Norte de Nepal
Agotado y temblando de la adrenalina, Sam subió trabajosamente por la cuerda hasta que Remi pudo alargar los brazos y ayudarlo a trepar el resto del tramo. Se puso boca arriba y se quedó mirando al cielo. Remi lo rodeó con los brazos y trató de ocultar las lágrimas.
—No se te ocurra volver a hacerlo. —Después de dejar escapar un profundo suspiro, preguntó—: ¿Qué hay en el petate?
—Un montón de cosas, no estoy seguro. He cogido todo lo que parecía útil.
—Una bolsa de sorpresas —dijo Remi sonriendo.
Levantó la bolsa con delicadeza por encima de la cabeza de Sam. Bajó la cremallera y empezó a hurgar en el interior.
—Un termo —dijo, y lo sacó—. Vacío.
Sam se incorporó y se puso la chaqueta, el gorro y los guantes.
—Bien. Tengo una misión para ti: ve a recoger en ese termo hasta la última gota de combustible de helicóptero que encuentres.
—Bien pensado.
Sam asintió con la cabeza y gruñó:
—Fuego bueno.
Remi se marchó despacio y comenzó a arrodillarse junto a las depresiones del hielo.
—¡He encontrado un poco! —gritó—. ¡Y aquí hay más!
Una vez que hubo acabado, se reunieron en la barquilla.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Sam, mientras se calentaba trotando sin moverse de sitio.
Los pantalones se le estaban empezando a poner tiesos a causa del hielo.
—Lo he llenado unos tres cuartos, pero el hielo derretido lo ha diluido un poco. Tenemos que hacer que entres en calor.
Sam se arrodilló junto al montón de restos que habían recogido del Bell y empezó a examinarlo cuidadosamente.
—Me pareció ver... Aquí está. —Sam levantó un trozo de alambre; en cada extremo había una anilla—. Una sierra mecánica de emergencia —le dijo a Remi.
—Es una definición muy optimista.
Sam examinó la barquilla recorriéndola a lo largo y luego en el otro sentido.
—Está medio encajada en la grieta, pero creo que he encontrado lo que necesitamos.
Se arrodilló junto a la esquina más cercana de la barquilla, donde se habían soltado una serie de puntales de mimbre. Como si estuviera enhebrando una aguja, Sam introdujo un extremo del alambre a través del mimbre y sacó el otro. Cogió las dos anillas y empezó a serrar. La primera sección le llevó cinco minutos, pero le brindó una abertura en la que trabajar. Siguió serrando pedazos del extremo de la barquilla hasta que tuvo un buen montón.
—Necesitamos rocas lisas —le dijo a Remi.
Las encontraron enseguida y las acomodaron formando un hogar. Encima pusieron los pedazos de mimbre amontonados en una pirámide. Mientras Remi hacía bolas de papel con los documentos del portapapeles del piloto para prender fuego, Sam sacó el mechero del petate. Pronto tuvieron una pequeña lumbre encendida.
Se arrodillaron ante las llamas cogidos del brazo. El calor los invadió. Prácticamente en el acto se sintieron mejor, más esperanzados.
—Son las cosas sencillas de la vida —comentó Remi.
—No podría estar más de acuerdo.
—Cuéntame tu teoría sobre los chinos.
—No creo que la aparición del Z-9 haya sido una casualidad. El primer día nos siguió uno y hoy otro. Luego uno aparece aquí minutos después de que hayamos aterrizado.
—Sabemos que King pasa objetos de contrabando por la frontera, de lo que se deduce que tiene contactos chinos. ¿Quién tendría tanta libertad de movimiento, tanta autoridad?
—El Ejército Popular de Liberación. Y si Jack está en lo cierto, probablemente King adivinó la zona general en la que íbamos a buscar. Con la influencia de King, lo único que tenía que hacer era llamar a su contacto chino y quedarse sentado esperando a que apareciéramos.
—La pregunta es: ¿qué tenían pensado hacer los soldados del Z-9? Si Hosni no hubiera abierto fuego, ¿qué habrían hecho?
—Solo son conjeturas, pero esta es la vez que más nos hemos acercado a la frontera; está a unos tres kilómetros al norte. Quizá era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Nos hacían prisioneros, nos llevaban al otro lado de la frontera y no volvía a saberse nada de nosotros.
Remi apretó con más fuerza el brazo de Sam.
—No es una idea muy esperanzadora.
—Lamentablemente, no es la única: tenemos que contar con que volverán... y más pronto que tarde.
