Vlorë, Albania
—Vaya, qué mala suerte —dijo Selma unos minutos más tarde cuando Sam y Remi le contaron la noticia. Estaban sentados en el capó de su Fiat en el aparcamiento—. No cuelguen, a ver qué puedo encontrar sobre la isla de Sazan.
La oyeron teclear durante treinta segundos, y luego volvió a ponerse al teléfono.
—Vamos allá —exclamó—. La isla de Sazan es la más grande de Albania, con una superficie de cinco kilómetros cuadrados, y está situada estratégicamente entre el estrecho de Otranto y la bahía de Vlorë. Está deshabitada, que yo sepa. Las aguas que rodean la isla forman parte de un parque marítimo nacional. Ha cambiado de manos varias veces a lo largo de los siglos: ha pertenecido a Grecia, al Imperio romano, al Imperio otomano, a Italia, a Alemania y otra vez a Albania. Parece que Italia levantó fortificaciones en ella durante la Segunda Guerra Mundial y... Sí, aquí está: convirtieron el antiguo monasterio de la época bizantina en una especie de fortaleza. —Selma hizo una pausa—. Oh, esto podría suponer un problema. Parece que me he equivocado.
—Cuevas —anticipó Sam.
—Pantanos, caimanes... Dios mío —terció Remi.
—No, respecto a lo de que estaba deshabitada. Hay un complejo para los guardas del parque. Alberga de tres a cuatro lanchas patrulleras y unas tres docenas de guardas.
—Por lo tanto, el acceso está prohibido a los civiles —añadió Remi.
—Me imagino que sí, señora Fargo —convino Selma.
Sam y Remi se quedaron callados unos instantes. Ninguno de los dos necesitó consultar con el otro qué iban a hacer. Sam simplemente preguntó a Selma:
—¿Cómo podemos llegar allí sin que nos trinquen los guardas del parque?
Después de pasar por alto el primer y predecible consejo de Selma, quien les dijo: «No se dejen coger», empezaron a contemplar sus opciones. Primero, por supuesto, necesitarían un medio de transporte; un encargo bastante sencillo, les aseguró Selma.
Sam y Remi dejaron que Selma se ocupara de su tarea y se dirigieron al sur con el Fiat, de regreso a Vlorë, donde se reorganizaron en su cuartel general de facto: el café al aire libre del hotel Bologna. Desde sus asientos podían ver a lo lejos la isla de Sazan, un retazo de tierra que despuntaba de las azules aguas del Adriático.
Selma los llamó una hora más tarde.
—¿Qué les parecen los kayaks?
—Mientras se porten bien con nosotros... —dijo Sam bromeando.
Remi le dio un manotazo en el brazo.
—Continúa, Selma.
—En el extremo norte de la península hay una zona de recreo: playas, escalada, cuevas marinas, grutas para nadar, esa clase de cosas. Desde el extremo de la península hasta la isla de Sazan solo hay tres kilómetros. El problema es que no se permite navegar en embarcaciones motorizadas en la zona, y la cierran en cuanto se pone el sol. Me imagino que prefieren infiltrarse de noche.
—Nos conoces perfectamente —contestó Sam—. Supongo que has encontrado una tienda de kayaks de confianza.
—Sí. Me he tomado la libertad de alquilarles un par de ellos.
—¿Y el tiempo y las mareas? —preguntó Remi.
—Parcialmente nuboso y en calma esta noche, y sin luna llena, pero se prevé una tormenta para mañana por la mañana. Según las cartas naúticas que he podido encontrar en internet, la corriente dentro de la bahía es bastante suave, pero si te alejas demasiado al este de la isla de Sazan y la península, acabas en el Adriático. Por lo que he leído, la corriente allí es implacable.
—En otras palabras —dijo Sam—, un viaje de ida al Mediterráneo.
—Si consiguen llegar tan lejos sin que los...
—Lo entendemos, Selma —la interrumpió Remi—. El este es malo.
