Hotel Hyatt Regency,
Katmandú, Nepal
Sam salió del cuarto de baño con una toalla alrededor de la cintura y secándose el pelo con otra.
—¿Te apetece un buen desayuno?
—Estoy muerta de hambre —contestó Remi.
Estaba sentada a una mesa delante de un espejo y se recogía el cabello en una cola de caballo. Llevaba la tradicional toalla blanca del hotel.
—¿Llamamos al servicio de habitaciones o bajamos al comedor?
—Hace un tiempo perfecto. Comamos en el balcón.
—Me parece bien. —Sam se acercó a una mesa auxiliar, cogió el teléfono y llamó al servicio de habitaciones—. Quiero salmón y un bagel, huevos Benedict, un cuenco de fruta, tostadas y café.
Esperó hasta que la voz de la cocina repitió correctamente la comanda y colgó y llamó al bar.
Cuando el camarero contestó, Sam dijo:
—Quiero dos Ramos Fizz. Sí, Ramos Fizz.
—Sabes cómo tratar a una dama —dijo Remi.
—No te hagas ilusiones. No sabe prepararlas.
Sam volvió a intentarlo.
—¿Y un Harvey Wallbanger? Wallbanger. Se hace con vodka, Galliano y zumo de naranja. Entiendo, no hay Galliano. —Sam negó con la cabeza y lo intentó una vez más—. Está bien, mándenos una botella de Veuve Clicquot.
Remi se echó a reír.
—Realmente sabes cómo tratar a una dama.
—¿Es lo único que tienen? —dijo Sam por el teléfono—. De acuerdo, mándenlo bien frío.
Colgó el auricular.
—No hay champán. Lo único que les queda, después de haber celebrado una convención política, es vino blanco espumoso de China.
—No sabía que los chinos hicieran algo espumoso. —Remi lo miró sonriendo sarcásticamente—. ¿Es lo mejor que puedes ofrecerme?
Sam se encogió de hombros.
—A falta de pan, buenas son tortas.
El teléfono sonó. Sam lo cogió.
—Un momento.
Conectó el altavoz.
—Buenos días, Rube —dijo Sam por el manos libres.
—Lo serán para ti —contestó Rube—. Aquí es la hora de la cena. Me he enterado de que tú y tu preciosa mujer estáis disfrutando de otras relajantes vacaciones.
—Todo es relativo, Rube —respondió Remi—. ¿Qué tal están Kathy y las niñas?
—Estupendamente. Ahora mismo están en un restaurante infantil. Vuestra llamada me ha ahorrado ir con ellas.
—No queremos retenerte —dijo Sam con una media sonrisa—. Podemos hablar más tarde.
—Oh, no, amigo mío. No hay nada más importante que esto. Créeme. Bueno, contadme. ¿Estáis en la cárcel? ¿Cuántas leyes locales habéis infringido?
—No. Y que nosotros sepamos, no hemos infringido ninguna —contestó Remi—. Que Sam te lo explique.
Aun sabiendo que Rube ya había recibido información de Selma, Sam empezó por el principio, cuando Zhilan Hsu había subido a bordo de su lancha cerca de Pulau Legundi, y le relató todas sus peripecias hasta la huida del yacimiento arqueológico oculto de King.
La noche anterior, después de haber dejado a sus perseguidores detenidos en el puente, Sam había conducido en la oscuridad, buscando señales o puntos de referencia que Remi pudiera cotejar en su mapa. Tras varias horas de giros infructuosos y de caminos que no llevaban a ninguna parte, por fin cruzaron un puerto montañoso reconocible —la Laurebina— y poco después entraron en las afueras de Pheda, a unos treinta kilómetros al este del campamento. Como era de esperar, encontraron el pueblo a oscuras y sin vida, a excepción de un edificio de bloques de cemento con el tejado de hojalata que resultó ser el pub local. Después de superar las considerables barreras idiomáticas, consiguieron hacer un trato con el dueño: el camión de los Fargo a cambio del coche de él —un Peugeot naranja con parches de imprimación gris de hacía treinta años— y las indicaciones para volver a Katmandú. Poco antes del amanecer, entraron en el aparcamiento del Hyatt Regency.
