La programación de Abel cubre muchas situaciones de conflicto interpersonal.
Pero esta no.
La guerrera de Génesis —la que ha muerto se ha referido a ella como Noemí— sigue junto al cadáver, temblando de rabia. Como todos los mecas, Abel ha sido creado para soportar la ira humana tanto en su forma física como emocional y, aun así, no puede evitar sentirse inseguro. Intranquilo. Preocupado, incluso.
Noemí tiene autoridad sobre él hasta que alguien con un rango superior lo libere. Hasta entonces, su poder es absoluto. Da igual que él corra más, que dispare mejor o que pueda matarla con una sola mano; no puede defenderse de ella y tampoco la puede desobedecer. Está en manos de su comandante.
Ella respira hondo, deja de temblar y, de pronto, se queda completamente quieta. No sabe muy bien por qué, pero está seguro de que eso es aún peor.
—¿Dónde está la esclusa más cercana? —pregunta Noemí.
—El compartimento de carga está hacia la mitad del pasillo principal.
Dicho de otro modo, la celda en la que Abel ha pasado los últimos treinta años. No parece que a Noemí le interese esta información, así que no añade nada más. Ella asiente.
—Llévame hasta allí.
Él obedece. Ella lo sigue unos pasos más atrás. Son muchas las razones por las que podría necesitar una esclusa, pero Abel enseguida entiende cuál de ellas es la más probable: su destrucción. Lo expulsará al frío vacío del espacio, donde dejará de funcionar.
No inmediatamente. Abel ha sido construido para soportar el cero absoluto del espacio exterior, al menos de forma temporal. Pasados entre siete y diez minutos, el daño en los tejidos orgánicos será permanente, seguido de cerca por un fallo mecánico generalizado.
No le tiene miedo a la muerte. Y, sin embargo, mientras avanza por el pasillo hacia su perdición, seguido de cerca por el eco de los pasos de su verdugo, siente que lo que le está pasando no está bien. Que es injusto.
¿Esto es otro de esos extraños errores de funcionamiento emocional? Quizá el orgullo ocupa una parte demasiado grande de sus pensamientos porque le molesta la idea de que él, el meca más complejo jamás creado, esté a punto de ser expulsado por una esclusa como basura humana, y todo por el resentimiento de una soldado de Génesis.
Tras considerarlo un instante, decide que sí, que el orgullo está interfiriendo en su capacidad para analizar de forma correcta la situación. Proviene de la Tierra, lo cual lo convierte en enemigo natural de la chica y, aunque sabe el poder incontestable que su programación ejerce sobre él, entiende que seguramente no confía en él. Si Génesis se ha mantenido fiel a sus postulados antitecnológicos, es probable que sea la primera vez que Noemí comparte espacio con un meca. Solo los ha conocido en el campo de batalla, no es de extrañar que le tenga miedo. Si además tenemos en cuenta que hace apenas media hora la ha atacado y por poco la mata, la decisión de lanzarlo al espacio parece más que razonable. Casi lógica.
Lo cual no significa que le parezca bien.
Cuando llegan al compartimento de carga, Abel cruza con decisión la misma puerta por la que ha salido no hace ni una hora. No se le escapa la ironía que supone haber sido liberado de un sitio para acabar muriendo en él. No puede dejar de imaginar situaciones, posibilidades, las siete formas distintas como ahora mismo podría matar a la soldado de Génesis. ¿Por qué?
Y, de pronto, lo entiende: no es que no quiera morir, es que quiere vivir.
Quiere tener más tiempo. Aprender más cosas, viajar por la galaxia y ver las colonias del Anillo, volver a la Tierra al menos durante un día. Saber qué ha sido de Burton Mansfield y, con un poco de suerte, poder hablar con su «padre». Volver a ver Casablanca en condiciones y no explicándosela a sí mismo escena por escena. Hacer más preguntas, aunque nunca vaya a saber las respuestas.
Pero lo que quiere un meca es lo de menos.
Abel se da la vuelta para mirar a Noemí a la cara antes de que apriete el botón que sellará la puerta y le permitirá abrir la escotilla exterior y expulsarlo al espacio. Hacía tanto tiempo que no veía un rostro humano o hablaba con alguien… Mirarla le supone un alivio, aunque signifique verla siguiendo los pasos que acabarán con su vida y, a pesar de que sabe que a ella no le afecta lo más mínimo, de pronto se da cuenta de que ha abierto los ojos como platos.
Noemí no habla. Levanta la mano hasta el panel de control… y no hace nada.
Van pasando los segundos. Cuando decide que la pausa está durando más de lo normal, Abel se atreve a hablar.
—¿Necesita ayuda con los controles?
—Sé perfectamente cómo funcionan.
