Norte de Nepal
Hosni ladeó el Bell sobre la meseta hasta que encontró un lugar lo bastante sólido para soportar el helicóptero y aterrizó. Cuando los rotores disminuyeron de velocidad, Sam y Remi bajaron y se pusieron las chaquetas, los gorros y los guantes.
—¡Tened cuidado al pisar! —gritó Hosni—. En una zona así habrá muchas grietas.
Ellos hicieron un gesto de asentimiento con la mano y echaron a andar a través de la meseta hacia el objeto.
—¡Esperad...! —gritó Hosni.
Sam y Remi regresaron andando. El piloto bajó de la cabina y se encorvó junto al compartimiento de carga de la cola. Sacó algo parecido a un poste plegable de una tienda de campaña y se lo dio a Sam.
—Una sonda para avalanchas. También sirve para las grietas. Es mejor asegurarse.
—Gracias. —Sam dio una sacudida a la sonda, esta se extendió hacia fuera, y la correa elástica del interior afianzó las distintas secciones—. Guay.
Partieron de nuevo; esa vez Sam iba sondeando el terreno a medida que avanzaban.
La capa de hielo que había cubierto parcialmente la meseta estaba ondulada como si se tratara de olas congeladas, un residuo, suponían, de la lenta retirada del glaciar por el valle.
El objeto en cuestión se encontraba cerca del otro borde de la meseta, en diagonal con respecto al resto de la misma.
Después de andar con cuidado durante cinco minutos, se situaron delante de él.
—Me alegro de no haber apostado contra ti —dijo Sam—. Es una barquilla de verdad.
—Volcada. Eso explica por qué parecía una cabaña. Ya no se fabrican así. ¿Qué demonios hace aquí?
—No tengo ni idea.
Remi dio un paso adelante; Sam la detuvo posándole la mano en el hombro. Sondeó el hielo que había delante de la barquilla, determinó que era sólido y acto seguido se puso a hurgar en lo que debían de ser sus lados.
—Hay más —dijo Sam.
Siguieron andando de lado hacia la izquierda, en paralelo a la barquilla, sondeando el terreno a medida que avanzaban, hasta que llegaron al final.
Sam frunció el ceño y dijo:
—Esto se pone cada vez más interesante.
—¿Cuánto mide de largo? —preguntó Remi.
—Aproximadamente diez metros.
—Es imposible. ¿No miden la mayoría de ellas un metro de largo por uno de ancho?
—Más o menos. —Sam deslizó la sonda sobre el fondo volcado de la barquilla hasta donde pudo alcanzar—. Casi dos metros y medio de ancho.
Le dio a Remi la sonda, se arrodilló y avanzó arrastrándose, deslizando las manos entre la nieve a lo largo del costado de la barquilla.
—Sam, ten cui...
A Sam se le hundió el brazo en la nieve hasta el codo. Se quedó paralizado.
—No estoy del todo seguro —dijo sonriendo—, pero creo que he encontrado algo.
Se tumbó en el suelo.
—Te tengo cogido —contestó Remi.
Agarró a su marido por las botas.
Sam empleó las dos manos para abrir a golpes un agujero del tamaño de un balón de baloncesto en el hielo y a continuación introdujo la cabeza. Se volvió para mirar a Remi.
—Una grieta. Muy honda. La barquilla está medio empotrada encima en diagonal.
Echó otro vistazo a través del agujero y acto seguido retrocedió serpenteando y se arrodilló.
—He descubierto cómo llegó aquí —dijo.
—¿Cómo?
—Volando. La barquilla todavía tiene los aparejos sujetos: puntales de madera, una especie de cuerda trenzada... Incluso he visto algo que parece una tela. Todo ese lío está colgando enredado en la grieta.
Remi se sentó al lado de él, y se quedaron mirando la barquilla un rato.
—¿Un misterio para otro momento? —dijo Remi.
Sam asintió con la cabeza.
—Desde luego. Marcaremos su posición y volveremos.
Se levantaron. Sam ladeó la cabeza.
—Escucha.
