Cañón del río Tsangpo, China
Después de hacer varias pasadas abortadas a causa de la cizalladura del viento, Gupta consiguió ladear muy lentamente el Chetak sobre el obelisco hasta que Karna vio un pequeño claro en la jungla cerca del borde de la meseta. Gupta redujo la velocidad hasta hacer planear el helicóptero y aterrizó. Una vez que los rotores hubieron dejado de dar vueltas, el grupo se bajó y recogió sus cosas.
—¿Te recuerda esto algo? —preguntó Sam a Remi.
—Desde luego.
La meseta guardaba un sorprendente parecido con los paradisíacos valles que habían visto explorando el norte de Nepal en helicóptero.
Bajo sus pies había un manto de musgo cuyo color oscilaba entre el verde oscuro y el amarillo verdoso. Aquí y allá, el paisaje estaba salpicado de cantos rodados moteados de líquenes. Justo enfrente de ellos había un muro de tupida espesura, ininterrumpido salvo por unos cuantos senderos como túneles que desaparecían en la vegetación, toscos óvalos que contemplaban a Sam y a Remi como unos imperturbables ojos negros. El parloteo de los insectos parecía zumbar en el aire y, ocultos en el follaje, los pájaros chillaban. En un árbol cercano había un mono colgado boca abajo que los miró fijamente unos segundos antes de marcharse dando saltos.
Jack y Ajay se acercaron a donde estaban Sam y Remi.
—Afortunadamente, nuestra zona de búsqueda es limitada —dijo Karna—. Si nos separamos en dos grupos, podremos abarcar mucho terreno.
—Estoy de acuerdo —dijo Sam.
—Una última cosa —señaló Karna.
Se arrodilló junto a su mochila, se puso a hurgar en el interior y sacó un par de revólveres de cañón corto del calibre treinta y ocho. Le dio uno a Sam y otro a Remi.
—Yo tengo otro, por supuesto. Y en cuanto a Ajay...
Ajay sacó una Beretta semiautomática de una pistolera que llevaba en la parte de atrás de la cintura y volvió a enfundarla rápidamente.
—¿Esperamos problemas? —preguntó Remi.
—Estamos en China, querida. Puede pasar cualquier cosa: bandidos, grupos terroristas fronterizos, el Ejército Popular de Liberación...
—Si el ejército chino aparece, estas pistolas de juguete solo conseguirán cabrearlos.
—Es un problema al que nos enfrentaremos si es necesario. Además, cabe esperar que encontremos lo que estamos buscando y que estemos de vuelta al otro lado de la frontera antes de que anochezca.
—Remi y yo iremos al este —dijo Sam—; Jack, tú y Ajay id al oeste. Nos reuniremos aquí dentro de dos horas. ¿Alguna objeción?
No hubo ninguna.
Después de comprobar la recepción de sus radios, el grupo se separó. Con las linternas en la cabeza y los machetes en ristre, Sam y Remi eligieron uno de los senderos y lo enfilaron.
Cuando se habían adentrado tres metros en la jungla, la luz se atenuó hasta un cuarto de su intensidad. Sam despejó a machetazos algunas de las enredaderas que atravesaban el sendero, y a continuación se detuvieron a mirar a su alrededor, enfocando con las linternas de sus cabezas arriba, abajo y a los lados.
—Las precipitaciones anuales deben de ser alucinantes —dijo Sam.
—Unos dos mil ochocientos milímetros —contestó Remi—. Ya sabes que me encantan los datos curiosos. Lo he investigado.
—Estoy orgulloso de ti.
A pocos centímetros sobre sus cabezas, y a ambos lados, había una maraña de enredaderas tan densa que no podían ver la jungla propiamente dicha.
—Esto es muy raro —dijo Remi.
—Sí, lo es.
Sam clavó la punta de su machete a través del manto de vegetación. Su brazo se detuvo bruscamente con un sonido metálico.
—Es piedra —murmuró.
Remi blandió su machete a la izquierda y también hizo un ruido metálico. Lo mismo a la derecha.
—Estamos en un túnel artificial.
Sam desenganchó la radio de su cinturón y pulsó el botón para hablar.
—Jack, ¿estás ahí?
Interferencias.
—Jack, contesta.
—Estoy aquí, Sam. ¿Qué pasa?
—¿Estáis en un sendero?
—Acabamos de empezar.
—Mueve el machete fuera del sendero.
—Está bien... —¡Clanc! Jack volvió al aparato—: Paredes de piedra. Fascinante.
—¿Recuerdas que dijiste que sospechabas que Shangri-La era un templo o un monasterio? Pues creo que lo has encontrado.
—Me parece que tienes razón. Es increíble lo que puede hacer la jungla al crecer sin control durante un milenio, ¿verdad? Bueno, no creo que esto altere nuestro plan, ¿no? Registremos el complejo y reunámonos dentro de dos horas.