Su voz suena grave, seguramente por las ganas de llorar que lleva aguantándose un buen rato. Abel ladea la cabeza.
—¿He malinterpretado sus intenciones al traerme aquí?
—¿Cuáles crees que son mis intenciones?
—Expulsarme al espacio.
—Exacto. —El dolor tuerce la sonrisa que aflora en sus labios—. A eso hemos venido.
—En ese caso, ¿puedo preguntarle por qué no lo ha hecho ya?
—Porque es absurdo —responde Noemí—. Odiarte. Quiero odiarte porque podrías haber salvado a Esther y no lo has hecho, pero ¿qué sentido tendría? No eres una persona. No tienes alma. Obedeces a tu programación porque es lo que tienes que hacer y sin libre albedrío no puede haber pecado. —Resopla de pura frustración y levanta la mirada hacia el techo, como si así pudiera impedir que las lágrimas se derramen—. Sería como odiar a una rueda.
Siguen pasando los segundos hasta que él se atreve a preguntar:
—¿Puedo salir ya de la esclusa?
Ella retrocede para dejarle pasar. Abel entiende que le está dando permiso, así que sale del compartimento de carga con una intensa sensación de alivio. Solo entonces Noemí activa los controles y sella de nuevo la estancia.
—Si se va a sentir más segura conmigo inmovilizado —propone Abel—, las cápsulas de criosueño son muy efectivas. Los mecas no podemos caer en un criosueño real, pero la exposición a los agentes químicos nos activan el modo latente.
—No necesito que estés en modo latente, sino que me seas útil. —Se limpia los ojos e intenta actuar como la soldado que es—. Ya nos… ya me ocuparé de Esther más adelante. Primero tengo que idear un plan. El puente estaba por allí, ¿verdad?
—Sí, señora.
—No me llames así —replica ella con una mueca.
—¿Cómo quiere que me dirija a usted?
Es evidente que aún está intentando recuperar la compostura.
—Me llamo Noemí Vidal.
—Sí, capitana Vidal.
—Con Noemí me basta. Y no me hables de usted. —Da media vuelta y se dirige hacia el puente de mando. Tiene la voz ronca, está agotada y lo está pasando mal, pero sigue concentrada en sobrevivir—. Sígueme, Abel.
«Quiere que la llame por su nombre de pila», piensa el meca. Hasta ahora, ningún ser humano le había dado tantas libertades. La idea le resulta agradable, aunque no sabe exactamente por qué.
Tampoco sabe por qué no puede reprimir el impulso de mirar por encima del hombro hacia el compartimento de carga del que acaba de escapar por segunda vez en el día de hoy. En treinta años lo ha visto más que suficiente.
Quizá es por lo bien que se siente dejándolo atrás.
—Esta es la posición de navegación del piloto, ¿verdad?
Noemí se pasa la mano por el pelo. Están en el puente de mando de la Dédalo. Las paredes curvas permiten que la pantalla de la nave se extienda a su alrededor en un ángulo de casi 360 grados, también por el techo. El firmamento que los rodea se ve con tanto detalle que el puente parece una plataforma metálica suspendida en medio del espacio.
—La silla del capitán está claro cuál es y entiendo que esta es para las comunicaciones externas. Y esa es la consola de operaciones.
—Correcto. Tu sofisticación tecnológica resulta sorprendente en un soldado de Génesis.
Noemí lo mira con el ceño fruncido.
—Limitamos la tecnología por propia elección, no por ignorancia.
—Por supuesto, pero con el tiempo lo primero lleva inevitablemente a lo segundo.
—¿Por qué tienes que actuar como si fueras superior?
Abel considera la pregunta.
—Es que soy superior en casi todos los aspectos.
Las manos de Noemí se cierran sobre el respaldo de la silla del capitán, sujetándola con fuerza, y cuando vuelve a hablar, lo hace con los dientes apretados.
—Corta el rollo ya.
—La modestia no es uno de mis principales modos operativos —admite—, pero lo intentaré.
Ella suspira.
—Me conformo con eso.
La observa mientras ella recorre todo el puente. El exotraje verde esmeralda dibuja su cuerpo atlético en la oscuridad del espacio que tienen de fondo. Entre las estrellas brillan los planetas del sistema genesiano, grandes y sombreados. Abel reconoce Génesis, de un azul y un verde exultante, con sus dos lunas visibles como dos puntitos de color blanco.
—¿Tenemos combustible? —pregunta Noemí—. ¿La Dédalo puede llevarme de vuelta a casa?
