Aldea de Jomsom,
zona de Dhawalagiri, Nepal
El Piper Club monomotor se ladeó bruscamente a novecientos metros de altitud y descendió. Sentados a ambos lados del pasillo central, Sam y Remi observaban cómo los grises riscos calcáreos se elevaban, engullendo aparentemente el avión a medida que se alineaba para aproximarse a la pista de aterrizaje. Encima y más allá de los riscos, se veían los oscuros picos veteados de nieve de las cordilleras de Dhawalagiri y Nilgiri, con sus cimas medio ocultas entre las nubes.
Pese a haber partido de Katmandú solo una hora antes, su llegada no era más que el principio del viaje; el resto del trayecto les llevaría doce horas por carretera. Como todo lo demás en Nepal, las distancias medidas en un mapa eran prácticamente inútiles. Su destino final, la antigua capital del Reino de Mustang, Lo Monthang, se encontraba a solo sesenta y cuatro kilómetros al noroeste de Katmandú, pero era inaccesible por aire. Su avión fletado los dejaría allí, en Jomsom, a casi doscientos kilómetros al este de Katmandú. Luego seguirían el valle del río Kali hacia el norte a lo largo de ochenta kilómetros hasta Lo Monthang, donde se reuniría con ellos el contacto local de Sushant Dharel.
Para Sam y Remi era agradable estar lejos del relativo bullicio de Katmandú y, con suerte, fuera del alcance del clan King.
El avión siguió descendiendo, reduciendo rápidamente la velocidad aérea hasta volar, según los cálculos de Sam, a pocos nudos por encima de la velocidad de pérdida. Remi miró a su marido inquisitivamente. Él le sonrió.
—La pista de aterrizaje es corta —dijo—. O reduces la velocidad aérea aquí arriba o frenas en seco abajo.
—Qué bien.
El tren de aterrizaje besó la pista con un golpeteo y una sacudida, y pronto se deslizaron en punto muerto hacia un grupo de edificios situados en el extremo sur de la pista de aterrizaje. El avión frenó hasta detenerse, y los motores se pararon. Sam y Remi cogieron sus mochilas y se dirigieron a la puerta, que ya estaba abierta. Un miembro del personal de tierra vestido con un mono azul marino sonrió y señaló la escalera de mano situada debajo de la puerta. Remi bajó, seguida de Sam.
Echaron a andar hacia el edificio de la terminal. A su derecha, un rebaño de cabras mordisqueaba la hierba marrón que crecía junto al hangar. Detrás de ellas, en un camino de tierra, vieron una fila de bueyes almizcleros guiados por un anciano con una gorra roja y unos pantalones verdes. De vez en cuando, daba un golpecito a un buey rebelde con una vara al tiempo que chasqueaba la lengua.
Remi se cubrió bien el cuello con su anorak.
—Se puede decir que hace fresco —dijo.
—Yo iba a decir que es un aire vigorizante —contestó Sam—. Estamos a unos tres mil metros de altura, pero hay mucho menos abrigo.
—Y mucho más viento.
Como para subrayar aquella observación, una ráfaga sopló a través de la pista de aterrizaje. Nubes de polvo ocre les taparon la vista unos segundos antes de despejarse y descubrir con mayor detalle el paisaje que se extendía detrás de los edificios del aeropuerto. Con sus cientos de metros de altura, los riscos de color gris pardo tenían profundos surcos de arriba abajo, como si hubieran sido labrados por unos dedos gigantescos. Alisados por el tiempo y la erosión, los dibujos casi parecían hechos por el hombre, como los muros de una antigua fortaleza.
Detrás de ellos, una voz dijo:
—La mayoría de los Mustang tienen ese aspecto. Por lo menos las elevaciones más bajas.
Sam y Remi se detuvieron y al volverse vieron a un veinteañero con el cabello rubio greñudo que les estaba sonriendo.
—¿Es vuestra primera vez? —preguntó.
—Sí —contestó Sam—. Pero apuesto a que para ti no es la primera.
—La quinta. Se puede decir que soy un adicto al senderismo. Jomsom es como el campamento base del senderismo en esta región. Soy Wally.
