Jomsom, Nepal
Perfectamente conscientes de que en el caso de Charles King habían enfurecido a un león que hasta entonces solo había estado enfadado, Sam y Remi habían dado instrucciones a Selma de que preparara una ruta alternativa a Mustang.
Todos los implicados sabían que el Theurang estaba en algún lugar del Himalaya, y King sabía ahora que los Fargo, que contaban con una importante ventaja, tendrían que regresar a Nepal. A Sam y a Remi no les cabía duda de que Russell y Marjorie King, junto con su madre, Zhilan Hsu, estarían al acecho por si aparecían. Solo el tiempo diría qué otros recursos emplearía King, pero tenían intención de andar con mucho cuidado hasta que la odisea terminara.
Después de una serie de maratonianos vuelos llegaron a Nueva Delhi, en la India, donde recorrieron en coche cuatrocientos kilómetros en dirección sudeste hasta la ciudad de Lucknow, donde subieron a bordo de un avión chárter monomotor y viajaron otros trescientos veinte kilómetros al nordeste, hasta Jomsom. Se habían marchado de aquel centro de senderismo solo una semana antes, y cuando las ruedas del avión chirriaron en el asfalto de la pista de aterrizaje, Sam y Remi experimentaron una sensación de déjà vu. Esa sensación no hizo más que intensificarse cuando se dirigieron a la terminal entre multitudes de senderistas y representantes de servicios de guías disputándose el negocio.
Tal como Jack Karna había prometido, pasaron por la aduana sin que los molestaran ni los interrogaran. En la acera del exterior de la terminal les esperaba otro eco del pasado: un hombre nepalés al lado de un Toyota Land Cruiser blanco que sujetaba un letrero con su nombre escrito.
—Creo que nos busca a nosotros —dijo Sam, alargando la mano.
El hombre se la estrechó a ambos.
—Soy Ajay. El señor Karna me ha pedido que les diga: «El nuevo pez de Selma se llama Apistogramma iniridae». ¿Lo he pronunciado correctamente?
—Sí —contestó Remi—. ¿Y qué nombre le ha puesto?
—Frodo.
En sus largas conversaciones, Selma y Jack Karna habían descubierto que los dos eran fervientes admiradores de la trilogía de El señor de los anillos.
—¿Sí? ¿Está bien? —preguntó Ajay sonriendo.
—Está bien —respondió Sam—. Vamos.
Como era de esperar, Ajay no solo era mejor guía turístico que el anterior sino que también era mejor conductor, franqueando los innumerables recodos, curvas y peligros del Kali Gandaki con pericia. Solo ocho horas después de partir de Jomsom se encontraban ante la puerta de Jack Karna en Lo Monthang.
Los recibió a cada uno con un afectuoso abrazo. En la zona para sentarse les esperaban bollos y té caliente. Una vez que estuvieron instalados y hubieron entrado en calor, Sam y Remi sacaron los discos del Theurang y los colocaron sobre la mesita para el café delante de Karna.
Durante un minuto entero, el hombre simplemente los contempló con una mirada anhelante y una media sonrisa en el rostro. Al final, cogió los discos uno por uno y los examinó detenidamente. La maqueta solo pareció impresionarlo un poco menos.
—Aparte de los símbolos, es casi igual que el auténtico, ¿verdad? Tengo que decir que Selma... es toda una mujer.
Remi lanzó una mirada de soslayo a Sam y sonrió. Su intuición femenina le había revelado que había chispa entre Selma y Jack. Sam había rechazado la idea. En ese momento asintió con la cabeza en señal de reconocimiento.
—Es única —afirmó Sam—. Bueno, ¿crees que funcionarán?
—No me cabe ninguna duda. Con ese fin, Ajay nos llevará a las cuevas mañana por la mañana. Con suerte, al final del día habremos encontrado una coincidencia. Luego simplemente será cuestión de seguir el mapa hasta Shangri-La.
—Las cosas nunca resultan tan sencillas —dijo Remi—. Créenos.
Karna se encogió de hombros.
—Lo que vosotros digáis. —Les sirvió más té y les pasó el plato de bollos—. Bueno, contadme más cosas de la afición de Selma a las infusiones y a los peces tropicales.
A la mañana siguiente se levantaron antes del amanecer y tomaron un desayuno inglés completo servido por el chico que ayudaba a Karna: beicon, huevos, pudín negro, tomates y champiñones a la parrilla, pan frito, salchichas y tazas de té aparentemente interminables. Cuando no pudieron más, Sam y Remi apartaron sus platos.
—¿Desayunas esto todas las mañanas? —preguntó Remi a Karna.
—Por supuesto.
—¿Cómo te mantienes delgado? —dijo Sam.
—Hago mucho senderismo. Por no hablar del frío y la altitud. Aquí se queman montones de calorías. Si no consumo como mínimo cinco mil al día, empiezo a adelgazar.
—Deberías abrir un gimnasio —propuso Remi.
—Es una idea —dijo Karna, al tiempo que se levantaba. Dio una palmada y se frotó las manos—. ¡Muy bien! Partimos dentro de diez minutos. ¡Ajay se reunirá con nosotros en la verja!
