Palembang, Sumatra
Sam y Remi llegaron con veinte minutos de antelación a su cita y pararon sus motos junto a la valla de tela metálica que bordeaba la zona de la terminal privada del aeropuerto de Palembang. Tal como Selma había pronosticado, encontraron la pista de despegue frente a los hangares repletos de aviones privados, todos modelos de hélice monomotores o bimotores. Menos uno: un avión a reacción Gulfstream G650. Valorado en sesenta y cinco millones de dólares, el G6 no solo era el reactor ejecutivo más caro del mundo sino también uno de los más rápidos, capaz de alcanzar una velocidad máxima de un mach, con un radio de acción de más de doce mil kilómetros y un techo de quince mil metros: tres mil metros más que los aviones a reacción comerciales.
Considerando lo que Selma había descubierto sobre el misterioso señor King, la presencia del G6 no sorprendió a Sam y a Remi. «El rey Charlie», como era conocido por sus amigos y enemigos íntimos, ocupaba en ese momento la undécima posición en la lista de las personas más ricas de la revista Forbes, con un patrimonio neto de 23.200 millones de dólares.
King había empezado en 1964, a los dieciséis años, como perforador en los campos petrolíferos de Texas, y a los veintiuno había fundado su propia compañía de perforación, King Oil. A los veinticuatro años era millonario; a los treinta, multimillonario. Durante los ochenta y los noventa, King amplió su negocio a la minería y la banca. Según Forbes, aunque King se pasara el resto de su vida jugando al ajedrez en su despacho en un ático de Houston, seguiría ganando cien mil dólares a la hora en intereses.
Sin embargo, a pesar de todo, en su vida cotidiana King era muy modesto y a veces se paseaba por Houston en su camioneta Chevrolet de 1968 y comía en su tasca favorita. Y si bien no alcanzaba las cotas de Howard Hughes, se rumoreaba que era un tanto solitario y celoso de su intimidad. Casi nunca se dejaba fotografiar en público, y cuando asistía a eventos, tanto de negocios como sociales, normalmente lo hacía de forma virtual mediante una cámara web.
Remi miró a Sam.
—El nombre de la cola coincide con los datos de la investigación de Selma. A menos que alguien haya robado el avión de King, parece que está aquí en persona.
—La pregunta es por qué.
Además de proporcionarles una breve biografía de King, Selma había hecho todo lo posible por localizar a Frank Alton, quien según su secretaria estaba fuera del país realizando un trabajo. Aunque hacía tres días que no tenía noticias de él, no estaba preocupada; Alton a menudo interrumpía las comunicaciones durante una semana o dos si el trabajo era especialmente complejo.
Oyeron una rama que se partía detrás de ellos y al volverse encontraron a Zhilan Hsu al otro lado de la valla, a solo un metro y medio de distancia. Sus piernas y la parte inferior de su torso estaban ocultos por el follaje. Escudriñó a los Fargo con sus ojos negros unos segundos y a continuación dijo:
—Se han pasado ustedes de puntuales.
Su tono era ligeramente menos severo que el de un fiscal.
—Y usted de sigilosa —contestó Remi.
—He estado observándolos.
—¿Su madre nunca le dijo que es de mala educación acercarse a la gente sin hacer ruido? —dijo Sam con una media sonrisa.
El rostro de Zhilan permaneció impasible.
—No conocí a mi madre.
—Lo siento...
—El señor King está listo para verlos; debe partir puntualmente a las siete y cincuenta. Me reuniré con ustedes en la puerta del lado este. Por favor, preparen sus pasaportes.
A continuación, Zhilan se volvió, se metió entre los arbustos y desapareció.
Remi se quedó mirando en aquella dirección con los ojos entornados.
—Confirmado: esa tía da repelús.
—Estoy completamente de acuerdo —dijo Sam—. Vamos. El rey Charlie nos espera.