Sam se presentó y presentó a Remi, y el trío siguió andando hacia los edificios de la terminal. Wally señaló a varios grupos de personas repartidas a lo largo del borde de la pista. La mayoría de ellas estaban vestidas con anoraks de vivos colores y tenían al lado resistentes mochilas.
—¿Compañeros de senderismo? —preguntó Remi.
—Sí. Veo muchas caras conocidas. Se puede decir que formamos parte de la economía local. La temporada de senderismo mantiene este sitio con vida. Aquí no se puede ir a ninguna parte sin que te unan al grupo de un guía.
—¿Y si prefieres ir a tu aire? —preguntó Sam.
—Hay una compañía del ejército nepalés estacionada aquí —respondió Wally—. La verdad es que es una estafa, pero no puedes culparlos. Casi toda esta gente gana menos en un año que nosotros en una semana. No es tan grave. Si demuestras que sabes manejarte, la mayoría de los guías se limitan a seguirte y no te molestan.
En un grupo cercano de senderistas, una mujer gritó:
—¡Eh, Wally, estamos aquí!
Él se volvió, la saludó con la mano y preguntó a Sam y a Remi:
—¿Adónde vais?
—A Lo Monthang.
—Un sitio guay. Es como volver a la Edad Media, tío. Una auténtica máquina del tiempo. ¿Tenéis guía?
Sam asintió con la cabeza.
—Nuestro contacto en Katmandú nos ha buscado uno.
—¿Cuánto se tarda en llegar allí? Según el mapa, está...
—¡Mapas! —contestó Wally riéndose entre dientes—. Están bien, son bastante fieles en horizontal, pero aquí el terreno es como un trozo de periódico arrugado que solo se hubiera alisado a medias. Todo cambia. Un día puedes pasar por un sitio agradable y llano, y al día siguiente está medio atascado por un desprendimiento de tierras. Probablemente vuestro guía seguirá el cañón del río Kali Gandaki la mayor parte del camino (ahora mismo debería estar casi seco), así que debéis calcular unos cien kilómetros en total. Como mínimo, un trayecto en coche de doce horas.
—Lo que significa que tendremos que pasar la noche —respondió Sam.
—Sí. Preguntadle a vuestro guía. Tal vez tenga una bonita tienda montada o tal vez os haya reservado una cabaña para senderistas. Os vais a llevar una buena sorpresa. El sendero que sigue el cañón del Kali Gandaki es el más hondo del mundo. A un lado está el macizo del Annapurna; al otro, Dhawalagiri. ¡Y en medio, ocho de las veinte montañas más altas del mundo! ¡El sendero del cañón es como un cruce entre Utah y Marte, tío! Solo las stupas y las cuevas ya son...
—¡Wally! —volvió a gritar la mujer.
—Tengo que irme. Encantado de conoceros. Viajad con cuidado. Y no os metáis en los cuellos de botella después de que anochezca.
Se estrecharon las manos, y Wally se fue trotando hacia su grupo.
—¿Cuellos de botella? —gritó Sam.
—¡Vuestro guía os lo explicará! —gritó Wally por encima del hombro.
Sam se volvió hacia Remi y dijo:
—¿Stupas?
—Más conocidas como chortens aquí. Son básicamente relicarios: construcciones como túmulos que contienen objetos budistas sagrados.
—¿Qué tamaño tienen?
—Oscilan entre el de un enano de jardín y una catedral. De hecho, una de las más grandes está en Katmandú. Boudhanath.
—¿La cúpula cubierta de banderas de oración?
—Esa. Mustang tiene una gran concentración de chortens, la mayoría del tamaño de enanos de jardín. Algunos calculan que hay unos cuantos miles, eso solo a lo largo del río Kali Gandaki. Hasta hace unos años, Mustang estaba prácticamente cerrada al turismo por miedo a la profanación.
—¡Señores Fargo! —gritó una voz de hombre—. ¡Señores Fargo!
Un nepalés calvo de cuarenta y tantos años se abrió camino cuidadosamente a través de la multitud de senderistas apiñados en dirección a ellos, jadeando.
—Los señores Fargo, ¿verdad?
—Sí —contestó Sam.
—Soy Basanta Thule —respondió el hombre en un inglés aceptable—. Soy su guía.
