Norte de Nepal
Las llamas subieron por el interior del brasero y desaparecieron a través de la boca del globo hasta que Sam y Remi estuvieron flotando a un metro escaso sobre la meseta.
—Cuando te avise, empuja con todas tus fuerzas —dijo Sam.
Metió los dos últimos trozos de mimbre en el brasero, observó y esperó, desplazando rápidamente la vista del brasero al globo y al suelo.
—¡Ahora!
Flexionaron las piernas al mismo tiempo y empujaron con fuerza.
Ascendieron repentinamente tres metros, pero descendieron con la misma rapidez.
—¡Prepárate para volver a empujar! —gritó Sam.
Los pies de los dos tocaron el hielo.
—¡Empuja!
Una vez más salieron disparados hacia arriba y volvieron a tierra, si bien más despacio.
—Nos estamos acercando —dijo Sam.
—Necesitamos más ritmo —contestó Remi—. Piensa en una pelota botando.
De modo que empezaron a dar saltos sobre la meseta, que les permitieron ganar cada vez más un poco de altitud. A su izquierda, apareció el borde del precipicio.
—Sam... —advirtió Remi.
—Lo sé. No mires, sigue saltando. ¡Volar o nadar!
—¡Maravilloso!
Tomaron impulso una vez más. Una ráfaga de viento alcanzó el globo y los empujó por la meseta, y saltaron con los pies sobre el hielo. A Remi le resbaló la pierna en el borde del precipicio, pero no perdió la calma y dio un último empujón con la otra pierna.
Y entonces, repentinamente, todo se quedó en silencio salvo el viento que silbaba entre las cuerdas.
Estaban volando y ascendían.
Y avanzaban rumbo al sudeste hacia la pendiente.
Sam metió la mano en el petate y sacó un par de ladrillos, que echó al brasero. Oyeron el tenue susurro del ladrillo al encenderse y vieron saltar algunas llamas. Empezaron a ascender.
—Otro —dijo Remi.
Sam metió un tercer ladrillo en el brasero.
¡Zas! El globo se elevó.
Los pinos estaban a pocos cientos de metros de distancia y parecían acercarse a toda velocidad. Una ráfaga de viento alcanzó el globo y lo hizo girar. Sam y Remi se agarraron a las cuerdas y estiraron las piernas en la plataforma. Después de tres rotaciones, la plataforma se estabilizó y se quedó otra vez quieta.
Sam miró por encima del hombro de Remi, calculando la distancia hasta la pendiente.
—¿A cuántos metros está? —preguntó Remi.
—A unos doscientos. Noventa segundos, más o menos. —La miró a los ojos—. Vamos a pasar muy justos. ¿Nos la jugamos?
—Por supuesto.
Sam metió un cuarto ladrillo en el brasero. ¡Zas!
Los dos miraron por encima del lado de la plataforma. Las copas de los pinos parecían estar increíblemente cerca. Remi notó que algo le tiraba del pie y se ladeó. Sam se inclinó hacia delante y la agarró del brazo.
Echó otro ladrillo. ¡Zas!
Otro. ¡Zas!
—¡Cien metros! —gritó Sam.
Otro ladrillo. ¡Zas!
—¡Cincuenta metros! —Sacó un ladrillo del petate, lo sacudió entre sus manos ahuecadas como si fuera un dado y se lo tendió a Remi—. Para que nos dé suerte.
Ella le sopló.
Sam metió el ladrillo en el brasero.
¡Zas!
—¡Levanta los pies! —chilló Sam.
Notaron y oyeron que la punta de un pino arañaba la parte inferior de la plataforma. Se vieron sacudidos de lado.
—¡Estamos enganchados! —gritó Sam—. ¡Ladéate!
Inclinaron al mismo tiempo el torso en la dirección contraria, colgando por encima del borde a la vez que se agarraban a una cuerda. Sam dio una patada para ver si se soltaban de lo que había debajo.
La rama se partió con un brusco crujido. La plataforma se enderezó. Sam y Remi se pusieron derechos, mirando abajo, a su alrededor y arriba.
—¡Hemos pasado! —gritó Remi—. ¡Lo hemos conseguido!
Sam expulsó el aire que había estado conteniendo.
—No lo he dudado ni por un segundo.
Remi le lanzó una mirada.
—Vale —dijo él—. A lo mejor un segundo o dos.
Después de dejar atrás el risco, el viento amainó ligeramente y se encontraron volando rumbo al sur a una velocidad de dieciséis kilómetros por hora, según los cálculos de Sam. Solo habían recorrido unos pocos cientos de metros cuando la altitud empezó a disminuir.
Sam sacó otro ladrillo del petate. Lo introdujo a través del agujero y se encendió. Empezaron a ascender.
