Katmandú, Nepal
Sam y Remi se despertaron con la voz del piloto que anunciaba la llegada al aeropuerto internacional Tribhuvan de Katmandú. Después de haberse pasado la mayor parte de los tres últimos días en el aire, los dos tardaron treinta segundos largos en despabilarse. Los vuelos en aviones de las compañías United, Cathay Pacific y Royal Nepal habían durado casi treinta y dos horas.
Sam se incorporó, estiró los brazos por encima de la cabeza y ajustó su reloj a la hora del reloj digital que aparecía en la pantalla del respaldo del asiento de delante. A su lado, Remi entreabrió los ojos pestañeando.
—Daría mi reino por una buena taza de café —murmuró.
—Estaremos en tierra dentro de veinte minutos.
Remi abrió los ojos del todo.
—Ah, casi me había olvidado.
En los últimos años, Nepal se había introducido en el negocio del café. Por lo que a los Fargo respectaba, los granos cultivados en la región de Arghakhanchi producían el mejor oro negro del mundo.
Sam le sonrió.
—Te invitaré a todo el café que seas capaz de beber.
—Eres mi héroe.
El avión se ladeó bruscamente, y los dos miraron por la ventanilla. Para la mayoría de los viajeros, el nombre de Katmandú evoca exóticas imágenes de templos budistas y de monjes con túnicas, senderistas y alpinistas, incienso, especias, chozas destartaladas y valles en penumbra ocultos por los picos del Himalaya. Lo que no esperan ver en Katmandú quienes acuden allí por primera vez es una bulliciosa metrópolis con setecientos cincuenta mil habitantes y una tasa de alfabetización del noventa y ocho por ciento.
Visto desde el aire, Katmandú parece haberse caído en un valle con forma de cráter rodeado de cuatro elevadas cadenas montañosas: Shivapuri, Phulchowki, Nagarjun y Chandragiri.
Sam y Remi habían estado allí de vacaciones dos veces con anterioridad. Sabían que a pesar de su población, sobre el terreno Katmandú era como un conglomerado de pueblos de tamaño medio con algunos toques de modernidad. En una manzana podías encontrar un templo con mil años de antigüedad consagrado al dios hindú Shiva y en la siguiente una tienda de teléfonos móviles; en las vías públicas importantes, los estilizados taxis híbridos y los carritos decorados con vivos colores competían por los pasajeros; en una plaza, situados uno justo enfrente del otro, un restaurante decorado con motivos del Oktoberfest y un vendedor callejero vendían platos de chaat a los transeúntes. Y, por supuesto, en las laderas de las montañas y sobre los escarpados picos que rodeaban la ciudad, había cientos de templos y de monasterios, algunos más antiguos que el mismísimo Katmandú.
Como viajeros con experiencia que eran, Sam y Remi estaban preparados para la aduana y el control de inmigración, y les dejaron pasar con un mínimo de molestias. Pronto se encontraron fuera de la terminal, en la acera de transporte terrestre bajo una moderna marquesina curvada. La fachada de la terminal estaba hecha de terracota inmaculada, con un tejado muy inclinado adornado con cientos de insertos rectangulares.
—¿Dónde nos ha hecho la reserva Selma?
—En el Hyatt Regency.
Remi asintió con la cabeza. En su última visita a Katmandú, con la esperanza de sumergirse en la cultura nepalesa, se habían alojado en un hostal que resultó estar situado al lado de un corral dedicado a la cría de yaks, y descubrieron que a los yaks no les preocupaba en exceso el pudor, la intimidad o el sueño.
Sam se acercó al bordillo de la acera para parar un taxi. Detrás de ellos sonó una voz de hombre:
—¿Son ustedes el señor y la señora Fargo?
Sam y Remi se volvieron y se encontraron ante una pareja de jóvenes, ambos de veintipocos años y no solo casi idénticos el uno al otro sino también a Charles King, exceptuando una llamativa diferencia. Aunque los hijos de King habían sido agraciados con el cabello rubio platino, los ojos azules y la sonrisa abierta de su padre, sus rostros también tenían unos sutiles pero marcados rasgos asiáticos.
Remi lanzó a Sam una mirada de reojo que enseguida él interpretó correctamente: la corazonada de ella con respecto a Zhilan Hsu había sido como mínimo parcialmente acertada. Sin embargo, a menos que los Fargo se estuvieran excediendo en sus conjeturas, la relación de ella con King iba mucho más allá que la de una amante cualquiera.
—Los mismos que visten y calzan —contestó Sam.
El hombre, que tenía la estatura de su padre pero no su corpulencia, les tendió la mano y les dio a cada uno un vigoroso apretón.
—Soy Russell. Esta es mi hermana Marjorie.
—Sam... Remi. No esperábamos que alguien viniera a recibirnos.
