Cañón del Kali Gandaki,
zona de Dhawalagiri, Nepal
Por cuarta vez en una hora, Basanta Thule detuvo el Toyota Land Cruiser, y los rugosos neumáticos crujieron sobre los guijarros que cubrían el suelo del valle. Arriba, el cielo era azul intenso y sin nubes. El aire vivificante estaba totalmente inmóvil.
—Más stupas —anunció Thule, señalando por la ventanilla lateral—. Allí... y allí. ¿Las ven?
—Sí —contestó Sam, mientras él y Remi miraban por la ventanilla bajada del lado de Sam.
Poco después de partir de Jomsom por la mañana, habían cometido el error de mostrar interés por los chortens; desde entonces, Thule había asumido la misión de señalar todos y cada uno de los que encontraban. De momento habían recorrido menos de tres kilómetros.
Por educación, Sam y Remi bajaron del coche, se pasearon e hicieron unas cuantas fotos. Aunque ninguno de los chortens era muy alto, resultaban imponentes: templos en miniatura pintados de color blanco como la nieve y situados en lo alto de las líneas de riscos que dominaban el cañón como silenciosos centinelas.
Volvieron a subir al Toyota y partieron de nuevo, y viajaron en silencio durante un rato hasta que Remi dijo:
—¿Dónde está el desprendimiento de tierra?
Hubo una larga pausa.
—Lo hemos dejado atrás hace rato —contestó Thule.
—¿Dónde?
—Hace veinte minutos... Era la pendiente de grava que había al lado del canto rodado que hemos visto. No hace falta mucho para cerrar el paso, ¿sabe?
Después de otra pausa para comer —y una parada para contemplar más chortens que Sam y Remi declararon que sería la última, haciendo gala de mucho tacto—, continuaron hacia el norte, siguiendo el curso serpenteante del Kali Gandaki y pasando por una serie de aldeas apenas distinguibles de Jomsom. De vez en cuando veían a senderistas en las estribaciones, como hormigas recortadas contra las montañas a lo lejos.
Poco después de las cinco, entraron en un tramo más angosto del cañón. Los precipicios que se elevaban quince metros por encima de ellos se cerraron, y el sol se fue atenuando. El aire que entraba por la ventanilla abierta de Sam se enfrió. Finalmente, después de aminorar la marcha a paso normal, cruzaron un arco de roca apenas más ancho que el Toyota y luego penetraron en un sinuoso túnel. Los neumáticos chapoteaban a través del arroyo y resonaban en las paredes.
Cincuenta metros más adelante entraron en un claro alargado que medía doce metros de ancho y cuatrocientos de largo. En el extremo norte del cañón había una segunda abertura en la roca. A su derecha, el río borboteaba a través de una sección socavada del precipicio.
Thule giró a la izquierda, describió un ancho círculo de forma que el morro del Toyota apuntara en la dirección por la que habían llegado y frenó hasta detener el vehículo.
—Acamparemos aquí —anunció—. Estaremos protegidos del viento.
—¿Por qué tan pronto?
Thule se volvió en su asiento y les dedicó una amplia sonrisa.
—Aquí anochece rápido, y las temperaturas bajan con la misma velocidad. Es mejor tener los refugios preparados y fuego encendido antes de que anochezca.
Gracias a la participación de los tres, rápidamente tuvieron los refugios —un par de antiguas tiendas Vargo— montados y listos para ser ocupados, con colchonetas y sacos de dormir térmicos incluidos. Mientras Thule preparaba una pequeña lumbre, Sam encendió tres lámparas de queroseno que colgó de unos postes en el borde de su campamento. Remi estaba haciendo una excursión por el cañón con una linterna en la mano. Thule había comentado que los senderistas habían hallado huellas de Kang Admi en esa parte del cañón. Traducido libremente como «hombre de las nieves», el término era uno de los diversos que se usaban para describir al yeti, la versión himalaya de Bigfoot. Pese a no creer a pies juntillas en la leyenda, los Fargo habían descubierto suficientes rarezas en sus viajes para saber que no podían descartarla sin más; Remi había decidido saciar su curiosidad.
