Lo Monthang,
Mustang, Nepal
Veinte horas después de que Sam y Remi treparan a lo alto del precipicio y dejaran el Toyota a merced de las aguas del Kali Gandaki, la camioneta en cuya caja se habían montado se detuvo en una bifurcación del camino de tierra.
El conductor, Mukti, un nepalés con los dientes separados y el pelo cortado al rape, gritó a través de la ventanilla trasera: «Lo Monthang», y señaló el camino que se dirigía al norte.
Sam sacudió suavemente a Remi, que dormía acurrucada contra un saco de pienso para cabras.
—Hogar, dulce hogar.
Ella gimió, apartó el áspero algodón y se incorporó bostezando.
—Estaba teniendo un sueño rarísimo —dijo—. Era como La aventura del Poseidón, pero estábamos atrapados en un Toyota Land Cruiser.
—La realidad supera a la ficción.
—¿Hemos llegado ya?
—Más o menos.
Sam y Remi dieron las gracias al conductor, se apearon del vehículo y observaron cómo la camioneta enfilaba el camino del sur y desaparecía a la vuelta de la curva.
—Lástima de barrera idiomática —dijo Remi.
Con las pocas nociones de nepalés que entre los dos acumulaban, ni Sam ni Remi habían sido capaces de decir al conductor que les había salvado la vida. A los ojos de aquel hombre, simplemente había recogido a una pareja de extranjeros que se habían separado de su grupo de excursión y se habían extraviado. Su sonrisa indulgente hacía pensar que no era algo infrecuente en aquellos pagos.
Agotados, pero afortunadamente calientes y secos, se encontraban en ese momento en las afueras de su destino.
Rodeada de un alto muro de fragmentos de roca, ladrillo y una argamasa que además de barro incluía paja, la antigua capital del antaño magnífico Reino de Mustang era pequeña; ocupaba dos kilómetros cuadrados y medio en un valle llano rodeado de bajas colinas onduladas. Dentro de los muros de Lo Monthang, la mayoría de las estructuras también estaban construidas con una mezcla de adobe y ladrillo, y todas estaban pintadas en tonos que iban del grisáceo al pardusco y bordeadas con tejados de capas de paja superpuestas. Cuatro construcciones destacaban por encima del resto: el Palacio Real y los templos de Chyodi, Champa y Tugchen, los tres con tejado rojo.
—La civilización —dijo Remi.
—Todo es relativo —convino Sam.
Después de haber vagado por el agreste Mustang durante lo que parecían días, una ciudad por lo demás medieval como Lo Monthang les parecía verdaderamente cosmopolita.
Echaron a andar por el camino de tierra hacia la puerta principal. A mitad de camino, un niño de unos ocho o diez años apareció y corrió hacia ellos gritando:
—¿Señores Fargo? ¿Señores Fargo?
Sam lo saludó levantando la mano y dijo en nepalés:
—Namaste. Hoina. —«Hola. Sí.»
El niño, que en ese momento sonreía, derrapó hasta detenerse delante de ellos y dijo:
—Seguir, ¿sí? ¿Seguir?
—Hoina —contestó Remi.
Después de llevarlos por las sinuosas calles de Lo Monthang bajo la mirada curiosa de cientos de vecinos, el muchacho se detuvo ante una gruesa puerta de madera encajada en un muro encalado. Levantó la deslustrada aldaba de latón y dio dos golpes.
—Pheri bhetaunla —dijo a Sam y a Remi, y acto seguido se marchó por un callejón lateral.
Oyeron pasos sobre madera dentro del edificio, y segundos más tarde la puerta se abrió y dejó a la vista a un frágil hombre de algo más de sesenta años con el cabello y la barba largos y canosos. Tenía la cara muy arrugada y bronceada. Para gran sorpresa de Sam y Remi, los saludó con un acento británico de la alta sociedad.
—Buenos días. Sam y Remi Fargo, supongo.
