Katmandú, Nepal
Según lo anunciado, Russell y Marjorie se encontraban delante del Hyatt a las nueve en punto de la mañana siguiente. Rebosantes de entusiasmo y sonrientes, saludaron a Sam y a Remi con otra ronda de apretones de manos antes de conducirlos al Mercedes. El cielo era de un azul brillante y el aire resultaba vigorizante.
—¿Adónde vamos? —inquirió Russell mientras metía una marcha y arrancaba.
—¿Qué tal si vamos a los lugares donde Frank Alton pasaba más tiempo? —preguntó Remi.
—Cómo no —contestó Marjorie—. Según los correos electrónicos que mandaba a mi padre, pasaba parte de su tiempo en la zona del cañón de Chobar, a unos ocho kilómetros de aquí. Es por donde el río Bagmati sale del valle.
Viajaron en silencio varios minutos.
—Si vuestro abuelo es el hombre fotografiado en Lo Monthang... —dijo Sam.
—¿Usted no lo cree? —dijo Russell, mirando por el espejo retrovisor—. Papá cree que sí.
—Solo estaba haciendo de abogado del diablo. Si es vuestro abuelo, ¿tenéis idea de por qué habría estado en esa zona?
—No se me ocurre ningún motivo —contestó Marjorie a la ligera.
—Vuestro padre no parecía conocer el trabajo de Lewis. ¿Alguno de vosotros lo conoce?
Russell contestó.
—Supongo que simplemente se dedicaba a la arqueología. Claro que no llegamos a conocerlo. Solo hemos oído las historias que nos ha contado papá.
—No os lo toméis a mal, pero ¿se os ha pasado por la cabeza descubrir lo que estaba haciendo Lewis? Podría haber sido de ayuda en su búsqueda.
—Papá nos tiene muy ocupados. Además, para eso contrata a expertos como usted y el señor Alton.
Las miradas de Sam y Remi se encontraron. Al igual que su padre, los gemelos King apenas mostraban interés por los detalles de la vida de su abuelo. Su indiferencia parecía casi patológica.
—¿A qué colegio fuisteis? —preguntó Remi, cambiando de tema.
—No fuimos a ningún colegio —respondió Russell—. Papá contrató a unos tutores para que nos formaran en casa.
—¿Y vuestro acento?
Marjorie tardó en contestar.
—Ah, ya entiendo a lo que se refiere. Cuando teníamos cuatro años más o menos, nos mandó con nuestra tía, en Connecticut. Vivimos allí hasta que terminamos la etapa escolar y luego volvimos a Houston para trabajar para papá.
—¿Así que no estuvo cerca de vosotros mientras crecíais? —preguntó Sam.
—Es un hombre muy ocupado.
En la contestación de Marjorie no había ningún asomo de rencor, como si fuera totalmente normal despachar a tus hijos a otro estado durante catorce años y dejar que los educaran tutores y familiares.
—Hacen ustedes muchas preguntas —dijo Russell.
—Somos curiosos por naturaleza —contestó Sam—. Son gajes del oficio.
Sam y Remi no esperaban sacar gran cosa de su visita al cañón de Chobar, y no se llevaron ninguna decepción. Russell y Marjorie señalaron unos cuantos puntos de interés y les ofrecieron más charla turística.
De vuelta en el coche, Sam y Remi pidieron ir al siguiente lugar: el centro histórico de la ciudad, la plaza de Durbar, sede de unos cincuenta templos.
Como era de esperar, esa visita fue tan poco reveladora como la primera. Seguidos de los gemelos King, Sam y Remi pasearon por la plaza y sus inmediaciones durante una hora, haciendo ver que tomaban fotos y notas, y que consultaban el mapa. Finalmente, poco antes del mediodía, pidieron a los gemelos que los llevaran de vuelta al hotel.
—¿Ya han acabado? —preguntó Russell—. ¿Están seguros?
—Sí —contestó Sam.
