Sofía, Bulgaria
Las instrucciones de su benefactor fueron sencillas: recorrer dieciséis kilómetros al norte hasta la ciudad de Kutina, en las estribaciones de los montes Balcanes. Buscar el Museo de Historia Cultural de Kutina y pedir que les dejaran ver los objetos expuestos de Deniv.
Llegaron a Kutina poco después de la una de la tarde y pararon a comer en un café. Usando frases chapurreadas, los Fargo consiguieron las señas del museo.
—Remi —dijo Sam mientras abría la puerta del conductor del Fiat—, ¿te has quedado con el nombre de ese tipo? Ya no me acuerdo.
Remi se detuvo con la puerta de su lado entreabierta. Frunció el ceño.
—Tiene gracia... Yo tampoco. Empezaba por ce, creo.
Sam asintió con la cabeza.
—Sí, pero ¿era el nombre o el apellido? ¿O los dos?
Después de haber visto más que suficientes templos de la Iglesia ortodoxa oriental, Sam y Remi respiraron aliviados al descubrir que el museo estaba ubicado en una vieja casa de labranza de color amarillo mantequilla a orillas del río Iskar. A cada lado de la estructura había ricos prados verdes para caballos.
Aparcaron en la entrada de grava del museo, bajaron del coche y subieron los escalones del porche. En la ventana con parteluz de la puerta principal había un letrero universal con un reloj que indicaba la hora de vuelta al trabajo pero escrito en cirílico. Las manecillas apuntaban a las dos y media.
—Veinte minutos —dijo Sam.
Se sentaron en el columpio del porche y se mecieron, charlando para matar el tiempo. Empezó a caer una llovizna que tamborileaba en el tejado.
—¿Por qué no tenemos uno de estos columpios? —preguntó Remi—. Es relajante.
—Lo tenemos —contestó Sam—. Te lo compré hace cuatro años para el día del Árbol. —A Sam le gustaba sorprender a su mujer con regalos en las festividades poco conocidas—. Todavía no he tenido tiempo de montarlo. Lo apuntaré en el primer puesto de mi lista de cosas pendientes.
Remi le apretó el brazo.
—Ah, es verdad. ¿El día del Árbol? ¿Seguro que no fue el día de la Marmota?
—No, el día de la Marmota estuvimos en Ankara.
—¿Estás seguro? Juraría que estuvimos en Ankara en marzo...
A las 2.28 de la tarde un viejo Bulgaralpine verde se deslizó en punto muerto y se detuvo en el césped. Una mujer desgarbada con gafas de montura redonda y una boina bajó del vehículo, los vio en el porche y los saludó con la mano.
—Sdrawei! —gritó.
—Sdrawei! —contestaron al unísono Sam y Remi.
«¡Hola!» y «¿Habla nuestro idioma?» eran dos frases que intentaban aprender de memoria cada vez que visitaban un nuevo país.
Sam empleó la segunda frase mientras la mujer subía los escalones del porche.
—Sí, hablo su idioma —respondió ella—. Mi hermana vive en Estados Unidos: Dearborn, Michigan, Estados Unidos. Me enseña por los internetes. Soy Sovka.
Sam y Remi se presentaron.
—¿Han venido a ver los museos? —preguntó Sovka.
—Sí —contestó Remi.
—Bien. Síganme, por favor.
Sovka abrió la puerta con llave y entró. Sam y Remi la siguieron. El interior del edificio olía a madera vieja y a col, y las paredes estaban pintadas de un tono parecido al del exterior: amarillo mantequilla desvaído. Después de colgar su abrigo en el armario del recibidor, la mujer los condujo a un pequeño despacho en la sala de estar reformada.
—¿Qué les trae a estos museos? —preguntó la mujer.
Sam y Remi habían discutido el modo de enfocar la situación en el camino a Kutina y habían decidido ser francos.
—Estamos interesados en el padre Arnost Deniv. Una persona en la Biblioteca Nacional Búlgara de Sofía nos ha comentado que ustedes podían tener objetos relacionados con él.
