Goldfish Point, La Jolla,
cerca de San Diego, California
Después de separarse de King, Sam y Remi habían vuelto a Pulau Legundi, donde, como era de esperar, se habían encontrado al profesor Stan Dydell inspeccionando el lugar. El antiguo profesor de Remi en la Universidad de Boston se había tomado un año sabático para participar en múltiples excavaciones. Después de oír las noticias sobre Alton, Dydell había accedido a supervisar la excavación hasta que regresaran o encontraran un sustituto permanente.
Treinta y seis horas y tres transbordos más tarde, habían aterrizado en San Diego al mediodía de la hora local. Sam y Remi habían ido en coche directos a casa de Alton para dar la noticia a la mujer de Frank. En ese momento, tras depositar el equipaje en el vestíbulo de su propia casa, habían bajado a los dominios de Selma, la sala de trabajo.
Con una extensión de ciento ochenta y cinco metros cuadrados, el espacio poseía un techo alto, estaba dominado por una mesa de madera de arce de seis metros de largo iluminada desde arriba con lámparas halógenas colgantes y rodeada de taburetes con altos respaldos. En una pared había un trío de cubículos —cada uno equipado con un flamante ordenador Mac Pro con doce núcleos de potencia de procesamiento y una pantalla de alta definición de treinta pulgadas—, un despacho acristalado para Sam y otro para Remi, una cámara con control de temperatura y humedad dedicada al archivo, una pequeña sala de proyecciones y una biblioteca de investigación. La pared de enfrente la ocupaba el único pasatiempo de Selma: un acuario de agua salada de más de cuatro metros de largo con capacidad para casi dos mil trescientos litros lleno de diversos peces multicolores. Su tenue borboteo confería a la sala de trabajo un ambiente de relajación.
Encima del espacio de trabajo del primer piso se encontraba la casa de los Fargo: una residencia de estilo colonial español de mil cien metros cuadrados con tres plantas, espacios diáfanos, techos abovedados y tantas ventanas y tragaluces que casi nunca tenían necesidad de iluminación artificial más de un par de horas al día. La electricidad que consumían la suministraba principalmente un sólido conjunto de paneles solares recién instalados en el tejado.
El piso superior albergaba la suite principal de Sam y Remi. Justo debajo había cuatro cuartos de huéspedes, una sala de estar, un comedor y una cocina/salón que sobresalía por encima del acantilado y tenía vistas al mar. En el segundo piso había un gimnasio con aparatos de aerobic y de entrenamiento en circuito, una sauna, una interminable piscina de competición, un muro de escalada y un espacio con el suelo de madera noble de cien metros cuadrados para que Remi practicara esgrima y Sam judo.
Sam y Remi se sentaron en un par de taburetes en un rincón de la mesa de trabajo. Selma se juntó con ellos. Llevaba su tradicional atuendo de trabajo: pantalones caqui, zapatillas de deporte, una camiseta de manga corta desteñida y unas gafas con montura de carey con su correspondiente cadena para el cuello. Pette Jeffcoat y Wendy Corden se acercaron a escuchar. Bronceados, saludables, rubios y de trato afable, los ayudantes de Selma eran californianos prototípicos pero no tenían nada que ver con los holgazanes que poblaban las playas. Jeff estaba licenciado en arqueología y Wendy en ciencias sociales.
—Está preocupada —dijo Remi—. Pero lo ha ocultado muy bien por los niños. Le dijimos que la mantendríamos al tanto. Selma, si pudieras ponerte en contacto con ella todos los días mientras estamos fuera...
—Claro. ¿Qué tal su audiencia con Su Alteza?
Sam les relató su reunión con Charlie King.
—Remi y yo hemos hablado del tema en el avión. Ese hombre dice lo que tiene que decir y domina a la perfección el papel de cowboy, pero hay algo raro en él.
—Su chica Viernes, para empezar —dijo Remi, y pasó a describir a Zhilan Hsu.
Aunque en ausencia de King la mujer tenía un comportamiento totalmente enervante, su conducta a bordo del Gulfstream hacía pensar otra cosa. El disgusto de King por el número de cubitos de hielo en su vaso de whisky y la reacción avergonzada de ella les revelaron no solo que Zhilan temía a su jefe, sino que él era una persona dominante y un maniático del control.
—Remi también tiene una interesante corazonada sobre la señora Hsu —dijo Sam.
—Es su amante —explicó Remi—. Sam no está tan seguro, pero yo estoy convencida. Y King la controla con mano de hierro.