—¿Es usted amigo de Pradhan? —preguntó Remi.
Los ojos del hombre se entornaron.
—No sé quién es ese. El señor Sushant Dharel me pidió que me reuniera con ustedes. ¿Esperaban a otra persona? Tomen, tengo la documentación...
Thule metió la mano en el bolsillo lateral de su chaqueta.
—No, no hace falta —contestó Sam sonriendo—. Encantado de conocerlo.
—Lo mismo digo. Traigan, les llevaré eso.
Thule les cogió las mochilas y señaló con la cabeza el edificio de la terminal.
—Mi vehículo está por aquí. Síganme, por favor.
Se marchó a paso ligero.
—Muy astuta, señorita Bond —dijo Sam a Remi.
—¿Me estaré volviendo paranoica a medida que envejezco?
—No —respondió Sam sonriendo—. Solo más guapa. Vamos, espabilémonos o perderemos a nuestro guía.
Después de una parada apresurada en el mostrador de la aduana para satisfacer lo que Sam y Remi suponían era la creencia firme pero tácita de Mustang en su estatus semiautónomo, los Fargo salieron y encontraron a Thule en la acera junto a un Toyota Land Cruiser blanco. A juzgar por las docenas de vehículos casi idénticos que bordeaban la calle, cada uno de los cuales parecía tener un logotipo de una empresa de senderismo particular, el Toyota era el todoterreno predilecto en la zona. Thule les sonrió, acabó de poner la mochila de Sam en el maletero del Toyota y cerró el portón de golpe.
—He reservado alojamiento para la noche —anunció Thule.
—¿No vamos a partir hacia Lo Monthang ahora? —preguntó Remi.
—No, no. Da muy mala suerte empezar un viaje a estas horas. Mejor empezar mañana por la mañana. Cenarán, descansarán y disfrutarán de Jomsom, y saldremos a primera hora de la mañana. Vamos, vamos...
—Preferiríamos salir ahora —dijo Sam, sin moverse.
Thule se detuvo. Frunció los labios, pensando por un momento, y a continuación dijo:
—Ustedes deciden, por supuesto, pero el desprendimiento de tierra no se despejará hasta mañana.
—¿Qué desprendimiento? —contestó Remi.
—El que hay entre aquí y Kagbeni. No recorreríamos más de unos cuantos kilómetros valle arriba. Y luego nos encontraríamos con el atasco, claro. Ahora hay muchos senderistas en Mustang. Es mejor esperar hasta mañana.
Thule abrió una de las puertas traseras del Toyota y señaló con un ademán ostentoso el asiento trasero.
Sam y Remi se miraron, se encogieron de hombros y subieron al todoterreno.
Después de recorrer las sinuosas y estrechas calles durante diez minutos, Thule detuvo el Toyota delante de un edificio situado a pocos kilómetros al sudeste de la pista de aterrizaje. El letrero con letras marrones sobre fondo amarillo rezaba: PENSIÓN MOONLIGHT. BAÑERAS, CUARTOS DE BAÑO CONTIGUOS, CUARTOS DE BAÑO COMUNES.
—Parece que los cuartos de baño son el gran reclamo de Jomsom —dijo Remi sonriendo y arqueando una ceja.
—Y la arquitectura monocromática —añadió Sam.
—Desde luego —dijo Thule desde el asiento delantero—. Jomsom ofrece el mejor alojamiento de la zona.
Descendió del vehículo, corrió a la puerta de Remi y la abrió. Le ofreció la mano. Ella la tomó elegantemente y bajó, seguida de Sam.
—Recogeré su equipaje —dijo Thule—. Ustedes entren. Madame Roja les atenderá.
Cinco minutos más tarde estaban en la suite ejecutiva real de la pensión Moonlight, equipada con una cama de matrimonio y una sala de estar llena de muebles de jardín de mimbre. Como madame Roja había prometido, el cuarto de baño estaba pegado a su suite.
—Volveré a por ustedes mañana a las once de la mañana, ¿de acuerdo? —dijo Thule desde la puerta.
—¿Por qué tan tarde? —preguntó Sam.
—El desprendimiento se habrá...