—¿Cuántos nos quedan? —preguntó Remi.
Sam lo comprobó.
—Diez.
—Ahora es una buena ocasión para que me cuentes tu plan B para aterrizar.
—En el hipotético caso de que el aterrizaje no sea perfecto y suave como la seda, la mejor opción que tenemos son los pinos: buscar un grupo abundante e intentar volar directos hacia él.
—Lo que acabas de describir es un aterrizaje forzoso sin tierra.
—Básicamente.
—Exactamente.
—Vale, exactamente. Nos agarramos con fuerza y confiamos en que las ramas hagan de red de frenado.
—Como en los portaaviones.
—Sí.
Remi lo consideró. Frunció los labios y se sopló un mechón de cabello castaño rojizo de la frente.
—Me gusta.
—Pensé que te gustaría.
Sam metió otro ladrillo en el brasero. ¡Zas!
Con el sol de media tarde a sus espaldas, se deslizaban cada vez más hacia el sur, echando de vez en cuando ladrillos al brasero mientras permanecían atentos por si veían un lugar donde aterrizar. Habían recorrido aproximadamente seis kilómetros y hasta el momento solo habían visto valles con pedregales, glaciares y bosquecillos de pinos.
—Estamos perdiendo altitud —dijo Remi.
Sam alimentó el brasero. Siguieron descendiendo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—La disipación, creo. Estamos perdiendo el sol, y con él está bajando la temperatura. El globo está consumiendo calor más rápido de lo que podemos reponerlo.
Sam introdujo otro ladrillo por el agujero. El descenso se hizo ligeramente más lento, pero era innegable: se precipitaban de forma irreversible. Empezaron a ganar velocidad.
—Tenemos que tomar una decisión —dijo Sam—. No vamos a conseguir que aparezca un prado, pero tenemos un plan B a la vista.
Señaló por encima del hombro de Remi. Delante de ellos había una hilera de pinos. Detrás se encontraba otro valle cubierto de cantos rodados.
—O metemos el resto de los ladrillos en el brasero y confiamos en encontrar un sitio mejor.
—Ya hemos tentado demasiado a la suerte. Estoy lista para tocar tierra firme. ¿Cómo quieres que lo hagamos?
Sam examinó la línea forestal cada vez más cercana, tratando de estimar la velocidad, la distancia y el grado de aproximación. Tenían tres minutos, calculó. Volaban a unos veinticinco kilómetros por hora. Aunque dentro de un coche era posible sobrevivir a un accidente a esa velocidad, en aquella plataforma tenían un cincuenta por ciento de posibilidades de éxito.
—Si tuviéramos un airbag —murmuró Sam.
—¿Qué tal un escudo? —preguntó Remi, y señaló la plataforma de bambú.
Sam entendió enseguida a lo que ella se refería.
—Es arriesgado.
—Mucho menos arriesgado que lo que tú estabas pensando. Te conozco, Sam, y conozco tus expresiones. ¿Qué posibilidades tenemos?
—Un cincuenta por ciento.
—Puede que esto nos dé más puntos.
Sam desplazó rápidamente la vista a la línea forestal y luego otra vez a los ojos de Remi. Ella le sonrió. Él le devolvió la sonrisa.
—Eres una mujer increíble.
—Lo sé.
—Ya no necesitamos esto —dijo Sam.
Cortó las correas que sujetaban el brasero y lo tiró de la plataforma de un empujón. El brasero cayó al suelo en medio de una columna de chispas, rodó por el valle y chocó contra una roca.
Sam atravesó la plataforma hasta apretarse contra Remi, que estaba sujetando las cuerdas con las dos manos. Sam agarró una con la mano izquierda y acto seguido se inclinó hacia atrás, acercó la hoja de su navaja suiza a uno de los tirantes y empezó a cortarlo. El tirante se partió emitiendo un sonido agudo. La plataforma descendió ligeramente.
Sam se dirigió al segundo tirante.
—¿Cuánto falta para que lleguemos al suelo? —preguntó.
—No lo sé...
—¡Más o menos!
—¡Unos segundos!
Sam siguió cortando. Mellada y ligeramente doblada debido al exceso de uso y los intentos de Sam por afilarla en las rocas, la hoja de la navaja estaba roma. Sam apretó los dientes y serró con más fuerza.
La segunda cuerda se partió. Sam se dirigió a la tercera.
—¡Se nos acaba el tiempo! —gritó Remi.
¡Clang!
El otro lado de la plataforma pendía de un solo tirante, que se agitaba como una cometa al viento. Remi prácticamente estaba colgando, aferrando las cuerdas con las dos manos y con solo un pie apoyado en el borde de la plataforma. La mano izquierda de Sam apresaba la cuerda situada al lado de la de ella como si fuera una garra.