—Todavía estoy preparando la biografía de la familia King —dijo Selma—, pero de momento no he tenido suerte con Zhilan. Seguiré trabajando. Con su permiso, debo llamar a Rube.
Rube Haywood, otro amigo de Sam, trabajaba en el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia. Se habían conocido en el infame centro de instrucción para operaciones secretas en Camp Peary cuando Sam estaba en la AIPAD (Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa) y Rube era un prometedor agente de inteligencia. Aunque la estancia en «la Granja» era un requisito para alguien como Rube, Sam estaba allí como parte de un experimento cooperativo: la AIPAD y la CIA proponían que cuanto mejor entendieran los ingenieros cómo trabajaban los agentes de inteligencia sobre el terreno, mejor podrían dotar a los agentes de Estados Unidos.
—Si tienes que hacerlo, adelante. Una cosa más —añadió Sam—. King dice que no tiene ni idea de cuál era el campo de interés de su padre. Afirma que ha estado buscándolo durante casi cuarenta años y que sin embargo no sabe nada de lo que empujó a ese hombre a hacer lo que hizo. No me lo trago.
—También afirma que no se ha molestado en ponerse en contacto ni con el gobierno nepalés ni con la embajada de Estados Unidos —añadió Remi—. Alguien tan poderoso como King conseguiría respuestas con unas cuantas llamadas telefónicas.
—King también dijo que no le interesaba la casa de su padre en Monterrey. Pero Frank es demasiado meticuloso para haber pasado eso por alto. Si King hubiera hablado a Frank de la casa, él habría ido a verla.
—¿Por qué mentiría King sobre algo así? —dijo Pete.
—Ni idea —contestó Remi.
—¿Qué significa todo eso? —preguntó Wendy.
—Alguien tiene algo que ocultar —respondió Selma.
—Eso mismo hemos pensado nosotros —dijo Sam—. La cuestión es qué. King también es un tanto paranoico. Y, en honor a la verdad, con lo rico que es, probablemente los estafadores se le echen encima a montones.
—Al final, nada de eso importa —dijo Remi—. Frank Alton ha desaparecido. Eso es en lo que tenemos que concentrarnos.
—¿Y por dónde empezamos? —preguntó Selma.
—Por Monterrey.
Monterrey, California
Sam tomaba despacio las curvas mientras los faros del coche sondeaban la niebla que se arremolinaba sobre el suelo y entre el follaje que bordeaba el sinuoso camino de guijarros. Por debajo de ellos, las luces de las casas en la ladera del acantilado centelleaban en la penumbra, mientras que más hacia fuera los faros de navegación de los barcos de pesca flotaban en la oscuridad. La ventanilla del lado de Remi estaba abierta, y a través de ella podían oír de vez en cuando el triste gong de una boya a lo lejos.
Pese a caerse de cansancio, Sam y Remi estaban deseando empezar a investigar la desaparición de Frank, de modo que habían tomado el vuelo regular vespertino de San Diego a la doble pista de aterrizaje del aeropuerto Peninsula, en Monterrey, donde habían alquilado un coche.
Incluso sin ver la propia construcción, era evidente que la casa de Lewis «Bully» King valía millones. Más exactamente, la finca en que se encontraba los valía. Las vistas de la bahía de Monterrey había que pagarlas. Según Charlie King, su padre había comprado la casa a principios de la década de 1950. Desde entonces, la revalorización del terreno habría obrado su magia y habría convertido hasta una chabola en una auténtica mina de oro.
La pantalla de navegación del salpicadero emitió un sonido para indicar que se acercaba otro recodo. Mientras tomaban la curva, los faros iluminaron un solitario buzón situado sobre un poste.
—Ahí está —dijo Remi, leyendo los números.
Sam entró en un camino de acceso bordeado de pinos de Virginia y una desvencijada valla que había dejado de ser blanca hacía mucho y que parecía mantenerse recta únicamente gracias a las enredaderas que se enmarañaban en ella. Sam dejó que el coche avanzara en punto muerto hasta pararse. Delante de ellos, los faros iluminaban una casa de estilo inglés de noventa metros cuadrados. Dos pequeñas ventanas entabladas flanqueaban la puerta principal, debajo de la cual había un tramo de escalones de hormigón quebradizos. La fachada estaba pintada de un color que, si bien en otra época debía de haber sido verde intenso, en ese momento, y donde no se había desconchado, se había vuelto de un verde pálido.
