Cañón de Chobar, Nepal
Partieron poco antes de las cuatro de la madrugada siguiente con la esperanza de llegar a su destino antes de que saliera el sol. Ignoraban si la prohibición de entrar en el cañón de Chobar se hacía cumplir con rigor —o si la policía patrullaba la zona—, pero no querían correr ningún riesgo.
A las cinco llegaron al parque de Manjushree y encontraron un lugar debajo de un árbol que no resultaba visible desde la carretera principal. Una vez apagados los faros, permanecieron en silencio dos minutos escuchando el tic, tic, tic del motor del Nissan enfriándose, antes de bajar del vehículo, abrir la puerta del maletero y coger su equipo.
—¿Esperabas que nos siguieran? —preguntó Remi al tiempo que se echaba la mochila a los hombros.
—Ya no sé qué pensar. Mi instinto me dice que son más malos que la tiña, y estoy seguro de que King no les ha pedido que nos ayuden. Les ha mandado que nos vigilen.
—Estoy de acuerdo. Con suerte, tu conversación con ellos los mantendrá a raya.
—Lo dudo —dijo Sam, y cerró la puerta del maletero de golpe.
Guiados por la luz del sol naciente, fueron andando hasta el inicio del puente. Tal como anunciaba el mapa, a unos veinte metros al este del mismo, detrás de un bosquecillo de bambú, encontraron el sendero. Se dirigieron río arriba con Sam a la cabeza.
Los primeros cuatrocientos metros fueron una caminata relajada; el sendero tenía noventa centímetros de anchura y estaba cubierto de pulcra grava, pero no tardó en cambiar a medida que la pendiente se hacía más pronunciada. La senda se estrechó y se hizo muy sinuosa. El follaje los rodeó, formando un manto parcial sobre sus cabezas. A la derecha y abajo, oían el suave borboteo del río.
Llegaron a una bifurcación. A la izquierda, el sendero se dirigía al este, lejos del río; a la derecha, descendía hacia él. Se detuvieron unos instantes para echar un vistazo al mapa y a la brújula del iPhone de Sam, y tomaron el camino de la derecha. Después de andar otros cinco minutos, llegaron a una pendiente de cuarenta y cinco grados en la que habían sido labrados unos toscos escalones. Cuando bajaron al pie de la escalera, no se encontraron ante un sendero sino ante un desvencijado puente colgante cuyo lado izquierdo estaba sujeto al precipicio con pernos de fijación. Las enredaderas habían invadido el puente y se habían retorcido tanto alrededor de los soportes y los cables que la estructura parecía medio artificial, medio orgánica.
—Tengo la clara sensación de que nos estamos asomando a una madriguera —murmuró Remi.
—Venga —dijo Sam—. Es pintoresco.
—Contigo, he acabado identificando esa palabra con «peligroso».
—Me doy por vencido.
—¿Ves hasta dónde llega?
—No. Sigue la ladera del precipicio. Si el puente se rompe, las enredaderas probablemente aguantarán.
—«Probablemente», otra bonita palabra.
Sam dio un paso adelante, desplazando poco a poco su peso a la primera tabla. Aparte de emitir un ligero crujido, la madera se mantuvo firme. Dio otro paso con cautela, luego otro y otro, hasta que hubo recorrido tres metros.
—¡De momento todo va bien! —gritó por encima del hombro.
—¡Voy para allá!
El puente resultó tener solo treinta metros de largo. El sendero continuaba al otro lado; primero bajaba en espiral por la pendiente y luego subía. Más adelante, los árboles empezaron a escasear.
—Segunda ronda —dijo Sam a Remi.
—¿Qué? —contestó ella, y se detuvo a poca distancia detrás de él—. Oh, no.
Otro puente colgante.
—Me da la impresión de que esto se va a repetir —dijo Remi.
Estaba en lo cierto. Al otro lado del segundo puente encontraron otro tramo de sendero, seguido de otro puente más. Durante los siguientes cuarenta minutos, la pauta se mantuvo: sendero, puente, sendero, puente... Finalmente, en el quinto tramo de sendero, Sam detuvo la marcha y consultó el mapa y la brújula.
—Estamos cerca —murmuró—. La entrada de la cueva se encuentra en alguna parte debajo de nosotros.
