Es importante aclarar que no está exigiendo nada, ni poniendo en duda a su creador; solo le pide un favor—. Me gustaría comprobar otra vez las noticias sobre Bastión.

Mansfield se ríe.

—¿Sigues preocupado por tu novia?

—No es mi novia. —Abel sabe que Noemí no siente lo mismo que él. Solo ha aprendido a aceptarlo como persona, no como cosa. Eso no le preocupa en absoluto. El mero descubrimiento de que la quiere, que es capaz de quererla, lo llena de gratitud hacia Mansfield, hacia Noemí, incluso hacia el compartimento de carga de la Dédalo. Sabe que no debe esperar nada más y tampoco lo necesita. Le basta con lo que siente—. Pero me ayudó a escapar. Me gustaría darle las gracias. ¿Usted no haría lo mismo?

La pregunta coge por sorpresa al viejo científico.

—No se me había ocurrido verlo así. ¿Crees que habrá vuelto a Génesis?

—Seguramente. —Faltan pocos días para la Ofensiva Masada. Noemí ha vuelto, seguro, si es que ha podido, o se arriesga a perder la oportunidad de salvar a sus amigos y, quién sabe, quizá también su planeta—. Deberíamos asegurarnos de que no se ha metido en problemas. Es lo mínimo que le debemos.

Mansfield asiente y agita una mano frágil y cubierta de manchas.

—Adelante. Comprueba todo lo que quieras.

Y Abel lo hace, sentado en la estación que ha sido modificada para parecer un escritorio de madera del siglo XIX. Las noticias de Bastión hablan de un presunto «asalto al Medstation Central» y apuntan a la más que posible implicación de un empleado, pero no hablan de detenciones ni de habitantes de Génesis. Tampoco dicen nada de un altercado en el puerto espacial de la zona, aunque los monitores de seguridad del lugar lo tienen que haber captado todo. ¿Y la Dédalo? Ni una sola palabra.

Cuanto más busca, menos satisfecho está. Se había convencido de que encontraría alguna noticia, sobre todo porque necesita saber qué ha pasado con Noemí. Por lo visto, ha desarrollado la capacidad de desear cosas con el pensamiento, pero al mismo tiempo sabe que, si las autoridades encontraran a una soldado de Génesis en cualquiera de las colonias o en la Tierra, la meterían en una celda tan profunda que nadie sería capaz de encontrarla.

Quizá ha podido escapar. La nave estaba allí mismo. La Reina y el Charlie estaban concentrados en él; Mansfield le ha dicho que no irían a por Noemí.

Pero parecía tan despreocupado cuando lo ha dicho, tan convencido de que las autoridades no han encontrado a Noemí…

¿Es posible que su creador le haya mentido?

Abel rechaza la idea al instante, pero es consciente de que sus objeciones son emocionales, no racionales. También esto es nuevo.

Cuando regresa al salón, Mansfield sigue sentado en el sofá de terciopelo, sonriendo mientras ve un holograma de la pequeña Gillian jugando a la hora del té con su padre. Por aquel entonces era un hombre joven, mucho más que cuando Abel lo vio por primera vez.

—Nuestros parecidos son evidentes —le dice. Si pretende pedirle que le deje volver a Bastión, antes tiene que asegurarse de que está del mejor humor posible y parece que le gusta que alaben los cromosomas dominantes de su material genético—. En este holo queda muy claro cuánto nos parecemos usted y yo.

—Cierto. Te hice un poco más atractivo que yo, claro está, pero mantuve casi todos los rasgos físicos. Al fin y al cabo, no todos podemos ser Han Zhi. —Mansfield le sonríe cariñosamente—. Quería que la continuidad entre los dos fuera evidente.

A Abel le extraña el uso de esa palabra.

—¿La continuidad?

—Será mejor que nos pongamos manos a la obra. El Sucre servirá la comida dentro de una hora y después, bueno, digamos que dará comienzo la gran aventura.