Al final del camino de acceso, parcialmente oculto detrás de la casa, había un garaje con capacidad para un coche que tenía los canalones del alero colgando.
—Es una casa de los cincuenta, eso seguro —dijo Remi—. Qué sobriedad.
—El solar debe de tener como mínimo una hectárea. Es un milagro que no haya caído en manos de promotores inmobiliarios.
—No lo es, considerando quién es el dueño.
—Tienes razón —dijo Sam—. Lo reconozco, da un poco de miedo.
—Yo iba a decir que da mucho miedo. ¿Vamos?
Sam apagó los faros, paró el motor y dejó la casa iluminada únicamente por la escasa y pálida luz de la luna que se filtraba a través de la niebla. Cogió una maleta de piel del asiento trasero y a continuación bajaron del vehículo y cerraron las puertas. En medio del silencio, el doble ruido pareció anormalmente sonoro. Sam sacó su diminuta linterna de LED de un bolsillo del pantalón y la encendió.
Siguieron el pasadizo hasta la puerta principal. Sam comprobó la estabilidad de la escalera tanteándola con el pie. Hizo una señal con la cabeza a Remi y acto seguido subió los escalones, introdujo en la cerradura la llave que Zhilan les había proporcionado y la hizo girar. El mecanismo se abrió con un leve ruido. Sam empujó suavemente la puerta; las bisagras emitieron un predecible chirrido. Sam cruzó el umbral seguido de Remi.
—Dame un poco de luz —dijo Remi.
Sam se volvió y enfocó con la linterna la pared situada junto a la jamba de la puerta, donde Remi estaba buscando un interruptor. Encontró uno y lo accionó. Zhilan les había asegurado que la electricidad de la casa funcionaría, y había cumplido su palabra. En tres rincones de la sala, se encendieron unas lámparas de pie que arrojaron unos apagados haces cónicos amarillos sobre las paredes.
—No está tan abandonada como King nos dio a entender —observó Sam.
No solo las lámparas funcionaban, sino que no se veía ni rastro de polvo.
—Debe de hacer que limpien este sitio con regularidad.
—¿No te parece raro? —preguntó Remi—. No solo conserva la casa durante casi cuarenta años después de la desaparición de su padre, sino que no cambia nada y manda que la limpien mientras el jardín se echa a perder...
—El propio Charlie King me parece raro, así que esto no me sorprende. Si le añades la fobia a los gérmenes y le escondes las tijeras para cortarse las uñas, ese tipo no está muy lejos de ser una copia de Howard Hughes.
Remi se echó a reír.
—La buena noticia es que no hay mucho terreno que recorrer.
Tenía razón. Desde donde se encontraban podían ver la mayor parte de la casa de Bully: un salón de unos veinte metros cuadrados que parecía un gabinete/estudio, con las paredes del este y el oeste dominadas por estanterías del suelo al techo llenas de libros, adornos, fotos enmarcadas y vitrinas que contenían lo que parecían fósiles y artefactos arqueológicos.
En el centro de la estancia había una mesa de cocina como una tabla de carnicero que Lewis había estado usando a modo de escritorio; sobre ella, una vieja máquina de escribir portátil, bolígrafos, lápices, blocs y pilas de libros. En la pared sur había tres puertas: una daba a una pequeña cocina, otra a un cuarto de baño y la tercera a un dormitorio. Por debajo del olor acre a limpiador y bolas de alcanfor, la casa olía a moho y a vieja cola de papel de pared.
—Creo que es tu turno, Remi. Tú y Bully erais, o sois, almas gemelas. Yo registraré las otras habitaciones. Grita si ves un murciélago.
—No tiene gracia, Sam Fargo.
Remi era una mujer realmente intrépida; nunca le daba miedo mancharse las manos o lanzarse al peligro, pero detestaba los murciélagos. Sus alas apergaminadas, sus diminutas manos en forma de garras y sus demacradas caras de cerdo le producían una fobia primaria. Halloween era una época tensa para la familia Fargo, y las películas de vampiros clásicas estaban prohibidas en su casa.
Sam regresó junto a ella, le levantó la barbilla con el dedo índice y le dio un beso.
—Perdona.
—No importa.
Mientras Sam entraba en la pequeña cocina, Remi echó un vistazo a las estanterías. Como era de esperar, todos los libros parecían haber sido escritos antes de la década de 1970. Advirtió que Lewis King era un lector ecléctico. Aunque la mayoría de los volúmenes estaban directamente relacionados con la arqueología y sus disciplinas asociadas —antropología, paleontología, geología, etcétera—, también había tomos de filosofía, cosmología, sociología, literatura clásica e historia.
