Goldfish Point, La Jolla,
California
—Genial... Gracias. Lo buscaremos.
Selma colgó el teléfono y regresó junto al grupo reunido en torno a la mesa de trabajo de arce: Sam, Remi, Pete y Wendy.
—Era George —dijo Selma—. La maqueta del disco del Theurang está lista. Nos la va a mandar por un mensajero en bicicleta.
—Estoy deseando ver qué aspecto tienen ochocientas fotos en tres dimensiones —dijo Remi.
Al llegar a casa después de su vuelo de Sofía a San Diego con escalas en Frankfurt y San Francisco, Sam y Remi habían saludado a los presentes y rápidamente se habían acostado para dormir diez maravillosas horas. Renovados, y con el cuerpo casi readaptado a la hora de California, se habían reunido con su equipo en la sala de trabajo para ponerse al día.
—Por muy buena que sea la maqueta —dijo Pete—, no se puede comparar con el auténtico disco.
Posados en las bandejas forradas de gomaespuma negra, los genuinos dos discos del Theurang brillaban bajo el duro resplandor de los halógenos colgantes.
—En aspecto, sí —contestó Sam—. Pero en utilidad... Mientras nos ayude a encaminarnos a donde tenemos que ir, para mí es como si fuera de oro.
—¿Se creen algo de la historia? —preguntó Selma.
—¿Qué parte?
—La profecía, la teoría de Jack sobre el Theurang como un eslabón perdido evolutivo, Shangri-La... Todo.
—Bueno, el propio Jack lo reconoció —contestó Remi—: solo tenemos dibujos del Theurang, y es imposible saber hasta qué punto están basados en el mito y hasta qué punto en la observación directa. Yo creo que su argumento es tan convincente que deberíamos investigarlo hasta el final.
Sam asintió con la cabeza.
—En cuanto a Shangri-La... Muchas leyendas están basadas en un ápice de verdad. En la cultura popular moderna, Shangri-La es sinónimo de paraíso. Para la gente de Mustang, puede que solo haya sido el lugar donde fue originalmente encontrado el Theurang... y donde debería ser enterrado por derecho. Los nombres de los sitios son intrascendentes. Lo importante es el significado que les damos.
—Sam, eso es casi poético —dijo Remi.
Él sonrió.
—Tengo mis momentos.
El interfono sonó. Selma contestó y salió de la sala. Volvió un minuto más tarde con una caja de cartón. La abrió, examinó su contenido y acto seguido lo extrajo. Colocó el disco del Theurang modelado sobre la bandeja con gomaespuma.
El disco era casi imposible de distinguir de sus dos compañeros.
—Estoy impresionado —dijo Sam—. Buena idea, Selma.
—Gracias, señor Fargo. ¿Llamamos a Jack?
—Dentro de poco. Primero creo que es el momento de que nos pongamos en contacto con el rey Charlie. Me gustaría cabrearlo para que hablara.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Wendy.
—Dependiendo de lo fiables que sean sus fuentes en Mustang, puede que crea que su plan de ahogarnos en el Kali Gandaki dio resultado. Vamos a ver si logramos hacerle la Pascua. Selma, ¿puedes conseguirme una línea segura por el manos libres?
—Sí, señor Fargo. Un momento.
Pronto la línea se abrió y el teléfono sonó. Charlie King contestó con un áspero «King al aparato».
—Buenos días, señor King —dijo Sam—. Sam y Remi Fargo al aparato.
Indecisión. Acto seguido, una reacción bulliciosa:
—¡Buenos días! Hacía tiempo que no sabía de ustedes. Estaba empezando a temer que no hubieran cumplido nuestro trato.
—¿Qué trato es ese?
—He liberado a su amigo. Ahora ustedes van a entregarme lo que han encontrado.
—No tiene usted muy buena memoria, Charlie. El trato era que nos reuniríamos con Russell y Marjorie y que llegaríamos a un entendimiento con ellos.
—Maldita sea, ¿y qué creían que significaba eso? Yo les doy a Alton, y ustedes me dan lo que quiero.
—Consideramos que usted ha incumplido su contrato, Charlie.
—¿De qué está hablando?
—Estamos hablando del falso guía turístico que contrató para matarnos en Mustang.
—Yo no hice tal...
—Para el caso... —lo interrumpió Sam—. Usted mandó a sus hijos o a su mujer que lo hicieran.
—Conque creen eso, ¿eh? Adelante, demuéstrenlo.
—Creo que podemos hacer algo mejor —respondió Sam.