Fiel a su palabra, Karna estaba saliendo con ellos por la puerta pocos minutos más tarde, y pronto se encontraron en el Land Cruiser en dirección al sudeste, hacia las estribaciones. A tres kilómetros de la ciudad, al llegar a una cumbre, el paisaje empezó a cambiar drásticamente. Las ondulantes colinas se volvieron más empinadas, y su contorno se hizo más irregular. Poco a poco, la tierra pasó de un color grisáceo a uno marrón aceitunado, y la poca maleza que salpicaba el terreno se hizo más dispersa. El Land Cruiser empezó a dar sacudidas de un lado a otro mientras Ajay conducía por la extensión ahora llena de cantos rodados. Pronto a Sam y a Remi se les taponaron los oídos.
—En el maletero hay dos cajas de agua embotellada —dijo Karna desde el asiento delantero—. Aseguraos de manteneros hidratados. Cuanto más alto subamos, más líquido necesitaréis.
Sam cogió dos pares de botellas, le dio una a Remi y dos a Karna, y a continuación le preguntó:
—¿A qué distancia estamos de la frontera del Tíbet?
—A once kilómetros más o menos. No lo olvidéis: aunque nosotros la consideremos la frontera del Tíbet, como la mayoría del mundo, los chinos no opinan lo mismo. Es una distinción que imponen celosamente. Puede que el nombre oficial sea Región Autónoma del Tíbet, pero por lo que a Pekín respecta, es todo de China. De hecho, si estáis atentos, empezaréis a ver puestos avanzados en las cumbres. Es posible que nos encontremos una patrulla o dos.
—¿Una patrulla? —repitió Sam—. ¿Del ejército chino?
—Sí. Unidades terrestres y aéreas pasan por Mustang rutinariamente, y no por casualidad. Saben que lo único que Nepal puede hacer es presentar una queja formal, que para los chinos no significa nada.
—¿Y qué pasa si alguien se equivoca de camino y cruza la frontera? Un senderista perdido, por ejemplo.
—Depende del sitio. Entre esta zona y el extremo norte de Myanmar hay casi tres mil doscientos kilómetros de frontera, gran parte en terrenos apartados y accidentados. En cuanto a esta zona, los chinos rara vez ahuyentan a las personas descarriadas para que vuelvan a cruzar la frontera de buenas maneras y normalmente detienen a los intrusos. Sé de tres senderistas que fueron pillados el año pasado.
En el asiento del conductor, Ajay levantó cuatro dedos en silencio.
—Retiro lo dicho: cuatro senderistas. Al final todos fueron liberados menos uno. ¿Estoy en lo cierto, Ajay?
—Sí.
—Define «al final» —dijo Remi.
—Un año más o menos. El único al que retuvieron lleva seis años desaparecido. A los chinos les gusta dar ejemplo, ¿sabéis? Soltar a un invasor demasiado pronto estaría mal visto. Cuando quisieras darte cuenta tendrías montones de agentes occidentales disfrazados de senderistas cruzando la frontera.
—¿Es así como realmente lo ven? —preguntó Sam.
—Algunos de los que están en el gobierno sí, pero me temo que casi todo es para impresionar. A lo largo de la frontera sur china hay franjas que son imposibles de recorrer por tierra, de modo que China es estricta en las zonas que puede controlar. Sé de buena tinta... —Karna sacudió la cabeza cómicamente en dirección a Ajay—. Sé que en el norte de India los senderistas cruzan a menudo la frontera; de hecho, hay agencias turísticas especializadas en ello. ¿No es así, Ajay?
—Sí, señor Karna.
—No os preocupéis, matrimonio Fargo. Ajay y yo llevamos años haciendo esto juntos. Nuestro GPS está perfectamente ajustado, y conocemos esta zona como la palma de nuestra mano. Os puedo asegurar que no caeremos en las garras del ejército chino.
Después de otra hora de trayecto en coche llegaron a un cañón rodeado de precipicios tan erosionados que semejaban hileras escalonadas de enormes hormigueros. Más adelante había una estructura como un castillo que parecía parcialmente incrustada en el precipicio. Las paredes exteriores del primer piso estaban pintadas del mismo color rojo oscuro que habían visto en Lo Monthang, mientras que las dos plantas superiores, dispuestas una sobre otra encima de vigas horizontales que sobresalían, eran cada vez más pequeñas y parecían labradas en la propia roca. Banderas de oración desvaídas colgadas entre dos de los tejados cónicos ondeaban en la brisa.
—La gompa de Tarl —anunció Karna.
—Hemos oído ese nombre varias veces —dijo Remi—, pero la definición parece... indefinible.
—Una forma acertada de expresarlo. En cierto sentido, las gompas son una especie de fortificaciones: bases para la educación y el crecimiento espiritual. En otro sentido, son monasterios; y en otro más, puestos militares. Depende en gran medida del período histórico en cuestión y de la gente que ocupa la gompa.
—¿Cuántas hay allí?
—Solo en Nepal, más de cien que yo sepa. Probablemente el triple de esa cantidad siguen sin descubrir. Si amplías la zona al Tíbet y Bhutan, hay miles.
