Valle de Langtang, Nepal
—¿Un yacimiento? —repitió Sam—. ¿Por qué iba a dirigir King un yacimiento?
—No hay forma de saberlo con seguridad —dijo Remi—, pero lo que se está haciendo aquí infringe una docena de leyes nepalesas. Se toman la excavación arqueológica muy en serio, sobre todo cualquier cosa que tenga que ver con fósiles.
—¿Tráfico en el mercado negro? —conjeturó Sam.
—Es lo primero que me ha venido a la cabeza —contestó Remi.
Durante la última década, la excavación y la venta ilegal de fósiles se habían convertido en un gran negocio, sobre todo en Asia. China en concreto había sido citada como principal infractora por varios organismos de investigación, pero todos carecían de poder para imponer penas fuera de sus fronteras. El año anterior, en un informe de la Iniciativa de Preservación Sostenible, se calculó que de los miles de fósiles vendidos en el mercado negro, menos de un uno por ciento eran interceptados... y de esos, ninguno desembocaba en una sola condena.
—Hay mucho dinero en juego —dijo Remi—. Los coleccionistas privados están dispuestos a pagar millones por fósiles intactos, sobre todo si se trata de una de las especies más codiciadas: Velociraptor, Tyrannosaurus rex, Triceratops, Stegosaurus...
—Los millones de dólares son calderilla para King.
—Tienes razón, pero no podemos negar lo que tenemos delante. ¿No se podría considerar una forma de presión, Sam?
Él sonrió.
—Desde luego. Pero vamos a necesitar más fotos. ¿Te apetece portarte un poco mal?
—Soy muy aficionada a portarme mal.
Sam consultó su reloj.
—Tenemos unas cuantas horas hasta que anochezca.
Remi se dio la vuelta y sacó la cámara digital de su mochila.
—Aprovecharé al máximo la luz que nos queda.
Bien fuera un efecto óptico o un fenómeno auténtico, el crepúsculo parecía durar horas en el Himalaya. Una hora después de que Sam y Remi se agacharan entre el follaje a esperar, el sol empezó a esconderse hacia los picos del este, y durante las siguientes dos horas observaron cómo el anochecer se posaba muy lentamente sobre el bosque hasta que al final los faros de las excavadoras y los camiones se encendieron.
—Están terminando —dijo Sam, señalando con el dedo.
A lo largo del perímetro del foso, los equipos de excavación estaban saliendo de los túneles y dirigiéndose a la rampa.
—Trabajan de sol a sol —comentó Remi.
—Y probablemente por una miseria la hora —añadió Sam.
—Si es que les pagan. A lo mejor su salario consiste en que no les peguen un tiro.
Oyeron una rama partirse a su derecha. Se quedaron paralizados. Silencio. Y a continuación, débilmente, el crujido de unas pisadas que se acercaban. Sam hizo una señal a Remi con la palma de la mano extendida, y se pegaron al suelo uno al lado de la otra, con las caras vueltas hacia la derecha en dirección al sonido.
Pasaron diez segundos.
Una silueta se entrevió en la penumbra del sendero. Vestido con un uniforme verde militar y un gorro flexible, el hombre llevaba un fusil de asalto colgado del cuerpo en diagonal. Se dirigió al borde del foso, se detuvo y miró abajo. Se llevó unos prismáticos a los ojos y escudriñó el hoyo. Después de hacerlo durante un minuto entero, bajó los prismáticos, se volvió, salió del sendero y desapareció.
Sam y Remi aguardaron cinco minutos y se levantaron apoyándose en los codos.
—¿Le has visto la cara? —preguntó ella.
—Estaba demasiado ocupado esperando a ver si nos pisaba.
—Era chino.
—¿Estás segura?
—Sí.
Sam consideró aquello.
—Parece que Charlie King se ha buscado socios. Pero hay una buena noticia.
—¿Cuál?
—No llevaba prismáticos de visión nocturna. Ahora lo único por lo que tenemos que preocuparnos es por si nos tropezamos con uno de ellos en la oscuridad.
—Siempre tan optimista —exclamó Remi.
Siguieron observando y esperando, no solo a que los últimos hombres y vehículos subieran la rampa y se perdieran de vista sino a ver alguna señal de que había más patrullas.
Una hora después de que hubiera anochecido del todo, decidieron que podían moverse sin peligro. Como habían optado por no llevar su propia cuerda, probaron el método natural y se pasaron diez minutos revolviendo el suelo del bosque sin hacer ruido hasta que encontraron una enredadera lo bastante larga y fuerte para sus necesidades. Después de atar un extremo al tronco de un árbol cercano, Sam arrojó el resto que estaba enrollado por un lado del foso.
—Tendremos que saltar unos dos metros y medio.