—Tenemos reservas de combustible suficientes para que la nave funcione a pleno rendimiento durante dos años, diez meses, cinco días, diez horas y seis minutos —responde Abel, sin mencionar los segundos y los nanosegundos—. La nave recibió algunos daños durante su última batalla, pero no parecen extremos. —Ni siquiera preocupantes. Frunce el ceño mientras las lecturas se van sucediendo en la pantalla de la consola. ¿Perdió los nervios la capitana Gee? ¿Convenció a Mansfield para que abandonaran la nave cuando no había necesidad de hacerlo?—. Viajar a través de una puerta sería complicado…
—No vamos a atravesar una puerta. Volvemos a casa.
Pues claro. La Tierra es el hogar de Abel, no de Noemí.
—Podemos llegar allí sin ningún problema, aunque antes habrá que ocuparse de unas cuantas reparaciones con instrumental que tenemos a mano.
—Bien.
¿Qué será de él en Génesis? ¿Lo desmantelarán? ¿Lo enviarán de vuelta al espacio? ¿Tendrá que servir en sus ejércitos? No tiene la menor idea y tampoco le parece buena idea preguntar. No tiene control alguno sobre la situación. Ya descubrirá su destino cuando este llame a la puerta.
Noemí se deja caer en la silla más cercana, la que está frente a la consola de operaciones, que, como el resto de las consolas de la Dédalo, está cubierta por un grueso acolchado de un material suave y de color negro. Desliza la mano por la superficie y frunce el ceño.
—¿Esta nave era una especie de crucero de lujo o qué? Las naves de la Tierra no son todas así, ¿verdad?
—La Dédalo es una nave de investigación, personalizada especialmente para su dueño y mi creador, Burton Mansfield.
—¿Has dicho Burton Mansfield? —Noemí yergue la cabeza y lo mira con la boca abierta—. ¿El Burton Mansfield de verdad?
Por fin. Es la primera vez que la soldado responde con la sorpresa apropiada a una situación.
—¿El fundador y arquitecto de Cibernética Mansfield? Sí.
La observa detenidamente a la espera de su reacción, pero en lugar de asombrarse Noemí frunce el ceño.
—Ese hijo de puta. ¿Esta es su nave? ¿Eres uno de sus mecas?
—Sí…
¿Cómo se atreve a insultar a su padre de esa manera? Sin embargo, Abel no puede responder, así que se obliga a no pensar más en ello.
—No me lo puedo creer —murmura ella—. ¿Me estás diciendo que Burton Mansfield en persona vino a este sistema hace treinta años y se fue de rositas?
—Todos los humanos que había a bordo abandonaron la nave —responde él con toda la naturalidad del mundo—. En aquel momento yo no estaba en el puente, así que no sé si la huida fue exitosa o no, ni las razones por las que abandonaron una nave perfectamente funcional como era esta.
—Los asustamos. Por eso huyeron. —Más animada, se levanta de la silla y revisa por segunda vez todas las consolas del puente, como si merecieran una atención adicional ahora que sabe a quién pertenece todo aquello—. Pero ¿por qué vino Burton Mansfield en persona hasta este sistema? ¿Por qué exponerse de esa manera justo en el punto álgido de la batalla?
Y ahí está: la pregunta que esperaba que no llegara a formular.
Mientras ella esté al mando, no puede mentirle. Aun así, tiene suficiente sentido de la discreción para… omitir algunos detalles siempre que las preguntas no sean directas.
—Mansfield estaba llevando a cabo estudios científicos de una importancia vital.
—¿En una zona bélica? ¿Qué estaba investigando?
Una pregunta directa; no le queda más remedio que responder.
—Estaba estudiando una posible vulnerabilidad en la puerta entre Génesis y la Tierra.
Noemí deja de moverse. Se está dando cuenta del verdadero significado de lo que acaba de descubrir.
—Con vulnerabilidad… ¿te refieres a fallo potencial o…? A ver, exactamente ¿a qué te refieres?
Abel recuerda el día en que Mansfield se dio cuenta de lo peor. Las horas interminables de investigación y la cantidad de lecturas de los sensores que fueron necesarias, el nivel de comprensión que necesitó su creador hasta dar con la respuesta; todo eso es lo que tiene que compartir él ahora mismo con una soldado de Génesis.
—Cuando digo vulnerabilidad, quiero decir que Burton Mansfield estaba investigando la forma de destruir una puerta.
El rostro de Noemí se ilumina. En otras circunstancias, Abel se alegraría de haberle subido el ánimo a su comandante.
—¿Y la encontrasteis?
«Tendrían que haberlo previsto —piensa Abel—. No deberían haberme dejado aquí. Fue… un error táctico. Porque no tengo elección: debo traicionar a mi creador.»
—Contéstame —insiste Noemí—. ¿Encontrasteis la forma de destruir las puertas?
Abel asiente.
—Sí.