Aparcaron sus motos en un lugar situado cerca de la puerta barrada y se aproximaron a un pequeño edificio exterior donde Zhilan los esperaba junto a un guardia uniformado. Dio un paso adelante, recogió sus pasaportes y se los entregó al agente, quien echó un vistazo a cada uno antes de devolvérselos a los Fargo.
—Por aquí, por favor —dijo Zhilan, y los condujo por el edificio y a través de una puerta peatonal hasta la escalerilla del Gulfstream.
Zhilan se hizo a un lado y les indicó con la mano que siguieran adelante. Una vez a bordo, se vieron en una cocina pequeña pero bien equipada. A la derecha, a través de un arco, estaba la cabina principal. Los mamparos estaban cubiertos de lustroso nogal taraceado con emblemas de la Estrella Solitaria de Texas, y el suelo estaba revestido de una gruesa moqueta color borgoña. Había dos zonas de asientos: una que consistía en una agrupación de cuatro butacas reclinables de cuero alrededor de una mesita para el café, y otra, en popa, compuesta de un trío de sillones muy mullidos. El ambiente climatizado resultaba vivificante. Débilmente, a través de unos altavoces ocultos, sonaba «Mammas Don’t Let Your Babies Grow Up to Be Cowboys», de Willie Nelson.
—Vaya —murmuró Remi.
En algún lugar hacia popa, una voz con un deje de Texas dijo:
—Creo que la palabra elegante para definir todo esto es «tópico», señorita Fargo, pero qué demonios, me gusta.
Un hombre se levantó de una de las butacas reclinables de cuero que miraban hacia atrás y se volvió para situarse de cara a ellos. Medía un metro noventa y cinco, pesaba noventa kilos —prácticamente la mitad era músculo— y tenía la cara bronceada y una tupida melena rubia entrecana cuidadosamente peinada. Sam y Remi sabían que Charles King tenía sesenta y dos años, pero aparentaba cincuenta. Les sonrió de oreja a oreja; tenía los dientes regulares y sorprendentemente blancos.
—Una vez que Texas se te mete en la sangre —dijo King—, es casi imposible sacártela. Créanme, he tenido cuatro mujeres que han hecho lo imposible, pero no lo han conseguido.
King se dirigió a ellos dando zancadas con la mano extendida. Llevaba unos tejanos azules, una camisa vaquera azul pálido desteñida y, para gran sorpresa de Sam y Remi, unas zapatillas de deporte Nike en lugar de unas botas de cowboy.
King reparó en sus expresiones.
—Nunca me han gustado las botas. Son muy incómodas y poco prácticas. Además, todos los caballos que poseo son de carreras, y yo no tengo precisamente la estatura de un jockey. —Estrechó primero la mano de Remi y luego la de Sam—. Muchas gracias por venir. Espero que Zee no les haya desanimado. No le gusta mucho charlar.
—Sería una buena jugadora de póquer —convino Sam.
—Es una buena jugadora de póquer. Me sacó seis mil pavos en diez minutos la primera (y la última) vez que jugamos. Pasen, siéntense. Beban algo. ¿Qué les apetece?
—Una botella de agua, por favor —dijo Remi, y Sam pidió lo mismo asintiendo con la cabeza.
—Zee, si eres tan amable. Yo tomaré lo de siempre.
Justo detrás de Sam y Remi, Zhilan dijo:
—Sí, señor King.
Lo siguieron a popa hasta la zona de los sillones y se sentaron. Zhilan solo tardó unos segundos en aparecer con una bandeja. Dejó las aguas de Sam y Remi delante de ellos y ofreció un whisky con hielo a King. Él no aceptó el vaso y simplemente se lo quedó mirando. Frunció el ceño, lanzó una mirada a Zhilan y negó con la cabeza.
—¿Cuántos cubitos tiene, cielo?
—Tres, señor King —dijo apresuradamente Zhilan—. Lo siento, me he...
