Katmandú, Nepal
—¿Estás seguro de que no cambiarás de opinión, Jack? —preguntó Remi.
Detrás de ella, en la pista de despegue de tierra, había un helicóptero Bell 206b LongRanger III de color azul sobre fondo blanco, con el motor silbando mientras los rotores giraban para el despegue.
—No, querida, lo siento. Disculpadme por abandonaros. Tengo una relación de odio con todos los aparatos voladores. La última vez que fui volando a Gran Bretaña, lo hice totalmente sedado.
Después de salir del complejo de cuevas el día anterior, el grupo había regresado a Lo Monthang para reorganizarse y planear el siguiente paso. Sabían que solo había uno posible: seguir el sendero del centinela Dhakal hacia el este a través de Nepal, descartando los lugares que Karna había obtenido gracias al mapa del mural.
La altitud y lo remoto de las zonas en cuestión solo les dejaba una opción en materia de transporte —un servicio de helicópteros chárter—, que los llevaría de vuelta a Katmandú y a la guarida del león, por así decirlo. Con suerte, Sam y Remi encontrarían lo que necesitaban en pocos días, antes de que King pudiera descubrir su ruta.
—¿Y si King sigue nuestro rastro? —preguntó Sam.
—Santo Dios, ¿no os lo he dicho ya? Ajay es un ex soldado indio... y un gurkha, de hecho. Todo un tipo duro. Él cuidará de mí.
De pie detrás del hombro de Karna, Ajay les dedicó una sonrisa de tiburón.
Karna les dio el mapa plastificado que se había pasado la noche anterior anotando.
—He conseguido eliminar dos puntos de la red de búsqueda de hoy porque son poco probables; son unas cumbres que habrían estado cubiertas de hielo y nieve en la época del viaje de Dhakal...
La investigación de Karna sobre la «auténtica» Shangri-La le había llevado a creer que se encontraba en un lugar relativamente templado y con estaciones normales. Por desgracia, en la cadena del Himalaya abundaban ese tipo de valles ocultos, pequeños paraísos casi tropicales abrigados entre inhóspitos picos y glaciares.
—Eso nos deja seis objetivos por registrar —concluyó Karna—. Ajay le ha dado al piloto las coordenadas. —En la pista de despegue, los rotores del Bell estaban acelerando. Karna les estrecho las manos y gritó—: ¡Buena suerte! ¡Nos volveremos a encontrar aquí por la tarde!
Él y Ajay se marcharon con paso decidido hacia el Land Cruiser.
Sam y Remi se volvieron y se dirigieron al helicóptero.
El primer objetivo se hallaba a unos cincuenta kilómetros al nordeste de Katmandú, en el desfiladero de Hutabrang. Su piloto, un ex aviador de las Fuerzas Aéreas Paquistaníes llamado Hosni, los llevó directamente hacia el norte durante diez minutos, señalando picos y valles y dejando que Sam y Remi se hicieran a la configuración del terreno, antes de virar hacia el este en dirección a las coordenadas.
La voz de Hosni sonó por sus auriculares:
—Estamos entrando en la zona. La rodearé en el sentido de las agujas del reloj y trataré de volar lo más bajo posible. La cizalladura del viento puede ser peligrosa aquí.
En la cabina detrás de Hosni, Sam y Remi se inclinaron rápidamente a un lado para ver mejor por la ventanilla.
—Estate atento por si ves champiñones —ordenó Remi a Sam.
—Sí, capitana.
La traducción que Karna había hecho del mural de la cueva les había ofrecido una descripción vaga pero con suerte útil del rasgo más destacado de Shangri-La: una formación rocosa parecida a un champiñón. Como el mural era anterior al primer vuelo del hombre, era probable que la forma solo fuera reconocible desde el suelo. El mural no especificaba lo grande que era con exactitud la formación, ni si Shangri-La podía estar en ella o simplemente cerca. Sam y Remi suponían —y a la vez deseaban— que las personas que habían planificado la evacuación del Hombre Dorado hubieran elegido una formación lo bastante grande para que destacara de sus vecinas.
