Sofía, Bulgaria
Poco después del alba, agotados pero triunfantes, estaban de vuelta en la península camino del hotel de Vlorë.
Tras haber expresado a Selma su preocupación por el envío del disco del Theurang a San Diego por los medios habituales, Sam y Remi descubrieron que, como era de esperar, su investigadora jefe había hecho planes alternativos. Rube Haywood, su viejo amigo de la CIA, le había dado el nombre y la dirección de un servicio de mensajería de confianza en Sofía. Rube rehusó decirles si dicho servicio estaba relacionado de alguna forma con su antigua agencia, pero el letrero que había sobre la puerta del edificio, que rezaba SERVICIOS ARCHIVÍSTICOS ACADÉMICOS DE SOFÍA S.A., reveló a Sam todo lo que necesitaba saber.
—Estará allí como muy tarde mañana al mediodía hora local —dijo Sam a Remi—. ¿Tienes las señas?
Remi sonrió y levantó su iPad.
—Conectado y listo.
Sam metió una marcha y arrancó el Fiat.
Cuando faltaban ochocientos metros para llegar a su destino, el iPad de Remi se volvió innecesario. Unos indicadores en alfabeto cirílico y en lengua inglesa los guiaron por la calle Vasil Levski y por delante del edificio del Parlamento y la Academia de Ciencias, hasta la plaza que rodeaba el corazón religioso de Sofía, la catedral de Alejandro Nevski.
La basílica dominaba la plaza. Su cúpula central dorada, coronada por una cruz, se elevaba cuarenta y cinco metros por encima de la calle, y su campanario, siete metros encima de ella.
—Doce campanas con un peso total de veinticuatro toneladas —leyó Remi de la guía turística que se había descargado—, cuyo peso oscila entre los nueve y los diez mil kilos.
—Impresionante —contestó Sam, siguiendo la circulación de vehículos alrededor de la catedral—. Y ensordecedor, me imagino.
Rodearon la plaza bordeada de árboles dos veces antes de que Sam se metiera en una calle lateral y encontrara aparcamiento.
Los dos sabían que su visita a la catedral de Alejandro Nevski simplemente sería un punto de partida. Aunque tanto Selma como Karna coincidían en que el obispo Arnost Deniv había fallecido en Sofía en 1442, ninguno de los dos había podido encontrar dato alguno sobre su última morada. Esperaban que el bibliotecario jefe de la catedral de Alejandro Nevski pudiera orientarlos en la dirección correcta.
Tras aparcar el coche se adentraron en la plaza, siguiendo el torrente de lugareños y de turistas hasta el lado oeste de la catedral, donde subieron los escalones que daban a las enormes puertas de madera. A medida que se acercaban, una mujer rubia con el cabello a lo garçon les sonrió y dijo algo en búlgaro: una pregunta, a juzgar por la inflexión de su voz. Entendieron la palabra «inglés», dedujeron lo esencial de la frase y repitieron:
—Inglés.
—Bienvenidos a la catedral de Alejandro Nevski. ¿En qué puedo ayudarles?
—Nos gustaría hablar con el encargado de la biblioteca —contestó Remi.
—¿Biblioteca? —repitió la mujer—. Ah, ¿se refiere al archivero?
—Sí.
—Lo siento, pero no tenemos archivero.
Sam y Remi intercambiaron miradas de desconcierto. Remi sacó su iPad y le enseñó a la mujer el archivo PDF que les había enviado Selma, un documento sobre la Iglesia ortodoxa oriental de Bulgaria. Remi señaló un pasaje, y la mujer lo leyó, moviendo los labios en silencio.
—Ah —dijo sagazmente—. Es información antigua, ¿saben? Esa persona trabaja ahora en el palacio del Sínodo.
La mujer señaló al sudeste un edificio rodeado de un bosquecillo.
—Está allí. Vayan y les ayudarán.
—¿Qué es el Sínodo? —preguntó Sam.
La mujer adoptó su lenguaje de guía turística:
—El Sínodo es la sede de un grupo de metropolitanos, u obispos, que a su vez eligen a los patriarcas y a otros representantes igual de importantes de la Iglesia ortodoxa búlgara. La tradición del Sínodo se remonta a la época de los apóstoles, en Jerusalén.
A continuación, la mujer sonrió y ladeó la cabeza como diciendo: «¿Desean saber algo más?».
Sam y Remi le dieron las gracias y se dirigieron al palacio. Una vez dentro, delante del mostrador de información del vestíbulo, explicaron el motivo de su visita —recopilar información para un libro sobre la historia de la Iglesia ortodoxa oriental—, y les dijeron que se sentaran. Una hora después, un sacerdote vestido de negro con una larga barba canosa apareció y los acompañó a su despacho, donde de inmediato quedó claro que hablaba poco inglés, y Sam y Remi todavía menos búlgaro. Se llamó a un intérprete. Los Fargo repitieron su historia y ofrecieron la carta de presentación del editor que Wendy les había hecho utilizando Photoshop. El sacerdote escuchó atentamente mientras el intérprete leía la carta, y se recostó y se acarició la barba un minuto entero antes de contestar.
—Me temo que no podemos ayudarles —dijo el intérprete en su lugar—. Los documentos que buscan no se conservan en el palacio. La persona con la que hablaron en la catedral está equivocada.