A su lado, Remi esbozó con los labios: «¿Qué?». Sam se encogió de hombros y esbozó a su vez las palabras «Estoy improvisando».
—Fargo, me han amenazado hombres más duros y más ricos que usted —dijo King—. Prácticamente todos los días me limpio su sangre de las botas. ¿Qué tal si me da lo que quiero y quedamos como amigos?
—Es demasiado tarde para eso: la parte de los amigos, quiero decir. En cuanto al premio detrás del que anda (el premio que su padre se pasó la mayor parte de su vida adulta buscando), lo tenemos. Está justo delante de nosotros.
—Gilipolleces.
—Vigile esos modales, y a lo mejor nosotros le mandamos una foto. Pero, primero, ¿por qué no nos explica a qué se debe su interés?
—¿Y si ustedes me cuentan qué han encontrado?
—Un cofre de madera con forma de cubo en manos de un soldado que llevaba muerto medio milenio más o menos.
King tardó en contestar, pero le oyeron respirar por el teléfono. Al final, en voz queda, dijo:
—¿De verdad lo tienen?
—Sí. Y a menos que empiece a contarnos la verdad, vamos a abrirlo y ver lo que hay dentro.
—No, no lo toquen. No lo hagan.
—Díganos qué hay dentro.
—Podría ser un par de cosas: un objeto con forma de moneda grande o un montón de huesos. En cualquier caso, no significarán mucho para ustedes.
—Entonces ¿por qué significan tanto para usted?
—No es asunto suyo.
Al otro lado de la mesa, Selma, de pie tras su portátil, levantó el dedo índice.
—Señor King, ¿puede esperar un momento? —dijo Sam.
Sin aguardar a que él contestara, Pete alargó la mano hacia el teléfono y pulsó el botón de silencio.
—Me había olvidado de contárselo —dijo Selma—: he estado haciendo más averiguaciones sobre los años de adolescencia de King. He encontrado un blog escrito por una antigua reportera del New York Times. La mujer afirma que durante una entrevista con King hace tres años, le hizo una pregunta que no le gustó. Después de fulminarla con la mirada, puso fin a la entrevista. Dos días más tarde, ella fue despedida. Desde entonces no ha podido encontrar un trabajo aceptable de periodista. King la ha puesto en la lista negra.
—¿Qué le preguntó? —inquirió Remi.
—Le preguntó por qué en el anuario del instituto de secundaria de King todo el mundo se refería a él por su apodo: Adolf.
—¿Ya está? —dijo Sam—. ¿Eso es todo?
—Ya está.
—Sabemos que Lewis King era nazi solo de nombre —dijo Wendy—, y que Charlie no tuvo nada que ver con eso, de modo que ¿por qué iba...?
—Los críos pueden ser muy crueles —contestó Remi—. Piénsalo: Lewis King estuvo en gran parte ausente en la vida de Charlie desde una tierna edad. Además, allí adonde Charlie iba debían de burlarse sin piedad de sus orígenes nazis. Desde nuestro punto de vista no parece gran cosa, pero para un chico, para un adolescente... Sam, podría ser un asunto delicado para King. En aquel entonces era un niño petulante sin poder. Ahora es un multimillonario petulante con más poder que muchos jefes de Estado.
Sam consideró aquello. Hizo un gesto con la cabeza a Pete, quien volvió a apretar el botón de silencio.
—Disculpe, Charlie. ¿Por dónde íbamos? Ah, claro: la caja. Ha dicho que contiene una moneda o unos huesos, ¿correcto?
—Así es.
—¿Y para qué los quería su padre? ¿Un oscuro ritual de ocultismo nazi? ¿Algo que Himmler ideó con Adolf?
—¡Cállese, Fargo!
—Su padre se pasó la vida buscándolo. ¿Cómo puede estar seguro de que no tuvo ningún vínculo con una organización nazi secreta después de la guerra?
—Se lo advierto... ¡Cállese!
—¿Por eso quiere el Hombre Dorado, Charlie? ¿Está intentando culminar lo que el fascista de su padre no pudo acabar?
Por el altavoz oyeron que algo pesado caía con estrépito sobre madera seguido de unas confusas interferencias. La voz de King volvió al otro lado de la línea:
—¡No soy un nazi!
