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La celda vuelve a subir, zarandeándolos otra vez. Noemí pierde el equilibrio, choca contra la pared y ve que Virginia está a punto de colarse por la puerta, que sigue abierta. La sujeta por la capucha de la sudadera y tira de ella con todas sus fuerzas hasta que el trasero de la chica aterriza en el suelo.

Ephraim ha retrocedido hasta una esquina; Riko sigue sentada en su catre, que está patas arriba. Noemí aprovecha para apagar las luces de la celda.

—Ah, genial —murmura Virginia—. Me preguntaba cómo podríamos mejorar la situación. Mucho mejor a oscuras, claro que sí.

—Si se acerca algún guardia de seguridad, verán la luz a través de la puerta abierta.

Sabe que aún faltan unos minutos para que la celda vuelva a cambiar de posición, así que aprovecha para asomarse por la puerta; ya están a diez metros del suelo, y siguen subiendo.

Ephraim resopla, una especie de bufido a medio camino entre la frustración y la desesperación.

—No vamos a pisar el suelo hasta dentro de un buen rato, ¿verdad?

—Varias horas, si el patrón que habéis identificado antes se mantiene. —Virginia está trabajando otra vez en su lector de datos; el suave brillo verde que emite la pantalla le da a su rostro un aspecto fantasmal, como de bruja—. Así que sí, es como pensabas. O peor.

—Lo siento —se disculpa Riko, y es la primera vez que Noemí la oye hablar así—. Os habéis metido en un buen lío por intentar ayudarme.

—Porque has dejado que te cojan y ahora por tu culpa la Cura al completo está en peligro. —La voz de Ephraim retumba como un trueno—. Porque has hecho algo absurdo, cruel y equivocado en todos los sentidos como poner una bomba en el Festival de la Orquídea. En serio, ¿de verdad crees que cargarte a un montón de estrellas del pop va a cambiar algo?

—¡La Tierra no escucha nada más! —La amabilidad de antes ya ha desaparecido de su voz—. ¿Cuántas vidas se han perdido por culpa de la indiferencia de este planeta, por su avaricia y su…?

Virginia interrumpe el intercambio.

—Claro que sí, organicemos un debate filosófico a voz en grito justo ahora que nuestra única esperanza es averiguar cómo salir de aquí. Sobre todo que Virginia no se pueda concentrar. —Su dedo pulgar sigue moviéndose por todo el lector de datos—. ¡A ver cuánto tardan en llegar los guardias de seguridad! ¡Un plus añadido! Cómo me alegro de haberme colado en una cárcel con un grupo de genios.

Noemí ignora el sarcasmo y se arrodilla junto a ella.

—¿Qué intentas hacer?

—Ver si puedo cambiar el patrón de movimiento de las celdas. Eso sí, es un sistema totalmente diferente del de seguridad, por eso tengo que empezar de cero. Me va a llevar horas. Pero, eh, fuera seguirá siendo de noche, ¿verdad?

—Eso espero.

Noemí no está familiarizada con las latitudes y las longitudes de la Tierra ni con las estaciones, y los demás tampoco. Odia sentirse tan ignorante e indefensa.

La celda se vuelve a mover, esta vez hacia un lado.

—No nos dijiste que estas cosas se movieran así —murmura Ephraim.

—En la Estación Wayland los movimientos no eran tan bruscos. —Noemí se pregunta si el alojamiento allí era más lujoso de lo que creía, o si las cápsulas de las cárceles están diseñadas para moverse de una forma más violenta. Quizá el zarandeo continuo forma parte del castigo—. La verdad es que no podía imaginar un escenario peor que este.

De pronto, se oye un ruido metálico que viene del exterior. Es como una sucesión de golpes metálicos que van subiendo por los laterales de las celdas.

—Eh, ¿chicos? —Virginia por fin levanta la mirada del lector de datos—. ¿Qué es eso?

Riko sacude la cabeza.

—Llevo casi un día entero aquí metida y es la primera vez que lo oigo.

Tiene que ser uno de los guardias de seguridad. Pero no ha saltado ninguna alarma y parece más probable que, en caso de riesgo de fuga, sellen la cápsula, la detengan y la extraigan de algún modo de la formación. En vez de eso, parece que han enviado a alguien que tiene que encaramarse a lo alto de la construcción.

—Pues ya ves, podía ser peor —le dice Ephraim a Noemí.

Ella se obliga a salir del modo pánico. «Tienes que decidirte: rendirse o luchar.»

El guardia está escalando por el lateral de las celdas. Eso significa que necesita las dos manos y que, si lleva un arma, tendrá que desenfundarla. Por muy rápido que sea, necesita un mínimo de tiempo, el mismo que Noemí no tiene intención de darle. No lo tirará al suelo porque eso lo mataría y, al fin y al cabo, solo está haciendo su trabajo. Pero si consigue dominarlo y quitarle el arma, quizá aún tengan una oportunidad.