Sam regresó al gabinete.
—En las otras habitaciones no hay nada interesante. ¿Qué tal aquí?
—Sospecho que era... —Remi hizo una pausa y se dio la vuelta—. Supongo que tenemos que decidir el tiempo verbal que vamos a usar para hablar de él. ¿Lo consideramos muerto o vivo?
—Supongamos lo segundo. Es lo que hizo Frank.
Remi asintió con la cabeza.
—Sospecho que Lewis es un hombre fascinante. Apuesto a que ha leído la mayoría de estos libros, si no todos.
—Si trabajaba tanto sobre el terreno como King dijo, ¿de dónde sacaba el tiempo?
—¿Leía rápido? —propuso Remi.
—Es posible. ¿Qué hay en las vitrinas?
Sam enfocó con la linterna la que Remi tenía más cerca. Ella la escudriñó.
—Puntas clovis —dijo, haciendo referencia al nombre universal de las puntas de lanza y de flecha fabricadas con piedra, marfil o hueso—. Es una bonita colección.
Empezaron a examinar el resto de las vitrinas, una tras otra. La colección de Lewis era tan ecléctica como su biblioteca. Aunque había muchos artefactos arqueológicos —fragmentos de cazuelas, cuernos tallados, herramientas de piedra, astillas de madera petrificadas—, había piezas que correspondían a las ciencias históricas: fósiles, rocas, ilustraciones de plantas e insectos extinguidos y fragmentos de manuscritos antiguos.
Remi dio un golpecito al cristal de una vitrina que contenía un pergamino que parecía escrito en devanagari, el alfabeto original del nepalés.
—Esto es interesante. Creo que es una reproducción. Hay algo que parece una nota de traductor: «A. Kaalrami, Universidad de Princeton». Pero no hay ninguna traducción.
—Voy a comprobarlo —dijo Sam, al tiempo que sacaba su iPhone del bolsillo.
Abrió el navegador web Safari y esperó a que el icono de la red 4G apareciera en la barra de menú del teléfono. En lugar del icono, vio un cuadro de mensaje en la pantalla:
Seleccione una red Wi-Fi
1651FPR
Sam observó el mensaje un instante con el ceño fruncido, cerró el navegador y abrió una aplicación para tomar notas.
—No puedo conectarme —le dijo a Remi—. Mira.
Remi se volvió hacia él.
—¿Qué?
Él le guiñó el ojo.
—Mira.
Remi se acercó y miró la pantalla de su iPhone. Sam había escrito un mensaje en ella:
Sígueme la corriente.
Remi no se inmutó.
—No me extraña que no tengas cobertura —dijo—. Estamos en el quinto pino.
—¿Qué opinas? ¿Lo hemos visto ya todo?
—Creo que sí. Vamos a buscar un hotel.
Apagaron las luces, y a continuación salieron por la puerta principal y la cerraron con llave.
—¿Qué pasa, Sam? —preguntó Remi.
—He detectado una red inalámbrica. Tiene el nombre de esta dirección: Uno-seis-cinco-uno False Pass Road.
Sam volvió a abrir la pantalla del mensaje y se la enseñó a Remi.
—¿Puede ser un vecino? —preguntó.
—No, la señal de una casa de dimensiones medias no pasa de cincuenta metros más o menos.
—Esto se pone cada vez más interesante —dijo Remi—. No veo ningún módem ni ningún router moderno. ¿Por qué iba a necesitar una red inalámbrica una casa supuestamente abandonada?
—Solo se me ocurre un motivo, y teniendo en cuenta con quién estamos tratando, no es tan disparatado como parece: para vigilar.
—¿Con cámaras?
—O con aparatos de escucha.
—¿King nos está espiando? ¿Por qué?
—¡Quién sabe! Pero ahora me pica la curiosidad. Tenemos que volver a entrar. Vamos, echemos un vistazo.
—¿Y si tiene cámaras exteriores?
—Son difíciles de ocultar. Estaremos atentos.
Enfocando con la linterna la fachada y los bajos de la cornisa, Sam recorrió el camino de acceso hacia el garaje. Cuando llegó a la esquina de la casa, se detuvo para echar un vistazo. Se apartó.
—Nada —dijo.