En previsión de numerosos aterrizajes y despegues, iban a pagar a Hosni casi el doble de su tarifa habitual, y lo habían contratado por cinco días, con un depósito no reembolsable por cinco más.
El Bell pasó por encima de una boscosa cumbre, y Hosni bajó el morro del helicóptero y descendió al valle. A unos noventa metros por encima de las copas de los árboles, niveló el helicóptero y redujo la velocidad aérea.
—¡Ya estamos en la zona! —gritó.
Sam y Remi empezaron a escudriñar el valle con los prismáticos levantados.
—Recuérdame qué nivel de precisión dijo Jack que tenían las coordenadas —pidió Remi por la radio.
—Un tercio de milla.
—Eso no me dice nada.
Pese a ser una experta en la materia, Remi no era muy aficionada a las matemáticas; calcular distancias la sacaba especialmente de quicio.
—Medio kilómetro. Imagínate una pista de atletismo corriente.
—Ya lo pillo. Figúrate, Sam: ese centinela tenía que localizar las coordenadas con una exactitud casi absoluta.
—Era preciso que tuviera un sentido de la orientación extraordinario —convino Sam—. Pero Karna dijo que esos tipos eran el equivalente a los boinas verdes o los Navy SEAL actuales. Se preparaban para ello durante toda la vida.
Hosni siguió volando, acercándose a los árboles lo máximo que se atrevía. En el valle, que el Bell atravesó de punta a punta en menos de dos minutos, no había nada. Sam mandó a Hosni que pasara al siguiente grupo de coordenadas.
La mañana transcurrió mientras el Bell seguía cada vez más hacia el oeste. Avanzaban despacio. Aunque muchas coordenadas estaban a solo unos pocos kilómetros de distancia, las limitaciones de techo del Bell obligaban a Hosni a esquivar algunos de los picos más altos, volando a través de pasos y puertos de montaña situados por debajo de cuatrocientos ochenta mil metros.
Poco después de la una de la tarde, cuando volaban hacia el noroeste para evitar un pico de la cordillera de Ganesh Himal, Hosni gritó:
—¡Tenemos compañía. A las dos!
Remi se desplazó rápidamente al lado de Sam, y miraron el helicóptero por la ventanilla.
—¿Quién es? —preguntó Remi.
—Las Fuerzas Aéreas del Ejército Popular de Liberación. Un Z-9.
—¿Dónde está la frontera del Tíbet?
—A unos tres kilómetros al otro lado. No os preocupéis, siempre envían centinelas para que vigilen los helicópteros a las afueras de Katmandú. Solo lo hacen para impresionar.
—Si pasara en cualquier otro sitio, lo considerarían una invasión —observó Sam.
—Bienvenidos a Nepal.
Después de volar en paralelo al Bell durante unos cuantos minutos, el helicóptero chino se alejó y se dirigió al norte hacia la frontera. Pronto lo perdieron de vista entre las nubes.
Por la tarde, pidieron a Hosni dos veces que aterrizara cerca de una formación rocosa de aspecto prometedor, pero en ninguna de ambas ocasiones tuvieron suerte. Cuando se acercaban las cuatro de la tarde, Sam tachó con un lápiz graso rojo el último punto en el mapa del día, y Hosni se dirigió a Katmandú.
La mañana del segundo día comenzó con un vuelo de cuarenta minutos al valle de Budhi Gandaki, al noroeste de Katmandú. Tres de las coordenadas de Karna para ese día se encontraban dentro de Budhi Gandaki, que seguía el borde occidental del macizo del Annapurna. Sam y Remi disfrutaron de tres horas de preciosos paisajes —densos bosques de pinos, exuberantes praderas en las que brotaban flores silvestres, crestas dentadas y cascadas en las que el agua corría con fuerza—, pero poco más, aparte de una formación que desde arriba se parecía lo bastante a un champiñón para justificar el aterrizaje pero que resultó ser simplemente un gran canto rodado sobrecargado en la parte superior.