—De acuerdo. Hasta entonces.
Conscientes de que estaban dentro de una estructura artificial, Sam y Remi empezaron a examinar el entorno en busca de pistas arquitectónicas. Enredaderas y raíces se habían infiltrado en cada metro cuadrado del complejo. Sam, que iba el primero, trataba de describir arcos cortos con el machete pero no podía evitar golpear la piedra de vez en cuando.
Llegaron a un hueco y se detuvieron.
—Apaga la linterna —dijo Sam, desactivando la suya.
Remi hizo lo que su marido le pedía. Cuando sus ojos se hubieron adaptado a la oscuridad, empezaron a ver atisbos de la tenue luz del sol a través de las paredes y el techo cubiertos de follaje.
—Ventanas y tragaluces —dijo Remi—. Esto debió de ser un espectáculo increíble en su día.
Sam y Remi empezaron a subir una escalera, y no tardaron en llegar a un rellano en el que los escalones volvían sobre sí mismos y ascendían a un segundo piso. Allí, a través de un arco, encontraron un gran espacio abierto. Un entramado de raíces y enredaderas se arqueaba sobre sus cabezas formando un techo abovedado. Sobre la gran sala, como la llamaron, se extendía algo que parecían seis troncos medio podridos. Vigas de apoyo, concluyeron, descompuestas hacía mucho tiempo, cuyos restos se sostenían gracias a una envoltura de enredaderas. Justo enfrente de la rampa/escalera por la que habían subido, había otro tramo de escalones que ascendía hasta la oscuridad.
Enfocando con las linternas de sus cabezas, Sam y Remi se separaron para explorar la estancia. A lo largo de la pared opuesta Sam encontró una hilera de bancos de piedra que sobresalían y, enfrente de ellos, seis ranuras rectangulares en el suelo de piedra.
—Son pilas —dijo Remi.
—Parecen tumbas.
Ella se arrodilló al lado de una y dio unos golpecitos en las paredes exteriores con el machete. Sonó el familiar ruido metálico del acero contra la piedra.
—Aquí hay más —dijo Sam, dirigiéndose al otro lado.
Encontraron un semicírculo de bancos de piedra que rodeaba una gran pila redonda cuya anchura era superior a la estatura de Sam. Remi repitió la operación pero no tocó el fondo. Encontró un fragmento de piedra que se había caído de un banco y lo soltó en el interior de la pila.
Oyeron un ruido amortiguado.
—Unos tres metros de hondo —dijo Sam.
Se agachó y enfocó el pozo con la luz, pero no vio nada a través de la red de enredaderas y raíces.
—¡Hola! —gritó.
No había eco.
—Demasiada vegetación —aventuró Remi.
Sam encontró otra piedra y se preparó para soltarla.
—¿Qué haces?
—Saciar mi curiosidad. No hemos visto ningún rastro de este pozo en la planta de abajo, lo que significa que estaba detrás de una pared. Tiene que haber algún motivo.
—Adelante.
Sam se inclinó por encima del pozo, inclinó el brazo y lanzó la piedra. La roca chocó contra el fondo sin que ellos la vieran, volvió a chocar y acto seguido hizo un ruido contra una superficie dura.
—Bien pensado —dijo Remi—. Tiene que llevar a alguna parte. ¿Quieres...?
La radio de Sam se encendió crepitando. Entre estallidos de interferencias, unas voces entrecortadas sonaron por el altavoz. Los fragmentos tenían un tono apresurado y se solapaban.
—Creo que son Gupta y Ajay —dijo Remi.
Sam pulsó el botón para hablar.
—Ajay, ¿me oyes? ¡Ajay, contesta!
Se oían interferencias. Entonces sonó la voz de Jack:
—Sam... Gupta... ha visto un... está despegando.
—Se está marchando —dijo Remi.
Se volvieron y bajaron corriendo por la escalera; Remi iba detrás cojeando ligeramente. Cruzaron la guarida y enfilaron el túnel.
—¿Qué crees que ha visto? —gritó Remi.
—Solo se me ocurre una cosa que pueda asustarlo —contestó Sam por encima del hombro—. Un helicóptero.
—Me lo temía.
Delante de ellos apareció un óvalo de luz. Sam y Remi patinaron y pararon antes de llegar a él y recorrieron los últimos pasos andando encorvados. En el claro, los rotores del Chetak giraban con rapidez; a través de la ventanilla lateral vieron a Gupta pulsando botones furiosamente y consultando los indicadores. Cogió el aparato de radio y empezó a hablar.
Su voz sonó por el transmisor de Sam.
—Lo siento, intentaré volver. Traten de esconderse. Puede que se marchen.