Sam y Remi se miraron y asintieron con la cabeza.
—Selma, ¿cuánto falta para que anochezca? —preguntó Sam.
Al final, la caída de la noche fue la menor de sus preocupaciones. Aunque la tienda —situada en Orikum, un municipio turístico a dieciséis kilómetros al sur de Vlorë, en el recodo de la bahía— tenía una amplia selección de kayaks de plástico moldeados por inyección, los únicos colores disponibles eran el rojo, el amarillo y el naranja chillones, o una combinación de los tres digna de Jackson Pollock. Como no tenían tiempo para buscar colores más discretos, compraron el mejor par de kayaks del lote, junto con unos remos dobles y unos chalecos salvavidas.
Después de hacer una parada rápida en una ferretería, regresaron a Vlorë. Ya que habían tenido buena suerte con las tiendas de excedentes militares desde su estancia en Katmandú, buscaron una y compraron un uniforme negro para cada uno de ellos: botas y calcetines, ropa interior larga, pantalones de lana, gorro de punto y un jersey de cuello alto y manga larga muy grande para tapar el chaleco salvavidas naranja fluorescente. Un bolso con artículos variados por si las moscas y un par de mochilas oscuras completaban el equipo. A continuación partieron.
Sam condujo por la zona de recreo durante varios minutos, pero no vio a nadie. Los aparcamientos y las playas estaban vacíos. Otearon las aguas desde un mirador en un acantilado, y tampoco divisaron a nadie.
—Probablemente sea demasiado pronto —dijo Sam—. En estas fechas las clases todavía no han acabado.
—Debemos dar por sentado que habrá patrullas —dijo Remi—. Guardas del parque o policías locales.
Sam asintió con la cabeza.
—Tienes razón.
Si encontraban el Fiat, les pondrían una multa o se lo llevaría la grúa. En cualquier caso, era una complicación prescindible. Y lo que era aún peor, las autoridades locales podían dar la alarma y creer que tenían a un par de turistas perdidos en el mar, lo que sin duda atraería la atención de la marina o del servicio de guardacostas: precisamente lo que Sam y Remi trataban de evitar.
Después de pasear veinte minutos por los caminos de tierra de la zona de recreo, Sam encontró una zanja de drenaje atascada por la maleza en la que metió el Fiat dando marcha atrás. Bajo la mirada atenta a los detalles de Remi, cambiaron los restos de maleza de sitio hasta que el vehículo resultó invisible desde el camino.
Retrocedieron juntos para admirar su trabajo.
—En Inglaterra habrías sido muy útil antes del día D —comentó Sam.
—Es un don —convino Remi.
Cargados con las mochilas a las espaldas, arrastraron sus kayaks colina abajo hasta una cueva apartada que habían visto con anterioridad. La ensenada que daba al mar tenía una playa poco profunda de arena blanca, medía menos de doce metros de ancho y doscientos de largo, y poseía forma curva, lo que los protegía de las miradas indiscretas.
Les quedaban cuarenta y cinco minutos de luz, y se pusieron a camuflar los kayaks. Empleando botes de pintura naval en spray de color negro y gris, pintaron los lados, la parte superior y el fondo de las embarcaciones en irregulares franjas superpuestas hasta que no se vio ni un resquicio de plástico fluorescente. La pintura de Sam, pese a su carácter funcional, carecía del estilo artístico de la de Remi. Su kayak guardaba un sorprendente parecido con el dibujo de camuflaje presente en los buques de guerra de la Primera Guerra Mundial.
Sam retrocedió unos pasos, observó los kayaks y dijo:
—¿Seguro que no eres un agente de la OSS reencarnado?
—No del todo. —Remi señaló con la cabeza su kayak—. ¿Te importa?
—Todo tuyo.
Un par de minutos y medio bote de pintura en spray más tarde, el kayak de Sam parecía casi idéntico al de ella. Remi se volvió hacia él:
—¿Qué te parece?
