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Abel está junto a la puerta del hangar, observando la última fase del ciclo de compresión de la esclusa. Mira la pantalla mientras la gravedad artificial libera el espacio. El caza de Noemí se balancea, sujeto por los cables de acero; la Reina flota en el aire, los brazos extendidos como si ansiara la llegada del vacío.

Las placas plateadas de la puerta se abren dibujando una espiral y el aire abandona la nave tan rápido que ni siquiera él lo ve. La Reina está flotando en el aire, suspendida, y un segundo después ha desaparecido para siempre en la oscuridad del espacio. Observa el caza de Noemí, vibrando entre los cables, y se pregunta qué se debe de sentir ahí dentro. A pesar de su pericia y de todas las experiencias vividas, la verdad es que nunca ha pilotado una nave como esa.

Un regalo más antes de morir.

La perspectiva de la no existencia puede paralizar de miedo a un humano. Noemí se enfrentó a la Ofensiva Masada con mucho valor, pero se notaba la desesperación que transmitían sus ojos. Abel, en cambio, no siente la misma decepción que experimentó al principio del viaje, cuando pensó por primera vez que ella se desharía de él.

«No es tan duro dejar la vida atrás —piensa— cuando sientes que has tenido una vida que ha valido la pena.»

Quizá debería enviarle un mensaje a Mansfield diciéndoselo. Podría serle de ayuda a la hora de enfrentarse a su propia muerte. Ya no se siente atado a él, pero algunas partes de su programación siguen inspirándole la necesidad de ayudarlo.

Noemí no es la primera persona a la que ha querido. El primero fue Mansfield. No solo contaba con su lealtad prefabricada, sino también con el amor real de un hijo. Y, a pesar de ello, decidió ignorar ese amor en vez de morir, a pesar de haber llevado una larga vida llena de creatividad y éxitos profesionales. Ahora que Abel ha tomado la decisión contraria, entiende lo afortunado que es en comparación con su creador. Está mucho más vivo, a pesar de que Burton Mansfield es todo carne y huesos.

De todas formas, es imposible enviar un mensaje a la Tierra desde aquí. Desecha la idea con más naturalidad de la que esperaba.

La esclusa completa su ciclo y la puerta se vuelve a cerrar. Ve cómo se activa la gravedad y el caza de Noemí se posa de nuevo en el suelo. No hay razón para seguir retrasándolo.

Al menos no hay razones objetivas. Noemí le ha pedido tiempo. Mejor que sea ella la primera en decir algo.

Puede que no esté enamorada de él, pero se nota que le importa. Su muerte le afectará y, aunque seguramente está mal alegrarse —querer que Noemí sufra un poco por él—, lo cierto es que hasta el amor imposible es un poco egoísta porque le gusta la idea de que se acuerde de él cuando ya no esté. Quiere que lo eche de menos. No demasiado, tampoco para siempre. Pero un poco sí.

De momento, lo único que puede hacer es matar el tiempo. El juego de palabras, un tanto tétrico, le arranca una sonrisa tímida. ¿Qué podría hacer? La nave puede llevar a Noemí de vuelta a Génesis, así que no hace falta hacerle más arreglos. Le gustaría volver a ver Casablanca, pero sospecha que ella no tardará mucho más en aclararse, y hacerla esperar mientras acaba de ver la película sería una crueldad por su parte.

(Le parecería tan horrible dejarla a medias que ni siquiera se lo plantea.)

Al final, decide dejarse llevar por el instinto que ahora sabe que tiene. Empieza a pasear sin rumbo fijo espiral arriba, sin pararse a mirar nada en concreto, hasta que se encuentra a sí mismo de pie delante de la puerta del compartimento de carga.

Su celda durante los últimos treinta años. Su casa. A pesar de todos los años que ha pasado aquí, deseando poder escapar, de pronto se da cuenta de que tiene que despedirse de este lugar.

Cruza la puerta y manipula los controles para anular la gravedad artificial en esta zona de la nave. Sus pies se separan del suelo y la sensación le resulta tan familiar que se le escapa otra vez una sonrisa. Aprovechando que aún no se ha elevado demasiado, apaga las luces para completar una recreación perfecta.