A continuación Gupta levantó el colectivo, y el Chetak se elevó en posición recta. A unos diez metros de altura, se inclinó con el morro hacia abajo y desapareció zumbando.
Sam y Remi vieron con el rabillo del ojo que Karna y Ajay salían de la entrada de un túnel. Sam les hizo un gesto con la mano, llamó su atención y les indicó que se retiraran. Los dos hombres volvieron a desaparecer.
Precedido tan solo por unos pocos segundos de ruido de rotores, un helicóptero verde aceituna se hizo visible en el otro extremo de la meseta. Sam y Remi reconocieron inmediatamente el morro y los lanzacohetes: un Harbin Z-9 chino del Ejército Popular de Liberación.
—Hola, viejo enemigo —murmuró Remi.
Ella y Sam retrocedieron un trecho.
El Z-9 siguió elevándose y, al girar, desveló otro entrañable recuerdo: una portezuela abierta y un soldado encorvado sobre una ametralladora montada. El Z-9 se deslizó de lado por encima del claro y aterrizó.
—Vámonos, Sam —dijo Remi—. Tenemos que escondernos.
—Espera.
Una figura apareció en la puerta.
—Oh, no —murmuró Remi.
Los dos reconocieron la silueta ágil y esbelta.
Zhilan Hsu.
La mujer bajó del Z-9. De su mano derecha colgaba una ametralladora compacta. Un instante más tarde, otras dos figuras descendieron por la puerta y se unieron a ella. Russell y Marjorie King, también armados con ametralladoras compactas.
—Mira, los Gemelos Maravilla —dijo Sam.
Zhilan se volvió, les dijo algo y acto seguido se dirigió a la portezuela lateral del Z-9, que al abrirse dejó a la vista a un hombre chino de cuarenta y tantos años. Sam sacó unos prismáticos de su mochila y enfocó a la pareja con el zoom.
—Creo que he encontrado al contacto chino de King —dijo Sam—. Decididamente es del Ejército Popular de Liberación. De muy alto rango, o un coronel o un general.
—¿Ves dentro algún soldado más?
—No, solo al artillero de la puerta. Con él, Zhilan y los gemelos, no necesitan a nadie más. Pero no sé por qué no han apagado todavía el motor.
—¿Cómo demonios nos han encontrado?
—Ni idea. Es demasiado tarde para preocuparse por eso.
El oficial del Ejército Popular de Liberación y Zhilan se estrecharon la mano y a continuación él cerró la puerta. El motor del Z-9 aumentó su grado de inclinación, y acto seguido el helicóptero despegó. Giró hasta que la cola se orientó hacia la meseta y partió.
—Nuestras probabilidades acaban de mejorar —dijo Sam.
—¿Qué está haciendo Zhilan?
Sam enfocó a Zhilan con los prismáticos y vio que sacaba un teléfono móvil de un bolsillo de su chaqueta. Pulsó una serie de números en el teclado, y luego ella y los gemelos se volvieron y observaron cómo el helicóptero desaparecía a lo lejos.
El Z-9 estalló en un hongo naranja y rojo. Restos en llamas del helicóptero cayeron a plomo hacia el suelo y desaparecieron.
Sam y Remi se quedaron sin habla durante varios segundos. Al final Remi dijo:
—Qué despiadada...
—King está atando los cabos sueltos —dijo Sam—. Probablemente ya habrá cerrado la operación de tráfico de fósiles: el yacimiento, el sistema de transporte... y ahora su contacto en el gobierno.
—Nosotros somos los últimos cabos sueltos —contestó Remi—. ¿Podemos dispararles desde aquí?
—Qué va. Los cañones cortos de nuestras pistolas no valen un pimiento a partir de seis metros.
En el claro, Zhilan había cambiado el móvil por una radio portátil. La acercó a sus labios.
Entonces oyeron por la radio de Sam:
—¿Lo tienes?
—Lo tengo.
Era la voz de Ajay.
—Sácalo.
Sam y Remi miraron a la derecha. Jack Karna salió de la entrada del túnel seguido de Ajay. El cañón de su pistola estaba pegado a la base del cráneo de Karna. Con la otra mano lo agarraba por el cuello de la chaqueta.
La pareja se dirigió a la mitad del claro y se detuvo. Estaban a unos doce metros a la derecha de Sam y Remi.
—¿Por qué, Ajay? —preguntó Karna.
—Lo siento, señor Karna. De verdad.
—Pero ¿por qué? —repitió Karna—. Somos amigos. Nos conocemos desde hace...
—Acudieron a mí en Katmandú. Me han ofrecido más dinero del que ganaría en diez vidas. Mandaré a mis hijos a la universidad, y mi mujer y yo podremos comprarnos una casa nueva. Lo siento. Ella me dio su palabra de que ninguno de ustedes resultaría herido.