Tras vacilar momentáneamente, Sam dijo:
—Sí. Buenos días. Estamos buscando a un tal señor Karna. Sushant Dharel, de la Universidad de Katmandú, nos concertó un encuentro con él.
—En efecto, lo hizo. Y en efecto, lo han encontrado.
—¿Perdón? —contestó Remi.
—Soy Jack Karna. Vaya, qué maleducado soy. Por favor, pasen.
Se hizo a un lado, y Sam y Remi entraron. Como el exterior del edificio, el interior también estaba encalado. El suelo estaba construido con tablas de madera viejas pero limpias, y varias alfombras de estilo tibetano lo cubrían. Había tapices y fragmentos de pergamino enmarcados repartidos por las paredes. A lo largo de la pared oeste, debajo de unas gruesas ventanas de bisagras, había una zona para sentarse con cojines y almohadas, así como una mesa baja para servir el café. Contra la pared este había una gruesa estufa. Un pequeño pasillo salía de la estancia y conducía a lo que parecía un dormitorio.
—Estaba a punto de mandar un grupo de búsqueda a por ustedes. Se les ve un poco fatigados. ¿Se encuentran bien? —dijo Karna.
—Hemos sufrido un pequeño contratiempo respecto a nuestros planes de viaje —comentó Sam.
—Ya lo creo. Hace unas horas he recibido la noticia. Unos senderistas encontraron en un cuello de botella al sur de aquí el vehículo de un guía; estaba destrozado. Y han aparecido dos cadáveres arrastrados por la corriente cerca de Kagbeni. Me temía lo peor. —Antes de que pudieran contestar, Karna los condujo hacia los cojines, donde se sentaron—. El té está listo. Un momento.
Unos minutos más tarde colocó un servicio de té de plata en la mesa, junto con un plato lleno a rebosar de bollos y sándwiches de pepino sin corteza. Karna sirvió el té y se sentó enfrente de ellos.
—Bueno, cuéntenme —instó a los Fargo.
Sam le relató el viaje, comenzando por su llegada a Jomsom y terminando por su llegada a Lo Monthang. Omitió toda mención a la participación de King en el intento de asesinato. Durante toda la narración, Karna no hizo preguntas y, aparte de arquear las cejas unas cuantas veces, no reaccionó de ninguna forma.
—Extraordinario —dijo al final—. ¿Y no saben el nombre de ese impostor?
—No —contestó Remi—. Tenía un poco de prisa.
—Me lo imagino. Su huida es digna de una película de Hollywood.
—Por desgracia, en nosotros es de lo más normal —dijo Sam.
Karna rió entre dientes.
—Antes de que sigamos, debería avisar a los brahmanes de la ciudad, el consejo, de lo que ha pasado.
—¿Es necesario? —preguntó Sam.
—Necesario y provechoso para ustedes. Están en Lo Monthang, señor y señora Fargo. Puede que formemos parte de Nepal, pero somos autónomos. No teman, no se les responsabilizará de lo ocurrido, y a menos que el consejo lo considere absolutamente necesario, el gobierno nepalés no intervendrá. Aquí están a salvo.
Sam y Remi consideraron lo que el hombre había dicho y dieron su consentimiento.
Karna cogió una campana de latón que había en el suelo al lado de su cojín y la tocó una vez. Diez segundos más tarde, el niño que los había recibido en la entrada de la ciudad apareció por el pasillo lateral. Se detuvo ante Karna y se inclinó bruscamente.
Karna se dirigió al niño en un rapidísimo lowa durante treinta segundos. El niño hizo una sola pregunta y acto seguido se inclinó de nuevo, se dirigió a la puerta principal y salió.
—No teman —dijo Karna—. Todo irá bien.
—Discúlpenos —dijo Remi—, pero nos mata la curiosidad: su acento es...
—De Oxford de los pies a la cabeza, sí. De hecho, soy británico, aunque no estoy en mi patria desde hace... quince años, creo. Este verano hará treinta y ocho años que vivo en Mustang. La mayor parte de ese tiempo, en esta misma casa.
—¿Cómo vino a parar aquí? —preguntó Sam.
