Norte de Nepal
Sam y Remi tardaron diez segundos en recomponer la escena que tenían delante.
Después de rebotar en la barquilla, el decrépito Z-9 había cambiado de dirección y había resbalado hacia el arroyo que atravesaba la meseta, donde, como una bola de pinball atrapada en un surco, se había deslizado hacia el borde de la meseta y luego se había volcado... o lo había hecho parcialmente. La cola del Z-9, pocos centímetros más estrecha que el arroyo, había quedado alojada en la depresión.
La cabina del helicóptero se hallaba suspendida sobre la orilla, y el agua caía en cascada sobre el fuselaje y a través de la puerta abierta.
—Deberíamos ir a ver si queda alguien vivo —propuso Remi.
Recelosos del motor todavía caliente, se acercaron con cuidado al Z-9. Sam se agachó junto al arroyo y se aproximó a gatas a la orilla. El fuselaje estaba aplastado y había quedado reducido a la mitad de su altura, y faltaba el parabrisas. No podía ver nada a través de la puerta, tan abundante era el agua que caía.
—¿Hay alguien ahí dentro? —gritó—. ¡Hola!
Sam y Remi escucharon pero no oyeron nada.
Sam gritó dos veces más, pero tampoco hubo respuesta.
Se levantó y se reunió con Remi.
—Somos los únicos supervivientes —dijo.
—Eso es maravilloso y terrible al mismo tiempo. Y ahora, ¿qué?
—Primero, no podemos salir de aquí trepando. Y aunque lo consiguiéramos sin resultar heridos, estamos a cincuenta kilómetros del pueblo más cercano. Entre las temperaturas bajo cero nocturnas y la falta de refugio, no tendríamos muchas posibilidades. Sin embargo, debemos empezar a pensar cómo sobrevivir esta noche.
—Qué alentador —dijo Remi—. Continúa.
—No tenemos ni idea de cuánto tardará Karna en informar de nuestro retraso y en que se organice un grupo de búsqueda. Y todavía más importante, hemos de contar con que el helicóptero estuviera en contacto con su base después de que Hosni abriera fuego. Al ver que no vuelven a contactar con ellos y que no regresan, enviarán otro helicóptero desde la base, probablemente dos.
—¿Cuánto calculas que tardarán?
—En el peor de los casos, unas horas.
—¿Y en el mejor?
—Mañana por la mañana. Si ocurre lo primero, puede que tengamos ventaja sobre ellos: está anocheciendo. Nos resultará más fácil escondernos. Tengo que meterme en ese cacharro.
—¿Dónde, en el Z-9? —dijo Remi—. Sam, está...
—Es una idea pésima, lo sé, pero tiene provisiones que necesitamos y, con suerte, puede que la radio todavía funcione.
Remi lo consideró por unos instantes y acto seguido asintió con la cabeza.
—Está bien. Pero primero veamos lo que podemos sacar de los restos del Bell.
Les llevó solo unos minutos. Quedaba poco de valor, y la mayoría eran cosas carbonizadas de sus mochilas, incluido un trozo de cuerda de escalar medio deshilachada, algunos artículos de un botiquín y unas cuantas herramientas de la caja del Bell. Sam y Remi recogieron todo lo que les pudiera ser útil, ya fuera reconocible o no.
—¿Qué aspecto tiene la cuerda? —preguntó Sam.
Arrodillada junto al montón de material, Remi la examinó.
—Necesitará unos empalmes, pero creo que tenemos cinco o seis metros de cuerda utilizable. ¿Estás pensando en una amarra para el Z-9?
Sam sonrió y asintió con la cabeza.
—Puede que a veces sea un poco burro, pero no pienso meterme en esa trampa mortal sin una cuerda de seguridad. Vamos a necesitar algo parecido a un pitón.
—Puede que tenga lo que buscas.