—El atasco —concluyó Sam—. Gracias, señor Thule. Hasta entonces.
Sam cerró la puerta. Entonces oyó a Remi decir en el cuarto de baño:
—Sam, mira esto.
Encontró a Remi con los ojos como platos delante de una gigantesca bañera de cobre con patas.
—Es una Beasley.
—Creo que la palabra habitual para referirse a ella es «bañera», Remi.
—Muy gracioso. Las Beasley son muy raras, Sam. La última se fabricó en el siglo diecinueve. ¿Tienes idea de lo que vale?
—No, pero algo me dice que tú sí.
—Doce mil dólares más o menos. Es un tesoro, Sam.
—Y es del tamaño de un coche. No se te ocurra intentar meterla en el bolso de viaje.
Remi apartó la vista de la bañera y lo miró con picardía.
—Es grande, ¿verdad?
Sam le sonrió a su vez.
—Ya lo creo.
—¿Te apetece ser mi socorrista?
—A su servicio, señora.
Una hora más tarde, limpios, contentos y con la piel arrugada como un garbanzo, se acomodaron en la sala de estar. A través de las ventanas del balcón se veían los picos del Annapurna a lo lejos.
Sam revisó su teléfono.
—Un mensaje de voz —anunció.
Lo escuchó, le guiñó el ojo a Remi y marcó un número. La voz de Selma sonó por el altavoz treinta segundos más tarde:
—¿Dónde están?
—En la tierra del mimbre y el cobre —contestó Sam.
—¿Cómo?
—Nada. ¿Tienes buenas noticias?
—Sí, no cuelguen.
Un momento después una voz de hombre sonó por la línea. Era Frank Alton.
—Sam, Remi... No sé cómo lo habéis hecho, pero os debo la vida.
—Tonterías —contestó Remi—. Tú nos la salvaste a nosotros en Bolivia varias veces.
—¿Estás bien? —preguntó Sam.
—Tengo unos cuantos chichones y cardenales, pero nada permanente.
—¿Has visto a Judy y a los niños?
—Sí, en cuanto llegué a casa.
—¿Cómo van las cosas, Selma? —dijo Sam.
—Fatal —contestó ella.
—Me alegro de saberlo.
Mostrando un sano respeto por el radio de influencia de Charles King, y tal vez cierta paranoia, Sam y Remi habían establecido la «norma de intimidación»: si Selma o cualquiera de ellos hubieran estado amenazados a punta de pistola o en peligro, una respuesta que no hubiera sido «fatal» habría dado la alarma.
—¿Qué puedes contarnos, Frank?
—Me temo que poco más de lo que ya sabéis. Selma me ha puesto al día. Estoy de acuerdo en que King es un traidor y no dice toda la verdad, pero no tengo ninguna prueba de que esté detrás de mi secuestro. Me dejaron sin sentido y me raptaron en la calle. No los vi venir. No sé dónde me retuvieron. Cuando me desperté, tenía los ojos vendados, hasta que me sacaron de la furgoneta. Cuando me quitaron la venda, estaba delante de la escalera de un avión a reacción Gulfstream.
—Hablando de cosas inquietantes, ¿conociste a los gemelos King?
—Ah, esos dos. Estaban esperándome en el aeropuerto. Parecían salidos de una versión de La familia Addams dirigida por Tim Burton. Supongo que son fruto de la unión de King y esa lady Dragón.
—Sí —contestó Sam—. ¿Qué opinas de Lewis King?
—Me apuesto cien a uno a que hace décadas que está muerto. Creo que solo fue un señuelo para atraeros.
—Es exactamente lo mismo que pensamos nosotros —convino Remi—. Todavía estamos averiguando los detalles, pero creemos que tiene algo que ver con una antigua leyenda del Himalaya.
—El Hombre Dorado —respondió Frank.
—Exacto. El Theurang.
—Por lo poco que pude averiguar hasta que me secuestraran, es lo que estaba buscando Lewis King antes de desaparecer. Estaba obsesionado con él. Lo que no sé es si es real o no.
—Creemos que sí —contestó Sam—. Mañana vamos a ver a un hombre en Lo Monthang. Con suerte, podrá arrojar más luz sobre el misterio.