—Todos atrás —ordena a los demás, y se coloca en posición defensiva a un metro de la puerta—. Poneos detrás de mí.

—No hace falta que… —protesta Ephraim, pero ella lo hace callar con la mano; dentro de poco, el recién llegado también podrá oírlos.

Los golpes se van acercando cada vez más. La soldado de Génesis se da cuenta de que está aguantando la respiración.

Una silueta oscura atraviesa la puerta de un salto, aterradora en un primer momento hasta que…

Noemí ahoga una exclamación de sorpresa.

—¿Abel?

Él frena en seco y se la queda mirando.

—Estoy teniendo un error de funcionamiento.

—No, no, estás bien. Soy yo.

Da un paso al frente; no se fía ni de lo que ven sus ojos. Pero es él, es Abel, de pie frente a ella.

—Gracias a Dios —murmura Virginia.

Noemí no responde. No puede apartar los ojos de él. De pronto, se abalanza sobre él y lo abraza con fuerza. Él también la abraza, al principio por puro reflejo, luego rodeándola con los brazos y enterrando la cara en la curva de su cuello.

—¿Cómo es posible que estés aquí? —Su voz suena amortiguada por el hombro de Noemí—. ¿Qué haces en la Tierra?

—He venido a buscarte.

—¿A mí?

Parece genuinamente sorprendido, como si le pareciera imposible que alguien hiciera algo así.

—Necesitaba saber que estabas bien —dice ella. Es toda la explicación que puede darle, la misma que tiene para ella—. Te vimos con Mansfield, en el jardín… Parecías feliz. Pensé, vale, ha vuelto a casa y todo está en orden…

—Mansfield me ha mentido. —De pronto, le tiembla la voz. Ella no sabía que las emociones también podían afectarle a nivel físico—. Me ha mentido en todo. —Se aparta de ella, como si necesitara verla otra vez para asegurarse de que es real. Pero entonces ve a los otros—. ¿Cómo…?

—Nos estábamos haciendo la misma pregunta, colega —dice Virginia—. La mismita.

Ephraim interviene.

—¿Por qué no estás con Mansfield?

Abel hace algo que Noemí no le había visto hacer nunca: clava los ojos en el suelo un instante, como evitando la pregunta.

—No pienso volver —responde finalmente.

—Entonces ¿qué?, ¿has decidido liberar a Riko de la cárcel por puro altruismo? —insiste Ephraim, que obviamente cree que aquí está pasando algo.

—Y yo te lo agradezco —dice Riko—, pero ¿cómo has subido hasta aquí?

Virginia suspira, exasperada.

—¡Es el meca más sofisticado de toda la galaxia! Eso para él no es nada.

—¿Es un meca? —pregunta la integrante de la Cura, esta vez en un tono más bajo, pero nadie contesta.

A Noemí le sorprende que su cerebro siga intentando sin éxito encontrarle el sentido a todo esto.

—¿Qué haces tú aquí, Abel?

—Pensé que si liberaba a Riko Watanabe de la cárcel, ella podría ayudarme a buscarte —responde, y le dedica una media sonrisa que ella le devuelve.

—Todo este tiempo hemos estado buscándonos el uno al otro —susurra Noemí, y lo abraza otra vez. Abel le devuelve el abrazo con más ternura que antes…

—Oye, todo esto es precioso —interviene Virginia—, pero ¿qué os parece si nos escapamos de esta cárcel?

 

 

Con la ayuda de Abel, todo es más fácil. Los baja hasta el suelo, colgados de dos en dos de su espalda y sin apenas despeinarse. La misma brecha en el sistema de seguridad para la que Virginia ha necesitado horas Abel la resuelve en cuestión de minutos, y en cuanto consigue abrir una ventana en la cuadrícula salen corriendo a través de ella. No se detienen hasta unas cuantas manzanas más adelante, cuando el fulgor rojizo de Marshalsea se ha desvanecido por completo a sus espaldas.

Cuando por fin se detienen, a Noemí le cuesta respirar, igual que a Ephraim, pero Virginia y Riko están a punto de desmayarse. Abel, que está fresco como una rosa, las acompaña a un banco y luego regresa junto a Noemí.

—Tenemos que volver a Génesis. Si mis cálculos son correctos, faltan tres días para la Ofensiva Masada.

—¿La qué? —interviene Ephraim.

Noemí ignora la pregunta. Ha intentado llevar el cálculo del tiempo y creía que aún le quedaban cinco días, pero se ha equivocado. Todo ese rollo einsteiniano es más de lo que su cabeza es capaz de procesar. «No pasa nada —se dice a sí misma—. Tres días son más que suficiente.»

