Región de Arunachal Pradesh,
al norte de India
—¡Jack! —gritó Remi—. No creía que fueras a aparecer.
El todoterreno de Karna se detuvo y Jack se apeó del vehículo. Remi le dio un abrazo, y Sam le estrechó la mano.
—Me alegro de que estés a bordo, Jack.
—Yo también.
De pie detrás de Karna, Ajay los saludó con la cabeza y les sonrió.
—Tenéis mejor aspecto que la última vez que os vi las caras —dijo Karna—. ¿Qué tal el pie, Remi? ¿Y las costillas?
—Lo bastante curadas para poderme mover sin tener que apretar los dientes. Tengo vendas elásticas, unas buenas botas de senderismo y un frasco de ibuprofeno.
—Excelente.
—Nos dejará a todos atrás —dijo Sam.
—¿Habéis tenido algún problema para llegar aquí? ¿Os ha seguido alguien? ¿Alguna persona sospechosa?
—Nada de eso —contestó Remi.
Desde su última conversación con Charles King, ni lo habían visto ni habían tenido noticias de él, de sus hijos o de Zhilan Hsu. Era un cambio que les resultaba al mismo tiempo agradable e inquietante.
—Jack, ¿cómo has vencido el miedo a volar? —preguntó Sam.
—La verdad es que no lo he vencido —respondió Karna—. Estuve aterrado desde que despegamos en Katmandú hasta el momento en que me bajé del avión en Bangladesh. La emoción por la expedición dominó temporalmente el miedo y, voilà, aquí estoy.
«Aquí» era el final de un viaje por tierra de ochocientos kilómetros que Sam y Remi acababan de terminar pocas horas antes. Situada a orillas del río Siang, la tranquila ciudad de Yingkiong, de novecientos habitantes, era la última avanzada con una población considerable en el norte de India. La siguiente ciudad desde allí, Nyingchi, en el Tíbet, se encontraba a ciento sesenta kilómetros al nordeste a través de algunas de las junglas más inhóspitas del mundo.
Habían pasado diez días desde su conversación por iChat. Habían tardado todo ese tiempo en hacer los preparativos necesarios. Fiel a su palabra, Karna se había puesto en contacto con ellos al día siguiente, después de haber trabajado ininterrumpidamente con la esperanza de descifrar el mapa de El Gran Dragón.
Las dotes de navegación terrestre de De Terzi debían de haber rivalizado con las de los centinelas, había explicado Karna. Tanto la posición como las distancias del mapa de De Terzi eran extraordinariamente precisas, y diferían de las medidas reales en menos de un kilómetro y medio y un grado de brújula. Una vez que terminó sus cálculos, Karna tuvo la certeza de que había triangulado la situación de Shangri-La hasta un diámetro de tres kilómetros. Como sospechaba desde el principio, las coordenadas se encontraban en el centro del cañón del río Tsangpo.
Sam y Remi habían estudiado la zona en Google Earth, pero no habían visto más que elevados picos, rugientes ríos y densos bosques. Nada que pareciera un champiñón.
—¿Qué os parece si vamos a un bar a tomar una copa y charlamos un poco? Es mejor que seáis conscientes del desagradable panorama que nos espera antes de partir por la mañana.
La taberna era un edificio de dos plantas con un tejadillo de hojalata ondulada y paredes de tablones. En el interior, la planta baja estaba dedicada a una zona de recepción y un restaurante que parecía sacado de un western de Hollywood de los años cincuenta: suelos de madera, una larga barra en forma de jota y postes verticales que soportaban las vigas descubiertas del techo. Sus habitaciones para esa noche, les dijo Karna, estaban en el segundo piso.
La taberna estaba sorprendentemente abarrotada. Encontraron una mesa de caballete contra la pared bajo un parpadeante letrero de neón de Schlitz y pidieron cuatro cervezas. Estaban heladas.
—La mayor parte de lo que voy a contaros lo sé por Ajay, pero como él no es muy locuaz, tendréis que fiaros de mi memoria. Como os dije, este es el antiguo territorio de Ajay, así que estamos en buenas manos. Por cierto, Ajay, ¿en qué situación está nuestro transporte?
—Todo arreglado, señor Karna.
—Fantástico. Corrígeme si me desvío del tema mientras hablo, Ajay.
—Sí, señor Karna.
Karna suspiró.
—No consigo que me llame Jack. Llevo años intentándolo.
—Él y Selma siguen el mismo manual —contestó Sam.
—Está bien. He aquí el inconveniente de Arunachal Pradesh: dependiendo de a quién le preguntéis, ahora mismo estamos en China.
—¡Vaya! Repite eso —dijo Sam.
