Estrecho de la Sonda, Sumatra,
en la actualidad
Sam Fargo aminoró la velocidad y dejó el motor funcionando en vacío. La lancha redujo la marcha y se deslizó sobre el agua hasta detenerse. Sam apagó el motor, y la embarcación empezó a mecerse suavemente de un costado al otro.
A cuatrocientos metros de la proa su destino sobresalía del agua: una isla densamente boscosa cuyo interior estaba dominado por puntiagudos picos, valles que descendían abruptamente y una espesa selva tropical; debajo, una línea de costa salpicada de cientos de pequeñas cuevas y estrechas ensenadas.
En el asiento de popa de la lancha, Remi Fargo alzó la vista de su libro —una pequeña «lectura de evasión» titulada Los códices aztecas: historia oral de la conquista y el genocidio—, se subió las gafas a la frente y miró a su marido.
—¿Algún problema?
Sam se volvió hacia ella y le dedicó una mirada llena de admiración.
—Estaba disfrutando de la vista.
A continuación, levantó exageradamente las cejas.
Remi sonrió.
—Eres muy galante. —Cerró el libro y lo dejó en el asiento, a su lado—. Pero no eres Magnum.
Sam señaló el libro con la cabeza.
—¿Qué tal está?
—Es de lectura lenta, pero los aztecas eran una gente fascinante.
—Más de lo que nadie haya imaginado. ¿Cuánto tardarás en terminarlo? Es el siguiente en mi lista de lecturas.
—Mañana o pasado mañana.
Últimamente los dos habían tenido que cargar con una tremenda cantidad de trabajo, y la isla a la que se dirigían era en gran parte el motivo. En otras circunstancias, aquel pedazo de tierra entre Sumatra y Java podría haber sido un refugio tropical, pero durante los últimos meses se había convertido en una zona de excavación plagada de arqueólogos, historiadores, antropólogos y, por supuesto, una plétora de funcionarios del Estado indonesio. Como todos ellos, cada vez que Sam y Remi visitaban la isla, tenían que franquear la pasarela con cuerdas que los ingenieros habían colocado sobre el lugar para que el terreno no se hundiera bajo los pies de las personas que intentaban preservar el hallazgo.
Lo que Sam y Remi habían descubierto en Pulau Legundi estaba ayudando a reescribir la historia de los aztecas y de la guerra de Secesión, y como directores no solo de ese proyecto sino también de otros dos más, tenían que mantenerse al día de la montaña de datos que llegaban.
Para ellos era algo que hacían de manera desinteresada. Aunque su pasión era la búsqueda de tesoros —una ocupación decididamente práctica centrada en el trabajo de campo y basada tanto en el instinto como en la investigación—, ambos habían llegado a esa parcela con una formación científica: Sam, un ingeniero que había estudiado en el Instituto Caltech; Remi, una especialista en antropología e historia titulada por la Universidad de Boston.
Sam había salido a su familia: su padre, ya fallecido, había sido uno de los principales ingenieros de los programas espaciales de la NASA, mientras que su madre, que tenía setenta y un años, vivía en Key West y era la propietaria única, capitana y factótum de un barco de pesca de gran altura. La madre y el padre de Remi, una profesional de la construcción y un pediatra/escritor, estaban jubilados y vivían tranquilamente en Maine criando llamas.
Sam y Remi se habían conocido en Hermosa Beach, en un bar de jazz llamado The Lighthouse. A Sam se le había ocurrido detenerse allí para tomar una cerveza fría, y había encontrado a Remi y a unos colegas suyos desahogándose después de haber pasado las últimas semanas buscando un galeón hundido a la altura de Abalone Cove.
Ninguno de los dos era lo bastante sentimental para recordar su primer encuentro como un flechazo, pero la chispa que brotó entre ellos era innegable; hablando y riendo mientras tomaban copas, cerraron The Lighthouse sin darse cuenta de que las horas pasaban volando. Seis meses más tarde, se casaron allí mismo en una pequeña ceremonia.