Rube escuchó la historia de Sam sin decir nada. Al final peguntó:
—A ver si lo he entendido: os colasteis en el campamento de King, presenciasteis un asesinato, sembrasteis el caos en lo que probablemente era un contingente de soldados chinos y luego robasteis uno de sus camiones que resultó estar cargado de fósiles destinados a ser vendidos en el mercado negro, que usasteis como proyectiles para detener a vuestros perseguidores. ¿Lo he resumido bien?
—Más o menos —dijo Sam.
—Faltan los treinta gigabytes de datos que recogimos —añadió Remi.
Rube suspiró.
—¿Sabéis lo que hice yo anoche? Pinté el cuarto de baño. Vosotros dos... Está bien, enviadme los datos.
—Selma ya está en ello. Ponte en contacto con ella, y te dará el enlace de un sitio de almacenamiento online seguro.
—Entendido. A mis jefes en Langley les interesará el asunto de los chinos, y estoy seguro de que encontraremos a alguien en el FBI interesado en la operación de tráfico de fósiles de King. No puedo asegurar que vaya a salir algo, pero me ocuparé de ello.
—Es lo único que pedimos —dijo Sam.
—Es muy posible que King ya haya ordenado el cierre del yacimiento. A estas alturas podría ser simplemente un foso abandonado en mitad del bosque.
—Lo sabemos.
—¿Y vuestro amigo Alton?
—Creemos haber encontrado lo que King quiere —contestó Remi—. O al menos lo bastante para captar su atención. Vamos a llamarlo después de hablar contigo.
—El rey Charlie es un canalla —advirtió Rube—. Muchas personas han intentado meterlo en la cárcel durante toda su vida. Ahora están todas muertas o acabadas, mientras él sigue en pie.
—Algo me dice que lo que tenemos le toca muy de cerca —respondió Remi.
—El Theuron...
—Theurang —lo corrigió Remi—. El Hombre Dorado.
—Eso. Es un riesgo —contestó Rube—. Si os equivocáis y a King le importa un bledo esa cosa, lo único que tendréis serán las acusaciones de tráfico de fósiles en el mercado negro... y, como ya he dicho, no hay ninguna garantía de que se le pueda culpar de algo.
—Lo sabemos —respondió Sam.
—Pero de todas formas os la vais a jugar.
—Sí —asintió Remi.
—Qué sorpresa. Por cierto, antes de que me olvide, he averiguado un poco más sobre Lewis King. Me imagino que los dos habéis oído hablar de Heinrich Himmler.
—¿El mejor amigo de Hitler, el psicópata nazi? —preguntó Sam—. Sí, hemos oído ese nombre.
—Himmler y la mayoría de los altos mandos del Partido Nazi estaban obsesionados con el ocultismo, sobre todo si estaba relacionado con la pureza aria y el Reich de los mil años. Se puede decir que Himmler era el que más intrigado se sentía. En los años treinta y durante toda la Segunda Guerra Mundial, financió una serie de expediciones científicas a los rincones más recónditos del mundo con la esperanza de encontrar pruebas que apoyaran las afirmaciones de los nazis. Una de ellas, organizada en mil novecientos treinta y ocho, un año antes de que la guerra diera comienzo, fue enviada al Himalaya en busca de pruebas de la ascendencia aria. ¿A que no sabéis cómo se llamaba uno de los principales científicos?
—Lewis King —contestó Remi.
—O, como era conocido entonces, profesor Lewes Konig.
—¿El padre de Charlie King era nazi? —preguntó Sam.
—Sí y no. Según mis fuentes, probablemente se afilió al partido por necesidad, no por fanatismo. En aquel entonces, si buscabas fondos estatales, tenías que ser miembro del partido. Hay muchos casos de científicos que se afiliaron e hicieron investigaciones insustanciales sobre las teorías nazis para poder llevar a cabo investigaciones científicas puras extraoficialmente. Lewis King fue un ejemplo perfecto. Según todos los indicios, fue un arqueólogo entregado. Le importaban un bledo el linaje o la ascendencia arios.
—Entonces ¿por qué participó en la expedición?
—No lo sé, pero lo que habéis encontrado en la cueva, el Hombre Dorado ese, tiene muchos números. A menos que King estuviera mintiendo, parece que poco después de que Lewis King emigrara a Estados Unidos, empezó a recorrer mundo.
—A lo mejor encontró algo en la expedición de Himmler que despertó su interés —conjeturó Sam.
