Isla de Sazan, Albania
Nada más meterse por el agujero del muro se dieron cuenta de que su tarea iba a ser mucho más difícil de lo que habían previsto. En lugar de salir a un espacio abierto, se encontraron en un laberinto.
A cada lado y delante de ellos, había ataúdes de madera deteriorados en montones de ocho con cuatro de fondo, formando un pasillo apenas más ancho que sus hombros. Iluminando el camino con las linternas de sus cabezas, se dirigieron al final del pasillo. Se encontraron en una encrucijada con dos ramales. Tanto a la izquierda como a la derecha había más ataúdes.
—¿Estás llevando la cuenta? —susurró Sam.
—Ciento noventa y dos de momento.
—El cementerio de Zvernec no era tan grande.
—Sí lo era si los metían unos al lado de otros y los apilaban. Sabemos que Mala murió en mil cuatrocientos treinta y seis. Aunque el suyo fuera el primer entierro, estaríamos hablando de más de cinco siglos.
—Un escalofrío me acaba de recorrer la espalda. ¿Izquierda o derecha?
Remi eligió la izquierda. Anduvieron unos cuantos pasos. Al frente, la linterna de Sam enfocó un muro de ladrillo exterior.
—Un punto muerto —dijo.
—¿Es un juego de palabras?
—Un lapsus linguae.
Dieron la vuelta y, con Remi a la cabeza, dejaron atrás la encrucijada en forma de T y enfilaron el pasillo contiguo. Al final de él, un giro a la derecha, seguido de otros sesenta y cuatro ataúdes, seguidos a su vez de un giro a la izquierda y más ataúdes. La pauta se mantuvo a lo largo de otros cinco giros hasta que el recuento de cadáveres pasó de seiscientos.
Al final salieron a un espacio abierto. Allí los ataúdes también estaban apilados en montones de ocho hasta las vigas transversales del techo. Sam y Remi dieron una vuelta sobre sí mismos, recorriendo con las linternas de sus cabezas las paredes de pino blanco.
—Allí —dijo Sam de repente.
En la pared oeste, detrás de una montaña de ataúdes podridos, había una hilera de sarcófagos de piedra.
—Catorce —dijo Remi—. El mismo número de sarcófagos que en el cementerio.
—Eso sí que es suerte —contestó Sam. Contó la pared de ataúdes que había detrás de los sarcófagos—. Increíble —murmuró—. Remi, hay más de mil cadáveres en este edificio.
—Earta debía de estar equivocada. Después de la tormenta y la inundación, seguramente se llevaron todos los cadáveres. Zvernec no es tanto un cementerio como una fosa común.
—No huele a nada.
—Según Selma, el último entierro fue en mil novecientos doce. Incluso con el embalsamamiento, probablemente quede poca carne.
Sam sonrió y cantó en voz baja:
—Esos huesos... esos huesos... esos huesos secos.
—Venga, a lo nuestro: busquemos marcas. El mausoleo de Mala tenía una gran cruz patriarcal; tal vez hicieron lo mismo en el sarcófago.
Después de una rápida inspección al extremo de cada sarcófago, no vieron ninguna cruz. Sam y Remi recorrieron la hilera, empleando sus linternas para enfocar en lo alto de cada uno. De los catorce sarcófagos, tres tenían grabado el símbolo de la Iglesia ortodoxa oriental.
Se quedaron sentados en el suelo uno al lado de la otra mirándola.
—¿Cuánto crees que pesa cada uno? —preguntó Remi.
—Unos doscientos kilos. —Un momento después, Sam añadió—: Pero la tapa... es otra cosa. Una palanca.
—¿Cómo? —preguntó Remi sonriendo.
Estaba acostumbrada a las incongruencias de su marido; eran su manera de resolver los problemas.
—Nos hemos olvidado de traer una palanca. La tapa pesa cincuenta kilos como mucho, pero para abrir la junta haciendo palanca mientras el sarcófago está encajado ahí dentro... Maldita sea, sabía que tenía la sensación de que nos olvidábamos algo importante.
—Menos mal que tienes un plan.
Sam asintió con la cabeza.
—Menos mal que tengo un plan.
Sam y Remi habían aprendido hacía mucho tiempo el valor universal de tres artículos —cuerda, alambre y cinta aislante—, y casi nunca salían de casa sin los mismos aunque la misión o el viaje en cuestión no requirieran de forma evidente ninguno de ellos. Esa vez, con las prisas por llegar antes de que anocheciera, habían olvidado otro elemento del trío aparte de la palanca: alambre. Sam esperaba que bastara con el rollo de cuerda de escalada de quince metros y con la cinta aislante.
Solo tuvieron que rebuscar unos minutos sobre las vigas transversales de la iglesia para encontrar lo que necesitaban: una escuadra suelta. Después de retorcerla hasta desprenderla, Sam usó el peso de su cuerpo para cerrarla sobre el punto central de la cuerda. A continuación, se arrastró sobre el sarcófago e introdujo la escuadra en la junta trasera de la tapa. Luego, aferrando la cuerda como si fueran unas riendas, tiró hasta que la escuadra quedó firmemente colocada. Por último, él y Remi tiraron de las puntas de la cuerda sobre una viga y emplearon su peso combinado para tensar poco a poco la cuerda hasta que el otro extremo de la tapa empezó a levantarse.
—La tengo —dijo Remi con los dientes apretados mientras cogía la punta de la cuerda de Sam—. Adelante.
Sam avanzó a toda prisa, se inclinó sobre la tapa y metió los dedos bajo el lado que le quedaba más cerca. Se inclinó hacia atrás y estiró las piernas. La tapa se levantó de golpe y se deslizó entre sus extremidades inferiores. La escuadra se desprendió emitiendo un sonido metálico.
Rodearon la tapa juntos y se inclinaron hacia delante, recorriendo con las linternas de sus cabezas el contenido del sarcófago.
—Huesos, huesos y más huesos —dijo Remi.
—Y ni rastro de oro —contestó Sam—. Uno menos, faltan dos.
Aunque ninguno de ambos expresó su preocupación, Sam y Remi tenían el presentimiento de que escogieran el sarcófago que escogiesen a continuación, sería otra elección incorrecta. Del mismo modo, ninguno de los dos se atrevía a dar credibilidad a lo que la persistente voz de la duda susurraba en lo más recóndito de sus mentes: que el padre/obispo Besim Mala había incumplido la petición del rey de Mustang y que el segundo disco del Theurang había sido descartado o abandonado hacía mucho tiempo, junto con el Hombre Dorado y, si Jack Karna estaba en lo cierto, la situación de Shangri-La.
Treinta minutos y otra tapa de sarcófago más tarde, se encontraron ante un segundo conjunto de huesos y un segundo intento fallido.
Noventa minutos después de entrar en la iglesia, retiraron la losa superior del tercer y último sarcófago. Agotados, Sam y Remi se quedaron sentados delante de él y se tomaron un instante para recobrar el aliento.
—¿Lista? —dijo Sam.
—La verdad es que no, pero acabemos de una vez —contestó Remi.
Avanzaron a gatas a cada lado de la losa de piedra y, después de respirar hondo, se asomaron por encima del borde del sarcófago.
En la negrura del interior, una pieza de oro centelleó.