Katkmandú, Nepal
Sabiendo que los gemelos King estaban en Nepal ocupándose de uno de los negocios mineros de su padre, Selma solo tardó unas horas en averiguar los detalles. El campamento de excavación, que operaba en el marco de una de las muchas filiales de King, estaba situado al norte de Katmandú en el valle de Langtang.
Después de otro viaje a la tienda de excedentes militares, Sam y Remi guardaron su equipo en la parte de atrás de su Range Rover recién alquilado y partieron. Eran casi las cinco y faltaban menos de dos horas para que anocheciera, pero querían alejarse de los gemelos King, quienes seguramente no estaban dispuestos a dejarlos en paz.
En línea recta, el campamento minero se encontraba a menos de cincuenta kilómetros al norte de la ciudad. Por carretera, el trayecto era más del triple de esa distancia: un breve paseo en cualquier país occidental pero una odisea de un día entero en Nepal.
—A juzgar por este mapa —dijo Remi en el asiento del pasajero—, lo que llaman carretera es en realidad un camino de tierra un poco más ancho y ligeramente mejor conservado que un sendero de vacas. Una vez que dejemos atrás Trisuli Bazar, estaremos en carreteras secundarias. Sabe Dios lo que eso significa.
—¿Cuánto falta para Trisuli?
—Con suerte, llegaremos antes de que anochezca. Sam... ¡Una cabra!
Sam alzó la vista y vio a una chica adolescente acompañando a una cabra a través de la carretera aparentemente ajena al vehículo que se les echaba encima. El Range Rover patinó y se detuvo en medio de una nube de polvo marrón. La chica levantó la vista y sonrió, impertérrita. Saludó con la mano. Sam y Remi le devolvieron el saludo.
—Lección aprendida de nuevo —dijo Sam—. En Nepal no hay pasos de peatones.
—Y las cabras tienen prioridad —añadió Remi.
Una vez que salieron de los límites de la ciudad y entraron en las estribaciones, descubrieron que la carretera discurría entre campos agrícolas terraplenados, exuberantes y verdes contra las laderas por lo demás áridas y marrones. Directamente a su izquierda, el río Trisuli, rebosante de escorrentía primaveral, se agitaba sobre los cantos rodados, con el agua de un color gris plomizo a causa del pedregal y el sedimento. Aquí y allá podían ver grupos de chozas abrigadas contra la lejana línea forestal. Muy al norte y al oeste se encontraban los picos más altos del Himalaya: puntiagudas torres negras recortadas contra el cielo.
Dos horas más tarde, justo cuando el sol se estaba escondiendo tras las montañas, entraron en Trisuli Bazar. Pese a la tentación de alojarse en uno de los hostales, Sam y Remi preferían pecar de un poco paranoicos y pasar sin comodidades. Era poco probable que a los King se les ocurriera buscarlos allí, pero los Fargo decidieron ponerse en lo peor.
Siguiendo las indicaciones de Remi y los faros del Range Rover, Sam condujo hasta las afueras del pueblo, luego giró a la izquierda y se metió en una estrecha vía de acceso que el mapa describía como un «punto de ruta para senderistas». Entraron en un claro más o menos ovalado con cabañas como yurtas y pararon. Sam apagó los faros y quitó el contacto.
—¿Ves a alguien? —preguntó, mirando a su alrededor.
—No. Parece que tenemos este sitio a nuestra entera disposición.
—¿Cabaña o tienda?
—Me parece una lástima desaprovechar la fea tienda de retales por la que tanto dinero hemos pagado —dijo Remi.
—Esa es mi chica.
Quince minutos más tarde, bajo la luz de las linternas de sus cabezas, acamparon varios cientos de metros por detrás de las cabañas en un bosquecillo de pinos. Mientras Remi terminaba de desenrollar sus sacos de dormir, Sam encendió una lumbre.
Sam revisó sus provisiones y preguntó:
—¿Pollo teriyaki precocinado o... pollo teriyaki precocinado?
—El que pueda comer más rápido —contestó Remi—. Tengo ganas de acostarme. Me duele terriblemente la cabeza.
—Es porque el aire aquí es menos denso. Estamos a unos dos mil setecientos metros de altura. Mañana estarás mejor.
Sam preparó los dos paquetes de comida en unos minutos. Una vez que acabaron de cenar, hizo un par de tazas de té oolong. Se quedaron sentados junto a la lumbre observando cómo las llamas danzaban. En algún lugar entre los árboles, una lechuza ululaba.
—Si lo que King está buscando es el Theurang, me pregunto cuál es su motivación —dijo Remi.