—Me siento... intimidado.
Remi se acercó y le dio un beso. Sonrió.
—Si te sirve de consuelo, creo que tu kayak es más grande que el mío.
—Muy graciosa. Vamos a cambiarnos.
Después de ponerse la ropa de camuflaje, metieron su ropa de calle en las mochilas, que a su vez introdujeron en el compartimiento de proa de cada kayak.
Sin nada más que hacer, se quedaron sentados uno al lado de la otra en la playa y observaron cómo el sol descendía, las sombras se alargaban sobre la arena y la oscuridad lo engullía todo poco a poco.
Cuando hubo anochecido totalmente, arrastraron los kayaks hasta el agua y luego los empujaron por la superficie. Finalmente, se subieron a ellos dándose impulso con la punta de sendos remos. Pronto estaban navegando a través de la ensenada. Les llevó diez minutos de práctica gobernar los kayaks, familiarizarse con los remos y mantener el equilibrio, hasta que supieron que estaban listos.
Remaron por la ensenada; Sam iba primero y Remi detrás y a la derecha. Los remos emitían un susurro apenas perceptible al hendir el agua. Pronto apareció la boca de la ensenada; más allá, un enorme manto azul oscuro. Tal como Selma había vaticinado, el cielo estaba parcialmente encapotado, y en el agua solo se reflejaba una debilísima luz de luna. Tres kilómetros más adelante, casi al norte, podían ver la negra silueta de la isla de Sazan.
De repente Sam dejó de remar. Levantó el puño cerrado: «Alto». Remi sacó su remo del agua, lo colocó sobre su regazo y esperó. Empleando unos movimientos exagerados y lentos, Sam señaló su oreja y a continuación la parte superior del acantilado de la derecha.
Pasaron diez segundos.
Entonces Remi lo oyó: un motor, seguido del tenue chirrido de unos frenos.
Sam se volvió para mirar a Remi, señaló con el dedo la pared de roca, volvió a meter su remo en el agua y se encaminó en esa dirección. Remi lo siguió. Sam situó su kayak en paralelo al acantilado y acto seguido se volvió en su asiento, colocó la mano sobre la proa de Remi y la atrajo hacia sí.
—¿Un guarda? —susurró Remi.
—Esperemos.
Permanecieron inmóviles mirando hacia arriba.
En el borde del acantilado, una cerilla se encendió y se apagó, y fue sustituida por la punta reluciente de un cigarrillo. A la tenue luz, Sam vislumbró la visera de una gorra de estilo militar. Se quedaron quietos durante cinco minutos, observando cómo el hombre terminaba su cigarrillo. Al final dio media vuelta y se marchó por donde había llegado. La puerta de un coche se abrió y se cerró de golpe. El motor arrancó y el vehículo empezó a alejarse, con los neumáticos crujiendo sobre los guijarros.
Sam y Remi esperaron otros cinco minutos por si el hombre volvía sobre sus pasos y luego zarparon de nuevo.
A cuatrocientos metros de la bahía, empezó a hacerse patente que la predicción de Selma con respecto a la marea era igual de acertada. A Sam y a Remi no les sorprendió, pero sabían que el mar era inconstante; hasta una corriente relativamente suave de un nudo al este les habría hecho la travesía el doble de difícil, obligándolos a realizar continuos ajustes de rumbo para compensar el oleaje. Si no lo hacían, podían acabar perfectamente en el Adriático en dirección a Grecia.
Pronto encontraron su ritmo, remando al mismo tiempo y recortando con rapidez la distancia que los separaba de Sazan. A mitad de trayecto se detuvieron para descansar. Remi situó su kayak junto al de Sam, y permanecieron en silencio varios minutos, disfrutando del suave balanceo de las olas.
—Una patrulla —dijo Remi de repente.
