Goldfish Point, La Jolla,
California
—Tengo una traducción para ustedes —dijo Selma, entrando en el solárium.
Se dirigió a las tumbonas donde estaban reclinados Sam y Remi y les dio la copia impresa.
—Fantástico. —Remi sonrió lánguidamente.
—¿La has leído? —preguntó Sam a Selma.
—Sí.
—¿Te importa darnos una versión resumida? Los medicamentos de Remi la han dejado un poco... alegre.
Al final, a Sam no le había costado encontrar rescatadores en el alto Himalaya. Visto en retrospectiva, teniendo en cuenta lo que habían pasado para llegar hasta allí, Sam lo consideraba un caso de justicia poética. Sin saberlo, habían caído a menos de un kilómetro de un pueblo llamado Samagaun, el asentamiento humano situado más al norte en aquella región de Nepal.
A la penumbra cada vez más tenue, Sam había avanzado valle abajo arrastrando los pies hasta que fue visto por una pareja australiana que estaba de vacaciones practicando senderismo. Lo llevaron a Samagaun, y rápidamente se organizó un grupo de búsqueda. Dos vecinos del pueblo, la pareja australiana y Sam fueron en una vieja camioneta Datsun lo más arriba posible del valle, luego se bajaron del vehículo y recorrieron a pie el resto del camino. Encontraron a Remi donde Sam la había dejado, a la cálida luz del fuego.
Para mayor seguridad, la colocaron sobre un trozo de madera contrachapada que habían llevado para ese fin y acto seguido se dirigieron de vuelta a Samagaun, donde descubrieron que el pueblo se había movilizado por ellos. Se dispuso una habitación con camas gemelas y una estufa, y les dieron de comer aloo tareko (patatas fritas) y kukhura ko ledo (pollo con salsa) hasta que no pudieron más. El médico del pueblo fue a visitarlos, los examinó a los dos y no halló heridas de gravedad.
A la mañana siguiente se despertaron y descubrieron que un anciano del pueblo había avisado de su rescate a través del valle mediante un equipo de radioaficionado. Poco después de que Sam diera al anciano los datos de contacto de Jack Karna, un todoterreno más robusto llegó para llevárselos al sur. En Gorkha encontraron a Jack y a Ajay esperando para acompañarlos hasta Katmandú.
En realidad, Jack había informado de la desaparición de los Fargo y estaba tratando de organizar un grupo de búsqueda para sortear la burocracia del gobierno nepalés cuando recibió la noticia de su rescate.
Sam y Remi pasaron una noche en el hospital bajo la atenta mirada de Ajay. Las radiografías de Remi revelaron que tenía contusiones en dos costillas y un esguince en un tobillo. Les recetaron analgésicos para los chichones y los cardenales. A pesar de que parecían peligrosos, los arañazos de sus caras eran superficiales y con el tiempo se borrarían.
Cinco días después del aterrizaje forzoso en globo, estaban en un avión rumbo a casa.
En ese momento Selma se disponía a ofrecerles la versión abreviada.
—Bueno, antes de nada, Jack ha confirmado su sospecha, señora Fargo. Los símbolos grabados en el bambú son idénticos a los de la tapa del cofre del Theurang. Se ha quedado tan perplejo como ustedes. Cuando estén listos para hablar, llámenlo.
»En cuanto al resto de las marcas, también tenían razón: es italiano. Según el autor, un hombre llamado... —Selma echó un vistazo a la copia impresa y dijo—: Franceso Lana de Terzi.
—Conozco ese nombre —dijo Sam.
Desde que había vuelto a casa, se había sumergido en la historia de los dirigibles.
—Cuéntanos —dijo Remi.
—Mucha gente considera a De Terzi el padre de la aeronáutica. Fue jesuita y profesor de física y de matemáticas en Brescia, en el norte de Italia. En mil seiscientos setenta publicó un libro titulado Prodomo. Fue una obra revolucionaria para su época, el primer análisis sólido de las matemáticas aplicadas a los viajes aéreos. Sentó las bases para todos los que le siguieron, empezando por los hermanos Montgolfier en mil setecientos ochenta y tres.
—Ah, ellos —contestó Remi.