—Te mintió —contestó Karna. Y se dirigió a Zhilan hablando más alto—: Conocí a sus hijos hace unos meses en Lo Monthang, pero creo que a usted y a mí no nos han presentado como es debido.
—Soy... —dijo Zhilan.
—Lady Dragón, lo sé. Comprenderá que llega tarde. Este no es el lugar. El Theurang no está aquí.
—Está mintiendo. ¿Tú qué dices, Ajay?
—Solo hemos empezado a buscar, señora. El señor Karna y los Fargo parecen estar seguros de que esta es la situación de Shangri-La.
—Hablando de los Fargo... —dijo Zhilan—. ¡Ustedes dos, salgan! ¡Su helicóptero ya no está! Salgan, ayúdenme a encontrar el Hombre Dorado y les conseguiré un transporte. Los haré aterrizar sanos y salvos en Yingkiong. Se lo prometo.
—Olvida que Sam y Remi la conocen, lady Dragón —dijo Karna—. Su promesa no vale nada.
—Puede que tenga razón —respondió Zhilan—. ¡Señor y señora Fargo! ¡Salgan ahora mismo o mataré a su amigo!
—Sam, tenemos que ayudarle —susurró Remi.
—Eso es lo que ella quiere —contestó él.
—No podemos dejar que ella...
—Lo sé, Remi.
—¡No la oyen, lady Dragón! —gritó Karna—. Lo que tengo detrás es un templo: un complejo tan grande que harán falta meses para registrarlo. Ahora mismo, probablemente ni siquiera sepan que usted está aquí.
—Me habrán oído por la radio.
—No desde dentro. La recepción es nula.
Zhilan consideró aquella información.
—¿Es eso cierto, Ajay?
—Lo de las radios, en la mayoría de los casos es cierto. En cuanto al templo, es enorme. Puede que no se hayan enterado de su llegada.
—Entonces tendremos que encontrarlos —dijo Zhilan.
—Además —añadió Karna—, si estuvieran mirando, sabrían lo que yo quiero. Me he pasado la vida entera buscando el Theurang. Prefiero estar muerto y que ellos lo destruyan a entregárselo a usted.
Zhilan se volvió hacia Russell, que estaba detrás del hombro derecho de ella, y dijo algo. Russell se llevó la ametralladora al hombro con un movimiento fluido.
Obedeciendo a un impulso del que enseguida se arrepintió, Sam gritó:
—¡Agáchate, Jack!
El arma de Russell dio una sacudida. Un estallido de sangre brotó del lado izquierdo del cuello de Karna, y se desplomó al suelo. Russell volvió a disparar, una ráfaga de tres proyectiles que impactó en el pecho de Ajay. El hombre retrocedió dando traspiés y cayó muerto.
—¡Están allí! —gritó Zhilan—. ¡En ese túnel! ¡Id a por ellos!
Russell y Marjorie echaron a correr con las ametralladoras en ristre. Detrás de ellos, Zhilan se acercó andando al cuerpo de Karna.
Sam se volvió y agarró a Remi por los hombros.
—¡Vete! ¡Escóndete!
—¿Y tú?
—Te seguiré de cerca.
Remi se dio la vuelta y echó correr cojeando por el túnel. Sam levantó su revólver y pegó un tiro hacia Russell y Marjorie. No esperaba acertarles, pero el disparo logró su objetivo. Russell y Marjorie se separaron, escondiéndose cada uno detrás de un canto rodado cercano.
Sam se volvió y corrió detrás de Remi.
Estaba a mitad del túnel cuando oyó pisadas en la entrada detrás de él.
—Los muy cabrones son rápidos —murmuró Sam, y siguió avanzando.
Remi había llegado al final del túnel. Giró a la izquierda y entró en la guarida.
Unas balas rebotaron en la pared a la izquierda de Sam. Saltó a la derecha, botó contra la pared, dio media vuelta, vio un par de haces de linternas moviéndose por el túnel y les disparó. Se volvió de nuevo y siguió corriendo. Llegó a la guarida con cinco zancadas. Remi estaba agachada junto a la pared más cercana.
—Vamos...
Oyeron un disparo procedente del claro y, tras una pausa, un segundo disparo.
Sam la cogió de la mano y subieron la escalera dando saltos. Las balas impactaban con un ruido sordo en los escalones detrás de ellos. Llegaron al rellano y empezaron a subir el siguiente tramo. A Remi le resbaló un pie y al caer al suelo se golpeó el pecho.
—¿Las costillas? —preguntó Sam.
—Sí... Ayúdame a levantarme.
Sam la levantó, y subieron el resto de los escalones y se detuvieron ante el arco que daba a la gran sala.
—¿Los cazamos por sorpresa? —preguntó Remi apretando los dientes.