A lo lejos se oía débilmente el ruido de los rotores de un helicóptero. Se dieron la vuelta, tratando de localizar el sonido. De pie al lado del Bell, Hosni también lo había oído. Estaba mirando al cielo.
De repente, a su izquierda, un helicóptero verde aceituna apareció sobre la línea de riscos y a continuación descendió al valle y giró en dirección a ellos. En la puerta del aparato había una estrella de cinco puntas roja perfilada en amarillo.
El helicóptero se niveló con la meseta y redujo la velocidad hasta planear a quince metros por encima de Sam y Remi, apuntándolos directamente con el morro y los lanzacohetes.
—No te muevas —dijo Sam.
—¿El ejército chino? —preguntó Remi.
—Sí. Como el Z-9 que vimos ayer.
—¿Qué quieren?
Antes de que Sam pudiera contestar, el helicóptero giró y dejó a la vista la puerta abierta de la cabina. En ella había un soldado agachado detrás de una ametralladora montada.
Sam percibió que el cuerpo de Remi se tensaba a su lado. Le agarró la mano despacio.
—No corras. Si nos quisieran muertos, ya lo estaríamos.
Sam vio movimiento con el rabillo del ojo. Miró hacia el helicóptero y vio que Hosni abría la puerta lateral. Un momento más tarde salió con una ametralladora compacta en las manos. La alzó hacia el Z-9.
—¡No, Hosni! —gritó Sam.
La ametralladora de Hosni dio una sacudida, y la boca del arma emitió un fogonazo naranja. Las balas acribillaron el parabrisas del Z-9. El helicóptero viró bruscamente a la derecha y se alejó acelerando, volando a ras de la superficie del lago hacia la línea de riscos, donde volvió a girar hasta que su morro apuntó de nuevo al Bell.
—¡Hosni, huye! —gritó Sam. Acto seguido se dirigió a Remi—: ¡Detrás de la barquilla! ¡Vamos!
Remi echó a correr, seguida de cerca por Sam.
—¡Remi, la grieta! —gritó Sam—. ¡Gira a la izquierda!
Remi hizo lo que su marido le dijo, tomó impulso con las piernas y se lanzó de cabeza a la barquilla. Sam llegó un momento más tarde, y se arrodilló y ayudó a Remi a subir a la plataforma de hielo. Rodaron por la parte posterior y cayeron como bien pudieron.
Desde el otro lado de la meseta oyeron el traqueteo de la ametralladora de Hosni. Sam se levantó y se asomó por encima del hielo. Hosni se encontraba de pie en actitud desafiante en el borde de la meseta, disparando al Z-9 que se acercaba.
—¡Hosni, lárgate!
El Z-9 se detuvo y se quedó planeando a cien metros de distancia. Sam vio un fogonazo en el lanzacohetes izquierdo. Hosni también lo vio. Se volvió y echó a correr hacia Sam y Remi.
—¡Más rápido! —gritó Sam.
Un par de proyectiles salieron del lanzacohetes del Z-9 con un brillante destello y una columna de humo. En un abrir y cerrar de ojos llegaron al Bell; uno alcanzó el suelo debajo de la cola, y el otro se estrelló contra el compartimiento del motor.
El Bell se sacudió, saltó hacia arriba y explotó.
Sam agachó la cabeza y se lanzó encima de Remi. Notaron la onda expansiva a través de la meseta y el hielo agrietándose debajo de ellos. La metralla acribilló la barquilla y la plataforma de hielo treinta centímetros por encima de sus cabezas.
Y luego silencio.
—Sígueme —dijo Sam, y se arrastró a lo largo de la plataforma de hielo hasta el final de la barquilla.
Tumbado boca abajo, avanzó serpenteando y se asomó a la esquina.
La meseta estaba cubierta de restos del Bell. Pedazos dentados del fuselaje, balanceándose todavía debido a la sacudida, reposaban en medio de una capa de combustible de aviación en llamas. Trozos astillados de paletas de rotor sobresalían de los ventisqueros.
El Z-9 había retrocedido a través del lago hasta la línea de riscos, donde se quedó planeando, apuntando amenazadoramente con los lanzacohetes a la meseta.