—¿Qué aventura?

Abel no cree que se refiera a una posible visita a Bastión. El anciano se pone cómodo.

—Abel, eres el meca más sofisticado que he creado en toda mi carrera, y además con diferencia. Podría justificarte como un experimento, pero si te hubiera creado otra persona, tu sola existencia sería ilegal. ¿Por qué crees que te construí?

—Siempre pensé que para expandir el conocimiento humano. —Recuerda estar sentado delante de Virginia Redbird en su guarida de Cray, recuerda la reacción de asombro absoluto ante su complejidad y lo que le dijo entonces—. Pero supongo que tenía un propósito más concreto en mente.

—Así es, mi querido muchacho. Y esta noche será el momento de cumplirlo. Me he pasado los últimos treinta años pensando que este día no llegaría nunca. —Le tiembla la voz—. Había perdido la esperanza. Y, de repente, apareces de la nada.

Técnicamente, lo han raptado y traído hasta aquí en contra de su voluntad, pero eso ya no importa.

—¿La esperanza de qué, padre?

Mansfield le acaricia el pelo con gesto tembloroso y luego coge un mechón entre los dedos para examinarlo.

—Para volver a tener el pelo así…

—¿Padre?

—Tu cerebro tiene la complejidad suficiente para contener el conocimiento y las experiencias vitales de mil seres humanos al mismo tiempo, pero lo que nunca he sabido es si estás preparado para contener una mente. Una forma de pensar. Opiniones, creencias, sueños. Si eres capaz de tener emociones. Por fin me has demostrado que sí puedes. Ahora sé que serás capaz de albergarme y darme cobijo durante los próximos ciento cincuenta años.

—No le entiendo…

—Transferencia de la conciencia —dice Mansfield—. Hace tiempo que dominamos la tecnología, pero el problema era que no teníamos dónde transferir una conciencia humana. No puedes apilar una mente humana encima de otra; hubo gente que lo intentó, sobre todo al principio, y los resultados fueron desastrosos. Los otros mecas no tienen la capacidad de contener nada tan… intrincado, tan sutil. Pero tú sí puedes. En cuanto borre de tu mente la conciencia que la habita, podré transferirme y retomar la vida donde tú la dejaste, solo que esta vez seré fuerte, joven y casi invencible. Me muero de ganas de empezar.

Abel permanece inmóvil, impertérrito, incapaz de creer lo que está oyendo.

Solo es… una carcasa, nada más. Todo lo que ha pensado o sentido no importa lo más mínimo, nunca ha importado, al menos para Burton Mansfield.

Este es su gran propósito en la vida. Todo lo que es, todo lo que ha sido y lo que ha hecho, será borrado en un instante. O puede que no sea un instante, sino que tarde un buen rato mientras él está ahí tumbado, sintiendo que la conciencia se le escapa entre los dedos…

—Le he dado muchas vueltas —continúa Mansfield—. Me aseguré de que no te importara. Tus directrices primarias te dicen que cuides de mí, ¿verdad?

—Sí, señor. —¿Debería haber dicho «padre»? No puede, ya no—. Siempre quiero protegerlo.

Sus palabras le hacen merecedor de una sonrisa de satisfacción.

—Pues ahora vas a protegerme del mayor peligro de todos: la muerte. ¿No te parece maravilloso? Claro que sí. Es lo que tu programación te dice que hagas.

Y tiene razón, así es. Por mucho que le repela la idea, algo en su interior disfruta con la posibilidad de mantener a salvo a Burton Mansfield, protegiéndolo con su propia piel.

Sin embargo, sus pensamientos han evolucionado en los últimos treinta años. Ha tenido ideas y sentimientos que no tenían nada que ver con las directrices. Ha vivido experiencias con las que su creador tan solo podría soñar. Abel recuerda la voz de Noemí pronunciando las palabras que tanto significaron para él: «Tienes alma».