Se separaron, y recorrieron el sendero a un lado y al otro en busca de una forma de bajar. Remi la encontró. En el lado del sendero que daba al río, una escalera de mano oxidada hecha con cable y fijada al tronco de un árbol colgaba en el vacío. Sam se tumbó boca abajo y, mientras Remi lo sujetaba por el cinturón, avanzó deslizándose entre la maleza. A continuación serpenteó hacia atrás.
—Hay un saliente rocoso —dijo—. La escalera acaba a unos dos metros de ella. Tendremos que saltar.
—Cómo no —contestó Remi con una sonrisa tensa.
—Yo iré primero.
Arrodillada, Remi se inclinó hacia delante y besó a Sam.
—Bully no te llega a la suela del zapato.
Sam sonrió.
—Ni a ti tampoco.
Se quitó la mochila y se la dio a Remi, y a continuación se arrastró entre la maleza. Rodeó el tronco del árbol con los brazos y descendió lentamente, balanceando las piernas y tanteando con los pies, hasta que encontró el peldaño superior.
—Ya estoy en la escalera —dijo a Remi—. Voy a empezar a bajar.
Desapareció. Treinta segundos más tarde gritó:
—¡Estoy abajo. Suelta las mochilas por el borde!
Remi avanzó a cuatro patas y dejó caer la primera.
—¡La tengo!
Soltó la segunda mochila.
—¡La tengo. Baja. Te explicaré cómo hacerlo!
—¡Voy para allá!
Cuando ella hubo llegado al penúltimo peldaño y la parte inferior de su cuerpo quedó colgando en el vacío, Sam alargó la mano y le rodeó los muslos con ambos brazos.
—Ya te tengo.
Ella se soltó, y Sam la bajó al saliente. Remi se ajustó la linterna para la cabeza, que se le había torcido, y acto seguido miró a su alrededor. El saliente en el que estaban medía aproximadamente un metro ochenta de ancho y sobresalía varios metros por encima del río. En la ladera del precipicio descubrieron la entrada de una cueva con una forma más o menos ovalada; estaba vallada con un trozo de tela metálica atornillada a la roca. La esquina inferior izquierda de la valla se había desprendido. Un letrero rojo y blanco escrito en nepalés y en inglés se hallaba fijado a la roca:
PELIGRO
PROHIBIDA LA ENTRADA
NO PASAR
Debajo de aquellas palabras había unas tibias y una calavera toscamente pintadas.
Remi sonrió.
—Mira, Sam, es el símbolo universal de «pintoresco».
—Muy graciosa —contestó él—. ¿Lista para explorar la cueva?
—¿Alguna vez he respondido que no a esa pregunta?
—Nunca, bendita seas.
—Adelante.
Sus sospechas de que la cueva había sido cerrada para evitar que los buscadores de rarezas se perdieran o resultaran heridos se confirmaron segundos después de que atravesaran a gatas el hueco de la valla. Al levantarse, a Sam le resbaló una mano y metió el brazo en una grieta del suelo en la que apenas si cabía. Si hubiera estado moviéndose a un ritmo siquiera moderado, se habría partido un hueso; si hubiera estado andando, se habría roto el tobillo.
—¿Mal presagio o aviso oportuno? —preguntó Remi con una media sonrisa mientras lo ayudaba a ponerse en pie.
—Opto por lo segundo.
—Motivo seiscientos cuarenta por el que te quiero —respondió él—. ¡Tú siempre tan optimista!
Enfocaron el túnel con sus linternas. Era lo bastante ancho para que Sam pudiera extender casi totalmente los brazos, pero solo unos centímetros más alto que Remi, lo que obligaba a Sam a permanecer encorvado. El suelo era basto, como estuco pero cien veces más áspero.
Sam volvió la cabeza, olfateando.
—Huele a seco.
Remi pasó la palma de la mano por el techo y también por la pared.
—Se nota seco al tacto.
Con suerte, no habría humedad, o poca. La espeleología en una cueva seca ya era suficientemente peligrosa; el agua la hacía arriesgada, pues existía la posibilidad de que los suelos, el techo y las paredes se desplomaran a la más mínima perturbación. Aun así, sabían que bajo sus pies podían correr afluentes ocultos del río Bagmati, de modo que el estado de la cueva podía cambiar con escasa o nula antelación.
Empezaron a avanzar con Sam a la cabeza. El túnel giró bruscamente a la izquierda, luego a la derecha y de repente se vieron ante su primer obstáculo, también artificial: una serie de barrotes de hierro verticales que iban de pared a pared, clavados en el suelo y el techo.
—No se andan con tonterías. —Sam enfocó el metal oxidado con la linterna.