A mediodía aterrizaron cerca de una parada de senderistas en un pueblo llamado Bagarchap, y Hosni entretuvo a los niños del lugar enseñándoles el helicóptero mientras Sam y Remi comían.
Pronto estaban otra vez en el aire rumbo al norte a través del glaciar de Bintang y en dirección al monte Manaslu.
—¡Veinticuatro mil pies de altura! —gritó Hosni, señalando la montaña.
—Unos ocho mil cien metros —tradujo Sam a Remi.
—Y cinco mil pies menos que el Everest —añadió Hosni.
—Una cosa es verlos en fotos o desde tierra —explicó Remi—, pero desde aquí arriba, entiendo por qué llaman a este sitio el techo del mundo.
Después de permanecer suspendidos en el aire para que Remi pudiera hacer fotos, Hosni giró al oeste y descendió en otro glaciar —el Pung Gyen, lo llamó—, que siguieron a lo largo de doce kilómetros antes de girar de nuevo al norte.
—Nuestros amigos han vuelto —dijo Hosni por los auriculares—. Por el lado derecho.
Sam y Remi miraron. Efectivamente, el Z-9 chino había vuelto y volaba de nuevo en paralelo a su trayectoria; sin embargo, esa vez el helicóptero había reducido la distancia a solo unos cientos de metros.
Sam y Remi podían ver unas siluetas mirándolos a través de las ventanillas de la cabina.
El Z-9 los siguió unos cuantos kilómetros más y a continuación cambió de rumbo y desapareció en un banco de nubes.
—Faltan tres minutos para la próxima zona de búsqueda —informó Hosni.
Sam y Remi se acercaron a las ventanillas.
Como ya era habitual, Hosni elevó el morro del Bell sobre una cresta y acto seguido se inclinó bruscamente sobre el valle, disminuyendo la altitud a medida que avanzaba. Redujo la velocidad del Bell hasta que el helicóptero se mantuvo planeando.
Sam fue el primero en fijarse en el surrealista paisaje del valle. Mientras que las pendientes superiores estaban llenas de pinos, la cuenca baja parecía haber sido cortada con un molde para galletas rectangular, dejando atrás escarpados acantilados que descendían hasta un lago. Una meseta cubierta de hielo sobresalía de la pendiente opuesta y rodeaba un extremo. Un arroyo de agua agitada partía el saliente y caía en cascada a las aguas de abajo.
—Hosni, ¿qué profundidad crees que tiene? —preguntó Sam—. Me refiero al valle.
—Desde la cresta hasta el lago, unos doscientos cincuenta metros.
—Los acantilados tienen la mitad, como mínimo —dijo Sam.
Hosni avanzó con cuidado, siguiendo la pendiente, mientras Sam y Remi escudriñaban el terreno a través de los prismáticos. Cuando se situaron a la altura de la meseta y Hosni se desvió, vieron que esta era engañosamente honda y se estrechaba a lo largo de varios cientos de metros antes de terminar en un elevado muro de hielo rodeado de precipicios verticales.
—Es un glaciar —dijo Sam—. Hosni, no he visto esta meseta en ningún mapa. ¿Te suena de algo?
—No, tienes razón. Es relativamente nuevo. ¿Ves el color del lago, el gris verdoso?
—Sí —contestó Remi.
—Se suele ver después del retroceso de un glaciar. Yo diría que esta zona del valle tiene menos de dos años.
—¿El cambio climático?
—Sin duda. El glaciar por el que hemos pasado antes, el Pung Gyen, perdió doce metros solo el año pasado.
Pegada a la ventanilla, Remi bajó súbitamente los prismáticos.
—¡Sam, mira eso!
Él se arrimó a su mujer y miró por la ventanilla. Justo debajo de ellos había algo parecido a una cabaña de madera medio enterrada en una plataforma de hielo de alrededor de un metro.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Sam—. ¿Hosni?
—No tengo ni idea.
—¿A qué distancia estamos de las coordenadas?
—A menos de un kilómetro.
—Sam, es una barquilla —dijo Remi.
—¿Qué?
—Una barquilla... de un globo de aire caliente.
—¿Estás segura?
—¡Hosni, baja!