Lo Monthang,
Mustang, Nepal
—Veo por sus expresiones que creen que les estoy tomando el pelo —dijo Karna.
—No nos parece una clase de persona aficionada a tomar el pelo a la gente —contestó Sam—, pero tiene que reconocer que Shangri-La es un cuento.
—¿Ah, sí? ¿Qué sabe al respecto?
—Es una utopía, un lugar ficticio: un valle ubicado en el Himalaya lleno de gente absurdamente feliz y libre de preocupaciones.
—Y olvidas inmortal —apuntó Remi.
—Cierto. E inmortal.
—Eso es la Shangri-La descrita en la novela que James Hilton escribió en mil novecientos treinta y tres, Horizontes perdidos. Otro ejemplo de cómo la cultura popular hace propia una historia fascinante (y posiblemente verdadera) y la adultera.
—Somos todo oídos —dijo Remi.
—En muchas culturas asiáticas se encuentran menciones de Shangri-La, y sus análogos. Los tibetanos se refieren a ella como Nghe-Beyul Khimpalung. Creen que se encuentra en la región de Makalu-Barun o en los montes Kunlun o, la candidata más reciente, en la antigua ciudad de Tsaparang, en el oeste del Tíbet. También se han propuesto como su auténtica ubicación varios lugares de India, además de docenas de China, entre ellos Yunnan, Sichuan, Zhongdian... Añadan a la lista Bután y el valle de Hunza, en el norte de Pakistán.
»Ahora viene lo interesante: como saben, a los nazis les volvía locos el ocultismo. La expedición en la que participó Lewis “Bully” King en mil novecientos treinta y ocho... Uno de sus objetivos era encontrar Shangri-La. Estaban convencidos de que sería el hogar de una antigua raza superior, los arios que no habían sido mancillados por el tiempo y las impurezas genéticas.
—No lo sabíamos —dijo Remi.
—Tal vez el rey Charles no estaba buscando solamente el Theurang, sino también Shangri-La —apuntó Karna.
—Todo es posible —contestó Sam—. Pero King no me parece alguien que crea en lo fantástico, tanto si es verdadero como si no. Si no puede tocar algo, verlo u olerlo...
—O venderlo —añadió Remi.
—O venderlo, no le interesa —concluyó Sam—. ¿Qué cree usted, Karna? Supongo que considera que es real. De todas las posibilidades que ha planteado, ¿cuál encaja?
—Ninguna de las anteriores. Mi investigación y mi instinto me dicen que para la gente de Mustang, Shangri-La representaba un manantial: tanto el lugar de origen como el de reposo eterno del Theurang, un animal que consideraban su antepasado universal. Sospecho que lo que hoy llamamos Shangri-La era donde fue originalmente descubierto el Theurang. No sé cuánto tiempo hace de eso, pero es lo que creo.
—¿Y si tuviera que apostar por su ubicación? —preguntó Remi.
—En mi opinión la clave está en la etimología tibetana: shang, que también es tsang, combinado con ri, significa «montaña», y la significa «paso».
—Entonces, paso de montaña de Tsang —dijo Remi.
—No exactamente. En el dialecto real del antiguo Mustang, la también significa «desfiladero» o «cañón».
—El cañón del Tsangpo —contestó Sam—. Es mucho territorio. ¿Cuánto mide el río que lo recorre, el Yarlung Tsangpo? ¿Doscientos kilómetros?
—Doscientos cuarenta —respondió Karna—. Más grande que su Gran Cañón en muchos aspectos. Y las montañas están cubiertas de bosques. Es uno de los terrenos más impresionantes del mundo.
—Si está en lo cierto con respecto a la ubicación y la leyenda —dijo Remi—, no me extraña que Shangri-La haya permanecido oculta todo este tiempo.
Karna sonrió.
—Aquí sentados, puede que estemos más cerca de encontrarla (y también al Hombre Dorado) que nadie en la historia.