Después de veinte minutos, regresó a la luz amarilla de las lámparas de queroseno que rodeaban el campamento. Sam le dio un gorro de lana y preguntó:
—¿Ha habido suerte?
—Ni una huella —contestó Remi, metiéndose unos mechones de cabello castaño rojizo sueltos debajo del gorro.
—No abandone la esperanza —comentó Thule desde detrás de la lumbre—. Puede que oigamos el grito de las bestias por la noche.
—¿Y cómo es ese grito? —preguntó Sam.
—Depende de la persona. De niño, oí ese grito una vez. Su sonido era... en parte humano, en parte animal. De hecho, una de las formas tibetanas de referirse al yeti es Meh-teh: «hombre oso».
—Señor Thule, parece un cuento chino pensado para atraer a los turistas —dijo Remi.
—En absoluto, señorita. Yo lo oí. Conozco a gente que lo ha visto. Conozco a gente que ha encontrado sus huellas. Yo mismo he visto un buey almizclero cuya cabeza había sido...
—Ya lo captamos —lo interrumpió Remi—. Bueno, ¿qué hay de cena?
La cena consistió en unos alimentos deshidratados envasados que al mezclarse con agua hirviendo se convertían en un revoltijo. Sam y Remi habían probado cosas peores, pero no mucho. Después de comer, Thule se redimió ofreciéndoles unas tazas humeantes de tongba, una infusión de mijo nepalesa con una pizca de alcohol, que bebieron a sorbos mientras la noche envolvía el cañón. Charlaron y permanecieron en silencio otros treinta minutos, antes de apagar las lámparas de queroseno del campamento y retirarse a sus respectivas tiendas.
Una vez acurrucados en sus sacos de dormir, Remi se quedó leyendo una guía de senderismo que se había descargado en su iPad mientras Sam estudiaba un mapa de la zona bajo el haz de una linterna.
—Sam, ¿te acuerdas de lo que Wally nos dijo en el aeropuerto sobre «los cuellos de botella»?
—No le hemos preguntado a Thule.
—Por la mañana.
—Creo que ahora sería mejor —contestó ella, y le dio a Sam su iPad.
Señaló una parte del texto. Él leyó:
Conocidos coloquialmente como «los cuellos de botella», estos estrechos desfiladeros repartidos a lo largo del cañón del Kali Gandaki pueden ser peligrosos en primavera. De noche, el agua del deshielo procedente de las montañas circundantes a menudo inunda los desfiladeros sin previo aviso, elevándose a una altura de...
Sam dejó de leer, devolvió el iPad a Remi y susurró:
—Recoge tus cosas. Solo lo imprescindible. Sin hacer ruido. —Y a continuación, gritó en voz alta—: ¿Señor Thule?
No hubo respuesta.
—¿Señor Thule?
Tras una breve espera, oyó el sonido de unas botas arrastrándose por los guijarros, seguido de:
—¿Sí, señor Fargo?
—Háblenos de los cuellos de botella.
Una larga pausa.
—Esto... me temo que no sé a lo que se refiere.
Más ruido de pies arrastrándose por los guijarros y el sonido característico de una puerta del Toyota al abrirse.
Sam bajó apresuradamente la cremallera del saco de dormir y salió. Estaba casi vestido, de modo que cogió su chaqueta, se la puso y bajó sin hacer ruido la cremallera de la tienda. Salió sigilosamente, miró a un lado y al otro, y a continuación se levantó. A unos diez metros distinguió la silueta de Thule inclinada a través de la puerta del lado del conductor del Toyota. Estaba rebuscando en el interior. Sam echó a andar sin hacer ruido hacia el vehículo. Se encontraba a seis metros de distancia cuando de repente se detuvo y ladeó la cabeza.
Débilmente al principio y luego con más claridad, oyó un torrente de agua. Al otro lado del desfiladero vio que el arroyo se estaba agitando y el agua blanca lamía los lados del precipicio.
