Isla de Sazan, Albania
Empezaron a subir trabajosamente por el camino de la colina bajo la luz de la media luna. Aunque la cumbre estaba a solo un kilómetro y medio en línea recta y a pocos cientos de metros por encima del cuartel, el sinuoso trazado duplicaba la distancia real.
Por fin llegaron al último recodo del camino. Una vez que giraron, vieron la cumbre de la colina. Sam indicó a Remi con la mano que esperara y acto seguido se abrió paso cuidadosamente entre la maleza hasta que pudo ver la cumbre. Hizo una señal con la mano a su mujer para indicarle que no había moros en la costa, y ella se reunió con él.
—La tierra prometida —dijo Remi.
—Una tierra prometida que ha visto días mucho mejores —contestó Sam.
Aunque antes de salir de la península habían estudiado la construcción en Google Earth, en la imagen cenital la iglesia simplemente parecía un edificio corriente con planta de cruz. En ese momento, de cerca, podían ver un campanario cónico, altas ventanas entabladas y un tejado antaño rojo que tras siglos de exposición a la luz del sol se había vuelto rosa.
Encontraron la puerta de dos hojas cerrada, de modo que rodearon la iglesia. En el lado norte descubrieron dos elementos de interés: un agujero irregular en el muro de ladrillo a la altura de la cintura y una vista perfecta de la parte norte de Sazan, incluida la base de los guardas del parque situada ochocientos metros más abajo sobre la cueva de un rompeolas artificial iluminada con luces fijadas en postes. Sam y Remi contaron tres lanchas y tres edificios.
—Busquemos al obispo Mala y larguémonos de aquí.