—Si quieren ir a otro sitio, los acompañaremos con mucho gusto —dijo Marjorie.
—Tenemos que hacer unas averiguaciones antes de seguir —dijo Remi.
—También podemos ayudarles con eso.
Sam tiñó con una nota de dureza su voz.
—Al hotel, por favor.
Russell se encogió de hombros.
—Como quieran.
Observaron desde el interior del vestíbulo cómo el Mercedes se alejaba. Sam sacó su iPhone del bolsillo y consultó la pantalla.
—Un mensaje de Selma. —Lo escuchó y a continuación dijo—: Ha descubierto algo sobre la familia King.
De vuelta en su habitación, Sam conectó el manos libres y pulsó el botón de marcación rápida. Después de treinta segundos de interferencias, se estableció la conexión.
—Por fin —dijo Selma en cuanto cogió el aparato.
—Estábamos de visita con los gemelos King.
—¿Ha sido productiva?
—Solo ha servido para reforzar la necesidad de escaparnos de ellos —dijo Sam—. ¿Qué nos cuentas?
—Primero, he encontrado a alguien que puede traducir el pergamino con escritura devanagari que encontraron en la casa de Lewis.
—Fantástico —dijo Remi.
—La cosa mejora. Creo que es la traductora original: la tal A. Kaalrami de Princeton. Su nombre es Adala. Tiene casi setenta años y trabaja de profesora en... ¿A que no lo adivinan?
—No —dijo Sam.
—La Universidad de Katmandú.
—Selma, haces milagros —dijo Remi.
—Por lo general estaría de acuerdo, señora Fargo, pero esta vez ha sido pura suerte. Les estoy mandando la información de contacto de la profesora Kaalrami. Muy bien, siguiente punto: después de haber investigado a la familia King sin ningún éxito, acabé llamando a Rube Haywood. Me va mandando información a medida que la consigue, pero lo que tenemos hasta ahora ya es bastante interesante. Antes de nada, King no es el verdadero apellido de la familia. Es la versión anglificada del apellido alemán original: Konig. Y el nombre de pila de Lewis era originalmente Lewes.
—¿Por qué se lo cambió? —preguntó Remi.
—Por ahora no estamos del todo seguros, pero lo que sí sabemos es que Lewis emigró a Estados Unidos en mil novecientos cuarenta y seis y que consiguió un puesto de profesor en la Universidad de Syracuse. Un par de años más tarde, cuando Charles tenía cuatro años, Lewis los dejó a él y a su madre y empezó a recorrer el mundo.
—¿Qué más?
—He descubierto el negocio del que se están ocupando Russell y Marjorie. El año pasado una de las empresas mineras de King (GRE, o Grupo de Recursos Estratégicos) consiguió permisos del gobierno nepalés para llevar a cabo, cito textualmente, «estudios de investigación relacionados con la explotación de metales industriales y preciosos».
—¿Y eso qué significa con exactitud? —preguntó Remi—. Es una declaración de objetivos muy vaga.
—Intencionadamente vaga —dijo Sam.
—La empresa no cotiza en bolsa, así que es difícil conseguir información. He encontrado dos terrenos que están siendo arrendados por GRE. Están al nordeste de la ciudad.
—Menudo embrollo —dijo Remi—. Tenemos a los gemelos King supervisando una operación de minería en el mismo sitio y al mismo tiempo que Frank desaparece buscando al padre de King, quien puede o no haber estado paseándose como un fantasma por el Himalaya durante los últimos cuarenta años. ¿Me olvido algo?
—No te has dejado nada —dijo Sam.
—¿Les interesan los detalles de los terrenos de GRE? —preguntó Selma.
—De momento, sigue investigando —contestó Sam—. A primera vista, no parece que guarden relación, pero con el rey Charlie nunca se sabe.