Coge impulso contra la pared y se acerca a una de las ventanillas laterales. A través de esta en concreto presenció la última batalla cerca de la Puerta de Génesis y vio por primera vez el caza de Noemí acercándose. Ya entonces sabía que lo liberaría, pero no se imaginaba en cuántos sentidos.

—¿Abel?

Baja la mirada y la ve de pie en la puerta, justo al borde del pozo de gravedad artificial. Tiene la cara en penumbra, pero gracias a su aguda visión no tarda en darse cuenta de que ha recuperado la calma. Bien. Era demasiado doloroso verla tan perdida.

—Quería estar aquí por última vez. ¿Te parece extraño?

Noemí responde que no con la cabeza y da un paso al frente. La falta de gravedad la levanta inmediatamente del suelo y el pelo, aunque sujeto con una diadema acolchada, le enmarca la cara. Estira los brazos, levanta la mirada y se deja llevar hacia el centro de la estancia.

—¿Me lo enseñas?

En un sentido literal, Abel no puede enseñarle nada que ella no haya visto ya. Pero entre los muchos regalos que Noemí le ha hecho está el de ser capaz de vislumbrar el significado real que se esconde detrás de las palabras.

Así pues, coge impulso y se dirige hacia ella, no demasiado deprisa. Las leyes de la física que gobiernan temporalmente el compartimento de carga hace que choque contra la espalda de ella, pero no demasiado fuerte. La sujeta por la cintura y juntos se deslizan hacia la pared opuesta, donde ella impide el impacto con una mano.

—¿Ves esto? —pregunta él, acercando la cabeza a la de ella para que vea exactamente lo mismo que él—. ¿Esta marca en la pared? La hice al intentar abrir un agujero hasta el pasillo interior, unas dos semanas después de que me abandonaran. Un fracaso absoluto, como puedes ver.

—¿Te hiciste daño?

—Sí —responde, aunque le sigue pareciendo tan irrelevante como entonces—. ¿Ves el techo?

Están bastante cerca, pero apenas hay luz y los ojos de Noemí siguen siendo humanos.

—Creo que sí. —Con un brazo cubre el de Abel, que sigue cerrado alrededor de su cintura—. Allí hay unos símbolos…

—No son símbolos. Son marcas para contar los días según las medidas temporales de la Tierra. —Por aquel entonces, invirtió mucho tiempo en decidir qué medida prefería usar, si los días de la Tierra o los de Génesis. Llegó a la conclusión de que calcular las variaciones einstenianas sería un buen ejercicio mental, pero ahora sabe que lo que quería era que Burton Mansfield comprendiera la dimensión del tiempo que había pasado solo—. Lo dejé a los dos mil. Me resultaba deprimente.

—No me imagino sintiéndome tan sola —murmura ella.

Y seguramente tiene razón. Muy pocos serían capaces. Abel lo piensa y dice lo único que aún importa.

—La verdad es que me ayuda estar aquí otra vez, pero no solo.

Noemí se da la vuelta para mirarlo, el perfil de su rostro recortado frente a las ventanas plagadas de estrellas. De pronto, Abel es consciente de lo cerca que está, tanto que sus caras casi se tocan. Pero seguro que ella ya lo sabe, así que retoma lo que quería decirle antes.

—Nunca me he sentido menos solo que ahora. Aquí, contigo.

—Lo mismo digo —conviene ella.

Lo coge de la mano y se impulsa ayudándose de la pared, aunque no tan fuerte como para cruzar toda la estancia, así que acaban flotando más o menos en el centro. Noemí se da la vuelta para cogerle la otra mano y, sin apenas darse cuenta, Abel se encuentra entre sus brazos.

La mira, incrédulo, y ella acerca la cara a la suya hasta que sus labios se rozan.

Es su primer beso, que resulta ser mucho más complicado de lo que parece. Hay demasiadas variables que tener en cuenta, así que tras el primer contacto decide ignorar las funciones superiores de su cerebro y dejarse llevar por el instinto.