—El primer viaje en globo con éxito —explicó Sam—. De Terzi fue un genio absoluto. Allanó el camino para inventos como la máquina de coser, un sistema de lectura para ciegos, la forma primitiva del braille...
—Pero ningún dirigible —dijo Selma.
—El principal concepto que desarrolló fue algo que llamó la aeronave de vacío: básicamente, el mismo aparato que el globo dirigible múltiple que encontramos, solo que en lugar de esferas de tela tenía unas de cobre que habían sido vaciadas de aire. A mediados del siglo diecisiete, el inventor Robert Boyle creó una bomba (un «motor neumático», como él lo llamó) que podía vaciar totalmente el aire de un recipiente. Gracias a esa bomba, demostró que el aire pesaba. De Terzi propuso una teoría según la cual una vez que las esferas de cobre fueran vaciadas, la aeronave sería más ligera que el aire que la rodeaba y se elevaría. No os aburriré con datos físicos, pero el concepto tiene demasiadas trabas para ser realizable.
—De modo que la aeronave de vacío nunca se construyó —dijo Selma.
—No que nosotros sepamos. A finales del siglo diecinueve, un hombre llamado Arthur de Bausset intentó conseguir financiación para lo que llamó la aeronave de tubo de vacío, pero la iniciativa no prosperó. En cuanto a De Terzi, según los libros de historia, siguió desarrollando su teoría hasta su muerte en mil seiscientos ochenta y seis.
—¿Dónde?
Sam sonrió.
—En Brescia.
—Después de pasearse por el Himalaya —añadió Remi—. Continúa, Selma.
—Según el bambú, De Terzi y su equipo chino (no dice de cuántos miembros estaba compuesto) realizaron un aterrizaje forzoso durante el viaje de prueba de una aeronave que estaba diseñando para el emperador Kangxi. El emperador había bautizado la aeronave Gran Dragón. Solo De Terzi y otras dos personas sobrevivieron al accidente. Él fue el único que salió ileso.
—Las dos momias que encontramos —dijo Remi.
—He consultado las fechas en relación con el emperador Kangxi —informó Selma—. Gobernó de mil seiscientos sesenta y uno a mil setecientos veintidós.
—La cronología coincide —dijo Sam.
—Ahora viene lo mejor: De Terzi afirma que mientras estaba buscando comida encontró un... —Selma leyó la copia impresa—: «Un misterioso recipiente con un diseño que no había visto jamás, grabado con símbolos parecidos y distintos de los usados por mi benefactor».
Sam y Remi intercambiaron una mirada.
Selma continuó:
—En la última parte del grabado, De Terzi escribió que había decidido dejar a sus tripulantes y dirigirse al norte, hacia la base de lanzamiento de la aeronave, a la que se refería como gompa de Shekar.
—¿Has comprobado...? —preguntó Sam.
—Sí. La gompa de Shekar se encuentra actualmente en ruinas, pero está situada a unos sesenta kilómetros al nordeste de donde ustedes encontraron el dirigible, en el Tíbet.
—Continúa.
—Si De Terzi llegó a la gompa de Shekar, debió de relatar allí su viaje. Si no lo consiguió, su cuerpo no debió de ser encontrado. El bambú sería su testamento.
—¿Y el misterioso recipiente? —preguntó Sam.
—He dejado lo mejor para el final —contestó Selma—. De Terzi declaró que iba a llevarse el recipiente y, cito textualmente, «pedir un rescate para liberar a mi hermano Giuseppe, tomado como rehén por el emperador Kangxi para asegurarse de mi regreso con el Gran Dragón».
—Se lo llevó —murmuró Sam—. Se llevó el Theurang al Tíbet.
—Tengo tantas preguntas que no sé por dónde empezar —dijo Remi—. En primer lugar, ¿cuántos datos históricos tenemos sobre De Terzi?
—Hay muy poca información disponible. Al menos que yo haya podido encontrar —respondió Selma—. Según todas las fuentes, De Terzi se pasó la vida en Italia. Murió allí y está enterrado allí. Como ha dicho Sam, pasó los últimos años de su vida trabajando en su aeronave de vacío.
—Las dos versiones de su vida no pueden ser ciertas —dijo Sam—. O nunca salió de Brescia y el bambú es un bulo o pasó un tiempo en China trabajando para el emperador Kangxi.