Al nordeste, una gran lancha motora procedente de la base rodeó el cabo de la isla. Siguió virando, y la proa se desvió hasta apuntar directamente hacia ellos. Sam y Remi se quedaron paralizados, observando y esperando. Pese a estar bien camuflados, sus kayaks resultaría visibles a cuatrocientos metros de distancia si los enfocaban con una luz potente.
En la proa de la lancha se encendió un foco que recorrió la línea de costa sur y luego se apagó de nuevo. La lancha patrullera siguió avanzando hacia ellos.
—Vamos —murmuró Sam—. A ver si tenemos permiso para ir a tierra.
La lancha viró hacia el este.
—Buena chica —dijo Remi—. No pares.
La embarcación no se detuvo. Observaron durante varios minutos cómo las luces de navegación de la lancha se distanciaban y finalmente se fundían con el montón de puntos luminosos de Vlorë a lo lejos.
Sam miró a su esposa.
—¿Lista?
—Lista.
Recorrieron el resto de la distancia en unos veinte minutos. Después de haber hecho un reconocimiento virtual de la isla con Google Earth, Sam había elegido su punto de desembarco.
Con una superficie aproximada de cinco kilómetros de norte a sur y un kilómetro y medio en su zona más ancha, Sazan parecía a ojos de Sam un pececillo de acuario deformado. La base del parque estaba en el lomo del pez, una cueva en la costa nordeste, mientras que su lugar de desembarco se encontraba en la cola del pez, en el extremo sur más alejado, cerca de unas fortificaciones de la época de la Segunda Guerra Mundial ya en desuso.
Desprovisto en su mayoría de vegetación exceptuando algunos matorrales y unas cuantas parcelas de pinos enanos, el terreno rocoso estaba dominado por dos altas colinas situadas cerca del centro de la isla. En una de esas colinas era donde esperaban encontrar el antiguo monasterio y, si la información de Earta era exacta, a los ocupantes del cementerio de la isla de Zvernec, incluido el difunto obispo Besim Mala.
Como era normal en Sam y Remi, estaban viajando lejos y corriendo muchos riesgos en base a una suposición. Durante sus años de investigación habían aprendido que así era la vida de los buscadores de tesoros profesionales.
A medida que se acercaban a la costa, el mar se agitó; las olas chocaban sobre las rocas que sobresalían y sumergían a medias las marismas de coquinas. Los kayaks de plástico respondían admirablemente, rebotando en las rocas y deslizándose sobre los bancos de arena, hasta que Sam y Remi pudieron acceder medio remando, medio empujando a los bajíos, donde desembarcaron y llegaron a tierra a pie.
Se agacharon para recobrar el aliento e inspeccionar el entorno.
La playa, sembrada de rocas, tenía una hondura apenas mayor que la longitud de sus kayaks y estaba apuntalada por un muro rocoso de un metro veinte de alto; más allá de este se hallaba una escarpada colina salpicada de maleza verde. En mitad de la misma, en la ladera, vieron una estructura del tamaño de un garaje.
—Un fortín —susurró Sam.
Más arriba en la colina había algo parecido a una choza pero hecha de piedra —una atalaya, tal vez—, y más arriba todavía, a cien metros de la cumbre, un edificio de ladrillo como un cuartel de tres pisos. Unos agujeros de ventanas negros y sin cristales contemplaban el mar.
Después de mirar y escuchar durante cinco minutos, Sam susurró:
—No hay nadie en casa. ¿Ves algo?
—No.
—No veo ningún grafiti —comentó Sam.
—¿Significa algo?
—Si yo fuera un chaval que viviera en Vlorë, dudo que pudiera resistir la tentación de venir a escondidas aquí. Aunque de adolescente no era lo mío, conocía a muchos chicos que habrían embadurnado con spray ese fortín solo para demostrar que habían estado aquí.
Remi asintió con la cabeza.
—Así que o la juventud albana es especialmente respetuosa con la ley o...
—O nadie de los que vienen aquí sigue libre suficiente tiempo para hacer travesuras —concluyó Sam.