Después de pedir al conserje del Hyatt que les consiguiera un coche de alquiler, se pusieron en camino; Sam iba al volante y Remi de copiloto, con un plano de la ciudad de Katmandú desplegado contra el salpicadero del todoterreno Nissan X-Trail.
Poco después de salir del hotel recordaron una de las pocas lecciones que habían aprendido (y que habían mantenido en el olvido hasta entonces) en su última visita a Katmandú, seis años antes.
Salvo las vías públicas importantes como Tridevi y Ring Road, las calles de Katmandú casi nunca tenían nombre, ya fuera en planos o en letreros. Las señas verbales se daban respecto a puntos de referencia, normalmente cruces o plazas —conocidos como chowks o toles respectivamente— y de vez en cuando a templos o mercados. Cualquiera que no estuviera familiarizado con esos puntos de referencia no tenía más remedio que valerse de un mapa regional y una brújula.
Sin embargo, Sam y Remi tuvieron suerte. La Universidad de Katmandú se encontraba a veintidós kilómetros de su hotel, en las estribaciones que se hallaban a las afueras de la zona más oriental de la ciudad. Después de pasar veinte frustrantes minutos buscando la carretera de Arniko, avanzaron sin complicaciones y llegaron al campus solo una hora después de haber salido del hotel.
Siguiendo unos letreros escritos en nepalés y en inglés, giraron a la izquierda en la entrada y recorrieron un camino de acceso bordeado de árboles hasta un edificio de ladrillo y vidrio que daba a una parcela ovalada rebosante de flores silvestres. Encontraron una plaza de aparcamiento, cruzaron las puertas de cristal de la entrada y hallaron un mostrador de información.
La joven india sentada detrás les habló en un inglés con acento de Oxford.
—Buenos días, bienvenidos a la Universidad de Katmandú. ¿En qué puedo ayudarles?
—Estamos buscando a la profesora Adala Kaalrami —dijo Remi.
—Sí, claro. Un momento. —La joven pulsó un teclado situado debajo del mostrador y observó el monitor un instante—. Ahora mismo la profesora Kaalrami está reunida con un estudiante de posgrado en la biblioteca. Está previsto que la reunión acabe a las tres.
Sacó un plano del campus, rodeó con sendos círculos el lugar en el que se encontraban y el emplazamiento de la biblioteca.
—Gracias —dijo Sam.
El campus de Katmandú era pequeño, con solo una docena de edificios principales concentrados en lo alto de una colina. Debajo había kilómetros y kilómetros de verdes campos dispuestos en terrazas y de tupido bosque. A lo lejos se podía ver el aeropuerto internacional Tribhuvan. Y al norte del aeropuerto, apenas visibles, se hallaban los tejados de estilo pagoda del Hyatt Regency.
Anduvieron cien metros hacia el este por una acera bordeada de setos, torcieron a la izquierda y se encontraron en la entrada de la biblioteca. Una vez dentro, un empleado les indicó cómo llegar a la sala de conferencias del segundo piso. Llegaron cuando un estudiante estaba saliendo. Dentro, sentada tras una mesa de conferencias redonda, había una rolliza anciana india vestida con un sari de vivos colores rojo y verde.
—Disculpe, ¿es usted la profesora Adala Kaalrami? —preguntó Remi.
La mujer alzó la vista y los escudriñó a través de unas gafas de montura oscura.
—Sí, soy yo.
Su inglés tenía un marcado acento y un rasgo ligeramente musical que compartían muchos angloparlantes indios.
—¿Le dice algo el nombre de Lewis King? —dijo Sam.
—¿Bully? —contestó ella sin vacilar.
—Sí.
La mujer sonrió ampliamente; tenía un gran hueco entre los incisivos.
—Oh, sí, me acuerdo de Bully. Fuimos... amigos. —El brillo de sus ojos permitió saber a los Fargo que la relación había ido más allá de una simple amistad—. Yo trabajaba en Princeton, pero había venido a prestar servicios temporalmente a la Universidad Tribhuvan. Fue mucho antes de que se fundara la Universidad de Katmandú. Bully y yo nos conocimos en un acto social. ¿Por qué lo preguntan?
