Cañón de Chobar, Nepal
La puerta de la celda se abrió chirriando. Un carcelero se asomó, durante un segundo escudriñó a Sam como si este estuviera a punto de escaparse y se apartó. Vestida con un holgado mono azul claro y con el cabello recogido en una cola de caballo castaño rojizo, Remi entró en la celda. Tenía la cara sonrosada y recién lavada.
—Siéntese, por favor —dijo el carcelero en un inglés pésimo—. Espere.
Y acto seguido cerró la puerta.
Sam, que iba vestido con un mono parecido, se levantó de detrás de la mesa, se acercó a Remi y le dio un fuerte abrazo. Se apartó, la miró de arriba abajo y sonrió.
—Deslumbrante, simplemente deslumbrante.
Ella sonrió.
—Idiota.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor. Es increíble lo que pueden hacer unos minutos con una manopla y agua caliente. No es precisamente una ducha tibia o un baño caliente, pero no les tiene nada que envidiar.
Se sentaron el uno al lado de la otra detrás de la mesa. El lugar en el que los mantenía retenidos la policía de Katmandú no era tanto una celda como una sala de detención. Las paredes y el suelo de bloques de cemento estaban pintados de gris claro, y la mesa y las sillas (todas sujetas con grandes tornillos al suelo) estaban hechas de pesado aluminio. Delante de ellos, al otro lado de la mesa, había una ventana con malla incrustada de un metro y veinte centímetros de ancho a través de la cual podían ver la sala de la brigada. Media docena de agentes uniformados atendían sus asuntos, cogiendo el teléfono, redactando informes y charlando. Hasta el momento, salvo unas cuantas órdenes educadas pero firmes en tosco inglés, nadie se había dirigido a ellos en las dos horas que habían transcurrido desde que los habían «rescatado».
Subidos a la parte de atrás del furgón policial a la menguante luz del atardecer, Sam y Remi habían contemplado el paisaje que desfilaba ante ellos, buscando la más mínima pista del lugar por el que habían salido del sistema de cuevas. Habían hallado la respuesta prácticamente nada más cruzar el puente del cañón de Chobar y girar al nordeste hacia Katmandú.
Su marcha subterránea hacia la libertad los había llevado a la superficie a apenas tres kilómetros del lugar por el que habían entrado. Al caer en la cuenta, Sam y Remi reaccionaron sonriendo y luego, para asombro de los dos agentes de policía que ocupaban los asientos delanteros, con un torrente de carcajadas que duró un minuto entero.
—¿Tienes alguna idea de quién dio la alarma? —preguntó Remi a Sam.
—No. Que yo sepa, no estamos detenidos.
—Podemos dar por sentado que nos interrogarán. ¿Qué versión vamos a contar?
Sam pensó un momento.
—La más próxima a la verdad. Digamos que salimos de aquí poco antes de que amaneciera para pasar un día de excursión, y que nos perdimos y estuvimos vagando hasta que nos encontraron. Si nos presionan, repite: «No estoy segura». A menos que encuentren nuestro equipo, no pueden demostrar lo contrario.
—Entendido. ¿Y en el caso de que no nos metan en una cárcel nepalesa por un oscuro delito?
—Tendremos que recuperar el...
Sam se interrumpió entrecerrando los ojos. Remi siguió su mirada a través de la ventana hasta el extremo izquierdo de la sala de la brigada, junto a la puerta. De pie en el umbral estaban Russell y Marjorie King.
—Ojalá pudiera decir que me sorprende —murmuró Remi.
—Tal como sospechábamos.
Al otro lado de la sala de la brigada, el sargento al mando vio a los gemelos King y se acercó a toda prisa a donde estaban. El trío empezó a hablar. Aunque ni Sam ni Remi podían oír la conversación, los gestos y la postura del sargento lo decían todo: era servil, e incluso estaba un poco asustado. Al final, el sargento asintió con la cabeza y entró deprisa en la sala de la brigada. Russell y Marjorie salieron otra vez al pasillo.
Momentos más tarde, la puerta de Sam y Remi se abrió, y el sargento y uno de sus subordinados entraron. Se sentaron en las sillas situadas enfrente de los Fargo. El sargento habló en nepalés unos segundos y acto seguido hizo un gesto con la cabeza a su subordinado, quien dijo en un inglés con marcado acento pero pasable:
—Mi sargento ha solicitado que traduzca nuestra conversación. ¿Les parece aceptable?
Sam y Remi asintieron con la cabeza.
—Por favor, si son tan amables, confirmen sus identidades.
—¿Estamos detenidos? —preguntó Sam.
—No —respondió el agente—. Están retenidos temporalmente.
—¿De qué se nos acusa?
—Según la ley nepalesa, no tenemos por qué responder a esa pregunta en este momento. Por favor, confirmen sus identidades.