—De tal palo tal astilla, Charlie. Le diré lo que creo que pasó. Su padre se enteró de la existencia del Theurang durante la expedición de mil novecientos treinta y ocho, luego su familia se mudó a Estados Unidos después de la guerra, donde el señor King siguió con el adoctrinamiento nazi de su hijo. Para sus retorcidas mentes, el Theurang es una especie de Santo Grial. Lewis desapareció intentando encontrarlo, pero a usted le enseñó bien. Usted no va a...
—¡El muy cabrón! ¡El muy idiota! ¡Se marchó tan pancho dejando a mi madre en Alemania y luego hizo lo mismo cuando ella llegó aquí!
»Cuando mi madre se tragó un frasco de pastillas, no se molestó en volver para el funeral. ¡Él la mató y ni siquiera tuvo la decencia de presentarse!
»¡El bueno y excéntrico de Lewis! Le importaba un bledo lo que dijeran de él y no entendía por qué a mí me molestaba. Todos los días, todos los puñeteros días, tenía que escucharles murmurando a mis espaldas, soltando el maldito Heil Hitler! Pero pude con ellos. ¡Pude con todos! Ahora podría comprarlos y venderlos a todos y cada uno de ellos.
»¿Cree que busco el Hombre Dorado porque era tan importante para mi padre? ¿Cree que considero que tengo un deber hacia él? Menudo chiste. ¡Cuando le eche el guante a esa cosa, voy a hacerla polvo! ¡Y si hay Dios en el cielo, mi padre estará mirando! —King se detuvo y soltó una risita forzada—. Además, ustedes dos han sido un incordio para mí desde el primer día. No pienso dejar que cojan lo que es mío por derecho ni en sueños.
Sam tardó en contestar. Lanzó una mirada a Remi y supo que era de la misma opinión que él: sentían una compasión absoluta por el niño Charlie King. Pero King ya no era un niño, y su demencial misión para vengarse de su padre había costado vidas humanas.
—¿De eso se trata? —dijo Sam—. ¿De una simple pataleta? King, ha asesinado, ha raptado y ha esclavizado a gente. Es usted un sociópata.
—Fargo, no sabe lo que está...
—Sé lo que usted ha hecho. Y sé de lo que es capaz antes de que todo esto acabe. Voy a hacerle una promesa, King: no solo vamos a asegurarnos de que no consigue el Hombre Dorado, sino también de que vaya a la cárcel por lo que ha hecho.
—¡Escúcheme, Fargo! ¡Mataré...!
Sam alargó la mano y pulsó el botón de colgar.
La línea se cortó.
Se hizo el silencio alrededor de la mesa de trabajo.
Entonces, en voz baja, Selma dijo:
—Vaya, parece un pelín fastidiado.
Su comentario rompió la tensión. Todos se echaron a reír. Cuando las risas se fueron apagando, Remi dijo:
—Me preguntó qué pasará si cumplimos nuestra promesa. ¿Acabará King en la cárcel o en un manicomio?
Thisuli, Nepal
El coronel Zhou había aceptado asistir a la reunión a altas horas de la noche en parte por curiosidad y en parte por necesidad. Su trato con los extraños zázhong —mestizos— estadounidenses había sido lucrativo hasta la fecha, pero ahora que conocía sus verdaderas identidades, y la de su padre, Zhou estaba deseando cambiar las condiciones de su acuerdo. Al coronel le daba igual lo que Charles King estuviera haciendo en Nepal. Lo que le molestaba era lo poco que les había cobrado en... gastos de tramitación, como dirían los estadounidenses. Llevar los fósiles a Lhasa y pasarlos por la aduana era bastante fácil, pero conseguir distribuidores de confianza para una mercancía tan prohibida era mucho más complicado... y, esa noche, mucho más caro.
Pocos minutos antes de la medianoche, Zhou oyó el rugido del motor de un todoterreno en el exterior. Los dos soldados situados detrás del coronel se levantaron de sus sillas y alzaron sus fusiles de asalto apuntando hacia abajo.
—Esta vez he ordenado que los cacheen —les dijo a sus hombres—. Aun así, no bajéis la guardia.
Uno de los centinelas apostados en el exterior cruzó el umbral, hizo una señal con la cabeza a Zhou y desapareció. Un momento más tarde Marjorie y Russell King salieron de la oscuridad y penetraron en la luz parpadeante de la lámpara de queroseno. No estaban solos. Una tercera figura, una esbelta mujer china de rostro adusto, entró en la estancia. El lenguaje corporal de los hijos de King indicó a Zhou que la nueva mujer hablaría en nombre de los tres.