Oyó un susurró detrás de él y al volverse vio que Remi asomaba la cabeza por la abertura de la tienda. Ella le hizo un gesto de aprobación levantando el pulgar, y él contestó extendiendo la palma de la mano: «Espera».
Sam se dirigió sigilosamente al Toyota. Cuando hubo reducido la distancia a tres metros, se agachó y siguió avanzando, se acercó encorvado y rodeó el parachoques trasero hasta el lado del conductor. Se detuvo y echó un vistazo a la vuelta de la esquina.
Thule seguía inclinado en el Toyota, y solo sus piernas resultaban visibles. Sam observó la distancia que se interponía entre ellos: un metro y medio. Estiró la pierna, posó con cuidado el pie y empezó a desplazar el peso hacia delante.
Thule se volvió de repente. En la mano empuñaba un revólver de acero inoxidable.
—Alto, señor Fargo.
Sam se detuvo.
—Levántese.
La forma de hablar encantadoramente torpe de Thule había desaparecido y solo revelaba un ligero acento.
Sam se levantó.
—Algo me dice que deberíamos haber comprobado su documentación cuando nos la ofreció.
—Habría sido prudente.
—¿Cuánto le han pagado?
—Para la gente rica como usted y su mujer, una miseria. Para mí, el sueldo de cinco años. ¿Quiere ofrecerme más?
—¿Serviría de algo?
—No. Esas personas dejaron claro lo que me pasaría si las traicionaba.
Sam vio con el rabillo del ojo que el río había empezado a expandirse y, muy por detrás, el torrente de agua estaba aumentando de caudal. Sabía que debía ganar tiempo. Con suerte, el hombre que tenía delante bajaría la guardia, aunque solo fuera un momento.
—¿Dónde está el verdadero Thule? —preguntó Sam.
—A sesenta centímetros a su derecha.
—Lo ha matado.
—Era parte de la misión. Cuando las aguas se retiren, lo encontrarán con usted y su mujer, con la cabeza aplastada por las rocas.
—Y con usted.
—¿Cómo?
—A menos que tenga un cable de encendido eléctrico de sobra —contestó Sam, tocándose el bolsillo de la chaqueta.
Impulsivamente, Thule desplazó la vista a toda prisa al interior del Toyota. Sam contaba con ello y había empezado a moverse antes incluso de tocarse el bolsillo. Estaba en pleno salto, con las manos a treinta centímetros de Thule, cuando el hombre se dio la vuelta y lo atacó con el cañón del revólver. El arma impactó a Sam en lo alto de la frente, un golpe oblicuo que le hizo un corte en el cuero cabelludo. Se tambaleó hacia atrás y cayó de rodillas, jadeando.
Thule avanzó y levantó la pierna. Sam vio venir la patada y se preparó mientras trataba de apartarse rodando. La parte superior del pie de Thule impactó contra su costado, le dio la vuelta y lo dejó boca arriba.
—¡Sam! —gritó Remi.
Él volvió la cabeza a la derecha y vio a Remi corriendo hacia él.
—¡Coge nuestras cosas! —dijo Sam con voz ronca—. ¡Sígueme!
—¿Que te siga? ¿Que te siga adónde?
El motor del Toyota arrancó rugiendo.
Moviéndose instintivamente, Sam se dio la vuelta hasta quedar boca abajo, se levantó apoyándose en las rodillas y se puso en pie. Se dirigió dando traspiés a la lámpara más cercana, a un metro ochenta a su izquierda. Pese al dolor que le empañaba la vista, vio por el desfiladero una ola de agua blanca de seis metros agitándose a través de la abertura. Sam cogió la lámpara del poste con la mano derecha, se volvió de nuevo hacia el Toyota y echó a correr moviendo las piernas a toda velocidad.