—Más cerca, tal vez —contestó Sam—, pero todavía no la hemos encontrado. Ha dicho que necesitamos los tres discos. Supongamos que el cofre que tiene Selma contiene uno de ellos. Seguiremos necesitando los otros dos.
—Y el mapa —dijo Remi.
—El mapa es el menor de nuestros problemas —dijo Karna—. He localizado cuatro candidatos, uno de los cuales estoy seguro de que nos será útil. En cuanto a los otros dos discos... ¿Qué les parecen los Balcanes?
Sam y Remi intercambiaron una mirada.
—Una vez comimos un plato de cordero pésimo en Bulgaria, pero aparte de eso, no tenemos nada en contra del lugar.
—Me alegro de saberlo —dijo Karna con una sonrisa pícara—. Lo que estoy a punto de contarles no lo he compartido con nadie. Pese a la gran estima en que me tienen aquí, no estoy seguro de cómo recibirían mis compatriotas adoptivos mi teoría.
—Repetimos, somos todo oídos —dijo Sam.
—Hace unos años descubrí unos textos que creo que fueron escritos por el secretario personal al rey durante las semanas que precedieron a la invasión de mil cuatrocientos veintiuno.
—¿Qué clase de textos?
—Una especie de diario personal. Por supuesto, el rey había sido informado del poder del ejército invasor, y creía en la profecía según la cual se avecinaba la desaparición de Mustang. Además, tenía sus dudas acerca de si los centinelas cumplirían con su deber. Consideraba que lo tenían todo en contra. También estaba convencido de que alguien de su círculo íntimo se había convertido en un traidor y estaba pasando información al enemigo.
»Asignó en secreto al mejor de los centinelas (un hombre conocido como Dhakal) la tarea de transportar el Theurang a Shangri-La. En dos de los tres cofres que aparentemente contenían los discos, colocó falsificaciones. Solo uno era el auténtico.
—¿Y los otros dos discos? —preguntó Remi.
—Fueron entregados a sendos sacerdotes de la Iglesia ortodoxa oriental.
Remi y Sam tardaron en contestar. La incongruencia de Karna había sido tan repentina que no estaban seguros de haberle oído correctamente.
—¿Puede repetirlo? —pidió Sam.
—Un año antes de la invasión, un par de sacerdotes de la Iglesia ortodoxa oriental visitaron Lo Monthang.
—Era el siglo quince —dijo Remi—. En esa época, la sede más cercana de la Iglesia debía de estar...
Su voz se fue apagando, y se encogió de hombros.
—En el actual Uzbekistán —respondió Karna—. A dos mil doscientos kilómetros de aquí. Y respondiendo a su pregunta, no, no he encontrado ninguna referencia en las historias de la Iglesia ortodoxa oriental a unos misioneros que viajaran tan al este. Pero tengo algo mejor. Llegaré a ese punto en breve.
»Según el diario del rey, recibió a los misioneros en su corte, y pronto se hicieron amigos. Meses después de su llegada, hubo un atentado contra la vida del rey. Los sacerdotes acudieron en su ayuda, y uno de ellos resultó herido. El rey se convenció de que esos dos extranjeros formaban parte de la profecía y habían sido enviados para garantizar que algún día el Theurang pudiera ser devuelto a Lo Monthang.
—De modo que les dio un disco a cada uno para que los tuvieran bajo su custodia y los mandó de vuelta a su país de origen respectivo antes de la invasión —aventuró Remi.
—Exacto.
—Por favor, dígame que ha encontrado referencias a esos hombres en alguna parte —solicitó Sam.
Karna sonrió.
—Las he encontrado. Los padres Besim Mala y Arnost Deniv. Los dos nombres aparecen en documentos de la Iglesia del siglo quince. Ambos fueron enviados a Samarcanda, en Uzbekistán, en mil cuatrocientos catorce. Con la muerte de Genghis Khan, el debilitamiento del Imperio mongol y el ascenso de Tamerlán, la Iglesia ortodoxa oriental tenía interés por divulgar el cristianismo a los paganos.