—No le des más vueltas, Zee. Con uno más me basta. —Zhilan se marchó a toda prisa, y King dijo—: Por mucho que se lo digo, a veces se le olvida. El Jack Daniel’s es un whisky caprichoso; hay que echarle el hielo justo o no vale un pimiento.
—Le creo —dijo Sam.
—Es usted un hombre sabio, señor Fargo.
—Sam.
—Como quiera. Llámeme Charlie.
King se los quedó mirando, con una sonrisa de satisfacción grabada en el rostro, hasta que Zhilan regresó con la bebida y la cantidad correcta de hielo. Se quedó al lado de él, esperando mientras la saboreaba.
—Bravo —dijo—. Hala, vete. —A continuación, se dirigió a los Fargo—: ¿Cómo va su excavación en esa pequeña isla? ¿Cómo se llama?
—Pulau Legundi —contestó Sam.
—Sí, eso. Una especie de...
—Señor King...
—Charlie.
—Zhilan Hsu mencionó a un amigo nuestro, Frank Alton. Ahorrémonos la cháchara por el momento; háblenos de Frank.
—Es usted un hombre directo, Sam. Me imagino que usted, Remi, también comparte ese rasgo.
Ninguno de los dos contestó, pero Remi le dedicó una dulce sonrisa.
King se encogió de hombros.
—Muy bien. Contraté a Alton hace unas semanas para que investigara un asunto, y al parecer se ha esfumado. ¡Puf! Como parece que a ambos se les da bien encontrar lo que no se encuentra fácilmente y son amigos suyos, pensé ponerme en contacto con ustedes.
—¿Cuándo tuvo noticias de él por última vez? —preguntó Remi.
—Hace diez días.
—Frank suele ser bastante independiente cuando trabaja —dijo Sam—. ¿Por qué...?
—Porque tenía que llamarme cada día. Era parte de nuestro trato, y lo cumplió hasta hace diez días.
—¿Hay algún motivo para que piense que ocurre algo?
—¿Aparte de que ha roto la promesa que me hizo? —contestó King con un dejo de irritación—. ¿Aparte de llevarse mi dinero y desaparecer?
—Por decir algo.
—Bueno, la zona del mundo en la que está a veces puede ser un poco peligrosa.
—¿Qué zona es esa? —preguntó Remi.
—Nepal.
—¿Cómo? Ha dicho...
—Sí. Lo último que supe es que estaba en Katmandú. Es una ciudad apartada, pero puede ser un sitio duro si te descuidas.
—¿Quién más sabe esto? —preguntó Sam.
—Un puñado de gente.
—¿La mujer de Frank?
King negó con la cabeza y bebió un sorbo de whisky. Arrugó la cara.
—¡Zee!
Cinco segundos más tarde, Zhilan estaba a su lado.
—¿Sí, señor King?
Él le dio el vaso.
—El hielo se está derritiendo muy rápido. Deshazte de él.
—Sí, señor King.
Zhilan volvió a marcharse.
King observó con el ceño fruncido cómo se alejaba y se volvió de nuevo hacia los Fargo.
—Perdón, ¿qué estaba diciendo?
—¿Se lo ha contado a la mujer de Frank?
—No sabía que estuviera casado. No me dio ninguna información de contacto por si había una emergencia. Además, ¿para qué preocuparla? Que yo sepa, Alton se ha liado con una mujer oriental y está yéndose de picos pardos con mi dinero.
—Frank Alton no haría eso —dijo Remi.
—Puede que sí, puede que no.
—¿Se ha puesto en contacto con el gobierno nepalés? —preguntó Sam—. ¿O con la embajada estadounidense en Katmandú?
King hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Todos son muy lentos. Y corruptos; la gente de la zona, quiero decir. En cuanto a la embajada, me planteé llamarles, pero no dispongo de los meses que tardarían en poner sus culos en movimiento. Allí tengo a mi propia gente trabajando en otro proyecto, pero no tienen tiempo para dedicárselo a esto. Y, como he dicho, ustedes dos son famosos por encontrar lo que otros no pueden hallar.