—Y tal vez murió allí —añadió Remi.
Sam vio la sonrisa pícara que se dibujó en el rostro de Selma.
—Está bien, suéltalo ya —dijo.
—En internet no hay nada sobre De Terzi, pero en la Universidad de Brescia hay una profesora que imparte un curso sobre inventores italianos del Renacimiento tardío. Según el plan de la universidad, De Terzi tiene un papel destacado en el programa.
—Disfrutas haciéndolo, ¿verdad? —dijo Remi.
—En absoluto —contestó Selma solemnemente—. Solo tienen que decírmelo, y mañana por la tarde estarán en Italia.
—Dejémoslo en una cita por internet para mañana.
Goldfish Point, La Jolla
California
Al día siguiente, a media tarde según la hora italiana, Sam y Remi se presentaron a través de iChat y explicaron ambiguamente cuál era su interés por Francesco Lana de Terzi a la profesora del curso, Carlotta Moretti. Moretti, una morena de treinta y tantos años con gafas de búho, les sonreía desde la pantalla de ordenador.
—Encantada de conocerles —dijo en un inglés con ligero acento—. Soy una gran admiradora suya, ¿saben?
—¿Admiradora? —contestó Remi.
—Sí, sí. Leí acerca de ustedes en la revista Smithsonian. La bodega perdida de Napoleón y la cueva de los montes... esto...
—Gran San Bernardo —la ayudó Sam.
—Sí, eso. Disculpen la intromisión, pero debo preguntárselo: ¿se encuentran bien? ¿Qué les ha pasado en la cara?
—Un contratiempo haciendo senderismo —respondió Sam—. Nos estamos recuperando.
—Ah, bien. El caso es que me quedé fascinada, y luego cuando me llamaron, encantada por supuesto. También sorprendida. Cuéntenme qué les interesa de Franceso de Terzi e intentaré serles de ayuda.
—Su nombre ha surgido cuando estábamos trabajando en un proyecto —dijo Remi—. Nos ha parecido sorprendente la poca información publicada sobre él. Nos han dicho que usted es toda una experta en la materia.
—Experta, no sé. Doy clases sobre De Terzi, y siento curiosidad por él desde que era niña.
—Sobre todo nos interesa la última parte de su vida; digamos, los últimos diez años. En primer lugar, ¿puede confirmar que tenía un hermano?
—Sí. Giuseppe Lana de Terzi.
—¿Y es cierto que Francesco nunca salió de Brescia?
—Oh, no, eso es falso. De Terzi viajaba con frecuencia a Milán, a Génova y a otros lugares.
—¿Y fuera de Italia? ¿A ultramar, tal vez?
—Es posible, pero no sabría adónde exactamente. Según algunas versiones, la mayoría de ellas relatos de segunda mano de las historias que se decía que había contado De Terzi, viajó lejos de casa entre mil seiscientos setenta y cinco y mil seiscientos setenta y nueve. Sin embargo, ningún historiador de los que conozco lo confirma.
—¿Dicen esas historias dónde pudo haber estado?
—En algún lugar del Lejano Oriente —contestó Moretti—. Asia es una de las hipótesis.
—¿Por qué habría ido allí?
La profesora vaciló.
—Deben entender que todo puede ser una fantasía. Existe muy poca documentación que lo respalde.
—Lo entendemos —respondió Sam.
—Se dice que De Terzi no encontraba inversores para su proyecto de dirigible.
—La aeronave de vacío.
—Sí, esa. No encontraba a nadie que le diera dinero: ni el gobierno, ni los ricos italianos. Viajó al este con la esperanza de hallar patrocinio para poder terminar su obra.
—¿Y lo encontró?
—No, que yo sepa.
—¿Qué pasó cuando regresó en mil seiscientos setenta y nueve? —preguntó Sam.
—Se dice que cuando volvió a Italia era un hombre distinto. Algo le había ocurrido en sus viajes, y Giuseppe no volvió con él. Francesco nunca habló del tema. Poco después, se instaló de nuevo en Brescia, abandonó la orden de los jesuitas y se trasladó a Viena.
—¿También en busca de inversores?
—Tal vez, pero en Viena solo encontró mala suerte.