Y también: «El mayor pecado de Burton Mansfield ha sido crear un alma y encerrarla en una máquina».

Su cuerpo no es una cárcel, es un vehículo. Mansfield le arrancará el alma y la sustituirá con la suya propia.

—Entiendo.

No sabe qué más decir. Su creador parece satisfecho.

—Sabía que lo entenderías. Esta noche disfrutaremos de una cena deliciosa; quiero darle un último capricho a este cuerpo antes de deshacerme de él. Luego bajaremos al taller y nos pondremos manos a la obra. —Su sonrisa se ensancha aún más—. Hoy pasará a la historia como uno de los mayores avances tecnológicos de todos los tiempos: Burton Mansfield derrotando a la muerte. Me merezco otro Nobel, ¿no crees?

La tos sacude su débil cuerpo. Abel lo abraza con ternura mientras sus hombros se agitan, lo sujeta hasta que la Tara aparece de nuevo por la puerta. No puede hacer otra cosa. Su deber es cuidar a Burton Mansfield.

—Necesita un tratamiento de oxígeno —anuncia el modelo Tara—. Enseguida me ocupo de ello.

—Esta será la última vez que lo necesite —resopla Mansfield.

Abel asiente y se levanta. No hay nada que le impida marcharse mientras la Tara atiende al anciano, así que baja las escaleras que llevan al taller.

El lugar en el que nació y el mismo en el que morirá.

¿Cómo llamar sino a lo que está a punto de pasarle? Su cuerpo seguirá existiendo, pero nunca fue lo que lo hizo tan especial. Fue su alma, la misma que solo Noemí fue capaz de ver. Y es lo que Mansfield se dispone a destruir.

Camina entre los tanques, que hierven a su paso. El sol se está poniendo y los cristales tintados de las ventanas apenas filtran la escasa luz exterior. Hay dos sillas en una esquina bien iluminada del taller que podría confundirse fácilmente con un rincón de lectura, pero las máquinas que hay detrás de las sillas son la prueba de que su cometido es bien distinto. Aquí es donde Abel tendrá que sentarse y renunciar a su alma por Burton Mansfield.

«Debo proteger a Burton Mansfield. Debo obedecer.»

¿Qué será lo primero que pierda? ¿Los recuerdos de los treinta años en el compartimento de carga? No le importaría, la verdad. ¿Los idiomas que ha aprendido? ¿O algún sentimiento?

De pronto, se da cuenta de que la máquina le arrancará el amor que siente por Noemí. Lo destruirá. Será un amor que habrá dejado de existir.

«Proteger a Burton Mansfield. Obedecer a Burton Mansfield.»

Abel se da la vuelta y observa la pared que hay al otro lado del taller. Allí está la puerta que lleva al jardín, la misma por la que Mansfield y él han salido hace apenas unas horas. Nadie ha activado el cierre de seguridad.

«Obedecer a Burton Mansfield.»

Pero Mansfield no le ha ordenado que se someta al procedimiento. Espera que lo haga, lo desea, pero no se lo ha mandado y esa fisura en la programación de Abel lo cambia todo.

Se dirige lentamente hacia la puerta, esperando que algo lo detenga en cualquier momento. No se refiere a la Tara, ni siquiera a Mansfield, sino a algo en su interior, una especie de mecanismo de seguridad que le impida abandonar su «propósito en la vida». Sigue avanzando, cierra la mano sobre el pomo de la puerta y la abre.

Fuera, no muy lejos de allí, los habitantes de Londres llenan sus calles. Están a los pies de la colina, al otro lado de la verja de hierro. Abel puede saltarla sin ningún problema si es capaz de ponerse en marcha.

Un paso.

Otro paso.

Vuelve la mirada hacia la casa, al taller donde nació, y recuerda el momento en el que salió del tanque por primera vez y vio la cara sonriente de Mansfield.

Dirige la mirada al frente y empieza a andar, cada vez más deprisa, hasta que está corriendo tan rápido como puede.