—En primer lugar, Charlie, las personas no son cosas —dijo Sam—. En segundo, buscar personas desaparecidas no es nuestra especialidad. —King abrió la boca para hablar, pero Sam levantó la mano y continuó—: Dicho esto, Frank es un buen amigo nuestro, así que desde luego que iremos.
—¡Fantástico! —King se dio una palmada en la rodilla—. Hablemos de los detalles prácticos: ¿cuánto me va a costar?
Sam sonrió.
—Supondremos que está bromeando.
—¿Sobre dinero? Jamás.
—Como es un buen amigo, nosotros correremos con los gastos —dijo Remi con un ligero tono de crispación en la voz—. Necesitaremos toda la información que pueda proporcionarnos.
—Zee ya ha preparado una carpeta. Se la dará cuando se vayan.
—Háganos un resumen —dijo Sam.
—Es más complicado de lo que parece —dijo King—. Contraté a Alton para buscar a alguien que había desaparecido en la misma región.
—¿Quién?
—Mi padre. Cuando desapareció, mandé a una serie de personas a buscarlo, pero no tuvieron éxito. Es como si se hubiera esfumado de la faz de la tierra. La última vez que fue visto busqué por todas partes al mejor detective privado que pude encontrar. Alton estaba muy bien recomendado.
—Ha dicho «La última vez que fue visto» —observó Remi—. ¿Qué significa?
—Desde que mi padre desapareció, se ha rumoreado que aparece de vez en cuando: aproximadamente una docena de veces en los setenta, cuatro en los ochenta...
Sam lo interrumpió.
—Charlie, ¿exactamente cuánto lleva su padre desaparecido?
—Treinta y ocho años. Desapareció en mil novecientos setenta y tres.
Lewis King, a quien apodaban Bully, explicó Charles, era una especie de Indiana Jones, pero mucho antes de que apareciera el héroe cinematográfico: un arqueólogo que se pasaba once meses al año haciendo trabajo de campo; un académico trotamundos que había visitado más países de los que la mayoría de la gente sabía que existían. Charlie ignoraba lo que su padre estaba haciendo cuando desapareció.
—¿A qué estaba afiliado? —preguntó Remi.
—No sé a lo que se refiere.
—¿Trabajaba para una universidad o un museo? ¿Para una fundación, tal vez?
—No. Mi padre se habría sentido fuera de lugar. No le gustaban esas cosas.
—¿Cómo financiaba sus expediciones?
King les dedicó una sonrisa de modestia.
—Tenía un donante generoso y crédulo. Aunque, a decir verdad, nunca pidió mucho: cinco mil dólares de vez en cuando. Trabajaba solo, no tenía muchos gastos y sabía vivir frugalmente. En la mayoría de los sitios a los que viajaba podía mantenerse con un par de pavos al día.
—¿Tenía casa?
—Una casita en Monterrey. No la he vendido. En realidad, no he hecho nada con ella. Está prácticamente como estaba cuando él desapareció. Y sí, ya sé lo que van a preguntarme. En el setenta y tres mandé que registraran la casa en busca de pruebas, pero no encontraron nada. Si quieren, ustedes también pueden buscar. Zee les dará la información.
—¿Fue Frank allí?
—No, le pareció que no merecía la pena.
—Háblenos de la última vez que fue visto —dijo Sam.
—Hará unas seis semanas, un equipo de National Geographic estaba haciendo un reportaje sobre una ciudad antigua en esa zona: Lo Manta o algo por el estilo...
—Lo Monthang —propuso Remi.
—Sí, eso. Era la capital de Mustang.
Como la mayoría de la gente, King pronunciaba el nombre como el modelo de Ford homónimo.
—Se pronuncia «Mus-tong» —aclaró Remi—. También era conocido como Reino de Lo antes de que fuera anexionado por Nepal en el siglo dieciocho.