—He visto la pistola en el petate. No estarás pensando en intentar...
—No. Esta vez casi todo ha sido cuestión de suerte. La próxima, no tendríamos ninguna oportunidad. Cuando lleguen los refuerzos, tenemos que habernos ido.
—¿Cómo? Tú mismo has dicho que no podemos salir trepando.
—No me he expresado bien. Tiene que parecer que nos hemos ido.
—Cuéntame —dijo Remi.
Sam explicó a grandes rasgos su plan, y Remi asintió con la cabeza, sonriendo.
—Me gusta. La versión de los Fargo del caballo de Troya.
—La barquilla de Troya.
—Todavía mejor. Y con suerte, evitará que muramos congelados esta noche.
Empleando la cuerda y el pitón improvisado como garfio, sacaron la barquilla varios metros de la grieta, tarea que el hielo facilitó. El enmarañado aparejo que Sam había visto antes colgaba debajo de la barquilla por la grieta. Sam y Remi se asomaron al borde pero no veían nada más allá de tres metros.
—¿Eso es bambú? —preguntó Remi, señalando.
—Creo que sí. Hay otro, ese trozo curvado. Nos facilitaría mucho el trabajo si lo cortáramos todo, pero ahí abajo podría haber algo útil.
—¿Y el pitón? —propuso Remi—. Córtalo y átalo.
Sam se arrodillo y cogió parte del cordaje con una mano.
—Es una especie de tendón de animal. Se encuentra en un estado increíble.
—Las grietas son el frigorífico de la naturaleza —contestó Remi—. Y si todo esto estaba cubierto por ese glaciar, el efecto es todavía más espectacular.
Sam recogió parte del aparejo y tiró de la maraña.
—Es sorprendentemente ligero. Pero me llevaría horas desenredar todos estos tendones.
—Entonces la arrastraremos.
Usando la sonda para las avalanchas, Sam midió primero la anchura de la barquilla y luego la de la grieta.
—La grieta mide diez centímetros más de ancho —anunció—. Mi intuición me dice que se quedará encajada, pero si me equivoco, perderemos toda nuestra leña.
—Tu intuición nunca nos ha llevado por mal camino.
—¿Y aquella vez en Sudán? ¿Y en Australia? Aquella vez metí la pata hasta el fondo...
—Chist. Ayúdame.
Después de situarse cada uno en un extremo, se agacharon y cogieron el borde inferior de la barquilla. Cuando Sam dio la señal, lo levantaron, tratando de estirar las piernas. Fue inútil. Soltaron el borde y retrocedieron.
—Concentremos nuestra fuerza —dijo Sam.
Volvieron a intentarlo, manteniéndose separados en el punto central de la barquilla. Esa vez levantaron la barquilla sesenta centímetros del suelo.
—Yo la aguantaré —dijo Sam apretando los dientes—. Prueba a empujar desde abajo con las piernas.
Remi se tumbó boca arriba, se retorció debajo de la barquilla y acto seguido empujó con los pies contra el borde.
—¡Lista!
—¡Levanta!
La barquilla se elevó y se volcó de lado.
—Otra vez —dijo Sam.
Repitieron la operación, y pronto la barquilla estuvo derecha. Remi miró dentro. Dejó escapar un grito ahogado y retrocedió.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam.
—Polizones.
Se acercaron a la barquilla.
Tumbados en el otro extremo del fondo de mimbre entre un batiburrillo de aparejos y tubos de bambú, había un par de esqueletos parcialmente momificados. El resto de la barquilla, según podían apreciar entonces, estaba dividido en octavos por traviesas de mimbre lo bastante anchas para servir de bancos.
—¿Tú qué crees? —preguntó Remi—. ¿El capitán y el copiloto?
—Es posible, pero una barquilla de este tamaño podría llevar a quince personas como mínimo; también podría necesitarlas para manejar todo el aparejo y los globos.
—¿Globos... en plural?
—Sabremos más cuando vea el resto del aparejo, pero creo que era un dirigible.
—Y estos fueron los únicos supervivientes.
—Puede que el resto...
Sam agitó la cabeza hacia la grieta.
—Mal camino.
—Ya haremos conjeturas más tarde. Sigamos.
Después de sujetar bien el aparejo para que colgara por el extremo de la barquilla y no quedara encajado contra la pared de la grieta, Sam y Remi se colocaron a cada lado de la barquilla y empujaron al mismo tiempo hasta que el fondo de mimbre empezó a deslizarse sobre el hielo. A medida que se acercaban a la grieta, ganaron velocidad y dieron un último empujón a la barquilla. Se deslizó los últimos centímetros, chocó contra el borde y desapareció. Sam y Remi echaron a correr hacia delante.