—En realidad, vine como estudiante. Antropología, sobre todo, con algunos intereses secundarios. En mil novecientos setenta y tres pasé tres meses aquí y luego volví a mi hogar. No llevaba allí ni dos semanas cuando me di cuenta de que Mustang me había calado hondo, como se suele decir, de modo que regresé y no me he marchado. Los sacerdotes locales creen que soy uno de ellos... reencarnado, claro está. —El señor Karna sonrió y se encogió de hombros—. ¡Quién sabe! Pero, sin duda, no me he sentido más a gusto en ningún otro lugar.
—Fascinante —respondió Sam—. ¿A qué se dedica?
—Supongo que soy una especie de archivero. E historiador. Mi principal objetivo es documentar la historia de Mustang. Pero no la historia que se lee en Wikipedia. —Vio la expresión confundida de Remi y sonrió—. Sí, conozco Wikipedia. Tengo internet por satélite. Algo extraordinario, considerando lo apartado de este sitio.
—Desde luego —convino Remi.
—Estoy escribiendo un libro desde hace casi doce años que, con suerte, servirá de historia exhaustiva de Mustang y Lo Monthang. Una historia oculta, por así decirlo.
—Eso explica por qué Sushant pensó que usted era la persona a la que debíamos ver —dijo Sam.
—Por supuesto. Me dijo que están especialmente interesados en la leyenda del Theurang. El Hombre Dorado.
—Sí —contestó Remi.
—Sin embargo, no me dijo por qué. —Karna se puso serio, mirando fijamente a Sam y a Remi. Antes de que ellos pudieran contestar, prosiguió—. Por favor, entiéndanme. No es mi intención ofenderles, pero su reputación les precede. Son ustedes buscadores de tesoros profesionales, ¿verdad?
—No es el término que más nos gusta —respondió Sam—, pero técnicamente se aproxima a la verdad.
—No nos quedamos con ninguno de nuestros hallazgos —añadió Remi—. Toda compensación económica va a parar a nuestra fundación.
—Sí, eso he leído. De hecho, tienen muy buena reputación. El problema es que ya he tenido visitas anteriormente. Personas que buscaban el Theurang por motivos que me parecieron viles.
—¿Por casualidad esas personas eran dos jóvenes? —preguntó Sam—. ¿Unos gemelos caucásicos con rasgos asiáticos?
La ceja izquierda de Karna se arqueó.
—Exacto. Estuvieron aquí hace unos meses.
Sam y Remi intercambiaron una mirada. Convinieron silenciosamente en que podían y debían confiar en Karna. Estaban en el lugar más apartado que habían estado jamás, y el intento de asesinato del que habían sido víctimas el día anterior les había hecho comprender que Charles King ya no se andaba con contemplaciones. No solo necesitaban los conocimientos de Karna, sino que necesitaban a un aliado de confianza.
—Se llaman Russell y Marjorie King. Su padre es Charles King...
—El rey Charlie —lo interrumpió Karna—. El año pasado leí un artículo sobre él en Wall Street Journal. Tengo entendido que es una especie de vaquero. Un tipo tosco, ¿no?
—Sí, pero muy poderoso —contestó Remi.
—¿Por qué demonios los quiere muertos?
—No lo sabemos exactamente —respondió Remi—, pero estamos convencidos de que busca el Theurang.
Sam pasó a relatar su relación con Charles King. No omitió nada. Le contó a Karna lo que sabían, lo que sospechaban y lo que seguía siendo un misterio para ellos.
—Es un misterio que yo puedo despejar enseguida —dijo Karna—. Está claro que esos gemelos malvados, los hijos de King, me dieron un nombre falso, pero durante su visita mencionaron el nombre de Lewis «Bully» King. Cuando les conté lo que estoy a punto de contarles a ustedes, reaccionaron sin aparente sorpresa. Es extraño, teniendo en cuenta quiénes son.
—¿Qué les contó?
—Que Lewis King está muerto. Murió en mil novecientos ochenta y dos.