—Lo que usted diga. Nunca me han gustado esas cosas. Supongo que no he salido a mi padre. El caso es que en una de las fotos que hicieron aparecía un tipo al fondo. Un doble de mi padre... o al menos de la apariencia que debe de tener, según yo creo, después de casi cuarenta años.
—No es una información muy fiable en la que basarse —dijo Sam.
—Es lo único que tengo. ¿Siguen queriendo intentarlo?
—Por supuesto.
Sam y Remi se levantaron para marcharse. Se estrecharon las manos con King.
—Zee ha incluido en la carpeta mi información de contacto. Quiero que la pongan al corriente de sus progresos. Avísenme de lo que averigüen. Agradecería que me informaran con regularidad. Buena caza, matrimonio Fargo.
Charles King permaneció en la entrada de su Gulfstream observando cómo los Fargo regresaban a través de la puerta de acceso de la terminal, se montaban en sus motos y desaparecían por la carretera. Zhilan Hsu atravesó de nuevo la puerta, subió trotando la escalerilla del avión y se detuvo delante de King.
—No me gustan —dijo.
—¿Por qué?
—No le muestran suficiente respeto.
—Puedo pasar sin eso, querida, mientras estén a la altura de su fama. Por lo que he leído, esos dos tienen mucha habilidad para esta clase de cosas.
—¿Y si van más allá de lo que les pedimos?
—Bueno, para eso te tengo a ti, ¿no?
—Sí, señor King. ¿Quiere que vaya ya?
—No, dejemos que las cosas sigan su curso natural. Llama a Russ, ¿quieres?
King se dirigió a popa y se dejó caer en una de las butacas reclinables lanzando un gruñido. Un minuto más tarde, la voz de Zhilan sonó por el interfono.
—Se lo paso, señor King. Por favor, espere.
King aguardó a que sonara el gorjeante silenciador que le indicó que la línea por satélite estaba abierta.
—¿Estás ahí, Russ?
—Sí.
—¿Cómo va la excavación?
—Por buen camino. Hemos tenido problemas con una persona de la zona que ha armado lío, pero nos hemos ocupado de él. Marjorie está ahora mismo en el foso, apretándole las tuercas.
—¡Seguro que sí! Es como una bomba de relojería. No pierdas de vista a los inspectores. No pueden aparecer de repente. Estoy pagando un dineral. Si hay más gastos, os los descontaré de vuestro salario.
—Lo tengo bajo control.
—Bien. Y ahora dame una buena noticia. ¿Habéis encontrado algo interesante?
—Todavía no, pero hemos encontrado unas huellas fósiles que prometen mucho según nuestro experto.
—Sí, bueno, ya he oído eso antes. ¿Te has olvidado de aquel estafador de Perth?
—No, señor.
—¿El que te dijo que tenía un fósil de hipopótamo enano malgache? Se suponía que también era un experto.
—Y me ocupé de él, ¿no?
King hizo una pausa. Su ceño fruncido desapareció, y rió entre dientes.
—Es cierto. Pero escucha, hijo, quiero uno de esos Calico-como-se-llamen. Uno auténtico.
—Chalicotherium —lo corrigió Russ.
—¡Me importa un bledo cómo se pronuncie! ¡Latín! Que Dios me perdone. ¡Consígueme uno! ¡Ya le dije al inútil de Don Mayfield que estoy esperando uno y que tengo un espacio preparado. ¿Entendido?
—Sí, señor, entendido.
—Muy bien, pues. Otra cosa: acabo de conocer a nuestras más recientes adquisiciones. Los dos son muy astutos. Me imagino que no van a perder mucho tiempo. Con suerte, husmearán en el sitio de Monterrey y luego irán en dirección a ti. Te avisaré cuando estén en el aire.
—Sí, señor.
—Asegúrate de que los atas corto, ¿entendido? Si se te escapan, te despellejaré vivo.