Valle de Langtang, Nepal
Antes de que Sam pudiera contestar, la puerta del módulo se abrió. Empleando las puntas de los dedos, Sam detuvo la puerta a escasos centímetros de sus caras. Uno de los vigilantes cruzó el umbral y recorrió el lugar con la linterna. Se detuvo. Sam vio que sus hombros empezaban a rotar, lo que indicaba que iba a volverse en dirección a ellos.
Sam cerró la puerta golpeándola con la cadera, dio una zancada hacia delante y asestó al vigilante una patada detrás de la rodilla. Cuando el hombre cayó, lo agarró por el cuello y lo empujó hacia delante hasta estamparle la frente contra el borde de la mesa. El vigilante gimió y se quedó sin fuerzas. Sam tiró de él hacia atrás y lo arrastró detrás de la puerta. Se arrodilló y le comprobó el pulso.
—Está vivo. Pero no se despertará hasta dentro de un buen rato.
Dio la vuelta al vigilante, le quitó el fusil que llevaba colgado del hombro y se levantó.
Remi se quedó mirando con los ojos como platos a su marido varios segundos.
—Te ha quedado muy a lo James Bond.
—Pura suerte y una mesa metálica —contestó él encogiéndose de hombros y sonriendo—. Una combinación imbatible.
—Creo que te mereces una recompensa —respondió Remi sonriendo a su vez.
—Después. Si es que hay un después.
—Me gustaría que hubiera un después. ¿Tienes un plan?
—Robar un coche —contestó Sam.
Se dio la vuelta, se dirigió a la ventana trasera más cercana y descorrió la cortina.
—Es una situación difícil, pero creo que podemos conseguirlo.
—Tú vigila la parte de delante —dijo Remi—. Yo miraré por la de atrás.
Sam se dirigió a la ventana delantera, retiró la cortina y miró afuera.
—Los vigilantes se están reuniendo en el claro. Hay unos diez. No veo a lady Dragón.
—Probablemente solo ha pasado para hacer el trabajo sucio de King.
—Parece que están decidiendo lo que van a hacer. Dentro de un momento sabremos si se han dado cuenta de que falta un hombre.
—La ventana está abierta —dijo Remi—. Hay unos dos metros y medio hasta el suelo. Veo árboles grandes a unos tres metros.
Sam dejó la cortina como estaba.
—Más vale que nos vayamos ahora antes de que tengan ocasión de organizarse. —Descolgó el fusil y lo examinó—. Es de última tecnología.
—¿Sabes manejarlo?
—Seguro, gatillo, recámara... el agujero por el que sale la bala. Creo que me las apañaré.
De repente, la alarma dejó de sonar.
Sam se dirigió a la puerta principal y la cerró con pestillo.
—Puede que esto los retrase —explicó.
Cogió la silla más cercana y la acercó a la ventana trasera. Remi se subió y, con cierta dificultad, salió por la ventana. Una vez que estuvo abajo, Sam la siguió.
Se ocultaron en la línea de vegetación y empezaron a abrirse paso cuidadosamente hacia el cobertizo prefabricado. Cuando la pared trasera fue visible entre los árboles, se detuvieron e hicieron una breve pausa para inspeccionar los alrededores. A lo lejos, podían oír a los vigilantes gritándose todavía entre ellos.
Avanzaron; Sam iba el primero, empuñando el fusil y rastreando las inmediaciones de un lado a otro. Llegaron al cobertizo.
—La puerta —susurró Remi, y señaló con el dedo.
Sam asintió con la cabeza. Remi, que iba delante, se deslizó a lo largo de la pared hasta que su hombro chocó contra la jamba. Intentó abrir el pomo. La puerta no estaba cerrada, de manera que la abrió sin hacer ruido y metió la cabeza. A continuación se apartó.
—Hay dos camiones aparcados uno al lado del otro. Parecen militares: verdes, neumáticos dobles, laterales de lona, una puerta trasera.