Los ojos de Sovka se abrieron de par en par.
—¿El Metodio? ¿En el Metodio saben de nuestros museos? ¿En Sofía?
Remi asintió con la cabeza.
—Ya lo creo.
—Oh, lo pondré en nuestro pronto boletín. Qué momento más glorioso para nosotros. Respondiendo pregunta, no, se equivoca. No tenemos algunos asuntos personales del padre Deniv. Tenemos todos sus asuntos personales. ¿Puedo preguntar por qué están ustedes interesados con él?
Sam y Remi le explicaron su proyecto de libro, y Sovka asintió solemnemente con la cabeza.
—Una época siniestra para la Iglesia. Me alegro de que escriban sobre ello. Vengan.
Salieron del despacho detrás de ella, recorrieron el pasillo y subieron una sinuosa escalera hasta el segundo piso. Allí habían derribado las paredes y habían convertido lo que parecían noventa metros cuadrados de habitaciones en un espacio abierto. Sovka los llevó a la parte sudeste de la casa, donde un grupo de vitrinas de cristal y tapices colgantes habían sido dispuestos formando un rincón. Unas luces empotradas en el techo iluminaban las vitrinas.
Remi lo vio primero, y Sam un instante después.
—¿Ves....?
—Sí —contestó él.
—¿Perdones? —preguntó Sovka por encima del hombro.
—Nada —respondió Remi.
Incluso a tres metros de distancia, el borde curvado de la pieza de oro parecía saltar a la vista en la vitrina situada al lado de la pared. Sam y Remi entraron en el rincón con el corazón acelerado. Allí, en el estante superior, posado sobre una sotana negro azabache doblada con un reborde naranja oscuro, se hallaba el disco del Theurang.
Sovka extendió los brazos con un ademán ostentoso.
—Bienvenidos a las colecciones Deniv —dijo—. Todo lo que tenía en sus posesiones en el momento de su muerte está aquí.
Sam y Remi apartaron la vista del disco y miraron a su alrededor. En total, debía de haber unas veinte piezas, en su mayoría prendas de ropa, objetos de aseo, artículos de escritura y unos cuantos fragmentos de cartas enmarcados.
—¿Qué es este objeto? —dijo Remi lo más despreocupadamente posible.
Sovka miró el disco del Theurang.
—No somos seguros. Creemos que es una especie de recuerdo, tal vez de sus aventuras como misionero en tierras salvajes.
—Es fascinante —comentó Sam, inclinándose—. Echaremos un vistazo, si no le importa.
—Por supuesto. Estaré por aquí, si me necesitan.
Sovka se alejó pero no se perdió de vista.
—Esto complica las cosas —susurró Remi a Sam.
Quitar el disco del Theurang a Besim Mala había sido una decisión fácil. Sin embargo, allí el disco de Arnost Deniv formaba parte de la historia reconocida. Sabían que entrar a robar en el museo fuera del horario de visita sería sencillo, pero ni a Sam ni a Remi les parecía bien esa opción.
—Consultemos con nuestros expertos —propuso Remi.
Le dijeron a Sovka que volverían enseguida y salieron al porche. Llamaron por teléfono a Selma, le pidieron que incluyera en la conferencia a Jack Karna y esperaron durante dos minutos de silencios y ruiditos mientras hacía las conexiones pertinentes. Cuando Karna estuvo al teléfono, Sam explicó la situación.
—Jack, ¿qué necesita exactamente de los discos para que sean compatibles con el mapa? —preguntó Remi—. ¿El propio disco o las marcas?
—Las dos cosas, me temo. ¿Hay alguna posibilidad de que esa mujer se lo preste?
—Lo dudo —contestó Sam—. Es su orgullo. Y me preocupa que si se lo pedimos desconfíe. Se está mostrando amable y colaboradora. No queremos que cambie de actitud.
—Jack, ¿son muy parecidos los discos en tamaño y forma? —preguntó Selma.