—Nos superan en armas, y no van a subir corriendo la escalera. Quédate aquí un momento recobrando el aliento. Voy a echar un vistazo a la siguiente escalera.
Su pie izquierdo acababa de tocar el primer escalón cuando Remi gritó:
—¡Sam!
Se volvió y vio a Remi encorvada corriendo a través del arco y entrando en la gran sala. A la derecha, un par de figuras aparecieron en el rellano de debajo y empezaron a subir corriendo la escalera.
—Te has equivocado, Sam —murmuró.
Disparó dos veces, pero el revólver de cañón corto era inútil. Ninguna de las dos balas dio en el blanco, e hicieron saltar chispas de la piedra que había detrás de Russell y Marjorie. Los hermanos se agacharon y retrocedieron hasta desaparecer.
La voz de Remi sonó a través del arco:
—¡Corre, Sam! No me pasará nada.
—¡No!
—¡Hazlo!
Sam escudriñó tanto la distancia como el ángulo del arco de la gran sala e instintivamente supo que no lo conseguiría. Russell y Marjorie lo matarían antes de que llegara a la mitad de camino.
—Maldita sea —dijo Sam con voz áspera.
Russell y Marjorie aparecieron en la escalera. Las bocas de sus ametralladoras emitieron unos fogonazos de color naranja.
Sam se volvió y subió la escalera a toda velocidad.
Agachada en una de las pilas con la linterna de la cabeza apagada, Remi estaba empezando a ser consciente de que su posición era indefendible cuando los disparos resonaron.
Silencio.
Entonces la voz de Russell susurró:
—La mujer está ahí dentro. Tú cógela a ella y yo lo cogeré a él.
—¿Viva o muerta? —contestó Marjorie en voz queda.
—Muerta. Madre dice que es el sitio correcto. El Theurang está aquí. Cuando los Fargo estén muertos, tendremos todo el tiempo del mundo. ¡Vete!
Remi no pensó y actuó. Salió de la pila y se dirigió al pozo arrastrándose. Inspiró, espiró y acto seguido saltó.
Un piso por encima de Remi, Sam había acabado en un laberinto de pequeñas salas y pasillos interconectados. Allí las raíces y las enredaderas eran mucho más tupidas y cruzaban de un lado a otro los espacios como monstruosas telarañas. Por las rendijas se filtraban atisbos de luz del sol que bañaban el laberinto de una penumbra verdosa.
Al haberse dejado el machete en la entrada del túnel, no había nada que Sam pudiera hacer salvo agacharse, avanzar zigzagueando y adentrarse en el laberinto.
En algún lugar detrás de él oyó un crujido de pisadas.
Se quedó paralizado.
Tres pasos más. Esa vez más cerca. Sam volvió la cabeza y trató de determinar la dirección de la que procedían.
—¡Fargo! —gritó Russell—. ¡Lo único que mi padre quiere es el Theurang. Ha decidido no destruirlo! ¿Me oye, Fargo?
Sam permaneció en silencio. Se dirigió a la izquierda, pasó por debajo de una raíz del tamaño de un muslo y cruzó un arco.
—¡Quiere lo mismo que usted! —gritó Russell—. ¡Quiere ver el Hombre Dorado en un museo, donde debe estar. Usted y su mujer serían los codescubridores! ¡Imagínese el prestigio que conseguirían!
—No estamos en esto por el prestigio —murmuró Sam—. Idiota.
A su derecha, al final del pasillo, una enredadera se partió y acto seguido se oyó un «¡maldita sea!» apenas perceptible.
Sam se agachó, se pasó el revólver a la mano izquierda y se asomó a la esquina. A unos seis metros de distancia, una figura se dirigía a él a toda velocidad. Sam disparó. Russell tropezó y estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio, se escabulló a la derecha y cruzó un arco.
Sam atravesó el pasillo y entró en la siguiente habitación pasando de lado por encima de una raíz. Se detuvo y abrió el tambor del revólver.
Le quedaba una bala.
Remi cayó con fuerza al fondo del pozo y trató de rodar apoyando los hombros para amortiguar el impacto, pero chocó contra algo sólido. Notó que la caja torácica le ardía. Contuvo un grito y se obligó a permanecer callada. Estaba en una oscuridad absoluta. Supuso que se encontraba bajo tierra.
La voz de Marjorie sonó desde lo alto del pozo.
—¿Remi? Salga. Sé que está herida. Salga, y la ayudaré.
Puedes esperar sentada, colega, pensó Remi.
Ahuecó las manos en torno a la linterna de su cabeza, la encendió y echó un rápido vistazo. Detrás de ella había una pared; justo enfrente, un túnel ancho que descendía en pendiente. A cada lado del túnel había arcos. Remi apagó la linterna.