—Estamos buscando a Lewis King.
—Ah... ¿Son ustedes cazafantasmas?
—Supongo que eso significa que cree que está muerto —dijo Remi.
—No lo sé. Por supuesto, he oído los rumores que circulan de sus apariciones periódicas, pero nunca lo he visto, ni tampoco ninguna foto auténtica de él. Por lo menos, en los últimos cuarenta años. Me gustaría pensar que si estuviera vivo habría venido a verme.
Sam sacó una carpeta de manila de su maleta, extrajo una copia del pergamino en devanagari y la deslizó sobre la mesa hacia Kaalrami.
—¿Reconoce esto?
Ella lo examinó un momento.
—Sí. Es mi firma. Se lo traduje a Bully en... —Kaalrami frunció los labios, pensando—. Mil novecientos setenta y dos.
—¿Qué puede contarnos de él? —preguntó Sam—. ¿Le dijo Lewis dónde lo encontró?
—No.
—En mi opinión, la escritura parece devanagari.
—Muy bien, querida. Caliente, pero incorrecto. El pergamino está escrito en lowa. No es exactamente una lengua muerta, pero es muy rara. Según la última estimación, en la actualidad solo quedan cuatrocientos hablantes de lowa nativos. Se encuentran principalmente en el norte del país, cerca de la frontera china, en lo que antes era...
—Mustang —aventuró Sam.
—Exacto. Y lo ha pronunciado correctamente. Enhorabuena. La mayoría de los hablantes de lowa viven en Lo Monthang o en los alrededores. ¿Conocía esa información o ha acertado por casualidad?
—He acertado. La única pista que tenemos sobre el paradero de Lewis King es una fotografía en la que aparece supuestamente. Fue tomada hace un año en Lo Monthang. Encontramos el pergamino en la casa de Lewis.
—¿Tienen esa fotografía con ustedes?
—No —contestó Remi, y acto seguido lanzó una mirada a Sam. Sus expresiones compartidas decían: «¿Por qué no pedimos una copia de la foto?». Era un error de principiante—. Pero seguro que podemos conseguirla.
—Si no es mucha molestia. Quiero pensar que reconocería a Bully si de verdad fuera él.
—¿Ha venido alguien más a preguntarle por King últimamente?
Kaalrami vaciló de nuevo, dándose golpecitos en el labio con el dedo índice.
—Hace un año, tal vez un poco más, vinieron un par de chicos. Una pareja con un extraño aspecto...
—¿Gemelos? ¿Cabello rubio, ojos azules, rasgos asiáticos?
—¡Sí! No me cayeron especialmente bien. Sé que no es un comentario muy benevolente, pero debo ser sincera. Había algo en ellos...
Kaalrami se encogió de hombros.
—¿Recuerda lo que le preguntaron?
—Hicieron preguntas generales sobre Bully: si tenía cartas viejas de él o si recordaba haberle oído hablar de su trabajo en esta región. No pude ayudarles.
—¿No tenían una copia de este pergamino?
—No.
—No encontramos la traducción original. ¿Le importaría...? —preguntó Sam.
—Puedo hacerles una versión resumida, pero una traducción escrita llevará un tiempo. Podría hacerla esta noche, si lo desean.
—Gracias —dijo Remi—. Le estaríamos muy agradecidos.
La profesora Kaalrami se ajustó las gafas y centró el pergamino delante de ella. Poco a poco, empezó a recorrer las líneas de texto con el dedo, moviendo los labios silenciosamente.
Al cabo de cinco minutos, alzó la vista. Se aclaró la garganta.
—Es una especie de edicto real. La frase lowa no tiene fácil traducción al inglés, pero es una orden oficial. De eso estoy segura.
—¿Hay alguna fecha?