Se preguntaba cuántos buscadores de rarezas habían pasado por la valla de la entrada para luego verse bloqueados allí.
Remi se arrodilló ante los barrotes. Los sacudió de uno en uno. Al cuarto intento, el hierro emitió un sonido chirriante. Sonrió por encima del hombro a Sam.
—Es lo bueno de la oxidación. Échame una mano.
Empezaron a mover juntos el barrote de un lado al otro hasta que poco a poco comenzó a soltarse de su cavidad. Del techo caían lascas de piedra y polvo. Después de dos minutos de trabajo, el barrote se desprendió y golpeó el suelo con un ruido que resonó por el túnel. Sam agarró el barrote y lo arrastró hacia sí a través del hueco. Examinó ambos extremos.
—Lo han cortado —murmuró, y se lo enseñó a Remi.
—¿Un soplete oxiacetilénico?
—No hay marcas de calor. Yo diría que han usado una sierra para metales.
Enfocó con la linterna la cavidad vacía del barrote y, unos centímetros más abajo, vio un trozo de metal.
Sam miró a Remi.
—La cosa se complica. Alguien ha estado aquí.
—Y no quería que nadie lo supiera —añadió ella.
Después de hacer una pausa para que Sam pudiera orientarse con la brújula y dibujar un mapa aproximado en su libreta, pasaron por el hueco con dificultad, volvieron a colocar el barrote y siguieron adelante. El túnel empezó a serpentear y a estrecharse, y pronto el techo estaba a un metro veinte de altura; los codos les chocaban contra las paredes. El suelo comenzó a descender en pendiente. Guardaron las linternas de mano y encendieron las de la cabeza. El suelo se volvió más empinado hasta que se vieron bajando de lado en una pendiente de treinta grados, sirviéndose de los salientes rocosos como apoyos para manos y pies.
—Quieto —dijo súbitamente Remi—. Escucha.
En algún lugar cercano sonaba un borboteo de agua.
—El río —dijo Sam.
Descendieron otros seis metros, y el túnel se niveló y dio a un estrecho pasillo. Sam avanzó como buenamente pudo hasta la zona donde el suelo empezaba a subir otra vez en pendiente.
—¡Es casi vertical! —gritó hacia atrás—. Creo que si tenemos cuidado, podremos trepar...
—Sam, echa un vistazo a esto.
Él se volvió y se dirigió a donde estaba Remi, quien miraba fijamente la pared con el cuello estirado. Iluminado con el haz de la linterna de su cabeza, un objeto del tamaño aproximado de una moneda de medio dólar sobresalía de la roca.
—Parece metálico —dijo Sam—. Ven, ponte encima de mí.
Se arrodilló, y Remi se subió a sus hombros. Sam se levantó poco a poco, dando tiempo a Remi para que se equilibrara apoyándose en la pared.
Al cabo de unos segundos, ella dijo:
—Es un pitón rudimentario, una especie de perno como los de las traviesas de los trenes.
—¿Cómo has dicho?
Remi lo repitió.
—Está hundido en la roca hasta el tope. Espera... Creo que puedo... ¡Ya está! Está apretado, pero he conseguido sacarlo unos centímetros. Hay otro, Sam, unos sesenta centímetros más arriba. Y otro. Voy a levantarme. ¿Listo?
—Adelante.
Remi se irguió todo lo alta que era.
—Hay una cuerda entre ellos —dijo—. Suben unos seis metros hasta algo parecido a un saliente.
Sam pensó un momento.
—¿Puedes sacar el segundo?
—Espera... Ya está.
—Muy bien, baja —dijo Sam. Una vez que ella estuvo de nuevo en el suelo, dijo—: Bien hecho.
—Gracias —dijo Remi—. Solo se me ocurre un motivo por el que esos anclajes podrían estar tan separados del suelo.
—Para pasar desapercibidos.
Ella asintió con la cabeza.
—Parecen muy viejos.
—¿De alrededor de mil novecientos setenta y tres? —se preguntó Sam en voz alta, haciendo alusión al año que Lewis King había desaparecido.
—Podría ser.
—Si no me equivoco, parece que Bully, u otro espeleólogo fantasma, se fabricó una escalera. Pero ¿adónde?
Mientras las palabras de Sam se iban apagando, recorrieron la pared de abajo arriba con los haces de las linternas de sus cabezas.
—Solo hay una forma de averiguarlo —contestó Remi.