—China reclama oficialmente la mayoría de esta región como parte del sur del Tíbet. Por supuesto, para la gente y el gobierno de aquí, Arunachal Pradesh es un estado indio. La frontera sur entre Arunachal Pradesh y China se llama línea McMahon, trazada como parte de un tratado entre el Tíbet y el Reino Unido. Los chinos nunca lo aceptaron, e India no hizo respetar la frontera hasta mil novecientos cincuenta. En resumidas cuentas, China e India la reclaman pero ninguna de las dos hace gran cosa al respecto.
—¿Qué significa eso en términos de presencia militar? —preguntó Sam.
—Nada. Hay algunas tropas indias en la región, pero los chinos se mantienen al norte de la línea McMahon. En realidad, todo es bastante amistoso.
—Eso es bueno para nosotros —dijo Remi.
—Sí, bueno... Lo que no es tan maravilloso es la FLAN: la Fuerza de Liberación Arunachal Naga. Son el último y el más importante grupo terrorista de la zona. Recientemente han estado secuestrando a gente. Dicho eso, Ajay afirma que es probable que no tengamos ningún problema con ellos; el ejército ha estado tomando duras medidas.
—Según los mapas, nuestro destino está a cuarenta kilómetros de China —dijo Sam—. A juzgar por el paisaje, supongo que no habrá ningún control en la frontera.
—Estás en lo cierto. Como dije en Mustang, la frontera se encuentra bastante desprotegida. Varios cientos de senderistas la cruzan cada año. En realidad, no parece que al gobierno chino le moleste. No hay nada de importancia estratégica en la zona.
—Más buenas noticias —dijo Remi—. Ahora cuéntanos lo malo.
—¿Quieres decir aparte de que el terreno es tan accidentado que raya en lo ridículo?
—Sí.
—Lo malo es que prácticamente estaremos invadiendo China. Si tenemos la mala suerte de que nos pillen, es probable que acabemos en la cárcel.
—Ya nos hemos enfrentado a esa posibilidad una vez —contestó Sam—. Hagamos todo lo posible por evitarlo, ¿vale?
—De acuerdo. Está bien, pasemos a las serpientes y los insectos venenosos...
Después de una cena rápida compuesta de pollo tandoori, Sam y Remi se retiraron a descansar. Sus habitaciones estaban a tono con el motivo general de la posada: el glamour de los westerns de Hollywood sin su glamour. Aunque la temperatura exterior era de unos agradables quince grados, la humedad era agobiante. El chirriante ventilador del techo de la habitación agitaba lentamente el aire, pero después de la puesta de sol la temperatura empezó a descender, y pronto en la habitación hubo un ambiente confortable.
A las ocho estaban dormidos.
A la mañana siguiente se despertaron cuando Ajay llamó suavemente a su puerta y susurró sus nombres. Sam salió de la cama a oscuras con cara de sueño y se dispuso a abrir arrastrando los pies.
—Café, señor Fargo —dijo Ajay.
—¿Hoy no hay té? Qué agradable sorpresa. Me llamo Sam, por cierto.
—Oh, no, señor.
—¿Qué hora es?
—Las cinco de la madrugada.
—Ajá —murmuró Sam, y echó un vistazo a la figura durmiente de Remi. La señora Fargo no era precisamente una persona madrugadora—. Ajay, ¿te importaría traernos otras dos tazas de café?
—Por supuesto. De hecho, les traeré la jarra.
El grupo se reunió en la taberna treinta minutos más tarde para desayunar. Una vez que hubieron terminado, Karna dijo:
—Será mejor que recojamos las cosas. Nuestra trampa mortal llegará en cualquier momento.
—¿Has dicho «trampa mortal»? —preguntó Remi.
—A lo mejor te suena más su nombre común: helicóptero.
Sam soltó una risita.
—Después de todo lo que hemos pasado, casi preferimos tu descripción. ¿Seguro que lo llevarás bien?
Karna levantó una bola de espuma del tamaño de una pelota de softball. Estaba llena de agujeros hechos con los dedos.
—Un juguete antiestrés. Sobreviviré. El trayecto será corto.
Después de reunir el equipo y recogerlo, no tardaron en reagruparse a las afueras del norte de Yingkiong cerca de un claro de tierra.
—Por ahí viene —dijo Ajay, señalando al sur, donde un helicóptero verde aceituna volaba a ras de la superficie del Siang.
—Parece antiquísimo —comentó Karna.