—¿Sabe dónde podríamos buscar? —preguntó Sam.
El intérprete trasladó la pregunta al sacerdote, quien frunció los labios y se acarició la barba de nuevo. Acto seguido cogió el teléfono y habló con alguien al otro lado de la línea. Después de un intercambio de palabras, colgó.
—El historial personal de ese período se encuentra en la iglesia de Sveta Sofia... Perdón, la iglesia de Hagia Sofia.
—¿Dónde está? —preguntó Remi.
—Justo al este de aquí —contestó el traductor—. A cien metros, al otro lado de la plaza.
Sam y Remi llegaron diez minutos más tarde y tuvieron que esperar de nuevo, esa vez solo cuarenta minutos, antes de que les hicieran pasar al despacho de otro sacerdote. Este hablaba muy bien su idioma, de modo que obtuvieron respuesta enseguida: no solo se había equivocado la guía de la catedral de Alejandro Nevski, sino también el sacerdote del palacio del Sínodo.
—Los documentos anteriores al primer exarca búlgaro, Antimo I, que desempeñó su dignidad hasta el estallido de la guerra ruso-turca en mil ochocientos setenta y siete, se conservan en el Metodio.
Sam y Remi se miraron, inspiraron y preguntaron:
—¿Qué es exactamente el Metodio?
—Oh, es la Biblioteca Nacional de Bulgaria.
—¿Y dónde está?
—Justo al este de aquí, enfrente de la Galería Nacional de Arte Extranjero.
Dos horas después de haberse apeado del coche, Sam y Remi se encontraron otra vez junto al vehículo, al otro lado de la calle enfrente de la Biblioteca Nacional Búlgara. Sin saberlo, habían aparcado a diez pasos de su destino final.
O eso creían.
Esa vez, tras solo veinte minutos en compañía de una bibliotecaria, se enteraron de que en el Metodio no constaba ningún metropolitano llamado Arnost Deniv que hubiera muerto a principios del siglo XV.
Después de disculparse, la bibliotecaria los dejó sentados tras una mesa de lectura.
—El problema con los ataúdes en Sazan está empezando a parecer un juego de niños —dijo Sam.
—Esto no puede ser el fin —contestó Remi—. Sabemos que Arnost Deniv existió. ¿Cómo puede no haber constancia de él?
En la mesa de al lado, una suave voz de bajo dijo:
—La respuesta, querida, es que hay varios Arnost Deniv en la historia de la Iglesia ortodoxa búlgara y que la mayoría de ellos vivieron antes de la guerra ruso-turca.
Sam y Remi se volvieron y se encontraron mirando a un hombre de cabello plateado con unos brillantes ojos verdes. Les dedicó una sonrisa abierta y dijo:
—Discúlpenme por escuchar su conversación.
—No se preocupe —respondió Remi.
—El problema de la biblioteca es que están en pleno proceso de digitalización de los archivos —dijo el hombre—. Todavía no han contrastado totalmente el catálogo. Por lo tanto, si una petición no es muy concreta, no se consigue ningún resultado.
—Aceptamos cualquier consejo —dijo Sam.
El hombre les indicó con la mano que se acercaran a su mesa. Una vez que estuvieron sentados, y él hubo apilado de nuevo los libros amontonados a su alrededor, dijo:
—Da la casualidad de que estoy trabajando en un pequeño libro de historia.
—¿De la Iglesia ortodoxa oriental? —preguntó Remi.
El hombre sonrió con complicidad.
—Entre otras cosas. Mis intereses son... eclécticos, se podría decir.
—Es interesante que nuestros caminos se encuentren aquí —dijo Sam, observando la cara del hombre.
—Yo creo que la realidad supera la ficción. Esta mañana, mientras estaba investigando el dominio otomano de Bulgaria, me he topado con el nombre de Arnost Deniv: un metropolitano del siglo quince.
—Pero la bibliotecaria nos ha dicho que no... —alegó Remi.
—Les ha dicho que no tenían constancia de la existencia de un metropolitano con ese nombre durante ese período. El libro en el que lo he encontrado todavía no ha sido digitalizado. Verán, cuando el Imperio otomano (que era fervorosamente musulmán) conquistó Bulgaria, miles de clérigos fueron asesinados. A menudo, los que sobrevivían eran degradados o exiliados, o las dos cosas. Ese fue el caso de Arnost Deniv. Era un hombre muy influyente, y eso preocupaba a los otomanos.
»En mil cuatrocientos veintidós, después de volver de unas obras de misionero en Oriente, ascendió a la categoría de metropolitano, pero cuatro años más tarde fue degradado y exiliado. Los otomanos le ordenaron bajo pena de muerte que limitara sus ministerios al pueblo en el que murió dos años más tarde.
—Y, a ver si lo adivino —dijo Sam—, los otomanos hicieron todo lo posible por destruir gran parte de la historia de la Iglesia ortodoxa oriental durante ese período de tiempo.
—Correcto —dijo el hombre—. Por lo que respecta a muchos textos históricos de esa época, Arnost Deniv no fue más que un humilde sacerdote en una pequeña aldea.
—Entonces ¿puede usted decirnos dónde está enterrado? —preguntó Remi.
—No solo puedo decírselo sino que puedo mostrarles dónde están expuestas públicamente todas sus posesiones materiales.