Avanzó arrastrándose a gatas. Cuando hubo interpuesto la distancia que consideró suficiente entre ella y Marjorie, volvió a encender la linterna. Se levantó presionándose las costillas con una mano. Eligió un arco al azar y lo cruzó. A su izquierda había otro arco.
Oyó un golpetazo procedente del túnel, seguido de un gruñido. Se asomó a la esquina a tiempo para ver una linterna que giraba hacia ella. Remi levantó la pistola, apuntó y pegó tres tiros rápidos. De la boca del arma de Marjorie salió una nube naranja con forma de hongo.
Remi retrocedió, dio media vuelta y cruzó como una flecha el siguiente arco.
Sam sabía que Russell estaba detrás de él al otro lado del pasillo.
Una bala, pensó. Russell tenía más, y probablemente también cargadores de sobra. Sam necesitaba atraerlo a unos tres metros o menos, lo bastante cerca para no fallar.
Con cuidado de visualizar mentalmente el pasillo, Sam se internó sin hacer ruido en la estancia y acto seguido se dirigió a la izquierda atravesando un arco. Giró a la derecha, se acercó al siguiente arco y se aventuró a echar un vistazo al pasillo.
Oyó un chasquido a través del arco situado enfrente de él. Russell.
Con la pistola levantada a la altura de la cintura, Sam se apartó de la puerta caminando hacia atrás. Cuando llegó al siguiente arco, se volvió para cruzarlo.
Russell estaba en el pasillo. Sam levantó la pistola y apuntó. Russell dio un paso y desapareció. Sam dio dos grandes zancadas hacia delante y salió de lado al pasillo empuñando el arma.
Se encontró cara a cara con Russell.
Sam sabía que Russell era más joven y más fuerte que él, y el hijo de King también era rápido como un rayo. Antes de que Sam pudiera apretar el gatillo, Russell blandió la culata de su ametralladora hacia arriba y describió un arco hacia la barbilla de Sam. Sam retrocedió de una sacudida. La culata le dio de refilón. Se le tiñó la vista de rojo. Instintivamente, embistió contra Russell dándole un abrazo de oso que le inmovilizó los brazos a los costados. Tropezaron hacia atrás. Russell apoyó el pie situado más atrás, giró el cuerpo y arrastró consigo a Sam. Este recobró el equilibrio, flexionó la rodilla y propinó a Russell una patada en la entrepierna. El chico gruñó. Sam le dio otra patada con la rodilla, y luego otra. A Russell le flaqueaban las piernas, pero consiguió mantenerse erguido.
Agarrándose el uno al otro, entraron dando traspiés en la siguiente estancia, rebotaron contra una pared y penetraron tambaleándose en otra habitación. Russell echó la cabeza hacia atrás y movió la barbilla hacia delante. Sam advirtió que se disponía a darle un cabezazo y trató de apartarse, pero era demasiado tarde. La parte superior de la frente de Russell impactó contra la ceja de Sam. La vista se le volvió a teñir de rojo, y acto seguido la oscuridad empezó a abrirse paso por los lados. Sam espiró fuerte, inspiró hondo, apretó la mandíbula y aguantó. La vista se le despejó ligeramente. Echó la cabeza atrás como había hecho el hijo de King, pero la diferencia de altura le impedía golpearle en la cara. Sam eligió en su lugar la clavícula de Russell. Esa vez el chico lanzó un grito de dolor. Sam le dio otro cabezazo, y otro. La ametralladora de Russell cayó al suelo.
Giraron de nuevo, mientras Russell intentaba aprovechar su fuerza superior para soltarse de Sam o estamparlo contra la pared.
De repente, Sam notó un cambio en el equilibrio de Russell; estaba retrocediendo más rápido de lo que le permitían sus pies. El entrenamiento de judo que había recibido Sam entró en acción. Aprovecharía la pérdida de equilibrio de Russell. Centró todas sus fuerzas en las piernas y embistió. Moviendo los pies sobre las enredaderas y las raíces, empujó a Russell hacia atrás, cobrando velocidad. Rebotaron a través de un arco y acabaron de nuevo en el pasillo. Sam siguió empujando.
Y de repente empezaron a dar traspiés; a Russell le había fallado el equilibrio. Se vieron envueltos por una cortina de follaje. Sam oyó y notó que las enredaderas se partían a su alrededor. Por encima del hombro de Russell, vio la luz del día. Soltó a Russell, echó bruscamente la cabeza hacia delante y le dio en el esternón. Russell desapareció entre la cortina de vegetación. Sam trató de detener el impulso que lo arrastraba, pero cayó al vacío a través de la abertura.
La vista de Sam se vio inundada por el cielo, unos muros de granito, un río revuelto que corría mucho más abajo...
Se detuvo de golpe. El impacto lo dejó sin aliento. Aspiró un par de bocanadas de aire. Lo único que veía era un cilindro de acero negro.