—En cualquier caso, yo no tengo intención de ir a Génesis —continúa Ephraim—. No te ofendas, pero no estoy de acuerdo con lo que está haciendo tu pueblo. Además, tenemos mucho trabajo pendiente.

Esto último lo dice mirando a Riko, que asiente.

—Tengo contactos en la Tierra, gente que nos puede esconder. La Cura siempre cuida a los suyos. —La fugitiva se endereza y mira a Noemí y a Abel—. Gracias por venir a buscarme. No lo olvidaremos.

Ephraim mira a su compañera con una dureza tan evidente que Noemí recuerda lo distintos que son. Riko es una terrorista cuyos ideales no justifican sus acciones; Ephraim es de la rama moderada, que intenta encontrar la mejor salida para todos, la más humana. ¿Conseguirá disuadir a su compañera o será ella la que lo convenza? ¿Existe la posibilidad de encontrar un punto intermedio?

Es imposible saberlo o intentar adivinarlo, pero Noemí decide tener fe en el buen corazón del médico.

—Adelante, marchaos —les dice—. Tened cuidado.

—Quizá nos volvamos a ver.

Ephraim sonríe y Noemí cree ver un destello del hombre amable y sencillo que habría sido en otra galaxia, una mejor que esta. Ojalá algún día llegue a ver ese otro mundo. Y ella también.

—Adiós, Ephraim.

Se cogen de la mano en silencio durante unos segundos y luego él se despide de Virginia, que lo guía a través de un complicado apretón de manos que incluye agitar los dedos y hacer chocar los codos. Por último, le da unas palmadas en el hombro a Abel.

—Eres un milagro, lo sabes, ¿verdad?

—No lo creo. —Su sonrisa está cargada de tristeza—. No creo en la suerte como concepto, pero… buena suerte, Ephraim. Esto te será útil —se despide, y le entrega un lector de datos; Noemí no tiene ni idea de qué contiene, pero el rostro del médico se ilumina al instante.

—Gracias, Noemí —dice Riko, inclinando la cabeza—. Venga, tenemos que irnos.

Y, acto seguido, Ephraim y ella se alejan calle abajo y desaparecen en la niebla.

 

 

Cuando se dirigen hacia la nave, Virginia camina unos pasos por detrás de ellos en una extraña demostración de tacto. A estas alturas ya es evidente lo personal y dolorosa que es la historia que Abel le tiene que contar a Noemí.

—Estaba tan contento… —Su sonrisa nunca había sido tan triste—. Tan orgulloso de mí mismo… El meca definitivo. Pero no era más que una… una carcasa. Un traje más que ponerse.

—Eres mucho más que eso, y lo sabes. —Noemí lo coge de la mano—. ¿Verdad?

—Tengo alma, pero sigo siendo una máquina. Mi programación aún me dice que lo ayude, pase lo que pase. Cuando me contó sus planes, una parte de mí se alegró por él, porque no tendría que morirse. Y eso a costa de mi vida.

El asco que transmite su voz es crudo, visceral, como la ira que ella siente en su interior.

—Te has liberado, Abel. Tu alma es más grande que tu programación. —¿De verdad es eso lo que le preocupa más? Y añade, esta vez bajando un poco la voz—: Siento que Mansfield no te quisiera tanto como tú a él.

Ya han llegado a la nave; abren la puerta y entran. Por suerte, parece que nadie los sigue porque no hay un solo miembro de las fuerzas de seguridad en todo el puerto. Abel se detiene en el hangar y Noemí lo imita, un tanto confusa.

—La Dédalo —dice él. Cuando ella gira la cabeza para mirarlo, ve que tiene la vista clavada en el punto exacto en el que antes estaba la placa conmemorativa de la nave—. Según la mitología griega, Dédalo aprendió a volar. Le fabricó unas alas a su hijo y este voló tan alto que se precipitó al suelo y murió. Dédalo aprendió una lección; Ícaro pagó el precio. Cuando Mansfield bautizó esta nave, ya sabía lo que pensaba hacer conmigo.

—Pues le cambiaremos el nombre —dice Noemí, muy decidida—. Pero esta vez no será uno falso, la bautizaremos de verdad. Ya no es la nave de Mansfield. Es nuestra.

—Será mejor que nos pongamos en órbita antes de empezar con las celebraciones —apunta Virginia, quien no es precisamente la más precavida de los tres, razón por la que deciden hacerle caso.