La transmisión del Toyota se acopló, las ruedas rociaron guijarros y salpicaron la parte inferior de las piernas de Sam. Él hizo caso omiso y siguió moviéndose. Cuando el Toyota empezó a avanzar dando tumbos, Sam saltó hacia el vehículo. Su pierna izquierda aterrizó cerca del parachoques trasero, y agarró la barra del portaequipajes con la mano derecha.
El Toyota se precipitó hacia delante, derrapó en los guijarros y sacudió a Sam de un lado a otro. Él se aferró y se pegó más al portón del maletero. Thule enderezó el vehículo y aceleró hacia la entrada del desfiladero, a cincuenta metros de distancia. Sam sostuvo el mango de la lámpara entre los dientes y empleó la mano izquierda para girar el botón de la mecha. La llama vaciló y a continuación se iluminó. Agarró de nuevo la lámpara con la mano izquierda.
—Una oportunidad —murmuró Sam para sí.
Inspiró, balanceó la lámpara con el brazo extendido un instante y acto seguido la levantó como una granada. La lámpara salió dando vueltas por encima del techo del Toyota, cayó en el capó y se hizo añicos. El queroseno en llamas salpicó el parabrisas.
El efecto fue inmediato y espectacular. Sorprendido por la ola de fuego que atravesaba el parabrisas, Thule se dejó llevar por el pánico, dando un volantazo a la izquierda y otro luego a la derecha, y el doble giro levantó el Toyota sobre dos ruedas. A Sam se le escapó la barra de la mano. Notó que salía volando. Le pareció que el suelo se abalanzaba hacia él. Se encorvó en el último instante, cayó en el suelo sobre la cadera y rodó. Oyó de fondo un estruendo apagado; cristal haciéndose añicos y crujido de metal. Se dio la vuelta y se aclaró la vista parpadeando.
El Toyota se había estrellado y tenía el capó encajado en el estrecho arco de roca.
Sam oyó unos pasos y luego la voz de Remi al arrodillarse junto a él.
—¡Sam... Sam! ¿Estás herido?
—No lo sé. Creo que no.
—Estás sangrando.
Sam se llevó los dedos a la frente y miró la sangre.
—Una herida en el cuero cabelludo —murmuró.
Cogió un puñado de tierra del suelo y dio unos golpecitos sobre la herida.
—Sam, no... —dijo Remi.
—¿Lo ves? Mucho mejor.
—¿Te has roto algo?
—No que yo sepa. Ayúdame a levantarme.
Ella se agachó por debajo de su hombro, y se pusieron en pie juntos.
—¿Dónde está el...? —preguntó Sam.
El agua les mojó los pies en respuesta a su pregunta. Al cabo de unos segundos, les llegaba a los tobillos.
—Hablando del rey de Roma —dijo Sam.
Se dieron la vuelta al mismo tiempo. El agua corría a través del extremo norte del desfiladero.
Se agitaba alrededor de sus pantorrillas.
—Qué fría —dijo Remi.
—La palabra «fría» no describe su temperatura ni de lejos —respondió Sam—. ¿Y nuestras cosas?
—Todo lo que merece la pena está en mi mochila —contestó Remi, girando el hombro para que él pudiera verla—. ¿Está muerto?
—O eso o inconsciente. De lo contrario, creo que ahora nos estaría disparando. Tenemos que arrancar ese trasto. Es nuestra única posibilidad de escapar de la riada.
Se dirigieron al Toyota; ella iba delante y Sam cojeaba detrás. Remi redujo la marcha a medida que se acercaba al parachoques trasero, rodeó sigilosamente el vehículo hasta la puerta del conductor y miró adentro.
—¡Está inconsciente! —gritó.
Sam se aproximó arrastrando los pies, y abrieron juntos la puerta y sacaron a Thule a rastras. El hombre se hundió en el agua.
—No podemos preocuparnos por él —dijo Sam, en respuesta a la pregunta no formulada de Remi—. Dentro de un minuto más o menos, todo esto estará sumergido.
Remi subió al Toyota y se desplazó al asiento del pasajero. Sam la siguió y cerró la puerta de golpe. Giró la llave. El arranque silbó e hizo clic, pero el motor se negaba a funcionar.
