Cañón de Chobar, Nepal
Usada como escalera de mano, la sucesión de pernos dispuestos en vertical dificultaría el ascenso a Sam, si es que realmente podía llegar al primer peldaño. Con ese fin, desenrolló su cuerda, hizo un nudo corredizo en una punta y se pasó dos minutos tratando de coger con el lazo el segundo perno. Una vez que lo consiguió, utilizó un trozo de cuerda de escalada para hacer un nudo prusik, autoblocante y a modo de estribo, y lo afianzó para trepar por la pared.
Con un pie posado en el peldaño inferior y la mano izquierda rodeando el siguiente, deshizo el nudo corredizo y lo sujetó a su arnés. A continuación, alargó la mano, sacó el tercer perno y empezó a subir. Al cabo de cinco minutos llegó a lo alto.
—¡No me importaría intentarlo —gritó Sam hacia abajo—, pero tiene los asideros justos para subir sin los pernos!
—¡Habrá hecho falta destreza para colocarlas!
—¡Y fuerza!
—¿Qué ves? —gritó Remi.
Sam estiró el cuello a un lado y al otro hasta que su linterna enfocó el saliente rocoso.
—¡Un espacio estrecho. Apenas más ancho que mis hombros. Espera, te tiraré una cuerda!
Extrajo el penúltimo perno y lo sustituyó por un dispositivo de levas con resorte, un cam, que se encajó en el agujero. A ese dispositivo enganchó primero un mosquetón y luego la cuerda. A continuación, soltó la restante enrollada a Remi.
—¡La tengo! —dijo ella.
—¡No te muevas. Voy a reconocer el terreno. No tiene sentido que los dos estemos aquí arriba si este saliente no lleva a ninguna parte!
—¡Si no has vuelto dentro de dos minutos, iré a por ti!
—¡O si oyes un grito y un golpe, no importa lo que suene primero!
—¡No se permiten gritos ni golpes! —le advirtió Remi.
—¡Vuelvo en un instante!
Sam modificó su posición hasta tener los dos pies posados en el perno superior y los brazos apoyados en el saliente de roca. Respiró, flexionó las piernas y tomó impulso al tiempo que se impulsaba con los brazos, levantando el torso sobre el saliente. Avanzó arrastrándose hasta que las piernas dejaron de colgarle en el vacío.
Delante de él, la linterna de su cabeza solo tenía un alcance de entre tres metros y tres metros y medio. Más allá, oscuridad. Se lamió el dedo índice y lo mantuvo en alto. El aire estaba totalmente inmóvil, lo cual no era buena señal. Entrar en una cueva por lo general era la parte más fácil, y salir a menudo la más difícil, motivo por el cual cualquier espeleólogo que se preciara siempre estaba atento por si veía salidas secundarias. Era algo que se cumplía especialmente en sistemas de túneles no cartografiados como aquel.
Sam se acercó el reloj a la cara y activó el cronómetro. Remi le había dado dos minutos, y conociendo a su mujer como la conocía, a los dos minutos y un segundo estaría subiendo por la cuerda.
Empezó a avanzar arrastrándose. Su equipo rozaba sonoramente el suelo de roca, amplificado en aquel angosto espacio. «Toneladas.» La palabra acudió inesperadamente a su mente. En ese preciso momento había toneladas de roca suspendidas sobre su cuerpo. Apartó el pensamiento de su cabeza y siguió avanzando, esa vez más despacio, mientras que su cerebro primitivo, el reptiliano, le decía: «Pisa con cuidado, no vaya a ser que el mundo se desplome encima de ti».
Pasó de los seis metros y se detuvo a consultar su reloj. Había transcurrido un minuto. Siguió arrastrándose. El túnel torció a la izquierda, luego a la derecha y a continuación empezó a inclinarse hacia arriba, al principio poco a poco y luego a un ritmo más constante, hasta que tuvo que moverse como si se arrastrara por una chimenea para seguir avanzando. Llegó a los nueve metros. Otro vistazo al reloj. Faltaban treinta segundos. Pasó por encima de un saliente del suelo y se encontró en una zona más ancha y más plana. Delante de él, la linterna de su cabeza iluminó una abertura casi dos veces más grande que el estrecho espacio de antes.