Y no se equivoca. Al principio, los dos se muestran inseguros, acarician los labios del otro con movimientos rápidos y superficiales, nada más, hasta que empieza el beso de verdad. Noemí lo atrae hacia su cuerpo, le muerde suavemente el labio inferior y luego le abre la boca con la suya. A medida que el beso se vuelve más profundo y sus cuerpos flotan como uno en la oscuridad del compartimento de carga, Abel siente una descarga de electricidad que le recorre todo el cuerpo, cálida e intensa al mismo tiempo. Cuanto más disfruta del beso, más lo necesita.

Así que esto es el deseo. ¿Por qué los humanos siempre lo describen como un tormento? Nunca ha sentido nada tan emocionante como esto, el descubrimiento repentino de lo mucho que puede querer, hacer y ser. Sujeta la cabeza de Noemí con la mano y la besa aún con más pasión, deseando poder devolverle la sombra del placer y de la alegría que ella ha traído a su vida.

De pronto, se da cuenta de que este beso es algo que Noemí está haciendo por él. El único escenario posible en el que se puede dar es en una despedida. Eso no le quita valor; saber que lo hace por él hace que la quiera todavía más.

Cuando se separan, ella le acaricia la cara con una mano. Él sonríe y le da la vuelta para besársela. No necesita decir nada más, Abel sabe que esto es el fin.

Levanta una mano hacia el techo, que ahora está muy cerca, y se propulsa hacia el suelo, donde están los controles gravitatorios. En cuanto aprieta el botón, los pies de ambos chocan contra el suelo con un golpe sordo, el pelo de Noemí recupera su caída natural a la altura de la barbilla y unos cuantos tornillos repiquetean por toda la estancia. Se sueltan al mismo tiempo.

—¿Estás preparada? —le pregunta él.

Noemí levanta la cabeza bien alta.

—Sí.

Juntos se dirigen hacia el pasillo y están a punto de cruzar la puerta cuando, de pronto, ella se detiene.

—Ah, Abel, perdona. Venía a pedirte si podías hacer algo por mí antes de… antes, pero te he visto en el compartimento de carga y… y… supongo que he perdido la noción del tiempo.

Ha sido él quien le ha hecho perder la noción del tiempo, quizá porque el beso le ha gustado tanto como a él.

—Dime qué necesitas.

—He hecho un par de simulaciones para aterrizar la nave yo sola, pero será la primera vez. Siempre te has ocupado tú, menos en la Tierra que lo hizo Virginia. Después supongo que estaré demasiado… —Se le rompe la voz. Él se pregunta qué iba a decir—. ¿Podrías dejarme preparado un aterrizaje automático? Solo para estar más segura.

Noemí está más que capacitada para hacer aterrizar la nave, pero un trastorno emocional puede hacer estragos en las habilidades y la seguridad de los humanos. Lo mismo ocurre con el agotamiento. Es mucho más importante hacerle este pequeño favor que intentar aliviar cualquier inseguridad que pueda sentir.

—Pues claro.

—Yo te espero aquí —dice ella mientras él se dirige ya hacia el puente.

Esto es un poco decepcionante, la verdad. Esperaba estar con ella el máximo tiempo posible, pero quizá le resulta demasiado doloroso alargar la despedida; el análisis de ciertos dramas de ficción parece indicar que los humanos prefieren evitarlas.

Se dirige hacia el puente de mando a la carrera para aligerar el proceso. No le preocupa perder unos segundos más de la poca vida que le queda.

Cuando se abre la puerta, corre hacia el puesto de mando… y se detiene a medio camino. En una de las consolas parpadea una luz que indica que a bordo de la nave se está realizando algún tipo de actividad, cuando no debería ser así.

Hasta que se da cuenta de que es la luz de las compuertas del hangar.

Noemí le ha mentido. Se marcha con el dispositivo para sacrificarse en la Ofensiva Masada… y para salvarlo a él.

Sale corriendo del puente de mando, tan rápido que las puertas apenas tienen tiempo de abrirse. Ahora mismo, la velocidad humana no le sirve para nada; nadie lo sigue, tampoco tiene que disimular. Corre con todas sus fuerzas y llega al hangar cuando aún no ha terminado el ciclo de apertura.