—No, pero si se fijan aquí, en la esquina superior izquierda, falta un trozo de texto. ¿Lo vio en el pergamino auténtico?
—No, lo fotografié tal como estaba. ¿Recuerda si la fecha aparecía en el original que usted vio?
—No, me temo que no.
—¿Le importaría hacer una estimación?
—No me hagan mucho caso, pero calcularía que tiene entre seiscientos y setecientos años.
—Siga, por favor —la incitó Sam.
—Les repito que deberán esperar a la versión escrita para...
—Lo entendemos.
—Es una orden dirigida a un grupo de soldados... unos soldados especiales llamados centinelas. Están instruidos para llevar a cabo un plan de algún tipo: sospecho que algo detallado en otro documento. El plan está concebido para sacar algo llamado Theurang de su escondite y transportarlo a un lugar seguro.
—¿Por qué?
—Algo relacionado con una invasión.
—¿Explica lo que es ese Theurang?
—Creo que no. Lo siento, la mayoría de lo que pone solo me resulta vagamente familiar. Hace cuatro décadas de esto. Me acuerdo de la palabra porque era poco frecuente, pero creo que he olvidado el significado. Soy profesora de clásicas. Pero no me cabe duda de que en el profesorado habrá alguien que pueda serles de más ayuda con ese término. Puedo consultarlo.
—Se lo agradeceríamos —contestó Sam—. ¿Se acuerda de la reacción de Lewis cuando usted le dio la traducción?
Kaalrami sonrió.
—Si mal no recuerdo, se puso eufórico. Pero, por otra parte, a Bully nunca le faltaba entusiasmo. Ese hombre vivía la vida al máximo.
—¿Le dijo dónde encontró el pergamino?
—Si lo hizo, no me acuerdo. Tal vez esta noche, mientras hago la traducción, me vengan a la memoria más cosas.
—Una última pregunta —dijo Remi—. ¿Qué recuerda de cuando Lewis desapareció?
—Oh, sí, tengo recuerdos de entonces. Pasamos la mañana juntos. Almorzamos a la orilla del río, el Bagmati, en la parte sudoeste de la ciudad.
Sam y Remi se inclinaron hacia delante al mismo tiempo.
—¿El cañón de Chobar?
La profesora Kaalrami sonrió y luego ladeó la cabeza hacia Sam.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Lo he adivinado por casualidad. ¿Y después del almuerzo?
—Lewis llevaba su mochila, cosa que en él era más habitual que lo contrario. Siempre estaba de viaje. Hacía un día precioso, caluroso, sin una sola nube en el cielo. Si mal no recuerdo, hice fotos. Tenía una cámara nueva, uno de los primeros modelos de Polaroid instantánea, los que se plegaban. En aquel entonces era una maravilla de la tecnología.
—Por favor, díganos que todavía tiene esas fotos.
—Puede. Dependerá de las habilidades técnicas de mi hijo. Con permiso.
La profesora Kaalrami se levantó, se acercó a la mesilla, cogió un teléfono y marcó un número. Habló en nepalés un par de minutos, y a continuación miró a Sam y a Remi y tapó el micrófono del teléfono.
—¿Tienen móvil con acceso a correo electrónico?
Sam le dio su dirección.
Kaalrami habló por teléfono otros treinta segundos y después regresó a la mesa. Suspiró.
—Mi hijo. Me dice que tengo que entrar en la era digital. El mes pasado empezó a escanear (¿se dice así?) todos mis viejos álbumes de fotos. La semana pasada acabó con las del almuerzo en el río. Se las está enviando.
—Gracias —dijo Sam—. Y gracias también a su hijo.
—Estaba hablando del almuerzo... —dijo Remi.
—Comimos, disfrutamos de nuestra mutua compañía, hablamos y luego (a primera hora de la tarde, creo) nos separamos. Subí a mi coche y me marché. La última vez que lo vi estaba cruzando el puente del cañón de Chobar.