Remi caminó a través de la meseta y fue comprobando el terreno a medida que avanzaba. No tardó en regresar. En una mano sostenía un fragmento de rotor del helicóptero y en la otra una roca del tamaño de un puño. Le dio las dos cosas a Sam y dijo:
—Yo me encargaré de la cuerda.
Sam usó la roca primero para alisar los bordes de la parte superior del fragmento de rotor y luego para estrechar y afilar la parte inferior. Una vez hecho eso, encontró una parcela de hielo especialmente gruesa a un par de pasos del borde de la meseta, justo a la derecha del Z-9. A continuación, comenzó el concienzudo proceso de clavar el pitón improvisado en el hielo. Cuando terminó, el fragmento de rotor estaba hundido cincuenta centímetros en el hielo e inclinado hacia atrás en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Remi se acercó, y utilizaron su peso conjunto para retorcer y tirar de la sujeción hasta que estuvieron seguros de que aguantaría. Remi desenrolló la cuerda empalmada —en la que había hecho nudos a intervalos de sesenta centímetros— y ató una punta al pitón con un nudo de bolina. Después de quitarse la chaqueta, los guantes y el gorro, Sam usó el cabo suelto para fabricar un arnés, con el nudo ceñido contra su región lumbar.
—Si este trasto empieza a caer por el borde, apártate —dijo Sam.
—No te preocupes por mí, no me pasará nada. Concéntrate en ti.
—Vale.
—¿Me estás escuchando?
—Te escucho, sí —contestó él sonriendo.
La besó y se dirigió hacia la cola vuelta hacia arriba del Z-9. Después de dar unos cuantos empujones de prueba al lateral de aluminio, trepó y empezó a arrastrarse hacia la cabina.
—¡Te estás acercando! —gritó Remi—. ¡Un poco más!
—¡Entendido!
Cuando llegó al borde de la meseta, redujo la marcha, comprobando cada uno de sus movimientos antes de continuar adelante. Aparte de unos cuantos crujidos y chirridos que hicieron que le diera un vuelco el corazón, el Z-9 no se movió. Sam avanzó arrastrándose centímetro a centímetro hasta que estuvo encaramado en lo alto de la panza del helicóptero.
—¿Cómo está? —gritó Remi.
Colocado a gatas, Sam desplazó su peso de un lado a otro, primero despacio y luego más vigorosamente. El fuselaje dejó escapar un chirrido de aluminio rompiéndose y se movió a un lado.
—¡Creo que he encontrado el límite! —gritó Sam.
—¿Tú crees? —contestó Remi—. ¡No te pares!
—¡De acuerdo!
Sam se movió de costado hasta tener la cadera apoyada en el patín. Lo agarró con las dos manos y se inclinó por el lado como si estuviera buscando algo.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Remi.
—¡Estoy buscando el mástil que soporta el rotor. Lo veo. Estamos de suerte; está atascado en el arroyo. Tenemos un ancla!
—¡Hoy es nuestro día! —dijo Remi. Y con tono de apremio añadió—: ¡Venga, entra ahí y sal!
Sam le dedicó lo que esperaba que fuera una sonrisa tranquilizadora.
Después de ajustar la cuerda para que llegara recta hasta el pitón, Sam se aferró los patines con las dos manos y bajó las piernas por el fuselaje. Inmediatamente el agua le empapó la parte inferior del cuerpo. Sam gimió, apretó los dientes al notar el frío y sacudió las piernas, tratando de calcular su posición sobre la puerta.
—¡Voy a entrar! —gritó a Remi.
Sam dio una patada hacia delante, balanceó las piernas hacia atrás y repitió la operación hasta que adquirió un ritmo constante. En el momento preciso, se soltó. El impulso lo lanzó a través de la cascada hasta el interior de la cabina, donde chocó contra la otra puerta y cayó desplomado en el suelo.
Permaneció inmóvil, escuchando cómo el Z-9 crujía a su alrededor. Una vibración recorrió el fuselaje. Todo se quedó en silencio. Sam miró a su alrededor para tratar de orientarse.