—¡Una más! —gritó, y empezó a serrar—. Vamos... vamos...
¡Clang!
El extremo de la plataforma se soltó balanceándose y quedó colgando en vertical por debajo de ellos. Sam se disponía a soltar la navaja pero cambió de opinión. Cerró la hoja de la misma contra su mejilla. Aferró una cuerda con la mano derecha.
Remi ya estaba bajando por los tirantes para situar el cuerpo detrás de la plataforma. Sam descendió hacia ella. Se asomó al borde de la plataforma y vio un muro verde que parecía abalanzarse hacia él.
Todo empezó a desmoronarse. Las ramas recibieron una buena parte del impacto, pero enseguida hicieron girar la plataforma. Se vieron lanzados a través de unas ramas que los azotaron. Agacharon la cabeza y cerraron los ojos. Sam aflojó la presión que ejercía con la mano derecha en el tirante y trató de cubrir la cara de Remi con el antebrazo.
—¡Suéltate! —gritó ella instintivamente.
Entonces cayeron a través del árbol, y las ramas amortiguaron su caída.
Se detuvieron de una sacudida.
Sam abrió la boca para hablar pero lo único que brotó de ella fue un gruñido. Lo intentó de nuevo.
—¡Remi!
—Aquí —respondió ella débilmente—. Debajo de ti.
Tumbado boca arriba y en diagonal sobre un par de ramas, Sam se dio la vuelta con cuidado. Tres metros más abajo, Remi se hallaba tumbada en el suelo en medio de un montón de agujas de pino. Tenía la cara llena de arañazos como si alguien la hubiera atacado con un cepillo de alambre. Sus ojos estaban rebosantes de lágrimas.
—¿Qué tal estás? —preguntó él.
Ella forzó una sonrisa y le hizo un débil gesto de aprobación con el pulgar.
—¿Y tú, intrépido piloto?
—Deja que me quede aquí tumbado un rato y luego te lo digo.
Al cabo de unos minutos, Sam empezó a descender.
—No te muevas —le dijo a Remi—. Quédate quieta.
—Si insistes...
Sam se sentía como si una panda de gamberros armados con bates le hubieran dado una paliza, pero todas sus articulaciones y sus músculos principales parecían funcionar bien, aunque con cierta lentitud.
Usando la mano derecha, bajó de la última rama y cayó desplomado junto a Remi. Ella le rodeó la cara con una mano y dijo:
—Contigo una no se aburre nunca.
—No.
—Sam, tu cuello.
Él alargó la mano y se tocó la zona que le había indicado Remi. Cuando se la miró tenía los dedos manchados de sangre. Después de palparse un poco, encontró un tajo vertical de unos siete centímetros debajo de una oreja.
—Se coagulará —le dijo—. Vamos a echarte un vistazo.
No tardaron en darse cuenta de que su ropa los había salvado. El grueso relleno y los cuellos altos de sus anoraks les habían protegido el torso y la garganta, y los gorros de punto les habían brindado una almohada crucial para el cráneo.
—Regular, pensándolo bien.
—Tu idea del escudo nos ha salvado el pellejo.
Ella hizo un gesto de rechazo con la mano.
—¿Dónde está Altos vuelos?
—Enredado en el árbol.
—¿Todavía tengo el bambú?
Sam vio el extremo que sobresalía de su cuello.
—Sí.
—¿Mi cara tiene tan mal aspecto como la tuya? —preguntó Remi.
—Nunca has estado más guapa.
—Mentiroso... Pero gracias. El sol se está poniendo. Y ahora, ¿qué?
—Ahora nos rescatarán. Te prepararé una lumbre e iré a buscar a unos amables lugareños que nos ofrezcan camas confortables y comida caliente.
—¿Así de simple?
—Así de simple.
Sam se levantó y estiró las extremidades. Le dolía todo el cuerpo; un punzante dolor que parecía estar presente en todas partes.
—Vuelvo enseguida.
Solo tardó unos minutos en encontrar la bolsa del paracaídas de emergencia, que se le había desprendido de la espalda durante el accidente. Sin embargo, tardó más en dar con el petate; se había caído cuando el último tirante de la plataforma había cedido. De los aproximadamente siete ladrillos que habían quedado, encontró tres.
Regresó junto a Remi y descubrió que había conseguido sentarse erguida con la espalda apoyada contra el árbol. Pronto tuvo un ladrillo encendido en un pequeño círculo de tierra junto a ella. Colocó los dos ladrillos que quedaban al lado de Remi.
—Vuelvo en un periquete —dijo.
—Aquí estaré.
Le dio un beso y se marchó.
—¿Sam?
Se volvió.
—Sí.
—Cuidado con los yetis.