Sam y Remi hicieron lo que el hombre les dijo, y durante los siguientes minutos fueron sometidos a una serie de preguntas rutinarias —«Qué hacen en Nepal» «Dónde se alojan» «Qué motivó su visita»— antes de entrar en materia.
—¿Adónde iban cuando se perdieron?
—A ningún sitio en concreto —contestó Remi—. Nos pareció un bonito día para ir de excursión.
—Aparcaron su coche en el cañón de Chobar. ¿Por qué?
—Oímos que era una zona preciosa —dijo Sam.
—¿A qué hora llegaron?
—Antes del amanecer.
—¿Por qué tan temprano?
—Somos almas inquietas —respondió Sam sonriendo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Nos gusta mantenernos ocupados —dijo Remi.
—Por favor, dígannos adónde les llevó su excursión.
—Si lo supiéramos —dijo Sam—, probablemente no nos habríamos perdido.
—Tenían una brújula. ¿Cómo se perdieron?
—Me echaron de los boy scouts —dijo Sam.
Remi intervino.
—Yo solo vendía galletas con las girl scouts.
—Esto no es cosa de risa, señor y señora Fargo. ¿Les parece gracioso?
Sam puso su mejor cara de arrepentimiento.
—Disculpe. Estamos agotados y un poco incómodos. Les agradecemos que nos hayan encontrado. ¿Quién les avisó de que podíamos estar en peligro?
El agente tradujo la pregunta. Su sargento gruñó algo y acto seguido el agente volvió a hablar.
—Mi sargento solicita que se limiten a responder a sus preguntas. Han dicho que tenían pensado pasar el día de excursión. ¿Dónde están sus mochilas?
—No esperábamos estar fuera tanto tiempo —dijo Remi—. Tampoco se nos da muy bien hacer planes.
Sam asintió con la cabeza tristemente para enfatizar el comentario de su mujer.
—¿Esperan que creamos que se fueron de excursión sin ningún material en absoluto?
—Yo tenía mi navaja suiza —dijo Sam secamente.
Al oír la traducción, el sargento alzó la vista y fulminó con la mirada a Sam y luego a Remi, y acto seguido se levantó y salió de la sala con paso airado.
Como era de esperar, el sargento cruzó directamente la puerta de la sala de la brigada y salió al pasillo. Sam y Remi solo le veían la espalda; Russell y Marjorie quedaban fuera de su campo visual. Sam se levantó, se dirigió al extremo derecho de la ventana y pegó la cara a ella.
—¿Puedes verlos? —preguntó Remi.
—Sí.
—¿Y...?
—Los gemelos tienen cara de tristes. Ni rastro de sonrisas empalagosas. Russell está haciendo gestos... Qué interesante.
—¿El qué?
—Está imitando la forma de una caja: una caja que casualmente parece del tamaño del cofre.
—Eso es bueno. Me imagino que han registrado la zona en la que nos encontraron. Russell no estaría preguntando por algo que ya han encontrado.
Sam se apartó de la ventana y regresó a toda prisa a su asiento.
El sargento y el agente volvieron a entrar en la sala y se sentaron. El interrogatorio se reanudó, esa vez con un poco más de intensidad, y con circunloquios pensados para hacer que Sam y Remi se equivocaran. Sin embargo, el meollo de las preguntas seguía siendo el mismo: «sabemos que deberían haber tenido efectos personales, ¿dónde están?». Sam y Remi hicieron una pausa y se ciñeron a su historia, observando cómo la impotencia del sargento aumentaba.
Al final, el sargento recurrió a las amenazas:
—Sabemos quiénes son y cómo se ganan la vida. Sospechamos que han venido a Nepal a buscar antigüedades en el mercado negro.
—¿En qué basa sus sospechas? —preguntó Sam.
—En mis fuentes.
—Le han informado mal —dijo Remi.
—Existen varias leyes según las cuales pueden ser acusados, todas con graves penas.
Sam se inclinó hacia delante en su silla y fijó la mirada en los ojos del sargento.
—Déjese de imputaciones. En cuanto nos acusen, solicitaremos hablar con el agregado legal en la embajada de Estados Unidos.
El sargento sostuvo la mirada de Sam diez segundos largos; luego se reclinó y suspiró. Dijo algo a su subordinado, y acto seguido se levantó y salió de la sala. La puerta dio un fuerte golpe contra la pared.
—Pueden ustedes irse —tradujo el subordinado.
Diez minutos más tarde, vestidos de nuevo con su ropa, Sam y Remi salieron por la puerta principal de la comisaría de policía y bajaron la escalera. Estaba anocheciendo. El cielo se veía despejado, y empezaban a brillar unas cuantas estrellas cual pequeños diamantes. Las farolas iluminaban la calle adoquinada.
—¡Sam! ¡Remi!
