Treinta años de soledad finiquitados así, de repente. En cuanto vislumbra al intruso por primera vez, Abel sabe que ya no está solo.
Cada una de las líneas de su programación le dice que debe acabar con la vida de la humana que acaba de subir a bordo. Y es lo que va a hacer. Pero por un momento, un instante abrumador y exultante, nada le apetece más que escuchar su voz, verla, disfrutar de su presencia.
El visionado de los 0,412 segundos de información visual que tiene revela que probablemente se trate de una hembra, una humana adolescente de apariencia femenina, metro setenta y siete de altura, de antepasados latinoamericanos y polinesios, con una media melena negra, los ojos marrones, el exotraje verde oscuro de los soldados de Génesis y un bláster Mark Ocho que está, a juzgar por el ancho de banda de sus haces, al cuarenta y cinco por ciento de carga.
Teniendo en cuenta que debe matar a la intrusa cuanto antes, el dato sobre el bláster es el más relevante de todos. Abel ha visto dos cazas entrando en el hangar, pero solo una soldado se ha infiltrado en la nave. Por tanto, el análisis previo de la situación era correcto: un piloto está gravemente herido y el otro intenta llegar a la enfermería para poder atenderlo.
Pero no puede permitírselo, porque Burton Mansfield podría estar allí, sumido en un criosueño. Justo después de conseguir un arma, Abel ha desconectado todos los sistemas de comunicación, tanto internos como externos, para aislar a los intrusos de Génesis. Por tanto, no esperan refuerzos. Su adversaria está sola y desesperada. En semejantes condiciones, los humanos se vuelven imprudentes. Si la mantiene alejada de su objetivo, hará cualquier cosa para intentar llegar a la enfermería y, en consecuencia, debilitará su posición.
Repasa las opciones de la soldado y toma una decisión. En lugar de prolongar el fuego cruzado, da media vuelta y corre hacia la enfermería. Es tan rápido que se planta delante de la puerta antes de que el primer disparo impacte contra la pared contigua y ella pueda siquiera intentar perseguirlo. En cuanto las puertas de la enfermería se cierran tras él, da media vuelta, las bloquea y…
… se queda petrificado.
Las directrices son claras. «Comprobar las cápsulas de criosueño. Buscar a Mansfield.»
Pero sus procesos emocionales parecen haber cambiado mucho en los últimos treinta años, y es que no le apetece darse la vuelta y mirar a su alrededor.
Sí, quizá descubre que Burton Mansfield está aquí, pero también podría ocurrir que su creador se hubiera marchado o que estuviera muerto. Abel ha vivido con el suspense durante tanto tiempo que ahora se da cuenta del miedo que le tiene a la certeza. Quiere quedarse en la caja del gato de Schrödinger para siempre.
Las luces que rodean la puerta empiezan a parpadear, avisando de una sobrecarga de energía inminente. Tal y como había anticipado, la intrusa ha ajustado la potencia del bláster al máximo para intentar reventar el cierre. En menos de noventa segundos, habrá abierto la puerta, pero solo le quedarán uno o dos disparos. Abel confía en poder esquivarlos, pero podría errar el blanco y alcanzar una de las cápsulas de criosueño.
El peligro lo libera de la duda. Da media vuelta y mira a su alrededor.
«Todo indica que las cápsulas están vacías. Inspección ocular.»
Abel se acerca a los paneles y lo verifica. «Comprobado.» Al otro lado de la puerta, el leve quejido del bláster se convierte en un chirrido agudo. No hay nadie en ninguna de las cámaras. No han estado activadas.
Los pasajeros humanos de la Dédalo, incluido Burton Mansfield, abandonaron la nave hace treinta años y nunca regresaron.
—No podemos permitir que las lecturas de la puerta caigan en sus manos —dijo la capitana Gee. En la pantalla abovedada del puente, los cazas de Génesis acababan de hacer volar por los aires otra Damocles con cientos de mecas en su interior, destruidos en un instante—. Tú. Sí, tú, meca. Extrae los componentes de la memoria y lánzalos a través de la puerta cuanto antes.
Abel se dispuso a obedecer a la oficial de más alta graduación, pero se detuvo al escuchar la voz de Mansfield.