—¿Ves a Hosni? —preguntó Remi.
—Estoy mirando.
Sam lo vio tumbado junto a un trozo roto del parabrisas del Bell. Tenía el cuerpo carbonizado. Entonces Sam vio algo más. Justo enfrente de ellos, a unos seis metros, estaba la ametralladora de Hosni. Parecía intacta. Retrocedió y miró a Remi.
—Está muerto. No ha sufrido.
—Oh, no.
—He visto su ametralladora. Creo que puedo alcanzarla.
—No, Sam. Ni siquiera sabes cómo funciona. ¿Dónde está el Z-9?
—Planeando. Estará pidiendo instrucciones por radio a su base. Ya nos han visto; vendrán a mirarnos más de cerca.
—No podrás mantenerlos a raya mucho tiempo.
—Creo que nos quieren vivos. De lo contrario, estarían bombardeando la meseta con misiles.
—¿Por qué? ¿Qué buscan?
—Tengo un presentimiento.
—Yo también. Cambiaremos impresiones más tarde, si seguimos con vida. ¿Cuál es tu plan?
—No pueden aterrizar con todos estos restos, así que tendrán que planear sobre la meseta y bajar con cuerdas a algunos soldados. Si consigo alcanzarlos en el momento adecuado, tal vez... —Sam dejó que sus palabras se fueran apagando—. Tal vez —añadió—. ¿Qué prefieres? ¿Luchar y quizá morir aquí o rendirte y acabar en un campo de prisioneros chino?
Remi sonrió animosamente.
—¿Hace falta que lo preguntes?
Medio deseando, medio esperando que el Z-9 hiciera una pasada de reconocimiento antes de que pusieran a los soldados en tierra, Sam envió a Remi de vuelta a la plataforma de hielo, donde se enterró en la nieve entre un par de ventisqueros. Sam se agachó junto a la barquilla y se preparó.
Durante lo que le parecieron varios minutos, pero probablemente fue menos de uno, Sam permaneció atento por si oía el sonido del Z-9 aproximándose. Cuando se acercó, esperó hasta que el zumbido resultó ensordecedor. Entonces se aventuró a asomarse a la esquina de la barquilla.
El Z-9 se había detenido y estaba planeando junto al borde de la meseta varios metros por encima de ella. El helicóptero se deslizaba de lado como una libélula esperando a que su presa apareciera. En la puerta lateral, Sam pudo ver al artillero inclinado sobre la ametralladora.
De repente el Z-9 se alejó y descendió hasta desaparecer por debajo de la meseta. Segundos más tarde, Sam lo vio atravesando de nuevo el lago a toda velocidad. Sam no se paró a pensar y actuó: salió de su escondite y echó a correr encorvado hasta la ametralladora de Hosni. La cogió y volvió corriendo a la barquilla.
—¡Lo he conseguido! —gritó a Remi, y acto seguido comenzó a examinar el arma.
La culata de madera estaba parcialmente astillada y el guardamanos chamuscado por las llamas, pero las partes funcionales parecían operativas y el cañón se veía intacto. Extrajo el cargador; quedaban trece balas.
—¿Qué están haciendo? —gritó Remi.
—O se están marchando o están esperando a que el combustible acabe de arder para poder bajar a unos soldados.
El Z-9 llegó a la orilla del lago y se precipitó hacia arriba a lo largo de la pendiente de la línea de riscos. Sam observó, cruzando mentalmente los dedos para que el helicóptero siguiera avanzando.
No fue así.
Siguiendo la pauta que había adquirido, el Z-9 se ladeó sobre los riscos, cambió de rumbo y volvió a atravesar el lago a toda velocidad.
—Regresan —anunció Sam.
—Buena suerte.
Sam repasó mentalmente su plan. Una gran parte dependería de si el Z-9 le ofrecía una vía cuando los soldados se prepararan para descender. Disparar al fuselaje del aparato era inútil; el ataque de Hosni lo había demostrado. Lo que Sam necesitaba era un punto débil.