—Por lo que he podido averiguar, yo diría que casi idénticos. Lo sabrá con seguridad cuando compare el que Sam y Remi le acaban de enviar con el que sacó del cofre.
—Selma, ¿qué estás pensando?
—Es demasiado pronto para decirlo, señora Fargo, pero si todos esperan un poco... —La línea se interrumpió y permaneció en silencio. Fiel a su palabra, Selma volvió al cabo de tres minutos—. Puedo fabricar uno —dijo sin más preámbulos—. Bueno, yo no, sino un amigo de un amigo que puede replicarlo con la precisión que permiten el diseño y la fabricación asistidos por ordenador. Si le proporcionamos las suficientes fotos adecuadas, puede modelar el disco que falta.
—Me imagino que tienes una lista de requisitos —dijo Sam.
—Ahora mismo se la estoy enviando.
Después de conseguir que Sovka accediera a dejarles fotografiar la colección Deniv a cambio de una pequeña donación al «nuevo fondo para el tejado», Sam y Remi regresaron en coche a Sofía y, siguiendo las indicaciones de Selma y su lista de la compra, reunieron lo que necesitaban: dos reglas de cálculo triangulares de calidad profesional, dos placas giratorias, un expositor negro de dos centímetros y medio de altura en el que pudiera apoyarse el disco, y luces y un trípode para la cámara de Remi.
A las cuatro estaban de vuelta en Kutina, y treinta minutos más tarde, haciendo fotos. Con cuidado de prestar la atención adecuada a cada objeto para que Sovka no se interesara demasiado, los fotografiaron de uno en uno, dejando el disco del Theurang para el final. Aburrida de la operación, Sovka había desaparecido en su despacho de la planta de abajo.
—Esto sería mucho más fácil si no tuviéramos escrúpulos —observó Sam.
—Piensa en ello como una cuestión de buen karma. Además, ¿quién sabe cuál es la pena por robo de objetos históricos en Bulgaria?
—Dos argumentos de peso.
Construida la caja luminosa y colocado el telón de fondo de lino blanco, Sam dispuso las luces según las instrucciones de Selma. Una vez hecho eso, Remi colocó el expositor en la placa giratoria y luego el disco apoyado en el expositor. Por último, las reglas de cálculo fueron colocadas formando una L alrededor del disco.
Después de tomar una serie de instantáneas de prueba y de hacer unos ajustes en la cámara, Remi empezó a disparar: cinco fotografías por cada rotación de ocho grados de la placa giratoria, para un total de cuarenta y cinco giros o doscientas veinticinco fotografías. Repitieron la operación con el lado contrario del disco y luego hicieron otra serie con él de pie sobre el expositor. A continuación, por último, realizaron una serie de primeros planos de las caras idénticas del disco, centrándose en los símbolos.
—Ochocientas fotos —dijo Remi, enderezándose tras su trípode.
—¿Cuánto ocupan los archivos?
Remi miró la pantalla de LCD.
—Caramba. Ocho gigabytes. Demasiado para un correo electrónico normal.
—Creo que sé cómo podemos solucionarlo —respondió Sam—. Recojamos y pongámonos en marcha.
Después de una llamada rápida a Selma, quien a su vez llamó a Rube, quien a su vez llamó a sus amigos en los Servicios Archivísticos Académicos de Sofía S. A., Sam y Remi encontraron la oficina abierta cuando llegaron a Sofía a las seis y media. Como en su primera visita, a Sam le pidieron que se identificara y dijera una frase en clave —distinta de la primera— antes de ser conducido a una oficina contigua y una terminal informática. Gracias a la conexión a internet de alta velocidad de la oficina, envió rápidamente los archivos de las fotos y las subió al sitio de almacenamiento de Selma en menos de tres minutos. Sam esperó el mensaje de confirmación y regresó al Fiat junto a Remi.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó.
Sam vaciló. Frunció el ceño. Habían estado tan ajetreados desde que habían llegado a Katmandú que no habían tenido ocasión de plantearse esa pregunta.
—Voto por que volvamos a casa y nos reorganicemos.
—Estoy de acuerdo.