—¿Te apetece conducir? —preguntó Sam.
—Claro.
—Tú ponte al volante del de la izquierda. Yo inutilizaré el otro y luego me reuniré contigo. Estate preparada para arrancar y salir pitando.
—Entendido.
Remi entreabrió la puerta lo justo para que ambos entraran. Estaban a medio camino de los camiones cuando oyeron pasos en el sendero. Sam y Remi resbalaron y se detuvieron contra la puerta trasera del camión de la derecha. Sam asomó la cabeza por la esquina.
—Cuatro hombres —dijo—. Están subiendo a sus camiones, dos en cada cabina.
—¿Es su plan de emergencia? —propuso Remi.
—Probablemente —contestó Sam—. Está bien, plan B. Viajaremos de polizones.
Los motores de los camiones arrancaron casi al mismo tiempo.
Pisando con cuidado por miedo a alertar a los guardias, Sam y Remi se subieron al parachoques del camión y saltaron por encima de la puerta trasera. El conductor embragó haciendo ruido, y el camión avanzó rápidamente. Cogidos del brazo, Sam y Remi trastabillaron y cayeron de bruces a la caja del vehículo.
Su camión iba primero. Tumbados en la relativa oscuridad de la caja, mientras los faros del segundo camión emitían un fulgor verde a través de la solapa de lona de la puerta trasera, Sam y Remi respiraron hondo por primera vez en diez minutos. Estaban rodeados de cajas de madera de varios tamaños sujetas con correas a unas armellas en la caja del camión.
—Lo hemos conseguido —susurró Remi.
—Cruza los dedos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Estoy seguro de que es un camión del ejército chino.
—No estarás insinuando lo que creo que estás insinuando, ¿verdad?
—Sí. Parece evidente que King está aliado con alguien del ejército chino. Los guardias son chinos, y probablemente también las armas. Y sabemos lo que hay en estas cajas.
—¿Cuánto falta para la frontera?
—Treinta kilómetros, puede que cuarenta. Cuatro horas, más o menos.
—Tiempo de sobra para marcharnos.
—La pregunta es: ¿a qué distancia estamos de la civilización?
—Estás empezando a agotar mi optimismo —dijo Remi, y se recostó en el hombro de Sam.
Pese a la dureza de la caja del camión y al zarandeo continuo, los Fargo hallaron relajante el rugido apagado del motor. Se quedaron medio dormidos al anochecer, aunque de vez en cuando Sam se despertaba para mirar el reloj.
Después de una hora de viaje, se despertaron sobresaltados por el chirrido de los frenos del camión. El haz de luz de los faros del otro vehículo se agrandaron y se volvieron más brillantes a través de la solapa trasera. Sam se incorporó y apuntó hacia esa puerta con el fusil. Remi también se incorporó con una mirada inquisitiva, pero no dijo nada.
El camión redujo la marcha y a continuación paró en seco. Los faros del siguiente camión se apagaron. Las puertas de la cabina se abrieron y se cerraron de un portazo. A cada lado de la caja sonó un crujido de pasos que se detuvieron ante la puerta trasera. Unas voces empezaron a murmurar en chino. Sam y Remi podían oler humo de cigarrillos.
Sam volvió la cabeza y susurró a su mujer al oído:
—Quédate totalmente quieta.
Ella asintió en silencio.
Moviéndose lenta y cautelosamente, Sam flexionó las piernas por debajo del cuerpo y se puso en cuclillas. Dio dos pasos hacia la puerta trasera y volvió la cabeza para escuchar. Un instante después, miró a Remi y levantó cuatro dedos. Al otro lado de la puerta trasera había cuatro soldados. Señaló con el dedo su rifle y luego a los hombres.
Ella le dio el arma. Sam la posó sobre sus piernas y juntó las muñecas. Remi asintió con la cabeza, y cuando su marido le indicó con gestos que se tumbara, lo hizo.
