Vlorë, Albania
El reloj del salpicadero del Fiat marcaba justamente las nueve de la mañana cuando Sam y Remi pasaban por delante del letrero de bienvenida de Vlorë. La segunda ciudad más grande de Albania, con cien mil habitantes, se hallaba asentada en una bahía de la costa occidental con vistas al Adriático y de espaldas a las montañas.
Y con suerte, esperaban Sam y Remi, Vlorë seguiría siendo el hogar de uno de los discos de los centinelas.
Una hora después de que Wendy y Pete hubieran extraído el disco del Theurang de la caja y se hubieran puesto a determinar su origen con Karna, la cara de Selma volvió a aparecer en una ventana de iChat en la pantalla del portátil de Karna.
—Jack, sus métodos de investigación son impecables —dijo con su característico estilo seco—. Sam, Remi, creo que su teoría sobre los dos sacerdotes tiene fundamento. Si podremos encontrar a los sacerdotes y los otros dos discos es harina de otro costal.
—¿Qué más has descubierto? —preguntó Sam.
—En el momento de sus muertes, tanto Besim Mala como Arnost Deniv habían sido ascendidos a obispos y eran muy respetados en sus comunidades. Los dos habían contribuido a fundar iglesias, escuelas y hospitales en sus respectivos países de origen.
—Lo que hace pensar que sus sepulturas podían ser más complejas que un rectángulo de un metro ochenta de hondo en la tierra —dijo Karna.
—No he encontrado ninguna referencia a los detalles, pero su razonamiento es intachable —contestó Selma—. En los siglos quince, dieciséis, la IOO...
—¿La qué? —preguntó Remi.
—La Iglesia ortodoxa oriental. La IOO, sobre todo la que tenía sede en los Balcanes y el sur de Rusia, acostumbraba celebrar esas muertes con gran pompa. Las criptas y los mausoleos eran el método de enterramiento habitual.
—La pregunta es —dijo Karna—: ¿dónde fueron enterrados exactamente?
—Todavía estoy haciendo averiguaciones sobre Deniv, pero según documentos de la Iglesia, el último destino de Besim Mala fue Vlorë, en Albania.
Como tenían que matar el tiempo hasta que Selma les facilitara una zona de búsqueda más concreta, Sam y Remi se pasaron una hora recorriendo Vlorë, maravillándose de su arquitectura bellamente combinada que parecía al mismo tiempo griega, italiana y medieval. Poco antes del mediodía, entraron en el aparcamiento del hotel Bologna, que daba a las azules aguas del puerto, y se sentaron en un café al aire libre bordeado de palmeras.
El teléfono por satélite de Sam sonó. Era Selma. Sam conectó el manos libres.
—Jack está también en línea —dijo Selma—. Tenemos...
—Si nos vas a dar a escoger entre buenas y malas noticias, Selma, dánoslas todas —contestó Remi—. Estamos demasiado cansados para elegir.
—En realidad solo tenemos buenas noticias... o buenas en potencia, claro.
—Dispara —dijo Sam.
—Creo que el disco del centinela es auténtico —informó Jack Karna—. No podré estar completamente seguro hasta que lo coteje con los mapas de los que les hablé, pero soy optimista.
—En cuanto a la última morada de Besim Mala —dijo Selma—, puedo reducir la zona de búsqueda a un kilómetro cuadrado, más o menos.
—¿Está bajo el agua? —preguntó Sam con escepticismo.
—No.
—¿En un pantano plagado de caimanes? —terció Remi.
—No.
—A ver si lo adivino —dijo Sam—. Una cueva. Está en una cueva.
—Tercer fallo —respondió Karna—. En base a nuestra investigación, creemos que el obispo Mala fue enterrado en el cementerio del monasterio de Santa María de la isla de Zvernec.
—¿Dónde está eso? —preguntó Remi.
—Nueve kilómetros al norte costa arriba. Busquen un lugar con conexión Wi-Fi, y le descargaré los detalles en su iPad, señora Fargo.