—Hemos decidido tomar la iniciativa —dijo Marjorie—. Estamos aquí por un negocio de papá, así que no es ninguna molestia.
—Si no han visitado antes Katmandú, puede ser un poco desconcertante —señaló Russell—. Tenemos un coche. Les llevaremos con mucho gusto a su hotel.
El Hyatt Regency estaba a tres kilómetros al noroeste del aeropuerto. El viaje transcurrió sin contratiempos, aunque con lentitud, en el sedán Mercedes-Benz de los hijos de King. En su interior insonorizado y tras sus ventanillas con cristales tintados, a Sam y a Remi el trayecto les resultó un tanto surrealista. Situado al volante, Russell conducía con desenvoltura por las confusas y estrechas calles mientras Marjorie, en el asiento del pasajero, les ofrecía una ininterrumpida charla sobre la ciudad con el encanto de la manida explicación de un guía turístico.
Finalmente se detuvieron delante de la entrada cubierta del Hyatt. Russell y Marjorie salieron del coche y les abrieron las puertas traseras antes de que Sam y Remi hubieran tocado los tiradores.
Como en la terminal del aeropuerto, la arquitectura del Hyatt Regency era una mezcla de elementos antiguos y modernos: una amplia fachada de seis plantas de color terracota y crema coronada por un tejado de estilo pagoda. Los exuberantes y cuidados jardines ocupaban ocho hectáreas.
Un botones se acercó al coche, y Russell gritó algo en nepalés. El hombre asintió enérgicamente con la cabeza y forzó una sonrisa, y a continuación sacó el equipaje del maletero y desapareció en el vestíbulo.
—Les dejaremos instalarse —dijo Rusell, y les dio su tarjeta de visita—. Llámenme más tarde y hablaremos de cómo desean proceder.
—¿Proceder? —repitió Sam.
Marjorie sonrió.
—Disculpen. Probablemente papá se olvidó de decírselo. Nos ha pedido que les hagamos de guías mientras buscan al señor Alton. ¡Hasta mañana!
Y con unas sonrisas y unos gestos de la mano casi sincronizados, los hijos de King volvieron a subirse al Mercedes y se marcharon.
Sam y Remi observaron cómo el coche se alejaba durante unos segundos.
Entonces Remi murmuró:
—¿Hay alguien normal en la familia King?
Cuarenta y cinco minutos más tarde estaban instalados en su suite disfrutando de un café.
Después de pasar la tarde tumbados en la piscina relajándose, regresaron a su suite para tomar unos cócteles. Sam pidió un Gibson con ginebra Sapphire Bombay y Remi un Cosmopolitan con vodka Ketel One. Terminaron de leer el dossier que les había dado Zhilan en el aeropuerto de Palembang. Aunque a primera vista parecía exhaustivo, hallaron en él pocos datos relevantes en los que basarse para iniciar la búsqueda.
—Lo reconozco —dijo Remi—; la combinación de los genes de Zhilan Hsu y de Charlie King ha producido... resultados interesantes.
—Es muy diplomático por tu parte, Remi, pero seamos sinceros: Russell y Marjorie dan miedo. Si sumas su aspecto a su exagerada cordialidad, tienes un par de asesinos natos de película de Hollywood. ¿Has visto en ellos algún rasgo concreto de Zhilan?
—No, y casi espero que no tengan ninguno. Si ella es su madre, probablemente tenía dieciocho o diecinueve años cuando los tuvo.
—Mientras que King tendría cuarenta y tantos en esa época.
—¿Te has fijado en que no tienen acento de Texas? Me ha parecido distinguir un acento de universidad pija en su forma de pronunciar algunas vocales.
—Así que su papá los mandó fuera de Texas a la universidad. Me gustaría saber cómo se enteraron de cuál era nuestro vuelo.
—¿Una exhibición de poder de Charlie King? ¿Para demostrarnos que está bien relacionado?
—Probablemente. Eso también explicaría por qué no nos avisó de que nos estarían esperando los Gemelos Maravilla. Con lo poderoso que es, a buen seguro se cree un experto en pillar a la gente desprevenida.
—No me hace mucha gracia la idea de que nos acompañen a todas partes.
—A mí tampoco, pero mañana sigámosles el juego para descubrir qué saben de las actividades de Frank. Tengo la ligera sospecha de que la familia King sabe mucho más de lo que deja entrever.
—Estoy de acuerdo —contestó Remi—. Todo se reduce a una cosa, Sam: King está intentando mover los hilos. La pregunta es por qué. ¿Porque es un maniático del control o porque está ocultando algo?
El timbre de la puerta sonó. Sam se acercó a esta para coger un sobre que acababan de deslizar por debajo y dijo:
—Ah, la confirmación de la reserva de la cena.