La pistola, pensó aturdido. Todavía empuñaba la pistola.
Estaba tumbado boca abajo en la horcadura de un árbol cubierto de musgo. Miró a su alrededor y reconstruyó lo que estaba viendo. Habían caído por una ventana del templo. El árbol, que había crecido medio incrustado en el muro exterior del templo, había echado raíces en una diminuta parcela de tierra en el borde de la meseta. Por encima del borde había una caída de trescientos metros hasta el cañón del Tsangpo.
Sam oyó un gemido debajo de él. Estiró el cuello hacia abajo y vio a Russell tumbado boca arriba al lado del árbol. Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente a Sam a los suyos.
Russell se incorporó con la cara crispada de dolor. Deslizó la mano derecha por la pernera del pantalón y la levantó hasta la pantorrilla. Sujeta con una correa a su bota había una pistolera. Cogió la culata del revólver.
—No lo hagas, Russell —dijo Sam.
—Váyase a la mierda.
Sam estiró el brazo y situó la mira de su revólver del treinta y ocho sobre el pecho de Russell.
—No lo hagas —le advirtió otra vez.
Russell desabrochó la pistolera y desenfundó el revólver.
—Es tu última oportunidad —dijo Sam.
La mano de Russell empezó a levantarse.
Sam le disparó al pecho. Russell dejó escapar un grito ahogado y cayó hacia atrás, mirando fijamente al cielo con los ojos sin vida.
Guiada por el haz de luz de su linterna, que se movía violentamente en su cabeza, Remi cruzó a toda velocidad el arco. Unas balas impactaron en la piedra a su alrededor con un ruido sordo. Se volvió, disparó a ciegas dos veces en la dirección por la que había llegado y, acto seguido, dio media vuelta otra vez y siguió corriendo.
Salió al pasillo dando traspiés. El foso se encontraba en lo alto de la cuesta situada a su izquierda. Remi torció a la derecha y continuó adelante medio cojeando, medio corriendo. Su linterna enfocó súbitamente un círculo oscuro en el suelo. Era otro pozo. Dolorida y entorpecida por el tobillo lesionado, trató de esquivarlo pero resbaló y se desplomó por el agujero.
Por fortuna la caída fue breve; el foso era aproximadamente la mitad de hondo que el primer pozo. Remi se dio un buen golpe de nalgas. Esa vez el dolor fue demasiado intenso para contenerlo. Gritó. Se dio la vuelta buscando su pistola. Había desaparecido. Necesitaba algo... cualquier cosa. Marjorie se acercaba.
La luz de la linterna de Remi se posó en un objeto de madera. Antes incluso de que la parte consciente de su mente hubiera reconocido el objeto, sus sentidos ya lo estaban analizando: madera oscura, abundante laca negra, ausencia de juntas visibles...
Alargó la mano, apresó el borde de la caja con la punta de los dedos y la arrastró hacia ella. Bajo el brillante cono de luz de la linterna de su cabeza, Remi vio cuatro símbolos, cuatro caracteres lowa, en un dibujo de una rejilla.
—¡Ya te tengo!
Marjorie cayó por el agujero y aterrizó como un gato a los pies de Remi. Se había echado la ametralladora a la espalda antes del salto, y alargó la mano hacia atrás y agarró la culata. Le dio la vuelta en dirección a Remi.
—¡Hoy no! —gritó Remi.
Cogió la caja del Theurang con las dos manos, la levantó por encima de la cabeza y acto seguido se irguió y golpeó con ella a Marjorie en la frente.
Enfocada por el haz de la linterna de Remi, la cara de Marjorie se quedó flácida. Puso los ojos en blanco mientras le chorreaba sangre por la frente. Cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
Atónita, Remi retrocedió hasta pegarse a la piedra sólida. Cerró los ojos.
Tiempo después, un sonido penetró en su mente semiconsciente.
—¿Remi? ¿Remi?
Sam.
—¡Estoy aquí! —gritó—. ¡Aquí abajo!
Treinta segundos más tarde, la cara de su marido apareció en lo alto del pozo.
—¿Estás bien?
—Puede que necesite un chequeo, pero estoy viva.
—¿Es eso lo que creo que es?
Remi tocó la caja del Theurang que tenía al lado.
—Lo he encontrado de pura chiripa.
—¿Está Marjorie muerta?
—Creo que no, pero le he dado un buen golpe. Puede que no vuelva a ser la misma.
—Entonces es para bien. ¿Estás lista para subir?
Armado con la ametralladora de Russell, Sam había regresado al túnel principal. Como ignoraba la situación de Zhilan, simplemente cogió su mochila y localizó el camino donde estaban el segundo foso y Remi.