Estiró el cuello y gritó por encima del hombro.
—¿Estás ahí, Remi?
—¡Estoy aquí! —oyó débilmente a modo de respuesta.
—¡Creo que he encontrado algo!
—¡Voy para allá!
La oyó arrastrándose detrás de él mientras la linterna de su cabeza inundaba de luz las paredes y el techo. Ella le agarró la pantorrilla y se la apretó cariñosamente.
—¿Cómo lo llevas?
Aunque Sam no padecía una claustrofobia patológica, cuando estaba en espacios especialmente limitados había momentos en los que tenía que ejercer un estricto control mental. Esa era una de tales ocasiones. Era el inconveniente de tener una imaginación fecunda, como le había dicho Remi. Las posibilidades se convertían en probabilidades, y una cueva por lo demás segura se convertía en una trampa mortal en las entrañas de la tierra a punto de desplomarse al más mínimo golpe.
—¿Estás ahí, Sam? —preguntó Remi.
—Sí. Estaba ensayando mentalmente «In the Midnight Hour», de Wilson Pickett.
Sam tocaba pasablemente el piano y Remi el violín. De vez en cuando, si el tiempo lo permitía, practicaban duetos. Aunque la música de Pickett no se prestaba a los instrumentos clásicos, como amantes del viejo soul americano, disfrutaban del reto que eso suponía.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Remi.
—Que tendré que ensayar mucho más. Y que mi voz necesita también más...
—Me refería a qué has descubierto ahí delante.
—Ah. Una abertura.
—Vamos. Este espacio es demasiado estrecho para mi gusto.
Sam sonrió sin que Remi lo viera. Su esposa estaba siendo amable. No era fácil herir el orgullo masculino de Sam, pero Remi también sabía que una mujer tenía la capacidad de salvar las apariencias.
—Allá vamos —contestó Sam, y empezó a avanzar arrastrándose.
Tardaron treinta segundos en llegar a la abertura. Sam avanzó muy lentamente hasta que su cabeza pasó por el hueco. Miró a su alrededor.
—Hay un pozo circular de unos tres metros de ancho —dijo por encima del hombro—. No veo el fondo, pero oigo el borboteo del agua... Probablemente se trata de un afluente subterráneo del Bagmati. Justo enfrente de nosotros hay otra abertura, pero a unos tres metros y medio más alto.
—Qué bien. ¿Qué tal las paredes?
—Estalagmitas diagonales: las más grandes son gruesas como bates de béisbol y el resto más o menos de la mitad de tamaño.
—¿No hay anclajes, pernos, estratégicamente colocados?
Sam echó otro vistazo, recorriendo las paredes del pozo con la linterna de su cabeza.
—No. —Se volvió hacia atrás, y su voz resonó al añadir—: Pero justo encima de mí hay una lanza colgando...
—¿Cómo? ¿Has dicho...?
—Sí. Sujeta a la pared con algo parecido a un cordón de cuero. Debajo de la lanza hay un trozo de cordón colgando con un pedazo de madera atado.
—Una trampa disuasoria.
—Yo he pensado lo mismo.
Habían visto trampas parecidas —diseñadas para desbaratar los planes de los intrusos— en tumbas, fortalezas y refugios primitivos. Por muy antigua que fuera la trampa de la lanza, probablemente había sido ideada para clavarse en el cuello de un intruso confiado. La pregunta era qué protegía aquel artefacto.
—Describe la lanza —dijo Remi.
—Haré algo mejor.
Sam se dio la vuelta y se puso boca arriba, apoyó los pies en el techo y avanzó serpenteando hasta que la parte superior de su torso sobresalió a través de la abertura.
—Cuidado... —le advirtió Remi.