Sam se aseguró de que el fusil no tuviera el seguro puesto, se preparó y respiró hondo, y acto seguido alargó la mano izquierda, cogió la lona y la apartó de un tirón.
—¡Manos arriba! —gritó.
Los dos soldados situados más cerca del parachoques se dieron la vuelta al tiempo que retrocedían. Toparon contra sus compañeros, quienes estaban apresurándose a coger sus fusiles.
—¡No! —dijo Sam, y se llevó el arma al hombro.
Los soldados captaron el mensaje a pesar de la barrera idiomática y dejaron de moverse. Sam hizo varios gestos con el cañón del fusil hasta que los hombres lo entendieron. Poco a poco, cada uno de ellos descolgó su arma y la tiró al suelo. Sam les hizo retroceder unos metros, trepó por encima de la puerta trasera y saltó.
—Todo despejado —informó a Remi.
Ella saltó al suelo al lado de él.
—Parecen aterrorizados —dijo.
—Perfecto. Cuanto más aterrorizados estén, mejor para nosotros —dijo Sam—. ¿Quieres hacer los honores?
Remi recogió los fusiles y los tiró todos a la caja del camión menos uno.
—¿Está quitado el seguro? —preguntó Sam.
—Creo...
—Levanta el interruptor que hay en el lado derecho encima del gatillo.
—Ya veo. Vale.
Sam y Remi y los cuatro soldados chinos se miraron entre sí. Durante diez segundos, nadie dijo nada. Al final, Sam preguntó:
—¿Habláis mi idioma?
—Hablar un pequeño —dijo el soldado de la derecha del todo.
—Está bien. De acuerdo. Sois mis prisioneros.
Remi suspiró profundamente.
—Sam...
—Lo siento. Siempre he querido decirlo.
—Ahora que lo has soltado, ¿qué hacemos con ellos?
—Los atamos y... Oh, no. Esto no me gusta nada.
—¿Qué?
Remi lanzó una mirada a su marido. Los ojos entornados de Sam estaban mirando por encima de las cabezas de los soldados a la cabina del segundo camión. Ella siguió su mirada y vio la silueta de otro hombre sentado en la cabina que se agachó de repente.
—Hemos contado mal —murmuró Sam.
—Ya veo.
—Sube al asiento del conductor, Remi. Arranca el motor. Comprueba...
—Dalo por hecho —contestó ella, y acto seguido dio media vuelta y corrió hacia la parte delantera del camión.
Un momento más tarde el motor arrancó. Los cuatro soldados se movieron nerviosamente y se miraron entre ellos.
—¡Todos arriba! —gritó Remi por la ventanilla de la cabina.
—¡Ya vamos, cariño! —contestó Sam sin volverse.
»¡Moveos, moveos! —gritó Sam a los soldados, al tiempo que hacía gestos con el fusil.
Los hombres se hicieron a un lado y dejaron el radiador del camión a tiro. Sam levantó el arma y apuntó.
El quinto hombre, que hasta entonces había permanecido oculto en la cabina del camión, asomó de repente el torso por la ventanilla del conductor. Sam vio la silueta de su fusil girando hacia él.
—¡Alto!
El hombre siguió torciendo el cuerpo y el fusil girando.
Sam apuntó y disparó dos veces a través del parabrisas. Los soldados se dispersaron y se metieron entre la maleza que bordeaba la carretera. Sam oyó un estallido. Algo impactó en la puerta trasera a su lado. Se agachó, se tambaleó hacia un lado y rodeó el parachoques opuesto, se volvió otra vez y disparó tres veces con la esperanza de dar al radiador o al bloque del motor del camión. Se volvió, corrió hacia la puerta del lado del pasajero, la abrió de un tirón y subió.
—Hemos abusado de su hospitalidad —dijo.
Remi metió una marcha y pisó a fondo el acelerador.