Treinta minutos más tarde los dos estaban de vuelta en la gran sala. Subieron juntos con una cuerda el cuerpo sin fuerzas de Marjorie por el pozo. Sam le dio a Remi la ametralladora, y se echó a Marjorie al hombro.
—Ten cuidado por si aparece lady Dragón —le dijo a Remi—. Si la ves, dispara primero y olvídate de las preguntas.
A medida que se acercaban a la salida del túnel, Remi se detuvo.
—¿Oyes eso?
—Sí... Alguien está silbando. —Una sonrisa se dibujó en el rostro de Sam—. ¡Es «Rule, Britannia»!
Sam y Remi salieron con cuidado del túnel.
Sentado a seis metros de distancia, con la espalda contra un canto rodado, se encontraba Jack Karna. Los vio y dejó de silbar. Los saludó alegremente con la mano.
—Y sin embargo, el matrimonio Fargo. Un momento, eso rima. Qué ingenioso soy.
Mudos de asombro, Sam y Remi se encaminaron hacia él. A medida que se acercaban, vieron un montón de apósitos blancos que sobresalían bajo una bufanda atada alrededor del cuello de Karna. Jack sostenía la Beretta de Ajay en su regazo.
A escasa distancia, Zhilan Hsu yacía boca arriba, con la cabeza recostada sobre el anorak hecho un ovillo de Ajay. Alrededor de la mitad de cada uno de sus muslos había envueltos unos vendajes manchados de sangre. Zhilan estaba despierta. Les lanzó una mirada asesina pero no dijo nada.
—Jack, creo que procede una explicación —dijo Remi.
—Desde luego. Resulta que Russell tiene buena puntería pero no es un experto tirador. Creo que intentaba atravesarme y alcanzar también a Ajay. La puñetera bala me perforó el músculo... ¿Cómo se llama el que está entre el hombro y el cuello?
—¿El trapecio? —propuso Sam.
—Sí, ese. Si me llega a dar cinco centímetros más a la derecha, no lo cuento.
—¿Te duele? —preguntó Remi.
—Claro, una barbaridad. Vaya, ¿qué llevas ahí, querida Remi?
—Un regalito que hemos encontrado tirado.
Remi lo dejó al lado de Karna. Él sonrió y acarició la tapa.
—¿Y ella? —preguntó Sam.
—Ah, lady Dragón. Muy fácil, la verdad. Creyó que estaba muerto y bajó la guardia. Cuando se estaba acercando, cogí la pistola de Ajay y le disparé a la pierna derecha. Luego le disparé a la pierna izquierda por si acaso. Creo que le he bajado los humos, ¿verdad?
—Yo diría que sí.
Sam se volvió hacia Zhilan. Se agachó y dejó a Marjorie en el suelo junto a ella. Zhilan alargó la mano y tocó la cara de su hija. Sam y Remi observaron, atónitos, cómo los ojos de Zhilan se inundaban de lágrimas.
—Está viva —le dijo Sam.
—¿Y Russell?
—No.
—¿Lo ha matado? ¿Ha matado a mi hijo?
—No me dio otra opción —dijo Sam.
—Entonces yo lo mataré a usted, Sam Fargo.
—Puede intentarlo. Pero piense que podríamos haber dejado morir a Marjorie y no lo hemos hecho. Jack podría haberla matado a usted y tampoco lo ha hecho. Está aquí por su marido. Él los envió a usted y a sus hijos para que hicieran el trabajo sucio por él, y ahora Russell está muerto.
»Vamos a salir de esta montaña y nos la llevaremos con nosotros. En cuanto lleguemos a un sitio con teléfono, llamaremos al FBI y les contaremos todo lo que sabemos. Tiene que tomar una decisión: ¿quiere ser testigo o ser acusada con su marido? Haga lo que haga, irá a la cárcel, pero dependiendo de cómo juegue sus cartas, Marjorie podría tener una oportunidad.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Remi.
—Veintidós.
—Tiene una larga vida por delante. Depende en gran medida de usted cómo la pase: en libertad, y fuera del control de su padre, o en la cárcel.
La mirada de odio de Zhilan de repente se relajó. Su rostro se quedó flácido, como si hubiera soltado una pesada carga.
—¿Qué tendría que hacer? —dijo.
—Contar al FBI todo lo que sabe de las actividades ilegales de Charles King: todas las cosas feas que ha hecho o le ha mandado hacer.
—Apuesto a que una mujer lista como usted es partidaria de tener un seguro. ¿A que tiene un archivo muy gordo sobre King guardado en alguna parte?
—¿Qué contesta? —preguntó Sam.
Zhilan vaciló y acto seguido asintió con la cabeza.
—Buena elección. Jack, parece que hemos perdido las radios.
—Yo tengo la mía aquí.
—Intenta contactar con Gupta. Ya es hora de marcharnos.