—¡Quién sabe! —contestó Sam—. ¿A qué vienen tantos subterfugios? ¿A qué viene el autoritarismo con sus hijos?
—Es un hombre poderoso, con un orgullo del tamaño de Alaska...
—Y un maniático del control de lo más dominante.
—Eso también. Tal vez así es como se comporta. No se fía de nadie y lo controla todo con mano de hierro.
—Puede que tengas razón —contestó Sam—. Pero sea lo que sea lo que lo empuja, no estoy dispuesto a ceder algo tan importante a nivel histórico como el Theurang.
Remi asintió con la cabeza.
—Y a menos que lo hayamos juzgado mal, creo que Lewis King estaría de acuerdo... vivo o muerto. Querría que fuera entregado al Museo Nacional de Nepal o a una universidad.
—Y no menos importante —añadió Sam—, si por algún perverso motivo King tuviera a Frank secuestrado, hagamos todo lo posible por que lo pague.
—No se rendirá sin luchar, Sam.
—Nosotros tampoco.
—Has hablado como el hombre al que quiero —contestó Remi.
Levantó su taza, y Sam le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí.
Al día siguiente se levantaron antes de que amaneciera, desayunaron y a las siete estaban de nuevo en camino. A medida que ganaban altitud y pasaban por una aldea tras otra con nombres como Betrawati, Manigaun, Ramche y Thare, los verdes campos escalonados y las colinas monocromáticas del paisaje dieron paso a espesos bosques y estrechos cañones. Tras una breve comida en un alto con vistas panorámicas, reemprendieron la marcha y una hora más tarde llegaron al desvío que buscaban, una carretera sin letreros al norte de Boka Jhunda. Sam paró en el cruce, y observaron el camino de tierra que se extendía ante ellos. Apenas más ancho que el Rover y rodeado de denso follaje, parecía más un túnel que una carretera.
—Estoy experimentando una ligera sensación de déjà vu —dijo Sam—. ¿No estuvimos en esta misma carretera hace unos meses, pero en Madagascar?
—Tiene un parecido inquietante —convino Remi—. Voy a volver a comprobarlo.
Deslizó el dedo índice a lo largo del mapa, consultando de vez en cuando sus notas.
—Es aquí. Según Selma, el campamento minero está a diecinueve kilómetros al este. Hay una carretera más amplia a pocos kilómetros al norte de aquí, pero se usa para los vehículos del campamento.
—Entonces es mejor colarse por la parte de atrás. ¿Tienes señal?
Remi cogió el teléfono por satélite de entre sus pies y consultó los mensajes de voz. Un instante después asintió con la cabeza, levantó un dedo y escuchó. Colgó.
—El profesor Dharel, de la universidad. Ha hecho unas llamadas. Evidentemente, en Lo Monthang hay un historiador local considerado el experto nacional en el pasado de Mustang. Ha accedido a vernos.
—¿Cuándo?
—Cuando lleguemos allí.
Sam consideró aquello y se encogió de hombros.
—No hay problema. Si no nos pillan invadiendo el campamento minero de King, deberíamos llegar a Lo Monthang dentro de tres o cuatro semanas.
Puso el Rover en marcha y pisó el acelerador.
Prácticamente de inmediato la pendiente se volvió más pronunciada y la carretera empezó a serpentear, y al poco rato, pese a avanzar a una velocidad media de dieciséis kilómetros por hora, se sintieron como si estuvieran en una montaña rusa. De vez en cuando, a través del follaje vislumbraban cañones, ríos crecidos y puntiagudos afloramientos rocosos que no tardaban en desaparecer, absorbidos por el bosque.
Después de conducir durante casi noventa minutos, Sam tomó una curva especialmente cerrada.
—¡Árboles grandes! —gritó Remi.
—Los veo —contestó Sam, frenando en seco.
Delante del parabrisas se alzaba un muro verde.
—Dime que no es lo que parece —dijo Sam—. ¿Selma se ha equivocado?
—Ni hablar.
Los dos bajaron del coche, se agacharon y se abrieron paso entre el follaje que rodeaba el Rover hasta que llegaron al parachoques delantero.
—Y tampoco hay servicio de aparcamiento —murmuró Sam.
A la derecha, Remi dijo:
—He encontrado un sendero.
Sam se acercó. Tal como ella había dicho, un sendero estrecho y lleno de baches desaparecía entre los árboles. Sam sacó la brújula, y Remi se orientó con el mapa.
—A tres kilómetros por ese sendero —dijo.
—Que traducido en distancias nepalesas son... diez días, más o menos.
—Más o menos —convino Remi.