Estaban esperándolos, de modo que ninguno de los dos se sorprendió cuando se volvieron y vieron a Russell y a Marjorie corriendo por la acera en dirección a ellos.
—Acabamos de enterarnos —dijo Russell, mientras se acercaba a toda prisa—. ¿Se encuentran bien?
—Cansados, un poco incómodos, pero enteros —contestó Sam.
Habían decidido repetir la historia de la excursión a los gemelos King. Era una situación precaria; todos sabían que Sam y Remi estaban mintiendo. ¿Qué harían Russell y Marjorie al respecto? Mejor dicho, en ese momento, cuando ya parecía evidente que Charlie King tenía unas prioridades totalmente distintas de las que había compartido con Sam y Remi, ¿cómo obrarían? ¿Qué buscaba King, y cuál era la verdadera historia que se escondía detrás de la desaparición de Frank Alton?
—Les llevaremos hasta su coche —dijo Marjorie.
—Lo recogeremos por la mañana —contestó Remi—. Vamos a irnos al hotel.
—Es mejor ir a por el coche ahora —dijo Russell—. Si tienen efectos personales dentro...
Sam no pudo evitar sonreír al oír ese comentario.
—No tenemos nada. Buenas noches.
Sam cogió a Remi del brazo, y se volvieron juntos y echaron a andar en la dirección opuesta.
—¡Les llamaremos por la mañana! —gritó Russell.
—No nos llaméis. Ya os llamaremos nosotros —contestó Sam sin volverse.
Houston, Texas
—¡Sí, joder, yo diría que se están pasando de la raya! —gritó Charlie King, reclinado en su lujoso sillón de oficina.
Detrás de él, el paisaje urbano cubría el ventanal del suelo al techo.
En la otra punta del mundo, Russell y Marjorie King no decían nada por el manos libres. Sabían que no debían interrumpir a su padre. Cuando él quisiera saber algo, lo preguntaría.
—¿Dónde coño han estado todo el día?
—No lo sabemos —contestó Russell—. El hombre que contratamos para que los siguiera los perdió al sudoeste de...
—¿Contratasteis? ¿Cómo que lo contratasteis?
—Es uno de nuestros... encargados de seguridad en el yacimiento —dijo Marjorie—. Es de fiar...
—¡Pero incompetente! ¿Y si hubierais conseguido a alguien con esos dos atributos? ¿Os lo habéis planteado? ¿Por qué habéis contratado a alguien? ¿Qué estabais haciendo vosotros?
—Estábamos en el yacimiento —dijo Russell—. Estamos preparándonos para enviar el...
—Da igual. No importa. ¿Es posible que los Fargo hayan estado en el sistema de cuevas?
—Es posible —respondió Marjorie—, pero ya lo hemos registrado. No hay nada.
—Sí, sí. La cuestión es cómo se han enterado si han estado allí. Tenéis que aseguraros de que solo reciben la información que nos interesa que reciban, ¿entendido?
—Sí, papá —contestaron Marjorie y Russell al unísono.
—¿Y sus pertenencias?
—Ya las hemos buscado —dijo Russell—. Y su coche. Nuestro contacto en el departamento de policía los ha interrogado durante una hora, pero sin suerte.
—¿Les ha apretado las tuercas, por el amor de Dios?
—Todo lo que ha podido.
—Ha dicho que los Fargo no se han inmutado.
—¿Qué han explicado que estaban haciendo?
—Han declarado que se perdieron estando de excursión.
—¡Chorradas! Estamos hablando de Sam y de Remi Fargo. Yo os diré lo que ha pasado: vosotros dos la cagasteis, y los Fargo empezaron a desconfiar. Os dan cien vueltas. Poned a un montón de gente detrás de ellos. Quiero saber adónde van y qué hacen. ¿Entendido?
—Puedes contar con nosotros, papá —dijo Marjorie.
—Estaría bien para variar —masculló King—. Mientras tanto, no pienso correr más riesgos. Voy a mandar refuerzos.
King se inclinó hacia delante y apretó el botón de desconexión del manos libres. De pie al otro lado de la mesa, con las manos cruzadas por delante, se hallaba Zhilan Hsu.
—Es usted muy duro con ellos, Charles —dijo en voz queda.
—¡Y tú los consientes demasiado! —replicó King.
—Hasta el último incidente con los Fargo, han trabajado bien para usted.
King frunció el ceño y sacudió la cabeza con irritación.
—Supongo. Aun así, quiero que vayas y te asegures de que las cosas no se salen de madre. Los Fargo están mosqueados por algo. Coge el Gulfstream y lárgate. Encárgate de ellos. Y también de Alton. Ya no sirve de nada.
—¿Puede ser más concreto?
—Que los Fargo hagan su papel, fracasando en la misión... Nepal es un país muy grande. Hay espacio de sobra para que la gente desaparezca.