—¿Y eso? —preguntó Remi.
—Poco después de trasladarse a Viena se casó, y luego rápidamente fue padre. Dos años después estalló la gran batalla: el sitio y la batalla de Viena. ¿La conocen?
—Solo vagamente.
—El sitio duró dos meses. El Imperio otomano combatió contra la Liga Santa: el Sacro Imperio Romano Germánico, la Mancomunidad Polaco-Lituana y la República de Venecia. A principios de septiembre de mil seiscientos ochenta y tres, se libró la batalla final. Muchas decenas de miles de personas murieron, incluidos la mujer y el hijo de De Terzi.
—Es horrible —dijo Remi—. Qué lástima.
—Sí. Se dice que quedó terriblemente desconsolado. Primero su hermano y luego su nueva familia, todos muertos. Poco después, De Terzi volvió a desaparecer.
—¿Adónde fue?
Moretti se encogió de hombros.
—Una vez más, es un misterio. Volvió a Brescia en octubre de mil seiscientos ochenta y cinco, y murió pocos meses más tarde.
—Déjeme hacerle una pregunta que puede parecer un poco extraña —dijo Remi.
—Por favor.
—¿Tiene usted, u otra persona, la absoluta certeza de que De Terzi regresó a Brescia en mil seiscientos ochenta y cinco?
—Es una pregunta extraña, sí. Supongo que la respuesta es que no. No dispongo de ningún dato que confirme que murió aquí... ni que regresó, para el caso. Esa parte de la historia está basada, como el resto, en información de segunda mano. A falta de una...
—Exhumación.
—Sí, una exhumación. Solo eso y una muestra de ADN de sus descendientes servirían de prueba. ¿Por qué lo preguntan? ¿Tienen motivos para creer...?
—No, la verdad es que no. Estamos barajando ideas.
—En cuanto a esas historias, ¿cree usted alguna de ellas?
—Una parte de mí quiere creer. Es una aventura emocionante, ¿verdad? Pero, como ya he dicho, en las historias oficiales de la vida de De Terzi no figura ninguno de esos episodios.
—Hace unos minutos ha dicho que existe muy poca documentación. ¿Significa eso que existe alguna documentación? —preguntó Remi.
—Hay unas cuantas cartas, pero escritas por amigos. Ninguna del puño y letra de De Terzi. Es lo que su sistema judicial llama testimonio de oídas, ¿verdad? Aparte de las cartas, solo hay otra fuente que pueda estar relacionada con esas historias. Me resisto a mencionarla.
—¿Por qué?
—Es una obra de ficción, un relato breve escrito por la hermana de De Terzi pocos años después de su muerte. Aunque aparece con otro nombre, el protagonista es claramente un trasunto de Francesco. La mayoría de la gente pensó que la hermana estaba intentando ganar dinero a costa de la fama de él explotando los rumores.
—¿Puede resumirnos el relato?
—En realidad es un cuento bastante rocambolesco. —Moretti ordenó sus pensamientos—. El héroe de la historia abandona su hogar en Italia. Después de enfrentarse a muchos peligros, es capturado por un tirano en un país extranjero. Le obligan a construir una nave de guerra voladora. La nave se estrella en un lugar desolado, y solo el héroe y dos de sus compañeros sobreviven, aunque al final estos mueren debido a sus heridas. El héroe encuentra entonces un misterioso tesoro, que según le cuentan los nativos está maldito, pero él no hace caso de la advertencia y emprende el arduo viaje de vuelta al castillo del tirano. Una vez allí, descubre que su compañero de viaje, a quien el tirano había tomado como rehén, ha sido ejecutado.
»Cuando el héroe regresa a Italia con el tesoro, encuentra más desgracias: su familia ha muerto a causa de la peste. El héroe se convence entonces de que la maldición es real, de modo que parte con la intención de devolver el tesoro al lugar donde lo encontró y no se vuelve a saber nada de él.
Sam y Remi se esforzaron por mantener el rostro inexpresivo.
—No tendrá por casualidad una copia de ese relato, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. Creo que lo tengo en el italiano original y también en una traducción en inglés muy buena. En cuanto hayamos terminado de hablar, se lo mandaré en versión electrónica.