El sendero los llevó a través de una serie de revueltas antes de nivelarse junto a un río. El agua corría de norte a sur y chocaba contra una serie de cantos rodados cubiertos de musgo, lanzando columnas de espuma que empaparon a Sam y a Remi en unos segundos.
Siguieron el camino a lo largo del río hasta un tramo relativamente tranquilo, donde encontraron un puente colgante de madera apenas más ancho que sus espaldas. El manto de vegetación de las dos orillas se extendía sobre el agua; enredaderas y ramas cubrían el puente y tapaban el otro lado.
Sam se quitó la mochila y, aferrando los pasamanos de cuerda con las dos manos, pisó cautelosamente la cabeza del puente, tanteando con el pie en busca de grietas o tablas sueltas antes de desplazar el peso. Cuando llegó a la mitad del puente, dio un salto a modo de prueba.
—¡Sam!
—Parece bastante resistente.
—No vuelvas a hacer eso. —Remi vio la media sonrisa que se dibujó en la cara de su marido y entornó los ojos—. Si yo tengo que ir detrás de ti...
Sam se echó a reír, y acto seguido se volvió y regresó a donde estaba Remi.
—Vamos, soportará nuestro peso.
Se puso la mochila y encabezó la marcha por el puente. Después de hacer dos breves pausas para dejar que el bamboleo del puente disminuyera, llegaron al otro lado.
Durante la siguiente hora siguieron el sendero que subía y bajaba serpenteando por boscosas cuestas y atravesaba cañones hasta que por fin los árboles empezaron a ralear más adelante. Llegaron a una cumbre y prácticamente de inmediato oyeron el rugido de unos motores diésel y el pitido de unos camiones dando marcha atrás.
—¡Al suelo! —dijo Sam con voz áspera, tirándose boca abajo y arrastrando a Remi con él.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. No veo nada...
—Justo debajo de nosotros.
Le indicó con la mano que lo siguiera, giró su cuerpo a la izquierda y salió del sendero arrastrándose hasta la maleza. A los seis metros se detuvo, miró hacia atrás e hizo una seña con el dedo a Remi para que acudiera. Ella se acercó a él arrastrándose. Sam separó el follaje empleando las puntas de los dedos.
Justo debajo de ellos había un foso de tierra con forma de balón de fútbol americano, de unos doce metros de ancho y casi cuatrocientos metros de largo. Los lados del foso eran totalmente verticales, una escarpa de tierra negra que descendía del bosque circundante como si un gigante hubiera estampado un molde de galletas en la tierra y hubiera sacado la parte central. En mitad del foso propiamente dicho, excavadoras amarillas, volquetes y carretillas elevadoras se movían de un lado a otro por caminos trillados, mientras en los bordes, equipos de hombres trabajaban con picos y palas alrededor de algo parecido a unas astas horizontales que desaparecían en el terreno. En el otro extremo del foso, una rampa de tierra subía a un claro, y Sam y Remi supusieron que también subía a la principal vía de acceso. Módulos habitables y cobertizos prefabricados bordeaban los lados del claro.
Sam siguió echando un vistazo al lugar.
—Veo guardias —murmuró—. Apostados en los árboles que hay a lo largo del borde y en el claro.
—¿Armados?
—Sí. Llevan fusiles de asalto, pero no son los AK-47 corrientes. No reconozco el modelo. Sea lo que sea, es moderno. Esto no se parece a ninguno de los yacimientos mineros que hemos visto —dijo Sam—. Fuera de una república bananera, claro está.
Remi se quedó mirando la empinada pendiente del foso.
—Cuento trece... no, catorce túneles laterales. Ninguno es lo bastante grande para dar cabida a algo que no sean hombres y herramientas manuales.
Las excavadoras y los camiones parecían estar rodeando los bordes del foso. Sin embargo, de vez en cuando, una carretilla elevadora se acercaba a un túnel, recogía una paleta cubierta de lona, subía por la rampa y desaparecía.
—Necesito los prismáticos —dijo Remi.
Sam los sacó de su mochila y se los dio. Ella examinó el foso durante medio minuto y se los devolvió.
—¿Ves el tercer túnel empezando por la rampa del lado derecho? Deprisa, antes de que lo tapen.
Él recorrió el foso con los prismáticos.
—Lo veo.
—Enfoca la carretilla con el zoom.
Sam lo hizo. Al cabo de unos segundos, bajó los prismáticos y miró a Remi.
—¿Qué demonios es eso?
—No es mi especialidad —dijo Remi—, pero estoy segura de que es un amonites Goliat. Es un tipo de fósil, como un nautilo gigantesco. Esto no es un campamento de mineros, Sam. Es un yacimiento arqueológico.