—Fíate siempre de tu instinto —dijo Remi sonriendo.
La barquilla se hallaba encajada entre las paredes de la grieta unos treinta centímetros por debajo del borde.
Sam se introdujo en la barquilla y, con cuidado de esquivar a las momias, la recorrió a lo largo. La consideró sólida. Remi lo ayudó a subir de nuevo.
—Toda casa necesita un tejado —dijo ella.
Recorrieron juntos la meseta recogiendo trozos del exterior de aluminio lo bastante grandes para llenar la grieta y luego empezaron a cubrir la barquilla con ellos hasta que solo quedó una estrecha ranura.
—Tienes un don para esto —le dijo Sam.
—Lo sé. Un último toque: el camuflaje.
Empleando un pedazo del parabrisas del Bell del tamaño de un cuenco, recogieron unos veinte litros de agua del arroyo que vertieron sobre el aluminio de la barquilla, antes de esparcir varias capas de nieve.
Retrocedieron para admirar su obra.
—Cuando se congele, parecerá parte de la capa de hielo —dijo Sam.
—Una pregunta: ¿para qué es el agua?
—Para que la nieve se adhiera al aluminio. Si nuestra corazonada es correcta y esta noche nos visita otro Z-9, no nos interesa que el torbellino del rotor descubra nuestro tejado.
—Sam Fargo, eres un hombre brillante.
—Eso me gusta hacer creer a la gente.
Sam miró al cielo. El borde inferior del sol se estaba escondiendo detrás de una línea dentada de picos al oeste.
—Es hora de resguardarse y ver qué nos depara la noche.
Con sus provisiones guardadas en el petate o enterradas en la nieve, Sam y Remi se retiraron a su refugio. Hicieron inventario del contenido de la bolsa de lona a la menguante penumbra.
—¿Qué es esto? —Remi sacó la riñonera que Sam había cogido justo antes de saltar del Z-9.
—Es una... —Se interrumpió, frunció el ceño y sonrió—. Eso, cariño, es un paracaídas de emergencia. Pero para ti y para mí, son unos quince metros cuadrados de manta.
Extrajeron el paracaídas de la bolsa, y pronto estuvieron bien acurrucados dentro de un capullo de tela blanca. Relativamente abrigados y a salvo hasta el momento, charlaron en voz baja, observando cómo la luz se atenuaba hasta dar paso a una oscuridad absoluta.
Se quedaron dormidos poco a poco.
Un rato después los ojos de Sam se abrieron de golpe. La negrura que los rodeaba era total. Envuelta en los brazos de él, Remi susurró:
—¿Lo oyes?
—Sí.
El ruido sordo de unos rotores de helicóptero sonaba a lo lejos.
—¿Qué posibilidades hay de que sea un grupo de búsqueda? —preguntó Remi.
—Prácticamente ninguna.
—Gracias por seguirme la corriente.
El sonido de los rotores aumentó poco a poco hasta que Sam y Remi estuvieron seguros de que el helicóptero había descendido en el valle. Momentos más tarde, un brillante foco recorrió la grieta; unas cegadoras franjas de luz se filtraron a través de los huecos de la cubierta.
Luego la luz desapareció, atenuándose a medida que el foco se deslizaba sobre la meseta. Volvió y se marchó dos veces más.
Entonces, de repente, el ruido del motor cambió de tono.
—Se está acercando para planear —susurró Sam.
Cogió la pistola del lugar donde la tenía guardada debajo de la pierna y se la pasó a la mano derecha.
El torbellino llegó. Chorros de aire helado y nieve arremolinada llenaron la barquilla. A juzgar por las sombras proyectadas por el reflector, el helicóptero parecía estar moviéndose de lado sobre la meseta, girando en una dirección y luego en otra, buscándolos a ellos o a supervivientes entre sus compañeros desaparecidos.
Sam y Remi habían dejado la cola del Z-9 asomando del arroyo como pista del destino que había corrido el helicóptero. Cualquiera con la suerte de sobrevivir a una caída al lago sin duda se habría ahogado poco después. Era una conclusión a la que esperaban que llegara el grupo de búsqueda.
Obstinados, sus visitantes dieron tres pasadas más sobre la meseta. Luego, tan súbitamente como había aparecido, el foco se atenuó y los rotores se desvanecieron a lo lejos.