A medida que se acercaba al claro y reducía la velocidad hasta quedarse planeando, Sam divisó el emblema descolorido de las Fuerzas Aéreas Indias en la puerta lateral. Alguien había intentado pintar sin éxito encima de la insignia naranja, blanca y verde. El grupo se apartó del torbellino que levantaba el rotor y esperó hasta que el polvo se asentó.
—¿Qué cacharro es ese, Ajay? —preguntó Karna.
—Un helicóptero ligero Chetak, señor. Muy seguro. Cuando estaba en el ejército, volé muchas veces en aparatos como este.
—¿De qué año es?
—De mil novecientos sesenta y ocho.
—Joder.
—Si se lo hubiera dicho, no habría venido, señor Karna.
—Ya lo creo. Está bien, está bien, vamos.
Mientras Jack apretaba furiosamente su pelota de goma, el grupo cargó su equipo y se sentó. Ajay comprobó sus arneses de seguridad con cinco puntos de fijación, cerró la puerta y asintió con la cabeza al piloto.
Despegaron, el morro se inclinó hacia delante y avanzaron rápidamente.
En parte por la facilidad de navegación y en parte para aumentar sus posibilidades de rescate en caso de que el Chetak se estrellara, el piloto siguió el serpenteante curso del río Siang. Los pocos núcleos habitados que había al norte de Yingkiong estaban situados en las orillas, explicó Ajay. Con suerte, alguien vería al Chetak caer e informaría del accidente.
—¡Oh, fantástico! —gritó Karna por encima del estruendo del motor.
—Aprieta la pelota, Jack —contestó Remi—. Ajay, ¿conoces al piloto?
—Sí, señora Fargo, muy bien. Servimos juntos en el ejército. Gupta dirige ahora una empresa de transporte: lleva suministros a los lugares apartados de Arunachal Pradesh.
El Chetak siguió avanzando hacia el norte, deslizándose a cierta altura por encima de las aguas marrones del Siang, y pronto se encontraron volando entre afilados riscos y hondos valles, todos cubiertos de una jungla tan tupida que Sam y Remi solo podían ver un compacto manto verde. En muchas zonas, el Siang era ancho y lento, pero en ocasiones, cuando el Chetak pasaba por un cañón, las aguas formaban un torbellino de espuma y olas batientes.
—¡Esas aguas son de clase VI! —gritó Sam, mirando por la ventanilla.
—Eso no es nada —contestó Karna.
»El lugar al que vamos, el cañón del río Tsangpo, es conocido como el Everest de los ríos. Hay tramos del Tsangpo que escapan a toda clasificación.
—¿Alguien ha intentado atravesarlos? —preguntó Remi.
—Oh, sí, en varias ocasiones. La mayoría de las veces aficionados al kayak extremo, ¿verdad, Ajay?
Ajay asintió con la cabeza.
—Se han perdido muchas vidas. Los cadáveres nunca aparecen.
—¿No son arrastrados río abajo? —preguntó Sam.
—Normalmente los cadáveres se quedan atrapados para siempre en la hidráulica, acaban hechos trizas en el fondo o hechos papilla al descender los cañones. Después de eso, no queda gran cosa de ellos.
Después de haber volado durante cuarenta minutos, Gupta se volvió en su asiento y gritó:
—¡Estamos llegando al pueblo de Tuting. Prepárense para aterrizar!
A Sam y Remi les sorprendió descubrir que Tuting tenía una pista de aterrizaje de tierra parcialmente cubierta de espesura. En cuanto aterrizaron, todo el mundo bajó del helicóptero. Hacia el este, por encima del valle, vislumbraron unos cuantos tejados que asomaban por encima de las copas de los árboles. El pueblo de Tuting, supusieron Sam y Remi.
—A partir de aquí, iremos a pie —anunció Karna.
Él, Sam y Remi empezaron a descargar sus cosas.
—Un momento, por favor —dijo Ajay. Se encontraba a tres metros de distancia con el piloto—. Gupta desea proponerles algo. Me ha preguntado hasta dónde vamos a entrar en China, y se lo he dicho. A cambio de una cantidad, está dispuesto a llevarnos muy cerca de nuestro destino.
—¿No le preocupan los chinos? —preguntó Sam.
—Muy poco. Dice que en la zona no tienen radar, y todos los valles que hay de aquí a nuestro destino son cada vez más profundos, y que prácticamente está deshabitada. Cree que podemos volar sin ser vistos.
—Bueno, es una perspectiva mucho mejor que una caminata de seis días de ida y vuelta —observó Karna—. ¿Cuánto pide?
Ajay habló con Gupta en hindi y acto seguido dijo:
—Doscientas mil rupias... o aproximadamente unos cuatro mil dólares estadounidenses.
—No llevamos tanto dinero en efectivo encima —dijo Sam.