Sam y Remi hicieron una breve pausa para relajarse en el café del hotel. Pidieron una sabrosa comida albana compuesta de albóndigas de cordero aromatizadas con menta y canela, masa horneada con espinacas sazonadas, y zumo de uva mezclado con azúcar y mostaza. Dio la casualidad de que el café tenía conexión Wi-Fi gratuita, de modo que entre bocado y bocado de la deliciosa comida examinaron con detenimiento su paquete de viaje, como Selma lo llamaba. Como era de esperar, la información era exhaustiva, con indicaciones para desplazarse en coche, datos de historia local y un mapa de los jardines del monasterio. El único detalle que su investigadora jefe no pudo encontrar era la situación exacta de la tumba del obispo Mala.
Después de pagar la cuenta, Sam y Remi se dirigieron al norte con el Fiat. A los dieciséis kilómetros, entraron en el pueblo de Zvernec y siguieron un solitario indicador hasta la laguna de Narta. Se trataba de una laguna grande, con unos treinta kilómetros cuadrados de extensión.
Tras meterse en el camino de tierra que rodeaba la laguna, Sam se dirigió al norte hasta que llegaron a un aparcamiento de grava en una parcela de tierra que sobresalía de la laguna. El aparcamiento estaba vacío.
Sam y Remi salieron del Fiat y estiraron las piernas. Hacía calor para esa época del año, veintiún grados, y el sol brillaba en el cielo, con solo unas cuantas nubes ondulantes que avanzaban hacia el interior.
—Supongo que eso es nuestro destino —dijo Remi, señalando con el dedo.
En la orilla, un estrecho puente peatonal llevaba a la isla de Zvernec, situada a ochocientos metros, donde se encontraba el monasterio de Santa María, un conjunto de edificios religiosos de estilo medieval que ocupaban un triángulo de hierba de casi una hectárea en la línea de la costa.
Se dirigieron andando a la cabeza del puente, donde Remi se detuvo y se lo quedó mirando con nerviosismo. Era evidente que las destartaladas pasarelas con las que se habían encontrado primero en el cañón de Chobar y luego camino del yacimiento secreto de King en el valle de Langtang le habían causado más impacto de lo que creía.
Sam regresó a donde ella estaba y le rodeó los hombros con el brazo.
—Es sólido. Soy ingeniero, Remi. Ese monasterio es una atracción turística. Decenas de miles de personas cruzan este puente cada año.
Ella lo miró de soslayo con los ojos entornados.
—No me estarás dando coba, ¿verdad, Sam Fargo?
—Yo no haría eso.
—Podrías.
—No esta vez. Vamos —dijo él con una sonrisa alentadora—. Lo cruzaremos juntos. Será como pasear por una acera.
Remi asintió con la cabeza firmemente.
—Volvemos a las andadas.
Sam le cogió la mano y empezaron a cruzar el puente. A mitad de camino, ella se detuvo súbitamente. Sonrió.
—Creo que estoy mucho mejor.
—¿Curada?
—Yo no diría tanto, pero estoy bien. Sigamos adelante.
Al cabo de un par de minutos habían llegado a la isla. De lejos, los edificios religiosos parecían casi inmaculados: muros de roca blanqueados por el sol y tejados de tejas rojas. Una vez que estuvieron delante de las construcciones, a Sam y a Remi les quedó claro que los edificios habían visto días mejores. A los tejados les faltaban tejas, y varios muros estaban combados o parcialmente desmoronados. A un campanario le faltaba todo el tejado, y su campana colgaba de lado de la viga de sujeción.
Un pulcro camino de tierra serpenteaba a través de los jardines. Aquí y allá había palomas apiñadas en los aleros, arrullando y mirando imperturbables a los dos nuevos visitantes de la isla.
—Yo no veo a nadie —dijo Sam— . ¿Y tú?
Remi negó con la cabeza.
—En el informe de Selma dice que hay un vigilante pero que no hay oficina de turismo.
—Entonces exploremos —dijo Sam—. ¿Cuánto mide la isla?
—Cuatro hectáreas.
—No debería llevarnos mucho tiempo encontrar el cementerio.
Después de dar un rápido paseo por cada uno de los edificios, siguieron el sendero hasta el bosque de pinos situado más allá del claro. Una vez que estuvieron dentro de la línea de vegetación, el sol se atenuó y los troncos parecieron cerrarse en torno a ellos. Era un antiguo bosque virgen, con marañas de matorrales que les llegaban hasta las rodillas y tantos troncos y tocones podridos que dificultaban el paso. Después de varios cientos de metros, el sendero se bifurcó.