—No vamos a abandonar la nave sin Abel.
—¡Si esa cosa es capaz de llegar al hangar a tiempo, genial! —le espetó la capitana Gee—. En caso contrario, ¡fabríquese otro!
Poca gente se atrevía a hablarle así a Burton Mansfield. Este se incorporó y su voz, grave y poderosa, se extendió por la oscuridad del puente.
—Abel es diferente…
—¡Es una máquina! Y yo tengo vidas humanas que salvar. —La capitana Gee se volvió hacia Abel y frunció el ceño al ver que no se había movido del sitio—. ¿Te has estropeado?
Dudó un instante más mientras Mansfield contemplaba la enorme vista del firmamento a través de la pantalla que ocupaba dos paredes y todo el techo abovedado del puente. El curso de la batalla había cambiado por completo. Génesis estaba a punto de vencer y, en breve, la nave sería suya.
La Dédalo tembló bajo el impacto de los primeros disparos directos.
—Abel, ve. Corre —le dijo Mansfield con un hilo de voz.
Y él corrió tan rápido como pudo, extrajo los datos más relevantes del núcleo del ordenador de a bordo en menos tiempo del que cualquier humano habría necesitado, los llevó hasta el compartimento de carga en apenas cuatro minutos y, sin más dilación, los lanzó al centro de la puerta. Incluso tuvo tiempo de cerrar y sellar las compuertas exteriores antes de que la gravedad y la energía se desactivaran, dejándolo a oscuras, flotando en el vacío.
El zumbido del bláster ha aumentado una octava. Abel contempla las cápsulas de criosueño vacías, alineadas contra la pared y traslúcidas como vainas de cigarras bajo las luces rojas de emergencia. Coge de nuevo su arma y se gira hacia la puerta.
Una lluvia de chispas blancas inunda la sala; la puerta se abre entre una nube de humo. Abel se aparta, lejos del alcance del bláster, del campo de visión de la intrusa. Nadie dispara. Del silencio total infiere que la soldado de Génesis ni siquiera se ha movido.
Abel sabe que apenas le quedan disparos. Ella también lo sabe. Uno, a lo sumo dos. La intrusa necesita tan desesperadamente el material de la enfermería que se ha desarmado a sí misma con tal de poder entrar, y ahora tiene que acabar con él de un solo disparo. Es una oportunidad que él no debe darle. Abel puede esperar allí donde está durante horas, días, otros treinta años si fuera necesario. Ni siquiera necesita dormir.
(Aunque sí puede y, de hecho, lo hace. En los últimos treinta años, ha dormido bastante. Incluso ha empezado a soñar, un progreso que le gustaría poder discutir con Burton Mansfield… algún día.)
Pero ahora mismo su programación le sugiere una estrategia bien distinta.
Se aparta de las cápsulas pisando con fuerza para que su contrincante lo oiga. Ella sabe que se dirige hacia ella y por eso no dispara enseguida; está esperando tenerlo cerca para descerrajarle un disparo mortal.
Al fin aparece en su campo de visión, al fondo de la enfermería, donde todavía hay tanto humo que la soldado aún tiene que esperar un momento antes de disparar.
Tiempo más que suficiente para que Abel sujete su arma por el cañón y se la ofrezca en señal de rendición.
Ella lo mira. Está apoyada contra la pared agarrando el bláster con ambas manos, temblando. Los humanos son tan inestables… El sudor le ha pegado mechones de pelo negro a la frente y a las mejillas. Cuando lo ve caminar, abre los ojos como platos, pero no pierde los nervios. No dispara.
—Me llamo Abel —se presenta—. Modelo Uno A de la línea de mecas de Cibernética Mansfield. Según mis directrices, tengo la obligación de servir a la autoridad humana de mayor graduación que haya a bordo de la nave. Y ahora mismo esa autoridad es usted.
Le ofrece el arma. Al ver que no la coge, la deja en el suelo y la empuja hacia ella con el pie. Qué gusto poder obedecer las directrices de su programación. Servir para algo.
—¿Cuáles son las órdenes? —pregunta Abel con una sonrisa.