—¿Qué fue de nuestros intrépidos sacerdotes? —preguntó Remi.
—Mala murió en mil cuatrocientos treinta y seis en la isla albana de Sazani. Deniv murió seis años más tarde en Sofía, Bulgaria.
—La cronología coincide —dijo Sam—. Si se marcharon de Lo Monthang en mil cuatrocientos veintiuno, habrían vuelto a los Balcanes aproximadamente un año más tarde.
Sam y Remi se quedaron callados, absortos en sus pensamientos.
—Una historia fantástica, ¿verdad? —dijo Karna.
—Me alegro de que lo diga —contestó Sam—. No quería ser grosero.
—No me ofendo. Sé lo que parece. Y hace bien en mostrarse escéptico. Yo mismo me pasé el primer año después de encontrar el diario intentando desacreditarlo sin éxito. Les propongo lo siguiente: le entregaré mis apuntes de la investigación a esa Selma de la que han hablado. Si ella puede rebatir mi teoría, que así sea. Si no, entonces...
—Balcanes, allá vamos —dijo Remi.
Karna fue a su habitación y cogió su ordenador portátil, un Apple MacBook Pro con una pantalla de diecisiete pulgadas, que colocó sobre la mesita para el café que tenían frente a ellos. Conectó un extremo del cable de red al puerto del portátil y el otro a una roseta que Sam y Remi supusieron subía hasta una antena parabólica.
Pronto la cara de Selma apareció en la ventana de iChat. Situados detrás de ella, mirando por encima de sus hombros, se hallaban Pete Jeffcoat y Wendy Corden. De fondo, la sala de trabajo en la residencia de los Fargo en San Diego. Como era de esperar, Selma llevaba puesto su uniforme de día: gafas con montura de carey colgadas de una cadena y una camiseta de manga corta desteñida.
Adaptándose al retraso de tres segundos de la transmisión por satélite, Remi hizo las presentaciones y puso al día a Selma y a los demás. Como era costumbre en ella, Selma no hizo preguntas durante la explicación de Remi, y después estuvo callada un minuto entero cotejando mentalmente la información.
—Interesante —fue todo cuanto dijo.
—¿Eso es todo? —preguntó Sam.
—Bueno, supongo que ya le habrán dicho al señor Karna, con la diplomacia que les caracteriza, lo disparatado que parece.
Al oír eso, Jack Karna soltó una risita.
—Ya lo creo, señora Wondrash.
—Selma.
—Llámeme Jack, entonces.
—¿Tiene digitalizado su material de investigación?
—Por supuesto.
Selma proporcionó a Karna un enlace al servidor de la oficina y dijo:
—Súbalo al servidor y empezaré a estudiarlo. Mientras tanto, pasaré el cofre a Pete y a Wendy. Los tres podrán pensar cómo abrirlo.
Karna tardó veinte minutos en subir todos los apuntes de su investigación. Una vez hecho eso, y después de insistir a Sam y a Remi hasta que se echaron una siesta en el cuarto de huéspedes, Karna, Pete y Wendy se pusieron a trabajar en la caja. Antes que nada, Karna pidió que le dejaran ver las fotos aumentadas del cofre, incluidos primeros planos de los caracteres grabados.
Las escudriñó en la pantalla de su ordenador portátil, inclinando la cabeza alternativamente a un lado y al otro, hasta que murmuró algo entre dientes. Se levantó de repente, se marchó por el pasillo y volvió un minuto más tarde con un pequeño libro encuadernado en tela roja. Lo hojeó durante varios minutos antes de gritar:
—¡Ajá! Justo lo que pensaba: los caracteres derivan del lowa y de otro dialecto real. La inscripción está pensada para ser leída en vertical, de derecha a izquierda. La traducción aproximada es:
Por el cumplimiento, la prosperidad
Por la resistencia, el tormento...
