Norte de Nepal
Sam abrió la boca para hablar y acto seguido la cerró de golpe.
—Sé lo que estás pensando —dijo Remi—. Pero estoy segura, Sam. Recuerdo estar bebiendo té y mirando estos caracteres en la pantalla del ordenador portátil de Jack.
—Te creo. Es solo que no veo cómo... —Sam se detuvo y frunció el ceño—. A menos que... Cuando aterrizamos aquí, ¿a qué distancia estábamos de la última serie de coordenadas?
—Hosni dijo que a menos de un kilómetro.
—Tal vez a menos de un kilómetro del camino que habría seguido Dhakal en su viaje. ¿Y si murió cerca de aquí o tuvo problemas y perdió el cofre del Theurang?
Remi asintió con la cabeza.
—Y luego nuestros amigos del globo aparecieron siglos más tarde. Aterrizaron forzosamente aquí y encontraron la caja. ¿Cuándo fue el primer vuelo en globo tripulado?
—Aproximadamente... entre finales del siglo dieciséis y principios del diecisiete. Pero en mi vida he oído hablar de un dirigible de ese período tan avanzado como este. Debía de estar muy adelantado a su época.
—Entonces, como muy pronto, se estrelló aquí casi trescientos años después de que Dhakal saliera de Mustang.
—Es plausible —reconoció Sam—, pero difícil de creer.
—Entonces explícame estas marcas.
—No puedo. Dices que son la maldición del Theurang, y te creo, pero a mi mente le cuesta asimilarlo.
—Bienvenido al club, Sam.
—¿Qué tal tu italiano?
—Un poco olvidado, pero puedo intentarlo luego. Ahora concentrémonos en salir de aquí.
Dedicaron la mañana a comprobar las cuerdas, desechando las que parecían demasiado desgastadas o deterioradas, que Sam cortó con su navaja suiza. Repitieron la operación con los soportes de mimbre y de bambú (en los que Remi buscó grabados sin éxito), y luego centraron su atención en la seda. El trozo más grande que encontraron medía solo unos centímetros de ancho, de modo que decidieron trenzar la tela utilizable y usarla como cuerda en caso de necesidad. A la hora del almuerzo tenían un montón respetable de materiales de construcción.
Para mayor estabilidad, decidieron sujetar ocho de los soportes con forma de jaula de los globos al interior de la bóveda. Llevaron a cabo esa tarea como en una cadena de montaje: usando el punzón de su navaja, Sam hizo agujeros dobles en la lona donde debía ir cada soporte y después Remi introdujo trozos de tendón de treinta centímetros en los agujeros. Una vez hecho, tenían trescientos veinte agujeros y ciento sesenta correas.
A última hora de la tarde Sam empezó a atar las correas usando vueltas de cabo. Había amarrado casi un cuarto de las correas cuando decidieron retirarse para dormir.
Al día siguiente se levantaron con el sol y retomaron la construcción del dirigible.
Durante las cinco horas de luz vespertina utilizable se centraron en coser la boca del paracaídas/globo con tiras de seda anudada alrededor de un aro con forma de tonel que Sam había fabricado con trozos de mimbre curvados.
Después de saborear unas cuantas galletas cada uno, se retiraron a la cueva de la barquilla y se pusieron cómodos para pasar la que iba a ser una larga noche.
—¿Cuánto nos falta para estar listos? —preguntó Remi.
—Con suerte, tendremos la cesta a punto mañana a última hora de la mañana.
Mientras trabajaban, Sam había estado dando vueltas al problema de ingeniería. Habían ido desguazando poco a poco la barquilla para tener leña, que usaban no solo para cocinar sino también para calentarse de vez cuando a lo largo del día y antes de acostarse por la noche.
Tal como estaban las cosas, les quedaban tres metros de barquilla. Según los cálculos de Sam, el mimbre restante combinado con la mezcla química en la que estaba pensando bastarían para elevarlos. Mucho más incierto era si podrían ascender lo suficiente para sobrepasar la línea de riscos.
El único factor que no le preocupaba era el viento. Hasta entonces, el poco que había soplado procedía del norte.
Remi expresó otra inquietud, una que también había estado acosando a Sam:
—¿Y el aterrizaje?
—No te voy a mentir. Esa parte podría estar fuera de nuestras posibilidades. No hay forma de saber cómo controlaremos el descenso. Y prácticamente no tendremos capacidad de giro.
—Tienes un plan B, supongo.
—Sí. ¿Quieres oírlo?
Remi se quedó callada unos instantes.
—No. Sorpréndeme.
La estimación temporal de Sam fue exacta. Hasta el mediodía no tuvieron la cesta y los tirantes listos. Si bien «cesta» era una palabra demasiado optimista para su creación, estaban orgullosos de ella de todas formas: una plataforma de bambú de sesenta centímetros de ancho atada y sujeta a los tirantes con los últimos tendones.
Se quedaron sentados y almorzaron en silencio, admirando su creación. La embarcación estaba toscamente tallada, era deforme y fea... pero adoraban hasta su último centímetro.
—Necesita un nombre —dijo Remi.
Por supuesto, Sam propuso Remi, pero ella descartó la idea. Acto seguido volvió a intentarlo:
—De niño tuve una cometa que se llamaba Altos vuelos.
—Me gusta.
Dedicaron la tarde a poner en práctica el plan de Sam para conseguir leña. Salvo un trozo de noventa centímetros en el que se acurrucarían esa noche, Sam usó la sierra de alambre para desmantelar el resto de la barquilla, cortándola desde dentro y dándole los trozos a Remi. Solo perdieron tres trozos en las entrañas de la grieta.