Estaba sumergido en agua helada hasta la cintura. Parte del flujo estaba escapando por la puerta abierta, mientras que la otra parte entraba a raudales en la cabina del piloto y salía a través del parabrisas roto. A poca distancia, vio el cuerpo sin vida de un soldado. Sam avanzó lentamente hasta que pudo ver entre los asientos de la cabina del piloto. El piloto y el copiloto estaban muertos; no sabía si a causa de las balas o del impacto, o de ambas cosas.
Ahora veía que la cabina del piloto había sufrido más daños de los que creía. Además de la mayor parte del parabrisas, una sección del morro y el tablero de control habían desaparecido, probablemente hundidos en alguna parte del fondo del lago.
El helicóptero se desplomó debajo de él.
A Sam le subió el estómago a la garganta.
El movimiento se interrumpió, pero el helicóptero se había quedado inclinado; a través de la cabina del piloto, podía ver las aguas del lago muy por debajo de él.
Se le estaba acabando el tiempo...
Se dio la vuelta y desplazó la vista rápidamente por la cabina. Algo... cualquier cosa. Encontró un petate de lona verde parcialmente lleno. No se molestó en examinar el contenido y empezó a recoger artículos sueltos del interior de la cabina, prestando poca atención a lo que eran. Si le parecían útiles y cabían en la bolsa, los cogía. Registró al soldado muerto, pero solo encontró un encendedor que fuera de utilidad; acto seguido, centró su atención en el piloto y el copiloto. Se llevó una pistola semiautomática y un portapapeles con muchos documentos. Con el rabillo del ojo vio una compuerta entreabierta en la parte de atrás de la cabina de los pasajeros. Trepó hasta ella y metió la mano. Sus dedos tocaron algo que era de lona. Sacó el objeto de un tirón: una riñonera. La metió en el petate.
—Hora de marcharse —murmuró, y gritó a través de la puerta—. ¿Me oyes, Remi?
La respuesta de ella sonó amortiguada pero inteligible.
—¡Estoy aquí!
—¿Sigue el pitón...?
El helicóptero dio otra sacudida; el morro se inclinó hacia abajo. Sam se encontraba subido al respaldo del piloto en ese momento.
—¿Sigue el pitón firme? —gritó de nuevo.
—¡Sí! ¡Deprisa, Sam, sal de ahí!
—¡Voy para allá!
Sam subió la cremallera del petate y se metió las asas por la cabeza de forma que la bolsa le quedó colgando del cuello. Cerró los ojos, pronunció un silencioso «Un... dos... tres...» y acto seguido se lanzó a través de la puerta abierta.
Sam nunca sabría si el motivo fue el impulso que tomó en el asiento del piloto, pero justo cuando estaba saliendo de la cortina de agua oyó y notó que el Z-9 se volcaba. Resistió el impulso de mirar por encima del hombro y se concentró en el muro de roca que se le echaba encima. Arqueó el cuerpo hacia atrás y se tapó la cara con las dos manos.
El impacto fue similar al del golpe de un simulador de placaje contra el pecho. Cayó en la cuenta de que el petate lo había amortiguado. Dio varias vueltas y chocó contra el muro varias veces antes de quedarse balanceando suavemente.
Encima de él, la cara de Remi apareció sobre el borde. Su expresión de pánico dio paso a una sonrisa de alivio.
—Una salida digna de una película de Hollywood.
—Una salida fruto de la desesperación y el miedo —la corrigió él.
Miró al lago. El fuselaje del Z-9 estaba hundiéndose bajo la superficie; la parte trasera había desaparecido. A la izquierda, la sección de cola todavía sobresalía del arroyo. En la parte donde el fuselaje se había desprendido solo quedaba aluminio mellado.
—¡Sube, Sam! —gritó Remi—. Morirás por congelación.
Él asintió fatigosamente con la cabeza.
—Dame un minuto... o dos... y enseguida estoy contigo.