—¿Por qué paramos en esta? —preguntó Sam.
—Sobre todo por respeto. Donde hay cuevas sagradas, se forma un consejo de ancianos para velar por ellas. Las cuevas que hay aquí todavía no son muy conocidas, y los ancianos son muy protectores con ellas. Si no les mostramos el debido respeto, acabaremos encañonados por una docena de fusiles.
Bajaron del coche. Karna gritó algo en nepalés en dirección a la gompa, y momentos más tarde un anciano con pantalones de color caqui y un anorak de un tono azul muy vivo salió a través de la puerta oscurecida. Tenía la cara muy bronceada y arrugada. Escrutó a sus invitados desde detrás de sus pobladas cejas durante varios segundos antes de sonreír ampliamente.
—¡Namaste, Jack! —gritó el hombre.
—¡Namaste, Pushpa! Tapaai laai kasto chha?
Karna avanzó, y los dos hombres se abrazaron y empezaron a hablar en voz baja. Karna señaló a Sam y a Remi, y ellos se adelantaron instintivamente.
Ajay los detuvo.
—Es mejor que esperen aquí. Pushpa es un sgonyer: un portero. El señor Karna es muy conocido entre esta gente, pero desconfían de los forasteros.
Karna y Pushpa siguieron hablando varios minutos antes de que el viejo asintiera con la cabeza y diera una palmada a Karna en los dos brazos. Karna regresó al Land Cruiser.
—Pushpa nos ha dado permiso para continuar. Informará a un guía local para que se reúna con nosotros en las primeras cuevas.
—¿Cómo informará al guía? —preguntó Remi—. No veo ningún...
—A pie —contestó Karna.
Señaló uno de los rocosos dientes de tiburón situados en lo alto del precipicio de enfrente. Allí había una figura de pie. Mientras ellos observaban, Pushpa levantó el brazo y formó una secuencia de gestos con la mano. La figura le devolvió las señales y acto seguido desapareció detrás del precipicio.
—Cuando lleguemos, toda la gente de la zona sabrá que vamos allí y que tenemos permiso —dijo Karna.
—En otras palabras, no habrá vecinos cabreados empuñando horcas.
—Fusiles —corrigió Sam a Remi.
Karna sonrió en actitud tranquilizadora.
—Ninguna de las dos cosas. ¿Vamos?
Dejaron atrás la gompa de Tarl en el espejo retrovisor y continuaron dirigiéndose al este, siguiendo el cañón a lo largo de tres kilómetros, antes de salir al lecho de un río seco. A cuatrocientos metros de allí, al otro lado de un puente, había un grupo de estructuras parecidas a gompas al pie de otro precipicio con hormigueros, en esta ocasión de bastantes metros de altura, que se extendía hacia el norte y el sur hasta donde alcanzaba la vista.
Ajay condujo el Land Cruiser por el lecho del río hasta el puente y lo cruzó. Conforme se acercaban al pueblo, el terreno pasó de los pedregales y los cantos rodados a una fina arena marrón óxido. Ajay detuvo el todoterreno al lado de un muro de piedra bajo en el perímetro del pueblo. Todos descendieron del vehículo y se encontraron con un viento fresco. La arena acribillaba sus chaquetas.
—Hace un poco de viento, ¿verdad? —dijo Karna.
Sam y Remi, que estaban poniéndose las capuchas, asintieron con la cabeza.
Sam gritó por encima de la ráfaga:
—¿A partir de aquí vamos andando?
—Sí. Hasta allí. —Karna señaló los hormigueros—. Vámonos.
Karna los llevó a través de una brecha en el muro y enfiló un sendero bordeado de piedras. Al final del mismo encontraron un espeso seto vivo de maleza. Siguieron el seto hacia la izquierda y luego a través de una pérgola natural. Aparecieron en una pequeña plaza adoquinada circular en cuyo centro había una fuente burbujeante. En torno al perímetro vieron jardineras rebosantes de flores rojas y moradas.
—Desvían parte del río para el riego, las cañerías y las fuentes —explicó Karna—. Les encantan las fuentes.
—Es precioso —dijo Remi.
No hacía falta mucha imaginación para advertir que las leyendas de Shangri-La partían de allí, pensó. En medio de uno de los terrenos más inhóspitos con los que se habían tropezado ella y Sam, habían encontrado un pequeño oasis. El contraste suponía una agradable sorpresa.
Sentado junto a un banco de madera había un hombre de poca estatura y de mediana edad con una sudadera a cuadros y una gorra con el logotipo de los Chicago Bears.
Los saludó levantando la mano y se acercó. Karna y el hombre se abrazaron y hablaron un poco antes de que Karna se volviera para presentarle a Sam y a Remi.
—Namaste... namaste —dijo el hombre sonriendo.
—Este es Pushpa —dijo Karna. Antes de que ellos pudieran preguntar, añadió—: Sí, es más o menos el mismo hombre de la gompa. A nosotros nos parece exactamente igual; para ellos, el matiz marca la diferencia. Pushpa nos llevará a las cuevas. Tomaremos té con él y luego nos pondremos manos a la obra.