A instancias de Remi, Sam se concentró en una idea a la que había estado dando vueltas: un escáner de láser de argón diseñado para detectar e identificar aleaciones a distancia, tanto a través del suelo como del agua. Buscadores de tesoros, universidades, empresas, organizaciones mineras y el Departamento de Defensa se pelearon por la patente a golpe de talonario, y al cabo de dos años el Grupo Fargo obtenía unos beneficios de siete cifras. Cuatro años más tarde, aceptaron una oferta de compra que los hizo indiscutiblemente ricos y les resolvió la vida. Sin embargo, en lugar de quedarse de brazos cruzados, se tomaron unas vacaciones de un mes, crearon la Fundación Fargo y partieron en su primera aventura conjunta en busca de tesoros. Los tesoros recuperados iban a parar a una larga lista de organizaciones benéficas.
En ese momento los Fargo contemplaban en silencio la isla situada delante de ellos.
—Todavía cuesta un poco entenderlo, ¿verdad? —murmuró Remi.
—Y que lo digas —convino Sam.
Ni su formación ni su experiencia podrían haberlos preparado para lo que habían hallado en Pulau Legundi. El descubrimiento fortuito de la campana de un barco a la altura de Zanzíbar había desembocado en unos descubrimientos que ocuparían la atención de generaciones de arqueólogos, historiadores y antropólogos.
Sam se vio arrancado de su ensueño por el doble estruendo de una bocina marítima. Se volvió hacia babor; a unos ochocientos metros, una lancha de la Patrulla Costera de Sumatra iba directa hacia ellos.
—Sam, ¿te has olvidado de pagar el combustible en la agencia de alquiler? —preguntó irónicamente Remi.
—No. He usado las rupias falsas que tenía.
—Puede ser eso.
Observaron que la lancha acortaba la distancia hasta situarse a cuatrocientos metros, donde primero viró a estribor y luego a babor en un giro en forma de medialuna que dejó la embarcación a treinta metros de ellos. Una voz con acento indonesio dijo en inglés por un altavoz:
—Hola. ¿Son ustedes Sam y Remi Fargo?
Sam levantó el brazo en señal afirmativa.
—No se muevan, por favor. Tenemos un pasajero para ustedes.
Sam y Remi se miraron con perplejidad; no estaban esperando a nadie.
La lancha de la patrulla costera los rodeó una vez, acortando la distancia, hasta que estuvieron a un metro de babor. El motor se mantuvo funcionando en vacío y luego se quedó en silencio.
—Por lo menos parecen amistosos —murmuró Sam a su esposa.
La última vez que los había abordado una embarcación militar había sido en Zanzíbar. En esa ocasión había sido una lancha patrullera equipada con cañones de 12,7 milímetros y tripulada por marineros con cara de pocos amigos armados con fusiles AK-47.
—De momento —contestó Remi.
En la cubierta de popa, de pie entre dos agentes de policía uniformados, se encontraba una mujer asiática menuda de cuarenta y tantos años con un rostro anguloso y enjuto y el cabello cortado casi al rape.
—Permiso para subir a bordo —solicitó la mujer.
Su inglés era casi perfecto, con un ligerísimo acento.
Sam se encogió de hombros.
—Permiso concedido.
Los dos policías dieron un paso adelante como si se prepararan para ayudarla a salvar la distancia entre las dos embarcaciones, pero ella hizo caso omiso y saltó de la borda de la patrullera a la cubierta de popa de la lancha de los Fargo con una ágil zancada. Cayó suavemente, como un gato. Se volvió para situarse de cara a Sam y a Remi, quien había acudido al lado de su marido. La mujer se los quedó mirando un instante con unos impasibles ojos negros y acto seguido les entregó una tarjeta de visita en la que tan solo se leía «Zhilan Hsu».
—¿Qué podemos hacer por usted, señora Hsu? —preguntó Remi.
—Mi jefe, Charles King, solicita el placer de su compañía.
—Disculpe, pero no conocemos al señor King.
—Les está esperando a bordo de su avión en la terminal privada situada a las afueras de Palembang. Desea hablar con ustedes.
Aunque el inglés de Zhilan Hsu era técnicamente perfecto, hablaba con una desconcertante rigidez, como si fuera un autómata.
—Eso sí que lo entendemos —dijo Sam. Le devolvió la tarjeta—. ¿Quién es Charles King y por qué quiere vernos?
—El señor King me ha autorizado a decirles que está relacionado con un conocido suyo, el señor Frank Alton.
Ese dato captó la atención de Sam y Remi. Alton no solo era conocido suyo, sino amigo íntimo desde hacía muchos años, un ex agente de policía de San Diego que se había hecho detective privado y al que Sam había conocido en sus clases de judo. Sam, Remi, Frank y su esposa, Judy, se reunían una vez al mes para cenar.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Sam.