—Sabía que algún día la instrucción de paracaidismo me vendría bien —contestó Remi—. Échame una mano.
Antes de que Sam pudiera protestar, Remi estaba meneándose de lado y deslizando la parte inferior de su cuerpo por encima del borde. Él le agarró la mano derecha mientras ella sujetaba la enredadera con la izquierda.
—Nos vemos en el fondo —dijo sonriendo, y desapareció.
Sam observó cómo descendía hasta el final de la enredadera, donde se soltó, cayó al suelo y dio una voltereta antes de quedar de rodillas.
—Presumida —murmuró Sam, y acto seguido bajó por el lado.
Momentos más tarde estaba al lado de ella, después de haber hecho su propia voltereta, aunque no tan grácilmente como su mujer.
—Has estado practicando —le dijo.
—Pilates —contestó ella—. Y ballet.
—Nunca has hecho ballet.
—Lo hice de niña.
Sam gruñó, y ella le dio un beso conciliador en la mejilla.
—¿Adónde vamos? —preguntó Remi.
Sam señaló la boca de túnel más cercana, situada a unos cincuenta metros a su izquierda. Avanzaron corriendo por el lateral de tierra del foso hasta la entrada. Una vez allí se agacharon.
—Echaré un vistazo —dijo Remi, y entró.
Minutos más tarde volvió a aparecer al lado de él.
—Están trabajando en varios especímenes, pero nada del otro mundo.
—Sigamos adelante.
Corrieron al siguiente túnel y repitieron la operación con resultados parecidos, y acto seguido se dirigieron al tercer túnel. Estaban a unos tres metros de la entrada cuando, en el otro extremo del foso, un trío de lámparas de carbono fijadas en un poste se encendieron y bañaron la mitad del foso de una dura luz blanca.
—¡Rápido! —dijo Sam—. ¡Adentro!
Patinaron y se pararon al otro lado de la entrada, donde se tiraron boca abajo.
—¿Nos han visto? —susurró Remi.
—Si nos hubieran visto, nos estarían disparando ahora mismo —respondió Sam—. Creo. De una forma o de otra, lo sabremos dentro de poco.
Aguardaron conteniendo la respiración, medio esperando oír un ruido de pisadas acercándose o detonaciones de disparos, pero no se produjo ninguna de las dos cosas. En lugar de ello, oyeron una voz de mujer procedente de la zona de la rampa gritando algo, una orden que parecía escupida.
—¿Has oído eso? —preguntó Sam—. ¿Es chino?
Remi asintió con la cabeza.
—No he entendido la mayor parte. Decía algo así como «Traedlo», creo.
Avanzaron arrastrándose unos centímetros hasta que pudieron asomarse a la esquina de la entrada. Un grupo de unas dos docenas de trabajadores caminaban por la rampa flanqueados por cuatro guardias. A la cabeza de la columna había una pequeña figura femenina vestida con un mono negro. Cuando el grupo llegó al fondo del pozo, los guardias reunieron a los trabajadores en una fila mirando en la dirección del escondite de Sam y Remi. La mujer siguió andando.
Sam cogió sus prismáticos y la enfocó con el zoom. Bajó los prismáticos y miró de reojo a Remi.
—No te lo vas a creer. Es lady Tigre y Dragón en persona —dijo—. Zhilan Hsu.
Remi cogió la cámara y empezó a hacer fotos.
—No sé si la he cogido —dijo.
Hsu se detuvo súbitamente, se dio la vuelta hacia los trabajadores reunidos y empezó a gritar y a gesticular como loca. Remi cerró los ojos, tratando de captar las palabras.
—Algo sobre ladrones —dijo—. Roban del yacimiento. Objetos desaparecidos.
Hsu hizo una pausa y a continuación señaló con dedo acusador a uno de los trabajadores. Los guardias se echaron inmediatamente encima de él; uno le golpeó en la región lumbar con la culata de su fusil y lo derribó por el suelo, y otro volvió a levantarlo y se lo llevó hacia delante medio arrastrándolo medio acompañándolo. La pareja se detuvo a escasos centímetros de Hsu. El guardia soltó al hombre, quien cayó de rodillas y empezó a parlotear.
—Está suplicando —dijo Remi—. Tiene mujer e hijos. Solo robó una pequeña pieza...
Sin previo aviso, Zhilan Hsu sacó una pistola de su cintura, dio un paso adelante y disparó al hombre en la frente. El hombre se desplomó de lado y permaneció inmóvil.
Hsu comenzó a hablar otra vez. Remi ya no traducía, pero no hacía falta mucha imaginación para captar el mensaje: el que roba muere.
Los guardias empezaron a empujar y a dar codazos a los trabajadores para que subieran de nuevo la rampa. Hsu los siguió, y pronto en el foso solo quedó el cadáver del hombre. Las luces de carbono se apagaron parpadeando.