No habían recorrido cien metros cuando se dieron cuenta de que los disparos de Sam no habían dado en el blanco o habían sido insuficientes. Él y Remi vieron por los espejos retrovisores que los faros del camión se encendían. Los cuatro soldados salieron de sus escondites y subieron al vehículo, dos a la cabina y los otros dos a la caja. El camión arrancó a toda velocidad.
—¡Puente estrecho! —gritó Remi.
Sam miró. Aunque todavía estaban a unos doscientos metros de distancia, el puente en cuestión no solo parecía estrecho sino apenas más ancho que su camión.
—La velocidad, Remi —advirtió él.
—Voy lo más deprisa que puedo.
—Me refiero a que reduzcas la velocidad.
—Era broma. ¡Agárrate!
El camión pasó por encima de un bache y se ladeó, dio una sacudida hacia arriba y luego cayó de golpe. Cada vez veían más cerca el puente a través del parabrisas. Faltaban cincuenta metros para llegar a él.
—Cómo no —dijo Remi, irritada—. Tenía que ser un puente de esos.
Pese a ser más ancho y tener más refuerzos, el puente era una versión más grande del que habían cruzado a pie aquel mismo día.
El camión volvió a dar una sacudida. Sam y Remi saltaron de sus asientos y se golpearon la cabeza contra el techo de la cabina. Remi soltó un gruñido, forcejeando con el volante.
La cabeza del puente estaba prácticamente delante de ellos. En el último segundo, Remi frenó en seco. Los frenos chirriaron, y el camión patinó y se detuvo. Una nube de humo los envolvió.
Sam oyó el ruido metálico del cambio de marchas y al mirar vio que su mujer estaba reculando.
—¿En qué estás pensando, Remi? —preguntó.
—Voy a asustarlos un poco —contestó ella con una sonrisa forzada.
—Es arriesgado.
—¿A diferencia del resto de las cosas que hemos hecho esta noche?
—Touché —concedió Sam.
Remi pisó el acelerador. El camión empezó a retroceder mientras el motor rechinaba de forma lastimera; al principio se movía poco a poco, pero rápidamente ganó velocidad. Sam echó un vistazo por el retrovisor lateral. A través de la nube de polvo levantada por el brusco frenazo de Remi, lo único que podía ver del otro camión eran los faros. Se asomó a la ventanilla e hizo una ráfaga de tres disparos, seguida de otra. El camión torció a un lado y desapareció.
Remi tenía los ojos clavados en el retrovisor.
—Están parando —dijo—. Nos ven. Están dando marcha atrás.
Por encima del rugido del motor oyeron el pam, pam, pam de unos disparos. Se agacharon. Remi, con la cabeza debajo del salpicadero, se inclinó a un lado para ver mejor por el retrovisor. El camión que los perseguía estaba retrocediendo a toda velocidad, pero la combinación de la amenaza de choque de Remi y los disparos de Sam habían desconcertado claramente al conductor. El vehículo daba bandazos de un lado a otro, y las ruedas salían al arcén de la carretera.
—¡Prepárate para el impacto! —gritó Remi.
Sam se recostó en su asiento y apoyó los pies firmemente en el salpicadero. Un instante más tarde, el camión se detuvo traqueteando. Remi miró por el espejo.
—Se han salido de la carretera.
—No nos quedemos aquí —la apremió Sam.
—De acuerdo.
Remi puso de nuevo el camión en marcha y pisó el acelerador. Volvieron a ver la cabeza del puente.
—No ha dado resultado —anunció Remi—. Están otra vez en la carretera.
—Son insistentes, ¿verdad? Mantén el camión estable un rato —dijo, y abrió la puerta.
—Sam, ¿qué estás...?
—Volveré si me necesitas.