—Algo que no quería que acabara en manos de los nazis —añadió Remi—. No se lo dijo a nadie, esperó el momento oportuno durante la guerra y luego continuó su trabajo años más tarde.
—La pregunta es —dijo Rube—: ¿por qué Charlie King está retomando lo que su padre dejó? Por lo que sabemos de él, nunca ha mostrado el más mínimo interés por el trabajo de su padre.
—Tal vez sea el Theurang —propuso Sam—. Tal vez para él solo sea un fósil más que vender.
—Puede que tengas razón. Si la descripción de esa cosa es mínimamente fiel, podría valer una fortuna.
—Rube, ¿sabemos si las acusaciones de nazi contra Lewis han afectado a Charlie?
—No que yo haya podido averiguar. Creo que su éxito habla por sí mismo. Y considerando lo despiadado que es, dudo que alguien haya tenido las agallas de sacar a colación el tema.
—Eso está a punto de cambiar —dijo Sam—. Ha llegado el momento de que el rey Charlie salga del terreno que conoce.
Colgaron, hablaron de la estrategia a seguir durante unos minutos y luego Sam llamó a la línea directa de King. Contestó este en persona al primer timbre.
—King.
—Señor King, soy Sam Fargo.
—Me estaba preguntando cuándo se dignarían llamarme. ¿Está su bonita esposa con usted?
—Sana y salva —contestó Remi dulcemente.
—Parece que nuestra relación atraviesa un momento crítico —dijo King—. Mis hijos me han dicho que no están cooperando.
—Estamos cooperando —replicó Sam—. Pero de forma distinta a ustedes. Charlie, ¿ha secuestrado a Frank Alton?
—¿Secuestrado? ¿Por qué iba a hacer algo así?
—Eso no es una respuesta —señaló Remi.
—Envié a Frank Alton a que me hiciera un trabajo. Se metió en un lío y cabreó a la gente equivocada. No tengo ni idea de dónde está.
—Otra respuesta que no lo es —dijo Sam—. Está bien, pasemos a otra cosa. Lo único que ha de hacer es escuchar. Tenemos lo que está buscando...
—¿Y qué es eso?
—No está escuchando. Tenemos lo que está buscando... lo que su padre se pasó la vida persiguiendo. Y, como se habrá imaginado, hemos hecho una visita a su campo de concentración en el valle de Langtang.
—No tengo ni idea de lo que está hablando.
—Hemos hecho miles de fotos, la mayoría de ellas de documentos que hemos encontrado en un módulo habitable usado como oficina, pero también hay unas cuantas sobre su esposa, o su concubina, o como la llame en la intimidad de su avión privado. Quiso la suerte que cuando estábamos haciendo las fotos ella asesinara a uno de sus empleados. También tenemos una foto de su cara.
Charlie King no contestó durante diez largos segundos. Al final suspiró.
—Creo que no dice más que chorradas, Sam, pero es evidente que algo le ha caldeado el ánimo. Le escucho.
—Lo primero es lo primero. Suelte a Frank...
—Ya le he dicho que yo no...
—Cállese. Suelte a Frank Alton. Cuando recibamos una llamada de él diciendo que está sano y salvo en su casa, nos reuniremos con Russell y Marjorie y llegaremos a un acuerdo.
—¿Quién es ahora el que habla mucho pero no dice nada? —contestó King.
—Es el único trato que va a conseguir —respondió Sam.
—Lo siento, amigo, pero declino. Creo que se está tirando un farol.
—Como quiera —dijo Sam, y colgó.
Dejó el teléfono sobre la mesita para el café. Él y Remi se miraron.
—¿Probabilidades? —preguntó ella.
—Sesenta a cuarenta a que llama en menos de un minuto.
Ella sonrió.
—No hay apuesta.
A los cuarenta y cinco segundos, el teléfono de Sam sonó. Lo dejó sonar tres veces más y contestó.
—Es usted un buen jugador de póquer, Sam Fargo. Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo. Haré unas llamadas y veré lo que puedo averiguar sobre Frank Alton. No le prometo nada, claro, pero...
—Si no tenemos noticias de él en veinticuatro horas, no hay trato.
Charlie King se quedó callado varios segundos. A continuación dijo:
—No se separe del teléfono.
Sam colgó.
—¿Y si King cree que tenemos las pruebas con nosotros? —preguntó Remi.
—Sabe que no es así.
—¿Cres que cumplirá?
Sam asintió con la cabeza.