—Gupta contaba con eso. Dice que aceptará con mucho gusto tarjetas de crédito.
Aceptaron las condiciones de Gupta, y enseguida el piloto estuvo transmitiendo la información de la tarjeta Visa de Sam por la radio del helicóptero a su base de operaciones en Itanagar.
—Esto es surrealista —dijo Sam—. Aquí estamos, al otro lado del mundo, mientras un piloto indio maneja nuestra tarjeta.
—Como dije en Nepal, contigo una no se aburre nunca —contestó Remi—. Mi tobillo agradecerá el cambio de itinerario.
—Gupta ha dado el visto bueno —gritó Ajay—. Podemos despegar cuando estén listos.
Volaron de nuevo hacia el norte a lo largo del río Siang y pronto pasaron por encima del último poblado indio antes de la frontera. Gengren desapareció detrás de ellos en un abrir y cerrar de ojos, y entonces Gupta anunció:
—Estamos cruzando la línea McMahon.
—Ya está —dijo Sam—. Hemos invadido China.
El cruce había sido sin duda decepcionante, pero pronto el paisaje empezó a cambiar. Tal como Gupta había vaticinado, los picos y los riscos alteraron su aspecto redondeado por unas rocas descubiertas y dentadas; las laderas de las montañas se hicieron más empinadas y los bosques más tupidos. La diferencia más llamativa afectaba al Siang. Allí, en el extremo sur de la región del cañón del Tsangpo, la superficie del río se agitaba y las olas rompían contra los cantos rodados y los muros de roca colgantes, lanzando columnas de bruma por los aires. Gupta mantenía el helicóptero lo más cerca posible del río y por debajo de la línea de riscos. Sam y Remi se sentían como si estuvieran en la atracción acuática más emocionante del mundo.
—Quince minutos —anunció Gupta.
Sam y Remi intercambiaron una sonrisa de ilusión. Habían viajado tan lejos, habían pasado tantas cosas, y por fin su destino estaba a solo unos minutos de distancia... o eso esperaban.
La reacción de Karna fue intensa. Miraba fijamente por la ventanilla con la frente pegada al cristal mientras apretaba la mandíbula y clavaba los dedos en la pelota de espuma.
—¿Estás bien, Jack? —preguntó Sam.
—En mi vida he estado mejor, colega. ¡Ya casi estamos!
—Nos acercamos al margen exterior de las coordenadas —anunció Gupta.
Ajay le había dado al piloto una cota de referencia con un diámetro de tres kilómetros. La zona en la que estaban entrando se hallaba dominada por un grupo de picos como obeliscos con la parte superior plana que variaban de altura, de menos de cien metros a trescientos y mil metros. En los cañones de abajo, el río Tsangpo serpenteaba alrededor de los obeliscos, una cinta blanca arremolinada cercada de acantilados escarpados.
—No he visto a nadie en kayak —observó Sam—. En realidad, no he visto a nadie.
Karna alzó la vista del mapa que estaba examinando y contestó:
—Me sorprendería que hubieras visto a alguien. Con un terreno así... Solo los más decididos (o locos) se aventuran hasta aquí.
—No sé si eso es un insulto o un cumplido —susurró Remi a Sam.
—Si volvemos vivos y triunfantes, es un cumplido.
—¡Pregunta a Gupta si puede ofrecernos una vista mejor de los picos! —gritó Karna a Ajay—. Si mis cálculos son correctos, estamos justo encima de la cota de referencia.
Ajay transmitió la petición. Gupta redujo la velocidad del Chetak a treinta nudos y empezó a sobrevolar los picos uno por uno, ajustando la altitud de forma que los pasajeros pudieran examinarlos más detenidamente. Junto a su ventanilla, Remi tenía el obturador de su cámara en el modo de ráfaga de disparos.
—¡Allí! —gritó Jack, señalando con el dedo.
Cien metros más allá de la ventanilla se encontraba uno de los obeliscos de tamaño medio, con aproximadamente trescientos metros de altura y cuatrocientos cincuenta metros de anchura. Las pendientes de granito verticales estaban cubiertas de enredaderas, follaje y grandes franjas de musgo.
—¿Lo veis? —dijo Karna, recorriendo el cristal con el dedo índice—. ¿La forma? Empezad por la parte de abajo e id subiendo... ¿Veis donde empieza a ensancharse y luego, allí, unos treinta metros por debajo de la meseta, se extiende de repente? ¡Decidme que lo veis!
Sam y Remi tardaron varios segundos en recomponer la imagen, pero poco a poco se dibujaron en sus rostros sendas sonrisas.
—Un champiñón gigantesco —dijo Remi.