Se colgó el fusil en el hombro y a continuación, usando el marco de la puerta de la cabina para apoyarse, bajó al estribo. Cogió la cubierta de lona con la mano libre, tiró de ella y la arrancó de sus sujeciones. Agarró el refuerzo vertical, enganchó la pierna izquierda por encima del lateral y se metió en la caja. Se arrastró hasta la pared trasera de la cabina y bajó la ventanilla.
—Hola —dijo.
—Hola otra vez. Agárrate fuerte, voy a cerrar tu puerta.
Remi dio un volantazo a la derecha y luego otro a la izquierda. La puerta abierta de Sam se cerró de golpe.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó.
—Sabotaje. ¿A qué distancia están?
—A cincuenta metros. Llegaremos al puente dentro de diez segundos.
—Entendido.
Sam se arrastró hasta la puerta trasera. A la tenue luz, avanzó a tientas por la caja del camión hasta que rozó con la mano uno de los otros fusiles. Lo cogió y dejó el suyo, y recogió apresuradamente los cargadores.
—¡Puente! —gritó Remi—. ¡Voy a reducir la velocidad!
Sam esperó hasta que oyó el ruido sordo y solapado de las ruedas del camión al pasar por encima de las tablas y sacó la parte superior del torso por la solapa trasera, apuntó con el fusil a la plataforma del puente y abrió fuego. Las balas impactaron con un ruido sordo en la madera, penetraron a través de los huecos y levantaron un sinfín de astillas. Metió la cabeza de nuevo a través de la lona, cambió de cargador y volvió a abrir fuego, esa vez alternando los disparos entre la plataforma del puente y el camión de detrás, que acababa de entrar en el puente. El camión de Sam y de Remi viró a la izquierda y rozó la baranda, pero acto seguido se enderezó. Sam vio un fogonazo naranja en la ventanilla. Un trío de balas impactaron en la puerta lateral por debajo de él. Se arrojó hacia atrás en la caja. Otra ráfaga hizo trizas la lona trasera y acribilló la pared de la cabina.
—¿Sam? —gritó Remi.
—¡No ha funcionado!
—¡Lo he deducido!
—¿Qué opinas de la destrucción gratuita de fósiles?
—¡Generalmente estoy en contra, pero esta es una ocasión especial!
—¡Haz un poco de tiempo!
Remi empezó a frenar y luego a acelerar, con la esperanza de frustrar la puntería del tirador. Sam se dio la vuelta y se tumbó boca abajo, tanteó hasta que encontró la primera correa que sujetaba las cajas y apretó el botón de apertura. Enseguida tuvo el resto de las correas sueltas. Se arrastró hasta la puerta trasera y la abrió; esta cayó con gran estrépito.
—¡Bomba va! —gritó Sam, y sacó la primera caja de un empujón.
La caja rebotó en la plataforma del puente, chocó de lleno contra el parachoques del camión y se abrió de golpe. Pedazos de madera y heno para embalar salieron volando.
—¡No ha dado resultado! —gritó Remi.
Sam reptó hacia atrás, acercó el hombro al montón de cajas de madera y a continuación apoyó los pies contra la pared de la cabina y empezó a empujar. El montón comenzó a deslizarse por la caja del camión emitiendo un crujido. Sam se detuvo, flexionó las piernas y empujó con fuerza, como un defensa de fútbol americano entrenando con un simulador de placaje.
La hilera de cajas resbaló por la puerta trasera y empezó a rodar hacia el camión que los perseguía. Sam no se quedó a comprobar si había dado resultado, sino que se acercó al siguiente montón de cajas y repitió la operación.
Sonó un chirrido de frenos procedente de detrás. Cristales haciéndose añicos. El crujido del metal chocando contra la madera.
—¡Ha funcionado! —gritó Remi—. ¡Se han parado en seco!
Sam se arrodilló y miró a Remi a través de la ventanilla que daba a la cabina.
—Pero ¿por cuánto tiempo?
Ella le lanzó una mirada y esbozó una rápida sonrisa.
—Lo que tarden en sacar media docena de cajas de debajo del chasis.