—Charlie King es lo bastante listo para haberse protegido. Quienquiera que cogió a Frank probablemente se aseguró de ocultar su cara. No habrá ninguna pista que lleve hasta King, así que no tiene nada que perder y todo que ganar siguiéndonos la corriente.
—Entonces ¿por qué pareces tan preocupado? —preguntó Remi a su marido.
—¿Lo parezco?
—Tienes esa mirada de desconfianza que pones cuando entrecierras los ojos.
Sam vaciló.
—Cuéntame, Sam.
—Acabamos de dar sopas con honda a uno de los hombres más ricos del mundo, un sociópata obsesionado con el control que llegó a donde está aplastando a sus enemigos. Soltará a Frank, pero algo me dice que ahora mismo King está sentado en su despacho planeando el contraataque.
Houston, Texas
A doce mil kilómetros de allí, Charlie King estaba haciendo precisamente eso.
Después de colgar, se paseó por su despacho mirando al frente sin ver nada más allá de su ira. Mientras murmuraba para sí, se acercó a la ventana con paso airado y contempló la ciudad. El sol se estaba poniendo al oeste.
—Muy bien, matrimonio Fargo —dijo con voz áspera—. Habéis ganado la primera ronda. No volverá a ocurrir. —Se dirigió a su escritorio y pulsó el botón del intercomunicador—. Marsha, ponme con Russell y Marjorie.
—Sí, señor King, un momento.
Pasaron treinta segundos y entonces:
—Papá...
—Calla y escucha. ¿Está Marjorie ahí?
—Aquí estoy, papá.
—¿Zhilan?
—Sí, señor King.
—¿Qué demonios creéis que estáis haciendo, idiotas? Los Fargo me acaban de llamar y me han dado un buen repaso. Dicen que tienen fotos de ti, Zee, matando a un hombre en el yacimiento de Langtang. ¿Qué pasó?
—Esta mañana he recibido una llamada del jefe de seguridad del yacimiento —contestó Russell—. Me ha dicho que descubrieron un vehículo sospechoso y dieron la alarma. Encontraron a un hombre inconsciente, pero no parecía que faltara nada.
—¿Cómo quedó inconsciente?
—No están seguros. Puede que se cayera.
—¡Chorradas! ¿Teníamos algún envío pendiente?
—Dos camiones —respondió Marjorie—. En cuanto dieron la alarma, los hombres del coronel Zhou los evacuaron. Es el procedimiento habitual, papá.
—No me sermonees, muchacha. ¿Llegaron los camiones al punto de traslado?
—Todavía no hemos recibido la confirmación, pero teniendo en cuenta los retrasos... —contestó Russell.
—Estás suponiendo. No supongas. Coge el teléfono y encuentra esos camiones.
—Sí, papá.
—Zee, ¿qué es eso del asesinato? ¿Es verdad?
—Sí. Uno de los trabajadores fue sorprendido robando. Tenía que dar ejemplo. Ya se han deshecho de su cuerpo.
King hizo una pausa y acto seguido gruñó.
—Está bien, entonces. Buen trabajo. En cuanto a vosotros dos, imbéciles... Los Fargo me han dicho que tienen el Hombre Dorado.
—¿Cómo? —preguntó Marjorie—. ¿Dónde?
—Tiene que ser mentira —añadió Russell.
—Puede, pero ese tipo de cosas son su especialidad. Por eso los metimos en esto. Supongo que los hemos subestimado. Me imagino que Alton bastará para mantenerlos a raya.
—No te castigues, papá —dijo Marjorie.
—Cállate. Tenemos que suponer que dicen la verdad. Quieren que libere a Alton. ¿Hay alguna posibilidad de que haya visto algo o pueda identificar a alguien?
—Lo investigué cuando llegué aquí, señor King —respondió Zhilan—. Alton no sabe nada.
—Está bien. Id a rescatarlo. Dadle de comer, aseadlo y metedlo en el Gulfstream. Los Fargo han dicho que en cuanto Alton esté en casa, se reunirán con Russell y con Marjorie para hablar de la entrega de esa cosa, como se llame.
—No podemos fiarnos de ellos, papá —dijo Russell.
—Ya lo sé, tonto. Vosotros meted a Alton en el avión y dejadme a mí el resto. ¿Conque los Fargo quieren jugar duro? Pues están a punto de saber lo que es jugar duro.