—Vamos... —murmuró Sam.
Giró la llave otra vez. El motor arrancó, renqueó y se apagó.
—Una vez más —dijo Remi, quien le sonrió y cruzó los dedos.
Sam cerró los ojos, inspiró y giró de nuevo la llave.
El arranque volvió a hacer clic, el motor tosió una vez, luego otra, y acto seguido se encendió rugiendo.
Sam se disponía a cambiar de marcha cuando notó que el Toyota avanzaba dando tumbos. Remi se volvió en su asiento y vio que el agua lamía el borde inferior de la puerta.
—Sam... —le avisó.
—Ya lo veo —contestó Sam, con la vista fija en el espejo retrovisor.
Dio marcha atrás y pisó el acelerador. La tracción en las cuatro ruedas del Toyota se activó. El vehículo empezó a retroceder muy lentamente, y el guardabarros chirrió al arrastrarse a lo largo de las paredes de roca.
Se vieron empujados hacia delante otra vez.
—Estoy perdiendo tracción —dijo Sam, temiendo que el agua creciente ahogara el motor.
Volvió a pisar el acelerador, y notaron que los neumáticos se adherían al suelo, pero cedían de nuevo.
Sam golpeó el volante.
—¡Maldita sea!
—Estamos a flote —dijo Remi.
Al mismo tiempo que las palabras brotaban de su boca, el capó del Toyota se estaba encajando más en la ranura. Debido al peso del motor en el morro, el vehículo empezó a inclinarse hacia abajo a medida que la crecida empujaba la parte trasera hacia arriba.
Sam y Remi permanecieron en silencio un instante, escuchando cómo el agua corría alrededor del coche y apoyándose contra el salpicadero mientras el vehículo seguía inclinándose hacia abajo.
—¿Cuánto duraríamos en el agua? —preguntó Remi.
—¿Siempre que no quedemos hechos papilla inmediatamente? Cinco minutos hasta que el frío nos domine; pasado ese tiempo, perderemos el control del motor y nos hundiremos.
El agua empezó a entrar a raudales por las juntas de las puertas.
—En tal caso no hagamos eso —dijo Remi.
—De acuerdo. —Sam cerró los ojos, pensando. Entonces dijo—: Los cabrestantes. Tenemos uno en cada parachoques.
Buscó los mandos en el salpicadero. Encontró un conmutador de palanca con la etiqueta «Parte trasera» y lo desplazó de «Apagado» a «Punto muerto».
—Cuando te avise, ponlo en «Encendido».
—¿Crees que es lo bastante potente para arrastrarnos?
—No —respondió Sam—. Necesito una linterna para la cabeza.
Remi hurgó en su mochila y sacó la linterna. Sam se la colocó en la cabeza, dio un beso en la mejilla a su mujer y a continuación pasó por encima del asiento usando el reposacabezas como asidero. Repitió la maniobra hasta que estuvo encajado en la zona de carga del Toyota. Levantó el pestillo del portón de cristal, lo abrió y acto seguido, empujando con la espalda contra el asiento, dio patadas al portón hasta que el cristal se desprendió de las bisagras y se hundió en el agua. Se levantó.
Debajo, el agua se revolvía sobre el chasis del coche. Una niebla glacial se arremolinó en torno a él.
—¡El motor se ha parado! —gritó Remi.
Sam se inclinó hacia delante doblándose por la cintura, alargó la mano hacia abajo y cogió el gancho del cabrestante con las dos manos. Tirando con una mano detrás de otra, empezó a tensar el cable.
El cabrestante se quedó quieto.
—¡Sube aquí!
Remi pasó con dificultad por encima del asiento delantero, estiró la mano hacia atrás, cogió la mochila y se la dio a Sam, y luego empleó el brazo extendido de él para subir a la zona de carga.
—¡No! —gritó.
—¿Qué pasa?
Sam miró abajo. El haz de su linterna iluminó un fantasmal rostro blanco envuelto en plástico adhesivo.