Empleando una piedra, Remi empezó a machacar el mimbre y los tendones que quedaban hasta convertirlos en una pasta áspera, el primer puñado de la cual Sam echó sobre un trozo con forma de cuenco del revestimiento de aluminio del Bell. A la pasta le añadió los líquenes que había raspado de cada piedra y granito descubiertos que habían encontrado en la meseta. A continuación, le agregó unas gotitas de combustible de aviación seguidas de una pizca de pólvora que Sam había extraído de las balas de la pistola. Después de probar durante treinta minutos, Sam obsequió a Remi con una tosca briqueta envuelta en un trozo de tela.
—Haz los honores —dijo, y le dio a Remi el mechero.
—¿Estás seguro de que no explotará?
—No, no estoy nada seguro.
Remi le lanzó una mirada fulminante.
—Tendría que haber estado dentro de algo sólido.
Remi acercó la llama del mechero al ladrillo extendiendo el brazo; con un susurro apenas perceptible, se encendió.
Remi se levantó de un salto sonriendo de oreja a oreja y abrazó a Sam. Se quedaron agachados uno al lado de la otra alrededor del ladrillo observando cómo ardía. El calor era sorprendentemente intenso. Cuando por fin las llamas se apagaron chisporroteando, Sam consultó su reloj:
—Seis minutos. No está mal. Ahora necesitamos tantos como podamos preparar pero más grandes... pongamos, del tamaño de un filet mignon.
—¿Tenías que hacer esa comparación?
—Lo siento. En cuanto lleguemos a Katmandú iremos al primer asador que encontremos.
Animados por el éxito de la prueba de encendido, progresaron rápidamente. A la hora de acostarse tenían diecinueve ladrillos.
Cuando el sol empezaba a ponerse, Sam terminó el brasero encajando en su base tres patas cortas, que luego sujetó a un cuenco de aluminio extragrueso con unas toscas pestañas. Por último, hizo un agujero en el lado del cono.
—¿Para qué es eso? —preguntó Remi.
—La salida para la ventilación y el combustible. Cuando tengamos encendido el primer ladrillo, la corriente de aire y la forma del cono crearán una especie de vórtice. El calor subirá por la parte de arriba del cono y entrará en el globo.
—Muy ingenioso.
—Es un hornillo.
—¿Cómo?
—Es un hornillo de camping anticuado. Se usan desde hace un siglo. Por fin mi afición por los conocimientos raros sirve de algo.
—Ya lo creo. Retirémonos a nuestro búnker e intentemos descansar para el vuelo inaugural (y también último) del Altos vuelos.
Durmieron a duras penas un total de dos horas, incapaces de conciliar el sueño debido al agotamiento, la escasez de alimento y la excitación. En cuanto hubo suficiente luz para trabajar, salieron de la barquilla y terminaron la comida que les quedaba.
Sam desmembró el resto de la barquilla salvo la última esquina, que desprendieron haciendo palanca con el pitón y la cuerda anudada. Cuando acabaron de serrar, tenían un montón de combustible tan alto como Sam.
Después de haber elegido un lugar de la meseta en el que prácticamente no había hielo, arrastraron con cuidado el globo hasta la rampa de lanzamiento. En la plataforma habían amontonado rocas a modo de lastre. En el centro habían colocado el brasero y lo habían sujetado a la plataforma con correas de tendones.
—Vamos a cocinar —dijo Remi.
Utilizaron fajos de papel y liquen como madera, encima de los cuales colocaron un trípode de pedazos de mimbre. Una vez que tuvieron un lecho compacto de brasas, siguieron echando mimbre al brasero y poco a poco las llamas empezaron a subir.
Remi posó la mano sobre el escalfador y la apartó bruscamente.
—¡Está caliente!
—Perfecto. Ahora nos toca esperar. Tardará un rato.
Una hora se convirtió en dos. El globo se llenaba poco a poco, extendiéndose alrededor de ellos como la carpa de un circo en miniatura, mientras su reserva de combustible menguaba. Bajo el manto del globo, la luz del sol parecía etérea, brumosa. Sam se dio cuenta de que competían contra el tiempo y la física térmica, mientras el aire se enfriaba y se filtraba por el revestimiento del globo.
Poco antes de la tercera hora, el globo, todavía perpendicular al suelo, se elevó y empezó a flotar. No estaban seguros de si era algo real o solo una impresión, pero parecía un momento decisivo. Cuarenta minutos más tarde el globo estaba derecho, y su exterior se volvía más firme cada minuto que pasaba.
—Está funcionando —murmuró Remi—. Está funcionando de verdad.
Sam se limitó a asentir con la cabeza, con los ojos clavados en el globo.
—Todos a bordo —dijo por fin.
Remi corrió a su montón de provisiones, cogió el trozo de bambú grabado, se lo metió en la parte de detrás de la chaqueta y regresó a paso ligero. Quitó las rocas de una en una hasta que tuvo espacio para arrodillarse y luego se sentó. El otro lado de la plataforma planeaba ya a pocos centímetros del suelo.
Después de haber metido algunos artículos esenciales en la bolsa del paracaídas de emergencia, y los ladrillos y el último montón de mimbre en el petate, Sam cogió los dos sacos y se arrodilló junto a la plataforma.
—¿Estás lista? —preguntó.
Remi ni pestañeó.
—Vamos a volar.