Suben corriendo al puente de mando. Noemí empieza los preparativos para el despegue mientras Abel vuelve a ocupar el puesto de piloto. Se enciende la pantalla abovedada; sobre sus cabezas, un cielo sin estrellas y cubierto por la niebla. Ahora que tiene algo que hacer, él vuelve a ser el mismo de siempre.

—Esperando autorización automática y… recibida.

De pronto, en una esquina de la pantalla aparece una comunicación entrante que se activa sin que Noemí toque los controles ni una sola vez. En la consola de operaciones aparece una imagen, la cara de un anciano al que no conoce, pero que enseguida deduce quién es. Tiene los ojos como Abel.

—Abel, querido —dice, y sacude la cabeza con gesto triste—. Entiendo que estás a bordo de la nave. Tu chica ha venido a buscarte. Qué bonito. Pero lo que no ha tenido en cuenta es que todavía tengo rastreadores en esa nave, además de los códigos de acceso.

—Los códigos de acceso se pueden cambiar —murmura Virginia, y se pone a ello, pero ya es demasiado tarde.

—No quiero volver —asevera Abel.

—Oh, sí que quieres. Claro que quieres volver. Lo sé porque fui yo quien te lo programó desde el primer momento. Lo que pasa es que ahora también quieres otras cosas, cosas que nunca deberías haber tenido. —Mansfield respira hondo, no sin cierta dificultad—. Abel, te ordeno que vuelvas a casa y te sometas al procedimiento. Es una orden directa de parte de tu creador. Venga, vuelve a casa. Te estoy esperando.

Horrorizada, Noemí ve que Abel se aparta de la consola y se levanta dispuesto a marcharse.

—¡No! —Corre hacia él y lo sujeta del brazo—. No tienes que hacerlo.

A él le tiembla todo el cuerpo. Cuando habla, lo hace con la voz rota.

—Sí, claro que tengo que hacerlo.

Ella lo sujeta incluso cuando él empieza a andar hacia la puerta.

—Tienes alma, Abel, y una voluntad que te pertenece solo a ti. Puedes plantarle cara, sé que puedes…

—Así que esa es tu chica, ¿eh? —Mansfield puede verla; Abel y ella están justo delante de la consola desde cuya pantalla los observa con gesto condescendiente—. Bueno, es una monada, eso es evidente. No tiene una belleza clásica, pero sí mucho temperamento, ¿verdad? Eso lo has sacado de mí. Siempre me han gustado guerreras.

Si estuviera aquí, Noemí le daría un puñetazo en la tripa para que supiera lo mona que puede llegar a ser, pero está a salvo en su casa, sentado al lado del fuego o eso parece por la luz que parpadea, descansando tranquilamente mientras le ordena a Abel que vuelva a casa para morir.

—Eres un monstruo —le espeta—. Eres un monstruo egoísta y cobarde. Te da miedo morir porque nunca has creído en nada que no seas tú mismo. Le diste un alma a Abel solo para poder cargártela de un plumazo en cuanto ya no la necesitaras más. Todo lo que ha sentido, la persona en la que se ha convertido, ¿es que no te importa lo más mínimo? ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?

Mansfield suspira.

—Es evidente que esto va a ser un problema.

Desde la consola en la que sigue tecleando febrilmente, se oye la voz de Virginia que dice:

—Siempre he sido muy fan de usted, pero ya no, pedazo de mierda. Me da vergüenza que sea humano.

—¿Quién es esa?

Se nota que Mansfield está confundido. Virginia no se acerca a la pantalla, pero se aproxima lo suficiente para que el afamado científico vea su mano haciéndole una peineta.

Noemí mira a Abel, que sigue sin sentarse, a pesar de sus súplicas…, pero tampoco ha dado ningún paso más hacia la puerta. Por un momento, siente que aún hay esperanza.

—Te estás resistiendo, ¿verdad? Puedes hacerlo, estoy segura.

—Ya basta de tonterías. —Mansfield carraspea y se recoloca en el sofá—. Abel, dime la verdad: ¿siguen cerrados los puestos defensivos de emergencia?

—Sí, señor —responde el meca, y hace una mueca en cuanto las palabras salen de su boca.

—Bueno, pues ve y abre uno. —Abel se dirige hacia un armario de plástico que hay en la pared, uno de muchos ahora que Noemí se fija, y Mansfield añade—: Coge un bláster.

Abel atraviesa la puerta de un puñetazo. Los trozos caen al suelo como una lluvia de plástico y Noemí ve cómo coge un bláster con la empuñadura de un intenso color verde, lo que significa que está cargado. Cuando se gira y la mira a los ojos, la angustia que ve en ellos es casi más terrible que su propio miedo.

—Venga, Abel —dice Mansfield, casi con dulzura—, ya casi estamos. Recuerda quién y qué eres. Sigue la Directiva Número Uno. Obedéceme. Mátala.