Sam y Remi permanecieron en silencio unos instantes. Finalmente, él dijo:
—Toda la lástima que había podido llegar a sentir por ella acaba de esfumarse.
Remi asintió con la cabeza.
—Tenemos que ayudar a esa gente, Sam.
—Desde luego. Por desgracia, no hay nada que podamos hacer esta noche.
—Podemos secuestrar a Hsu y dársela de comer a...
—Con mucho gusto —la interrumpió Sam—, pero dudo que consiguiéramos hacerlo sin dar la alarma. Lo mejor que podemos hacer es denunciar la operación de King.
Remi consideró aquello y asintió con la cabeza.
—Las fotos no serán suficiente —le recordó.
—Estoy de acuerdo. Uno de los módulos de ahí arriba tiene que ser una oficina. Si hay alguna documentación comprometedora, la encontraremos allí.
Después de esperar hasta estar seguros de que el alboroto se había calmado, visitaron los túneles uno por uno; Sam montaba guardia y Remi hacía fotos.
—Ahí dentro hay un espécimen de Chalicotherium. Está casi intacto.
—¿Un qué?
—Un Chalicotherium. Es un ungulado tridáctilo del Plioceno Inferior: un híbrido patilargo de caballo y rinoceronte. Se extinguieron hará siete millones de años. La verdad es que son muy interesantes...
—Remi.
—¿Qué?
—Tal vez más tarde.
Ella sonrió.
—Claro. Más tarde.
—¿Cuánto vale?
—Solo es un cálculo aproximado, pero tal vez medio millón de dólares por un buen espécimen.
Sam escudriñó la rampa y el claro en busca de señales de movimiento, pero solo vio a un guardia patrullando la zona.
—Algo me dice que no les preocupa tanto que la gente entre como que salga.
—Después de lo que acabamos de ver, no puedo estar más de acuerdo. ¿Cuál es nuestro plan?
—Si nos mantenemos escondidos, tenemos un punto ciego que llega casi hasta la parte superior de la rampa. Permanecemos allí, esperamos a que el vigilante pase, corremos al primer módulo de la izquierda y nos metemos debajo. A partir de allí, solo es cuestión de encontrar la oficina.
—Así de fácil, ¿eh?
Sam le sonrió.
—Como robar un fósil a un multimillonario. —Hizo una pausa—. Casi me olvido. ¿Me prestas tu cámara?
Ella se la dio. Sam corrió al centro del foso y se arrodilló junto al cadáver. Registró la ropa del hombre, le dio la vuelta, tomó una foto de su cara y volvió corriendo junto a Remi.
—Por la mañana, Hsu hará enterrar el cadáver en el foso —dijo—. Dudo que resulte, pero tal vez como mínimo podamos avisar a su familia de lo que le ha pasado.
Remi sonrió.
—Eres un hombre bueno, Sam Fargo.
Esperaron a que el errabundo vigilante desapareciera de nuevo y a continuación salieron del túnel y corrieron a lo largo de la pared del foso hasta la parte donde se unía con la rampa. Se volvieron otra vez y siguieron ese camino hasta la base. Treinta segundos más tarde estaban tumbados boca abajo cerca de la parte superior de la rampa.
Ahora tenían una vista casi perfecta del claro. A cada lado había ocho módulos habitables, tres en una hilera a la izquierda y cinco en una amplia medialuna a la derecha. Las ventanas con cortinas de los módulos de la izquierda estaban iluminadas, y Sam y Remi oían un murmullo de voces procedente del interior. De los cinco módulos de la derecha, los tres más cercanos mostraban luces y los dos últimos estaban a oscuras. Justo delante de donde estaban ellos había cuatro cobertizos prefabricados a modo de almacenes; entre ellos, la carretera principal salía del campamento. Fijada sobre la puerta de cada cobertizo había una lámpara de vapor de sodio que bañaba la carretera de una débil luz amarilla.
—Garajes para el material —aventuró Remi.
Sam asintió con la cabeza.
—Si tuviera que apostar en qué modulo está la oficina, elegiría uno de los oscuros.
—Estoy de acuerdo. Llegar allí va a ser complicado.
Remi tenía razón. No se atrevían a ir directamente a los módulos en cuestión. Solo haría falta que apareciera súbitamente un vigilante o que echaran un vistazo por una ventana para que los pillaran.
—Iremos despacio y usaremos los tres primeros módulos para escondernos.
—¿Y si la oficina está cerrada con llave?
—Ya nos ocuparemos de ese problema si no nos queda más remedio. —Sam consultó su reloj—. El vigilante debería aparecer en cualquier momento.