—Creo que he leído eso en un libro de autoayuda —dijo Wendy.
—No me cabe duda —dijo Karna—, pero en este caso pretende ser una advertencia... una maldición. Sospecho que esos caracteres fueron grabados en cada una de las cajas de los centinelas.
—En pocas palabras: «Si llevas esto a tu destino, encontrarás la felicidad; si interfieres o lo impides, estás jodido».
—Impresionante, jovencito —dijo Karna—. No son las palabras que yo usaría, por supuesto, pero has captado lo esencial del mensaje.
—¿Iba dirigido a los centinelas? —preguntó Wendy.
—No, no lo creo. Estaba pensado para el enemigo o para cualquiera que se hiciera con las cajas por medios ilícitos.
—Pero si el dialecto es tan poco conocido, ¿quién aparte de la realeza de Mustang habría podido entender la advertencia?
—Eso no viene al caso. La maldición se mantiene; a la porra la ignorancia.
—Qué contundente —dijo Pete.
—¿Examinamos más detenidamente el cofre? En una de las fotos de Remi, me he fijado en la juntura diminuta que hay en un borde inferior de la caja.
—Yo también me he fijado —contestó Wendy—. Espere, tenemos un primer plano...
Después de hacer clic con el ratón, la imagen en cuestión ocupó la pantalla de Karna. Estudió la foto varios minutos antes de decir:
—¿Veis la juntura a la que me refiero? ¿La que parece una serie de ocho rayas?
—Sí —respondió Pete.
—¿Y la juntura entera que tiene enfrente?
—Ya la veo.
—Olvidaos de esa. Es un señuelo. Si no me equivoco, la junta de las rayas es una especie de cerradura de combinación.
—Las rendijas son casi tan finas como el papel —dijo Wendy—. ¿Cómo se puede...?
—Yo diría que son de unos dos milímetros. Hace falta una especie de cuña hecha con un tipo de metal, o con una aleación, fino pero resistente. Dentro de cada una de esas rayas habrá una pestaña de latón o de bronce, cada una con tres posiciones: arriba, en medio y abajo.
—Espere —dijo Wendy—. Estoy calculando... Eso son más de seis mil quinientas posibles combinaciones.
—No hay que desmoralizarse —apuntó Pete—. Con suficiente paciencia y tiempo, podrías acabar abriéndola.
—Cierto, de no ser por un hecho —contestó Karna—: solo puedes intentarlo una vez. Si no introduces la combinación correcta, el mecanismo interno se bloquea.
—Eso complica mucho las cosas.
—Todavía no hemos empezado a tratar las complicaciones, muchacho. Una vez superada la combinación, empieza el verdadero desafío.
—¿Cómo? —preguntó Wendy—. ¿Qué?
—¿Sabes lo que es una caja rompecabezas china?
—Sí.
—Piensa en lo que tienes delante como la madre de las cajas rompecabezas. Da la casualidad de que creo que tengo la combinación del primer mecanismo de cierre. ¿Empezamos...?
Tres horas más tarde Sam y Remi, debidamente despiertos, refrescados y pertrechados de tazas de té, se reunieron con Karna ante su ordenador portátil a tiempo para oír a Pete exclamar a través de la ventana de iChat:
—¡Lo tengo!
En la pantalla, él y Wendy estaban inclinados sobre la mesa de trabajo, con la caja de los centinelas en medio. El cofre se hallaba radiantemente iluminado por una lámpara halógena situada en el techo.
Otra ventana de iChat apareció en la pantalla, esta con la cara de Selma.
—¿Qué es lo que tienes?
—Es una caja rompecabezas china —contestó Wendy—. Cuando hemos resuelto la combinación, se ha abierto de pronto un pequeño tablero. Dentro había tres interruptores de madera. Siguiendo las indicaciones de Jack, hemos activado uno. Se ha abierto otro tablero, han aparecido más interruptores, y así sucesivamente... ¿Cuántos pasos llevamos, Jack?