—¿En serio?
—Bueno, solo si puedes prepararte en treinta minutos —respondió Sam.
—Me encantaría. ¿Adónde vamos?
—A Bhanchka y Ghan —contestó Sam.
—¿Cómo te has acordado?
—¡Cómo olvidar una comida tan memorable, el ambiente y la cocina nepalesa!
Veinticinco minutos más tarde Remi se había puesto unos pantalones Akris y un top, con una chaqueta a juego echada por encima del brazo. Sam, recién afeitado, vestido con una camisa Robert Graham azul y unos pantalones de color gris oscuro, la acompañó a la puerta.
A Remi apenas le sorprendió despertarse a las cuatro de la madrugada y descubrir que su marido no estaba en la cama sino en un sillón del tresillo de la suite. Cuando algo atormentaba el subconsciente de Sam Fargo, casi nunca podía dormir. Lo encontró bajo la tenue luz de una lámpara leyendo el dossier que Zhilan les había dado. Remi apartó con delicadeza la carpeta de manila usando la cadera. A continuación, se sentó en su regazo y lo envolvió bien con su larga bata de seda de La Perla.
—Creo que he encontrado al culpable —dijo.
—Enseñámelo.
Él hojeó una serie de páginas sujetas con un clip.
—Los informes diarios que Frank enviaba por correo electrónico a King. Empiezan el día que llegó aquí y acaban la mañana que desapareció. ¿Ves algo distinto en los tres últimos correos?
Remi los examinó.
—No.
—Firmó cada uno con el nombre de «Frank». Fíjate en los anteriores.
Remi hizo lo que le indicó. Frunció los labios.
—Están firmados simplemente con «FA».
—Así firmaba también los correos electrónicos que me mandaba a mí.
—¿Qué significa?
—Solo es una conjetura. Yo diría que o Frank no mandó los últimos tres correos o que los mandó intentando incluir una señal de socorro.
—Me parece poco probable. Frank habría encontrado un código más ingenioso.
—Eso nos deja la otra opción. Desapareció antes de lo que King cree.
—Y alguien estaba haciéndose pasar por él —concluyó Remi.
Cincuenta kilómetros al norte de
Katmandú, Nepal
En la penumbra que precede al amanecer, el Range Rover salió de la carretera principal. Sus faros recorrían los verdes campos dispuestos en terrazas mientras seguía la carretera serpenteante hasta el fondo del valle, donde se cruzaba con otra carretera, más estrecha y llena de barro. El Rover avanzó dando sacudidas por la carretera a lo largo de varios cientos de metros antes de cruzar el puente. Debajo se agitaba un río cuyas oscuras aguas lamían las vigas inferiores del puente. En la otra orilla, los faros del Rover iluminaron brevemente un letrero: TRISULI, se leía en nepalés. Cuatrocientos metros más adelante, el Rover llegó a un ancho edificio de ladrillo gris con un tejado hecho con retazos de chapa. Al lado de la puerta principal de madera, una ventana cuadrada emitía un brillo amarillo. El Rover avanzó en punto muerto hasta detenerse delante del edificio, y el motor se apagó.
Russell y Marjorie King se bajaron del vehículo y se dirigieron a la puerta. Un par de figuras indefinidas salieron de detrás de cada esquina del edificio y los interceptaron. Cada hombre llevaba cruzada en diagonal sobre el cuerpo un arma automática. Unas linternas se encendieron, enfocaron las caras de los hijos de King y se apagaron. Uno de los centinelas sacudió la cabeza para indicar a la pareja que entrara.
Al otro lado de la puerta, un hombre se hallaba sentado tras una mesa de caballete. Aparte de la mesa y de una parpadeante linterna de queroseno, la habitación estaba vacía.
—Coronel Zhou —gruñó Russell King.
—Bienvenidos, mis anónimos amigos estadounidenses. Por favor, sentaos.
Los hermanos hicieron lo que el hombre les indicó y tomaron asiento en el banco situado enfrente de Zhou.
—No viste de uniforme —dijo Marjorie—. Por favor, no nos diga que tiene miedo de las patrullas del ejército nepalés.
Zhou rió entre dientes.
—Qué va. Estoy seguro de que mis hombres disfrutarían haciendo prácticas de tiro, pero dudo que mis superiores vieran con buenos ojos que cruzara la frontera sin pasar por los canales adecuados.
—Usted ha solicitado esta reunión —dijo Russell—. ¿Para qué nos ha llamado?
—Tenemos que hablar de los permisos que habéis solicitado.
—¿Se refiere a los permisos que ya hemos pagado? —replicó Marjorie.
—Es un matiz semántico. La zona en la que deseáis entrar está llena de patrullas...
—Toda China está llena de patrullas —observó Russell.