Tal como él había previsto, veinte segundos más tarde el guardia dobló la esquina del cobertizo más cercano y se dirigió al trío de módulos de la izquierda. Después de inspeccionar cada uno de ellos con una linterna, atravesó el claro, repitió la operación con los otros cinco y desapareció.
Sam esperó veinte segundos más y acto seguido hizo una señal con la cabeza a Remi. Se levantaron al mismo tiempo, subieron trotando el tramo restante de la rampa y giraron a la derecha hacia el primer módulo. Se detuvieron ante la pared trasera y se agacharon, aprovechando uno de los postes de refuerzo para cobijarse.
—¿Ves algo? —preguntó Sam.
—No hay moros en la costa.
Se levantaron y recorrieron sigilosamente la pared trasera hasta el siguiente módulo, donde se detuvieron otra vez, miraron y escucharon, antes de seguir adelante. Cuando se encontraban detrás del tercer módulo, Sam señaló su reloj y esbozó con los labios la palabra «guardia». A través de la pared que se elevaba por encima de sus cabezas oían voces hablando en chino y unos débiles compases de música de radio.
Sam y Remi se tumbaron en el suelo y permanecieron inmóviles. La espera fue breve. Prácticamente en el momento exacto, el guardia entró en el claro a su izquierda y comenzó su inspección con la linterna. Cuando se situó a la altura del módulo donde ellos estaban, el haz de luz del vigilante recorrió el suelo debajo de todos ellos. Los Fargo lo observaron con la respiración contenida.
El haz se detuvo súbitamente. Se deslizó hacia atrás hasta el poste de refuerzo que tapaba a Sam y a Remi y se detuvo de nuevo. Estaban tumbados uno al lado del otro, tocándose con los brazos, cuando Sam apretó la mano de Remi en actitud tranquilizadora. «Espera. No muevas un músculo.»
Después de lo que les parecieron minutos pero seguramente fueron menos de diez segundos, el haz siguió adelante. El crujido de las botas del vigilante sobre la grava se fue apagando. Sam y Remi se levantaron con cautela y rodearon el módulo habitable. Mirando a un lado y al otro en busca de señales de movimiento, se dirigieron sigilosamente a la parte de delante del módulo y se abrieron camino con cuidado hasta los escalones de lo que esperaban fuera la oficina.
Sam intentó girar el pomo. No estaba cerrado con llave. Intercambiaron una sonrisa de alivio. Sam abrió con cuidado la puerta y miró dentro. Se apartó, negó con la cabeza y esbozó con los labios la palabra «material». Se dirigieron al módulo siguiente. Afortunadamente, la puerta tampoco estaba cerrada con llave. Sam inspeccionó el interior, sacó el brazo a través de la puerta e indicó a Remi que entrara. Ella lo hizo y cerró la puerta con cuidado tras de sí.
La pared del fondo del módulo estaba dominada por archivadores y estanterías. Un par de mesas metálicas abolladas pintadas de gris con sillas a juego flanqueaban la puerta.
—¿Hora? —susurró Remi.
Sam consultó su reloj y asintió con la cabeza.
Momentos más tarde, el haz de la linterna atravesó parpadeando las ventanas del módulo y desapareció de nuevo.
—Buscamos alguna cosa que contenga datos —dijo Sam—. Nombres de empresas, números de cuenta, manifiestos, facturas. Cualquier cosa a la que los investigadores podrían hincarle el diente.
Remi asintió con la cabeza.
—Deberíamos dejarlo todo como está —dijo—. Si desaparece alguna cosa, ya sabemos quién cargará con la culpa.
—Y con una bala. Tienes razón. —Miró el reloj—. Contamos con tres minutos.
Empezaron por los archivadores, registrando cada cajón, cada carpeta y cada archivo. La cámara de Remi podía almacenar miles de fotografías digitales, de modo que fotografió cualquier cosa que pareciera mínimamente importante empleando la luz natural del exterior del módulo.
Cuando la señal de los tres minutos estaba muy próxima, se detuvieron y se quedaron quietos. El guardia pasó, realizó su inspección y volvió a marcharse. Retomaron la búsqueda. Repitieron el ciclo cuatro veces más hasta que estuvieron convencidos de que habían recopilado cuanto les era posible.
—Es hora de marcharnos —dijo Sam—. Volveremos sobre nuestros pasos hasta el Range Rover y...
Fuera, una alarma empezó a sonar.
Sam y Remi se quedaron paralizados un instante, y acto seguido él dijo:
—¡Detrás de la puerta!
Se pegaron a la pared. Del exterior les llegó el sonido de puertas abriéndose, pasos firmes sobre la grava y voces gritando.
—¿Distingues algo? —preguntó Sam a Remi.
Ella cerró los ojos para escuchar atentamente. Los abrió de golpe.
—Sam, creo que han encontrado el Range Rover.