—Sesenta y cuatro. Falta uno. Si hemos hecho bien nuestro trabajo, se abrirá. Si no, puede que perdamos el contenido para siempre.
—Explíquenos eso —dijo Sam.
—Dios mío, se me olvidó mencionar la trampa, ¿verdad? Lo siento.
—Hágalo ahora —dijo Remi.
—Si la caja contiene un disco, estará suspendido en medio del compartimiento principal. A los lados del mismo habrá frasquitos de cristal llenos de líquido corrosivo. Si el último movimiento no es el correcto, o intentáis abrir el compartimiento a la fuerza... —Karna emitió un sonido susurrante—. Acabaréis con un trozo de oro no identificable.
—Espero equivocarme —terció Selma—, pero no creo que ahí dentro haya un disco.
—¿Por qué? —preguntó Pete.
—Cuestión de probabilidades. Sam y Remi se tropiezan con la única caja de los centinelas que se ha encontrado jamás, ¿y da la casualidad de que contiene el único disco auténtico del lote?
—Pero no se tropezaron con ella, ¿verdad? —dijo Karna—. Estaban siguiendo los pasos de Lewis King: un hombre que se había pasado al menos once años buscando el Theurang. Fueran cuales fuesen sus motivos, dudo que aquel día en el cañón de Chobar estuviera buscando inútilmente. Parece que no encontró la cámara funeraria del centinela, pero sospecho que no había ido allí a por una caja vacía.
Selma consideró aquella información.
—Lógico —fue todo cuanto dijo.
—Solo existe una forma de averiguarlo —dijo Sam—. ¿Quién va a hacer los honores? ¿Pete... Wendy?
—Si algo soy es caballeroso —dijo Pete—. Adelante, Wendy.
Wendy respiró hondo, introdujo las manos en la caja y activó el interruptor adecuado. Una trampilla rectangular de unos dos centímetros y medio de ancho se abrió junto a sus dedos.
—Ahora desliza suavemente el dedo meñique por el interior de la caja hasta que palpes un botón cuadrado.
Wendy hizo lo que Karna le indicó.
—Vale, ya lo tengo.
—Desliza ese botón... Déjame ver... Deslízalo a la derecha... ¡no, a la izquierda! Deslízalo a la izquierda.
—A la izquierda —repitió Wendy—. ¿Está seguro?
Karna vaciló un instante y acto seguido asintió firmemente con la cabeza.
—Sí, a la izquierda.
—Allá voy.
Sam y Remi oyeron por el altavoz del portátil un sonido de madera.
—¡La tapa se ha abierto! —gritó Wendy.
—Ahora levanta con cuidado la tapa manteniéndola recta. Si el disco está ahí, estará suspendido de la parte inferior.
Wendy empezó a levantar la tapa centímetro a centímetro, moviéndose con exagerada lentitud.
—Tiene algo que pesa.
—Que no se balancee —susurró Karna—. Un poco más...
—Veo un cordón colgando —dijo Pete con voz ronca—. Parece una cuerda de tripa o algo por el estilo.
Wendy siguió levantando la tapa.
La luz halógena reflejó algo sólido, un borde curvado, un destello dorado.
—Prepárate, Peter —dijo Karna.
Wendy levantó la tapa hasta el final. El resto de cordón salió de la caja. Colgando de su extremo se hallaba el premio, un disco dorado de diez centímetros.
Peter alargó las manos enfundadas en unos guantes de látex. Wendy bajó el disco hasta colocarlo en sus palmas, y él lo trasladó a una bandeja forrada de gomaespuma que había sobre la mesa.
El grupo dejó escapar un suspiro colectivo.
—Ahora viene la parte difícil —dijo Karna.
—¿Qué? —dijo Wendy, irritada—. ¿Esta no era la parte difícil?
—Me temo que no, querida. Ahora debemos averiguar si tenemos el disco auténtico.