Se dirigió a la puerta lateral del garaje y trató de mover el pomo. Estaba cerrado. Se quitó su cazadora, se envolvió la mano derecha con ella y presionó con el puño el cristal que había encima del pomo, apoyándose con fuerza hasta que el vidrio se hizo añicos con un estallido amortiguado. Retiró los fragmentos que quedaban, metió la mano y abrió la puerta.
Una vez dentro, solo tardó un minuto en encontrar el cuadro eléctrico. Sam abrió la tapa y examinó la configuración. Los fusibles eran de un modelo viejo, pero algunos parecían relativamente nuevos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Remi.
—No pienso tocar los fusibles.
Sam desplazó el haz de la linterna del cuadro eléctrico a la plancha de madera, y luego a la izquierda hasta el siguiente clavo, donde encontró el contador eléctrico. Empleando su navaja, arrancó el cable conductor, abrió la tapa y apagó el interruptor de alimentación principal.
—Con esto debería bastar, siempre y cuando King no tenga generador ni baterías de reserva escondidos en alguna parte —dijo Sam.
Regresó al escalón de la entrada. Remi sacó su iPhone y buscó la red inalámbrica. Había desaparecido.
—Vía libre —dijo.
—Vamos a ver lo que esconde Charlie King.
De nuevo en el interior, Remi fue directa a la vitrina que contenía el pergamino escrito en devanagari.
—¿Puedes darme la cámara, Sam?
Sam abrió la maleta, que había colocado sobre un sillón cercano, sacó la Cannon G10 de Remi y se la dio. Ella empezó a tomar fotos de la vitrina. Una vez hechas, pasó a la siguiente.
—Voy a documentarlo todo.
Sam asintió con la cabeza. Examinó las estanterías de los libros con los brazos en jarras. Hizo un rápido cálculo mental: había de quinientos a seiscientos volúmenes.
—Yo empezaré a hojear los libros.
Rápidamente se hizo evidente que la persona que King había contratado para que limpiara la casa había prestado escasa atención a las estanterías; aunque los lomos de los libros estaban limpios, la parte superior estaba cubierta de una gruesa capa de polvo. Antes de extraer cada ejemplar, Sam lo examinó con la linterna en busca de huellas dactilares. Ninguno parecía haber sido tocado desde hacía al menos una década.
Dos horas y cien estornudos más tarde devolvieron el último libro a su lugar. Remi, que había terminado de fotografiar las vitrinas una hora antes, había ayudado a su marido con los últimos cien volúmenes.
—Nada —dijo Sam, apartándose de la estantería y limpiándose las manos en los pantalones—. ¿Y tú?
—Tampoco. Pero he encontrado algo interesante en una de las vitrinas.
Encendió la cámara, se desplazó hasta la fotografía pertinente y le enseñó la imagen a Sam. Él la observó un instante.
—¿Qué son esas cosas?
—No me hagas mucho caso, pero creo que son fragmentos de huevo de avestruz.
—¿Y el grabado? ¿Escritura en algún idioma? ¿Arte quizá?
—No lo sé. Los he sacado de la vitrina y también los he fotografiado por separado.
—¿Qué significan?
—Para nosotros, probablemente nada. En un contexto más amplio... —Remi se encogió de hombros—. Quizá mucho.
En 1999, explicó Remi, un equipo de arqueólogos franceses descubrió una colección de doscientos setenta trozos de cáscara de huevo de avestruz con grabados en el refugio rocoso de Diepkloof, en Sudáfrica. Los fragmentos tenían grabados dibujos geométricos que databan de hacía entre cincuenta y cinco mil y sesenta y cinco mil años, y pertenecían a lo que se conoce como el período cultural lítico de Howiesons Poort.
—Los expertos todavía están debatiendo el significado de los grabados —prosiguió Remi—. Algunos sostienen que son una representación artística; otros, un mapa; y otros, una forma de idioma escrito.
—¿Estos se les parecen?
—No sabría decírtelo ahora, a bote pronto. Pero si son del mismo tipo que los de los fragmentos sudafricanos —concluyó Remi—, como mínimo son treinta y cinco años anteriores al hallazgo de Diepkloof.
—A lo mejor Lewis no sabía lo que había encontrado.
—Lo dudo. Cualquier arqueólogo que se precie reconocería su importancia. Cuando encontremos a Frank y las cosas vuelvan a la normalidad... —Sam abrió la boca para hablar, y Remi rápidamente se corrigió—. Cuando vuelvan a la normalidad para nosotros, lo investigaré.
Sam suspiró.
—Así que de momento lo único que tenemos relacionado con Nepal, aunque sea remotamente, es el pergamino con escritura devanagari.