—Solo una parte de la zona a la que deseáis viajar está bajo mi mando.
—Eso nunca ha sido un problema en el pasado.
—Las cosas cambian.
—Nos está exprimiendo —dijo Marjorie.
Su rostro se mantuvo inexpresivo, pero tenía una mirada dura y perversa.
—No conozco esa expresión.
—Soborno.
El coronel Zhou frunció el ceño.
—La situación es dura. La verdad es que tenéis razón: ya me habéis pagado. Lamentablemente, una reestructuración en mi distrito me ha obligado a alimentar más bocas, ya sabéis a lo que me refiero. Si no alimento esas bocas, empezarán a hablar con las personas inadecuadas.
—Tal vez deberíamos hablar con ellos en lugar de con usted —dijo Russell.
—Adelante. Pero ¿tenéis tiempo? Si mal no recuerdo, tardasteis ocho meses en encontrarme. ¿Estáis dispuestos a empezar otra vez desde el principio? Tuvisteis suerte conmigo. La próxima vez podríais acabar en la cárcel por espías. De hecho, todavía podría ocurriros.
—Está jugando a un juego muy peligroso, coronel —dijo Marjorie.
—No más peligroso que entrar en territorio chino de forma ilegal.
—Y supongo que no más peligroso que no haber mandado a sus hombres que nos cachearan.
Los ojos de Zhou se entornaron, se desplazaron rápidamente a la puerta y volvieron a los gemelos King.
—No os atreveríais —dijo.
—Ella sí —contestó Russell—. Y yo también. Puede estar seguro. Pero no ahora. Ni esta noche. Coronel, si supiera quiénes somos, se lo pensaría dos veces antes de seguir extorsionándonos.
—Puede que no sepa vuestros nombres, pero conozco a los de vuestra calaña y sospecho lo que andáis buscando.
—¿Cuánto quiere para alimentar esas bocas de más? —preguntó Russell.
—Veinte mil... en euros, no en dólares.
Russell y Marjorie se levantaron.
—Tendrá el dinero en su cuenta antes de que acabe el día. Nos pondremos en contacto con usted cuando estemos listos para cruzar la frontera.
Por el frío nocturno, la total ausencia de sonidos de tráfico y el cercano y frecuente ruido de cencerros de yak, sabía que se encontraba a bastante altura en las estribaciones. Le habían vendado los ojos en cuanto lo habían metido en la furgoneta y no tenía forma de saber a qué distancia de Katmandú lo habían llevado. Quince kilómetros o ciento cincuenta; en realidad daba igual. Una vez fuera del valle en el que se erigía la ciudad, el terreno podía tragarse a una persona entera... y lo había hecho, miles de veces. Barrancos, cuevas, sumideros, grietas... un millón de sitios en los que permanecer oculto o morir.
El suelo y las paredes estaban hechos de toscos tablones, al igual que el catre. Su colchón era una especie de cojín relleno de paja que olía ligeramente a estiércol. La estufa era un viejo modelo panzudo, creía, por el sonido de la trampilla al cerrarse de golpe cada vez que sus captores entraban para atizar el fuego. De vez en cuando, por encima del olor acre del humo de leña, distinguía el sutil olor del combustible de la estufa, como el que usaban los excursionistas y los alpinistas.
Estaba siendo retenido en una cabaña para senderistas abandonada, en algún lugar tan apartado de los caminos transitados que no recibía visitas.
Sus captores le habían dirigido menos de veinte palabras desde su secuestro, todas órdenes bruscas en un inglés chapurreado: siéntate, levántate, come, lavabo... Sin embargo, al segundo día, había oído un retazo de conversación a través de la pared de la cabaña, y aunque sus conocimientos de nepalés eran prácticamente inexistentes, sabía lo suficiente para reconocer el idioma. Lo había capturado gente de la zona. Pero ¿quiénes? ¿Eran terroristas o guerrilleros? Le constaba que ninguno de ambos grupos operaba dentro de Nepal. ¿Secuestradores? Lo dudaba. No lo habían obligado a hacer grabaciones ni a escribir cartas de rescate. Tampoco lo habían maltratado. Le daban de comer regularmente, le ofrecían bebida de sobra, y su saco de dormir estaba diseñado para soportar temperaturas bajo cero. Cuando trataban con él lo hacían con firmeza pero sin violencia. De nuevo, se preguntó quiénes eran. ¿Y por qué?
Hasta el momento solo habían cometido un error grave: aunque le habían atado bien las muñecas con algo que parecía cuerda de escalada, no habían buscado bordes afilados en la cabaña. Enseguida él había encontrado cuatro: las patas de su catre, cada una de las cuales sobresalía varios centímetros por encima del jergón. La madera toscamente tallada no estaba pulida. No eran precisamente hojas de sierra, pero podían servirle.