—Lo siento —se disculpó Sam—. Me había olvidado de decírtelo. Te presento al verdadero señor Thule.
—Pobre hombre.
El Toyota se sacudió, se deslizó de lado varios centímetros y se detuvo, encajado en el arco de roca y totalmente recto.
Remi apartó la vista de la cara del muerto.
—Supongo que estamos volviendo a subir —dijo.
—Con un poco de suerte.
Sam se asomó al portón trasero. El agua rebasaba los neumáticos traseros.
—¿Cuánto falta? —preguntó ella.
—Dos minutos. Ayúdame.
Sam se volvió de lado, y Remi lo ayudó a ponerse la mochila. A continuación, pasó por encima del portón trasero la pierna derecha y luego la izquierda, y se levantó poco a poco con los brazos extendidos para equilibrarse. Una vez que se mantuvo estable, enfocó con la linterna de su cabeza la ladera de roca que había al lado del Toyota.
Tuvo que dar tres pasadas antes de encontrar lo que necesitaba: una fisura vertical de cinco centímetros situada a unos cuatro metros y medio por encima de ellos y casi un metro a la derecha. Más arriba había una serie de asideros que subían hasta lo alto del precipicio.
—Vale, dámelo —le dijo Sam a Remi.
Ella le alargó el gancho del cabrestante. Sam se inclinó hacia abajo y lo cogió. Un pie le resbaló, y Sam cayó sobre una rodilla. Recobró el equilibrio y se puso de nuevo erguido, esa vez con el brazo izquierdo apoyado en el portaequipajes del Toyota.
—A por ellos, vaquero —dijo Remi, sonriendo animosamente.
Con el gancho del cabrestante colgando de la mano derecha, Sam hizo girar el cable como si fuera una hélice hasta que hubo adquirido suficiente impulso y lo soltó. El gancho chocó contra la ladera de roca, se deslizó de lado por encima de la fisura y cayó al agua.
Sam recuperó el gancho y volvió a intentarlo. Otro fallo.
Notó que el agua fría le envolvía el pie izquierdo. Miró abajo. El agua había rebasado el parachoques y lamía ahora el portón trasero.
—Tenemos más filtraciones —informó Remi.
Sam volvió a lanzar el gancho. Esa vez se introdujo limpiamente en la fisura y se mantuvo en su lugar por un momento antes de desprenderse.
—A la cuarta va la vencida, ¿no?
—Creo que la frase es...
—Colabora un poco, Sam Fargo.
Sam soltó una risita.
—De acuerdo.
Sam hizo una pausa para abstraerse de las revueltas aguas que lo rodeaban y de los latidos de su corazón. Cerró los ojos y volvió a concentrarse. Acto seguido los abrió y empezó a balancear de nuevo el cable.
Lo soltó.
El gancho salió proyectado hacia arriba, chocó con estruendo contra la roca y se deslizó hacia la fisura. Sam se dio cuenta de que iba a demasiada velocidad. Cuando el gancho pasó por encima de la grieta, tiró del cable de lado. El gancho saltó hacia atrás como una serpiente atacando y se encajó en la fisura.
Sam dio un suave tirón al cable. Aguantó. Otro tirón. El gancho resbaló y volvió a afianzarse. A continuación, colocando una mano detrás de otra, empezó a tensar el cable hasta que el gancho estuvo hundido hasta encajar en el orificio.
—¡Yiha! —gritó Remi.
Sam estiró el brazo y ayudó a Remi a pasar por encima del portón trasero. El agua les mojaba los pies y entraba a raudales en el Toyota. Remi señaló con la cabeza el cadáver del señor Thule.
—Me imagino que no podemos llevárnoslo.
—No tentemos a la suerte —contestó Sam—. Pero lo añadiremos a la lista de delitos de los que Charlie King y sus malvados hijos tendrán que responder.
Remi suspiró y asintió con la cabeza.
Sam señaló con solemnidad el cable.
—Las damas primero.