El rugido del motor del Z-9 se acercó, y el zumbido rítmico de los rotores resonó en los oídos de Sam. Esperó tumbado boca abajo, mirando el hielo a pocos centímetros de la barquilla.
Esperó... Esperó...
La nieve empezó a azotar el hielo.
Sam se asomó a la esquina.
El Z-9 planeaba a nueve metros por encima de la meseta.
—Vamos, gira —murmuró Sam—. Solo un poquito.
El helicóptero viró ligeramente para que el artillero de la puerta pudiera cubrir a los soldados durante el descenso. Dos gruesas cuerdas negras se desenrollaron desde la abertura y cayeron al hielo. El primer par de soldados se acercó a la puerta. Sam distinguió el asiento del piloto en diagonal detrás de ellos.
Inspiró y apretó los dientes. Situó el selector de fuego en la posición de un solo disparo y salió agachándose. Colocado en cuclillas, se llevó la ametralladora al hombro y apuntó a la puerta abierta del Z-9. A continuación, movió el arma a la izquierda y situó la mira sobre el casco del artillero. Disparó. El artillero se desplomó. Sam desplazó el selector de fuego a la posición de tres disparos, apuntó de nuevo y disparó una ráfaga a la puerta. Uno de los soldados recibió un impacto y retrocedió dando traspiés; el otro se agachó y se tumbó boca abajo. Sam tenía a tiro el asiento del piloto... pero sabía que solo por un segundo o dos. Al volver a apuntar vio que los brazos del piloto se movían, ajustando los mandos, tratando de poner orden en medio del caos que reinaba a su alrededor.
Sam se centró en el respaldo del asiento. Inspiró, espiró y apretó el gatillo. Tres balas acribillaron el interior del helicóptero. Sam apretó el gatillo otra vez, y luego otra más. La ametralladora emitió un chasquido hueco; el cargador estaba vacío.
El Z-9 se ladeó, mientras el morro descendía en espiral hacia la meseta. El cuerpo sin vida del artillero salió por la puerta abierta de la cabina, seguido del de otro soldado. Dos soldados más se precipitaron a través de la puerta, agitando los brazos en busca de asidero. Uno de ellos consiguió agarrarse al patín del helicóptero, pero el otro cayó en picado a tierra. Totalmente fuera de control, el Z-9 sin piloto se estrelló contra la meseta y aplastó al soldado que colgaba debajo.
Sam apartó la vista, se coló bajo la barquilla y corrió a donde Remi estaba tumbada.
—¡Viene más metralla! —gritó, y se lanzó encima de ella.
Dos de los rotores del Z-9 chocaron primero contra el hielo, se partieron y salieron despedidos un cuarto de segundo antes de que el fuselaje se estrellara. Pegados a la nieve, Sam y Remi esperaron a que se produjera una explosión, pero no hubo ninguna. Oyeron un agudo sonido chirriante seguido de un trío de ruidos sordos como el de una granada.
Sam se levantó impulsivamente y echó un vistazo por encima de la barquilla.
Su cerebro tardó dos segundos enteros en asimilar lo que estaba viendo: el Z-9 resbalaba y se precipitaba hacia él, y el fuselaje destrozado se deslizaba en parte y daba tumbos, mientras las palas de los rotores que quedaban se hacían astillas en el hielo y lo impulsaban hacia delante. Parecía un bicho lisiado agonizando.
Sam notó que una mano agarraba la suya. Con una sorprendente fuerza, Remi lo atrajo al suelo de un tirón.
—Sam, ¿qué crees que estás...?
El Z-9 se estrelló contra la barquilla y la empujó hacia atrás contra Sam y Remi, quienes empezaron a retroceder, moviendo frenéticamente los pies sobre el hielo.
La barquilla dejó de moverse. El ruido estridente del helicóptero al deslizarse continuó unos segundos y de repente cesó por completo salvo la tos intermitente de la turbina del motor.
Ese sonido también cesó, y Sam y Remi se encontraron en un silencio absoluto. Se levantaron y se asomaron por encima de la barquilla.
—Vaya, algo así no se ve todos los días —dijo Sam lacónicamente.