—El señor King desea hablar directamente con ustedes en relación con el señor Alton.
—Se anda con muchas reservas, señora Hsu —dijo Remi—. ¿Le importa decirnos por qué?
—El señor King desea...
—Hablar directamente con nosotros —concluyó Remi.
—Sí, así es.
Sam consultó su reloj.
—Por favor, diga al señor King que lo veremos a las siete.
—Eso es dentro de cuatro horas —observó Zhilan—. El señor King...
—Va a tener que esperar —terminó Sam—. Tenemos que ocuparnos de unos asuntos.
La expresión estoica de Zhilan Hsu se tiñó rápidamente de ira, pero se desvaneció de su semblante casi tan pronto como había aparecido. Se limitó a asentir con la cabeza y dijo:
—A las siete. Por favor, sean puntuales.
Sin decir una palabra más, se volvió y saltó como una gacela de la cubierta de la embarcación de los Fargo a la borda de la lancha de la patrulla costera. Pasó por el lado de los policías y desapareció en la cabina. Uno de los agentes los saludó con la gorra. Diez segundos más tarde, los motores arrancaron rugiendo y la lancha zarpó.
—Qué interesante —dijo Sam unos segundos más tarde.
—Es un verdadero encanto —comentó Remi—. ¿Te has fijado en las palabras que ha usado?
Sam asintió con la cabeza.
—«El señor King ha autorizado.» Si es consciente de las connotaciones que tienen, podemos contar con que el señor King será igual de simpático.
—¿La crees? ¿Y lo de Frank? Judy nos habría llamado si hubiera pasado algo.
Aunque sus aventuras a menudo los ponían en situaciones peligrosas, la vida cotidiana de los Fargo era bastante tranquila. Con todo, la inesperada visita de Zhilan Hsu y su misteriosa invitación habían activado sus alarmas internas. Si bien parecía poco probable, la posibilidad de que les hubieran tendido una trampa era algo que no podían descartar.
—Averigüémoslo —dijo Sam.
Se arrodilló junto al asiento del conductor, sacó su mochila de debajo del salpicadero y extrajo el teléfono por satélite de un bolsillo lateral. Marcó un número, y al cabo de unos segundos una voz de mujer dijo:
—¿Sí, señor Fargo?
—Pensaba que esta vez iba a tener suerte —dijo Sam.
Se había apostado con Remi que algún día pillaría desprevenida a Selma Wondrash, y los llamaría a cualquiera de los dos por su nombre de pila.
—Hoy no, señor Fargo.
Selma, su investigadora jefe, especialista en logística y guardiana del sanctasanctórum, era una ex ciudadana húngara que, pese a haber vivido décadas en Estados Unidos, todavía conservaba un leve acento... suficiente para conferir a su voz un ligero tono a lo Zsa Zsa Gabor.
Selma había gestionado la División de Coleciones Especiales de la Biblioteca del Congreso hasta que Sam y Remi la habían captado prometiéndole carta blanca y recursos de la más avanzada tecnología. Aparte del acuario que cuidaba como pasatiempo y de una amplia selección de infusiones que ocupaba todo un armario de la sala de trabajo, la única pasión de Selma era la investigación. Era de lo más feliz cuando los Fargo le ofrecían un antiguo enigma que desentrañar.
—Algún día me llamarás Sam.
—Hoy no.
—¿Qué hora es ahí?
—Las once, más o menos.
Selma casi nunca se acostaba antes de medianoche y casi nunca dormía hasta más allá de las cuatro o las cinco de la madrugada. A pesar de eso, siempre parecía estar totalmente despierta.
—¿Qué tiene para mí?
—Un callejón sin salida —contestó Sam, y acto seguido le relató la visita de Zhilan Hsu—. Charles King parece el mesías.
—He oído hablar de él. Está podrido de dinero.
—A ver si puedes sacar algún trapo sucio de su vida personal.
—¿Algo más?
—¿Has tenido alguna noticia de los Alton?
—No, ninguna —respondió Selma.
—Llama a Judy y entérate de si Frank está en el extranjero —solicitó Sam—. Averígualo discretamente. Si hay algún problema, no queremos alarmar a Judy.
—¿Cuándo se van a reunir con King? —preguntó Selma.
—Dentro de cuatro horas.
—Entendido —dijo Selma con voz risueña—. Para entonces sabré su talla de camisa y su sabor de helado favorito.