Y entonces lo vio, el parecido en los ojos, la nariz y los pómulos. La madre y sus hijos, pensó Zhou. Interesante. Decidió jugar sus cartas. Se levantó de su asiento tras la mesa de caballete y saludó respetuosamente con la cabeza a la mujer.
—¿La llamo señora King?
—No. Hsu. Zhilan Hsu.
—Siéntese, por favor.
Zhilan se sentó en el banco, con las manos cuidadosamente cruzadas sobre la mesa de delante. Los hijos de King permanecieron de pie, imitando la postura firme de los soldados de Zhou. El coronel se sentó.
—¿A qué debo este placer? —preguntó.
—Mi marido quiere algo de usted.
—¿De verdad?
—Sí. Primero, quiere que entienda lo siguiente: sabemos que no se llama Zhou, y que no es coronel del Ejército Popular de Liberación. Su nombre real es Feng, y es usted general.
El general Feng notó que se le encogía el estómago. Tuvo que hacer un ejercicio de voluntad para que el pánico no se reflejara en su rostro.
—¿Ah, sí?
—Sí. Lo sabemos todo de usted, incluidas sus demás actividades ilícitas: tráfico de armas ligeras de bajo calibre, contrabando de heroína, etcétera. También sabemos quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos en su cadena de mando. De hecho, mi marido tiene muy buenas relaciones con un general llamado Gou. ¿Le suena el nombre?
Feng tragó saliva. Sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor.
—Sí —logró decir de forma apenas perceptible.
—El general Gou no le tiene mucho aprecio, ¿verdad?
—No.
—¿Me he explicado bien? —preguntó Zhilan Hsu.
—Sí.
—Hablemos de nuestra asociación. En realidad, mi marido está contento con los servicios que usted le ha prestado y le gustaría ofrecerle un quince por ciento de los ingresos de todas las transacciones.
—Es muy generoso por su parte.
—Mi marido es consciente de ello. También le pide un favor.
Feng se maldijo en el mismo instante en que las palabras brotaron de su boca.
—Un favor no exige compensación.
Los duros ojos de obsidiana miraron fijamente a Feng unos instantes antes de contestar.
—Me he equivocado de palabra. Tal vez «encargo» es más adecuada. Por supuesto, le compensará gustosamente por valor de doscientos mil dólares estadounidenses. Pero solo si tiene éxito.
Feng hizo un esfuerzo por mantener la sonrisa en su rostro.
—Por supuesto. Es lo mínimo. ¿De qué encargo se trata?
—Hay unas personas (dos, para ser exactos) que están amenazando nuestros intereses comerciales en la zona. Creemos que viajarán a lo largo de la frontera durante las próximas semanas; tal vez incluso crucen a la RAT —dijo Zhilan, en referencia a la Región Autónoma del Tíbet—. Queremos que los intercepte.
—Tendrá que ser más concreta.
—Que los capture y los retenga o que los mate. Le daré la orden cuando llegue el momento.
—¿A qué distancia de la frontera viajarán?
—En algunos lugares, a menos de unos kilómetros.
—La frontera tiene muchos kilómetros de largo. ¿Cómo voy a encontrar a dos individuos en toda esa extensión?
—No sea obtuso —dijo Zhilan, y su voz adoptó un tono más duro—. Tiene bajo su mando catorce helicópteros Harbin Z-9 equipados con radares infrarrojos, cámaras de visión nocturna y misiles antiaéreos y antitanques.
Feng suspiró.
—Está usted muy bien informada.
—Su mando también posee setenta y nueve puestos de observación. ¿Es correcto?
—Sí.
—Sospechamos que esas personas tendrán que usar un helicóptero para desplazarse por las zonas más apartadas. En Nepal existe un número limitado de empresas de fletamento que ofrezcan esos servicios. Para facilitarle la labor, nosotros vigilaremos esas empresas.
—Entonces ¿por qué no interceptamos a esas personas antes de que suban a bordo del helicóptero?
—Les permitiremos... completar su misión antes de que usted tome medidas contra ellos.
—¿Cuál es su misión?
—Están buscando algo. Queremos que lo encuentren.
—¿Qué están buscando?
—Usted no tiene por qué saberlo. General, le he explicado lo que precisamos de usted; le he dado toda la información que necesita para tomar una decisión. Así que tómela, por favor.
—Acepto. Me hará falta tener información sobre los objetivos.
Zhilan metió la mano en el bolsillo delantero de su anorak y sacó una tarjeta SD. La deslizó a través de la mesa hacia Feng y se levantó.
—Asegúrese de estar listo cuando le llame.