—Evidentemente no hay ningún letrero —dijo Remi.
—Lanza una moneda imaginaria.
—Izquierda.
Tomaron el desvío de la izquierda y siguieron el sinuoso sendero antes de llegar a un destartalado muelle medio podrido que daba a un pantano.
—Mala elección —dijo Remi.
Dieron marcha atrás hasta la bifurcación y enfilaron el sendero de la derecha. El camino los llevó al nordeste, cada vez más dentro del bosque, hacia la parte más extensa de la isla.
Sam se adelantó a paso ligero en misión de reconocimiento. Se volvió y gritó a Remi:
—¡He visto un claro!
Momentos más tarde apareció a la vuelta de un recodo del sendero y se detuvo delante de ella. Estaba sonriendo. De oreja a oreja.
—Por lo general no te entusiasmas tanto con los claros —dijo Remi.
—Sí cuando el claro tiene lápidas.
—Adelante, bwana.
Recorrieron juntos el sendero hasta la zona donde el bosque de pinos se abría. Con una forma ovalada y una anchura aproximada de treinta metros, el claro era en realidad un cementerio, pero Sam y Remi se dieron cuenta prácticamente en el acto de que allí había algo raro. En el lado opuesto vieron una pila desordenada de troncos de pino, y junto a la pila, varios fardos de ramas marchitas. La tierra del claro estaba llena de hoyos, como si hubiera sufrido un bombardeo de artillería, y prácticamente la mitad de las tumbas parecían haber sido removidas recientemente.
Hacia el este había un segundo claro entre los árboles que formaba una especie de estrecho pasillo, al final del cual podían ver las aguas de la laguna.
De las docenas de lápidas visibles, solo unas pocas se veían intactas; todas las demás estaban o agrietadas o parcialmente arrancadas del suelo. Sam y Remi contaron catorce mausoleos. Todos mostraban señales de daños; o estaban ladeados en sus cimientos o tenían los muros o los tejados hundidos.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Remi.
—Una tempestad, supongo —dijo Sam—, que vino del mar y pasó por la isla como una sierra mecánica. Es una lástima.
Remi asintió con la cabeza solemnemente.
—Mirando el lado positivo, puede que nos facilite el trabajo. Técnicamente, no estaremos profanando el mausoleo de Mala.
—Tienes razón, pero hay otro obstáculo —dijo Sam a Remi.
—¿Qué?
—Miremos primero. No quiero gafarnos.
Se separaron; Sam siguió el lado este y avanzó hacia el norte, mientras que Remi siguió el lado oeste y avanzó también hacia el norte. Saltando las lápidas, cada uno de ellos se dirigió al siguiente mausoleo en su camino, parándose lo justo para leer el nombre grabado en la fachada de piedra.
Finalmente, Remi llegó a la esquina nordeste del cementerio, cerca del montón de troncos de pino. A medida que se acercaba al último mausoleo, vio que parecía el menos deteriorado de todos, con tan solo unas cuantas grietas en los muros. También estaba decorado de forma singular, advirtió, y le dio un vuelco el corazón.
—Sam, creo que tenemos un ganador —dijo.
Él se acercó.
—¿Por qué lo crees?
—Es el más grande que hemos visto. ¿Qué dices?
—Sí.
El muro más cercano a ellos tenía una cruz de la Iglesia ortodoxa oriental, con sus tres travesaños: dos horizontales juntos en la parte de arriba y uno ladeado en la parte de abajo.
—He visto muchas cruces como esa, pero ninguna tan grande. Tengo curiosidad: ¿por qué está inclinada la barra inferior? Supongo que simboliza algo.
—Ah, misterios de la religión —dijo Sam.
Recorrieron los últimos metros hasta el mausoleo y se separaron; cada uno lo rodeó por un lado hasta la parte delantera, que encontraron cercada por una valla de hierro forjado que les llegaba a las pantorrillas. Un lado estaba aplastado contra el suelo. Al pie de unos tres escalones de piedra, la puerta del mausoleo estaba abierta... o, para ser más exactos, no estaba. Más allá, el interior se encontraba a oscuras.
Grabadas en el frontón bajo el tejado inclinado del mausoleo había cuatro letras: M A L A.
—Me alegro de encontrarlo por fin, eminencia —murmuró Sam.