—¡Noemí! —grita—. ¡No, no lo hagas!

En la pantalla que tiene delante aparece una pequeña imagen: la cara de Noemí. Debe de haber conectado las comunicaciones de su caza a las de la nave. Tiene el casco sobre el regazo y, no hace falta que se lo pregunte, también ha cogido el dispositivo.

—¿Me vas a decir que no puedo hacerlo, Abel? Los dos sabemos que sí.

—No lo hagas. La Ofensiva Masada no acabará con la guerra. Morirás para nada.

Por muy doloroso que le resulte imaginarse su muerte, es peor saber que encima no servirá para nada. Ella ha vivido cada momento con intensidad y pasión. Es absurdo que ahora malgaste su vida de esta manera…

—No voy a unirme a la Ofensiva Masada, vuelvo a Génesis para intentar detenerla. —Se recuesta en su asiento de piloto con una sonrisa de medio lado en la cara—. No saben lo mal que están las cosas en la Tierra ni que en las colonias hay una resistencia organizada. Eso lo cambia todo. Si son capaces de entender que podríamos tener aliados, que tenemos una posibilidad real…, quizá eso lo cambiaría todo.

—No puedes arriesgarte —dice él—. No cuando yo podría salvar tu planeta.

—Esa es la cuestión, Abel, que no puedes.

—Pero…

—Génesis no es solo el planeta en el que vivimos. Es lo que creemos. Una victoria conseguida gracias al sacrificio de un inocente no es una victoria. Sería nuestro final.

—Pero lo he escogido yo. Es mi decisión.

—Solo estás realmente vivo desde hace un par de semanas. Acabas de liberarte de Mansfield. No puedes renunciar a una vida que nunca te ha pertenecido. —Noemí se acerca a la cámara; él se imagina su rostro rozando el suyo—. A partir de ahora, tú decides adónde quieres ir, qué quieres hacer…, quién eres. Pero ¿ahora? No eres más que la creación de Mansfield o la mía. Te mereces ser tú mismo. Tienes que seguir adelante, vivir tu propia vida.

Abel oye las palabras, pero es incapaz de asimilarlas. Solo puede pensar en que ella va a exponerse a un peligro del que podría haberla salvado.

—Por favor, Noemí, déjame que lo haga yo.

Ella responde que no con la cabeza y, sin saber muy bien cómo, consigue esbozar una sonrisa.

—Este es mi gran momento, Abel. Llevo tantos años rezando sin conseguir nada…, pero ahora ya no tengo que creer porque lo sé, tengo la certeza. Tienes alma, Abel. Por eso ahora soy yo la que tiene que cuidar de ti y proteger tu vida como si fuera la mía propia.

—Pero…

Ese es su trabajo, cuidar de ella. ¿Cómo es posible que le deba la misma lealtad, que tenga la misma deuda que él? No lo entiende. Lo único que sabe es que nada le había afectado tanto como esto.

Sabe que no tiene sentido discutir con ella. Abriría las puertas del hangar si pudiera, pero sus treinta años de experiencia al respecto le dicen que no puede. Se acabó. Noemí está a punto de salir de su vida para siempre.

—Me duele más saber que te voy a perder que tener que renunciar a mi propia vida —le dice—. ¿Eso quiere decir que lo que siento es real? ¿Que es amor de verdad?

Los ojos de Noemí se llenan de lágrimas.

—Supongo que sí.

El ciclo de apertura de la esclusa termina. Ella aprieta una mano contra la pantalla y él la imita. Es lo más cerca de volver a tocarla que estará jamás.

En cuanto la imagen cambia, aparta la mano. Ahora es un plano general del hangar que incluye el caza y, dentro de él, a Noemí poniéndose el casco mientras se abren las compuertas exteriores. Suelta los amarres y avanza hasta que sale por completo de la nave. Una vez fuera, enciende los motores, que resucitan con una explosión de luz naranja y roja, y se aleja camino de su hogar.

La visión de Abel no funciona bien. Cuando se lleva los dedos a la mejilla, la nota mojada y caliente. Son las primeras lágrimas de su vida.