Pasó por encima de la valla, seguido de Remi, y bajó los escalones. Se detuvieron ante la abertura; un hedor a moho inundó sus fosas nasales. Sam metió la mano en un bolsillo y sacó su minilinterna de LED. Tras cruzar el umbral, la encendió.
—Está vacío —murmuró Remi.
Sam recorrió el interior con el haz de luz con la esperanza de que hubiera una antecámara inferior, pero no vio nada.
—¿Ves alguna marca? —preguntó.
—No. Ese olor no es normal, Sam. Parece de...
—Agua estancada.
Apagó la linterna. Dieron media vuelta y subieron los escalones.
—Alguien se lo ha llevado a alguna parte —dijo Sam—. Todos los mausoleos en los que he mirado también estaban vacíos.
—Los míos también. Alguien ha desenterrado a esas personas, Sam.
De vuelta en los jardines del monasterio, vieron a un hombre en lo alto de una escalera de mano apoyada contra un campanario deteriorado. Era de mediana edad, corpulento, y llevaba una gorra negra de ciclista. Se acercaron a él.
—Disculpe —dijo Remi en albanés.
El hombre se volvió y los miró.
—A flisni anglisht? —preguntó; es decir: «¿Habla inglés?».
El hombre negó con la cabeza.
—Jo.
—Maldita sea —murmuró Remi, y sacó su iPad.
—¿Earta? —gritó el hombre.
Una chica rubia y menuda rodeó a toda prisa el borde del edificio y se detuvo bruscamente delante de Sam y Remi. Les sonrió y acto seguido sonrió al hombre.
—Po?
Él se dirigió a ella en albanés durante unos segundos, y a continuación ella asintió con la cabeza.
—Buenas tardes —les dijo a Sam y a Remi—. Me llamo Earta. Sé hablar su idioma.
—Y además muy bien —contestó Sam, quien se presentó y luego le presentó a Remi.
—Encantada de conocerles. ¿Quieren preguntarle algo a mi padre?
—Sí —respondió Remi—. ¿Es el vigilante?
Earta frunció el entrecejo.
—¿Vigi... lante? ¿Vigilante? Ah, sí, es el vigilante.
—Teníamos curiosidad por el cementerio. Venimos de allí y...
—Es una lástima lo que ha pasado, ¿verdad?
—Sí. ¿Qué ha pasado?
Earta trasladó la pregunta a su padre, escuchó su respuesta y a continuación dijo:
—Hace dos meses llegó una tormenta de la bahía. Soplaron unos vientos muy fuertes. Hubo muchos daños. Al día siguiente, el mar subió e inundó la laguna y parte de esta isla. El cementerio quedó sumergido. Allí también hubo muchos daños.
—¿Qué les pasó a los... ocupantes?
Earta preguntó a su padre y luego a ellos:
—¿Por qué lo quieren saber?
—Es posible que tenga parientes lejanos aquí —contestó Remi—. Mi tía me dijo que uno estaba enterrado en este cementerio.
—Ah —dijo Earta con consternación—. Lo siento. —Se dirigió de nuevo a su padre, quién contestó algo extenso. Earta le dijo a Remi—: Casi la mitad de las tumbas quedaron intactas. Las otras... Cuando el agua bajó, la gente ya no estaba bajo tierra. Mi padre, mis hermanas y yo estuvimos buscándolas varios días después. —Los ojos de Earta se pusieron brillantes, y sonrió—. ¡Incluso había una calavera en un árbol! Allí encima. Tenía gracia.
Remi se quedó mirando a la sonriente chica un instante.
—De acuerdo.
—La gente del gobierno vino y decidió que había que llevarse los cadáveres hasta que el cementerio se pueda... em... arreglar. ¿Es la palabra correcta?
Sam sonrió.
—Sí.
—Vuelvan el año que viene. Estará mucho más bonito entonces. Olerá mejor.
—¿Dónde están los restos ahora? —preguntó Remi.
Earta le preguntó a su padre. Asintió con la cabeza al oír su explicación y acto seguido les dijo a Sam y a Remi:
—En la isla de Sazan. —Señaló la bahía de Vlorë—. Hay un viejo monasterio allí, más antiguo incluso que este. La gente del gobierno se los llevó todos allí.