—Ese es mi segundo nombre —apostilló Sam—. Vaya, qué interesante. Solo hay una lanza, pero veo otros dos puntos de sujeción. O las otras dos lanzas se cayeron o encontraron sendas víctimas.
Alargó la mano, agarró el astil de la lanza por encima de la punta y tiró. Pese a que estaba en muy mal estado, el cuero era sorprendentemente resistente. El cordón no cedió hasta que Sam lo movió de un lado a otro. Dio la vuelta a la lanza, girándola como un bastón, y a continuación la deslizó hacia atrás en dirección a Remi.
—La tengo —dijo ella. Y segundos más tarde añadió—: No me resulta familiar. No soy una experta en armas, pero es la primera vez que veo un diseño así. Es muy antiguo: calculo que tiene como mínimo seiscientos años. Haré unas fotos por si no podemos volver a por ella.
Remi sacó la cámara de su mochila y tomó una docena de fotografías. Mientras las estaba haciendo, Sam miró más detenidamente el pozo.
—No veo más trampas. Estoy intentando imaginarme el aspecto que debía de tener a la luz de una antorcha.
—«Aterrador» es la palabra —contestó Remi—. Piénsalo. Como mínimo uno de tus amigos se acaba de clavar una lanza en la nuca y se ha caído a un pozo aparentemente sin fondo, y lo único que tienes para alumbrarte es la llama temblorosa de una antorcha.
—Suficiente para alejar a los exploradores más valientes —convino Sam.
—Pero no a nosotros —contestó Remi con una sonrisa que Sam detectó en su voz—. ¿Cuál es el plan?
—Todo depende de las estalagmitas. ¿Has subido la cuerda que dejamos?
—Toma.
Sam alargó el brazo hacia atrás hasta que notó la mano extendida de Remi, cogió el mosquetón y atrajo el rollo hacia sí. Primero hizo un nudo corredizo con el cabo suelto, seguido de un nudo de ocho; a continuación, enganchó el mosquetón a ese nudo para que soportara el peso. Movió el cuerpo hasta que sus brazos salieron de la abertura y arrojó la cuerda a través del pozo, apuntando a una de las estalagmitas más grandes situada a cierta distancia por debajo de la abertura que tenía enfrente. Falló, recogió la cuerda y volvió a intentarlo, y esa vez enganchó el nudo corredizo por encima del saliente. Zarandeó la cuerda hasta que el nudo se deslizó a la base de la estalagmita y acto seguido lo ciñó bien.
—¿Te importa ayudarme a hacer una prueba de resistencia? —preguntó Sam a Remi—. A la de tres, tira con todas tus fuerzas. Uno... dos... ¡tres!
Tiraron juntos de la cuerda, haciendo todo lo posible por arrancar la estalagmita. Se mantuvo firme.
—Creo que no corremos peligro —dijo Sam—. ¿Puedes buscar una grieta en la pared y...?
—Estoy en ello. ¡Ya he encontrado una!
Remi introdujo un dispositivo de levas con resorte, un cam, y pasó la cuerda a través de él, y a continuación la metió a través de un mosquetón de bloqueo.
—Tensa.
Sam tiró de la cuerda mientras Remi deslizaba el mosquetón hasta el dispositivo de levas. Cuando la cuerda estuvo tensa, Sam le dio un tirón de prueba.
—Pinta bien.
—Supongo que no hace falta decir...
—¿Que tenga cuidado?
—Sí.
—No hace falta, pero es bonito oírlo de todas formas.
—Buena suerte.
Sam rodeó la cuerda con las dos manos y avanzó bamboleándose, al tiempo que desplazaba el peso a la cuerda.
—¿Qué tal el cam? —preguntó.
—Estable.
Sam inspiró para serenarse y sacó la parte inferior de las piernas del espacio estrecho. Se quedó colgado en el vacío, sin atreverse a moverse, evaluando la resistencia de la cuerda y escuchando atentamente por si oía un sonido de roca agrietándose, hasta que pasaron diez segundos. Acto seguido, levantó las piernas, enganchó los tobillos por encima de la cuerda y empezó a cruzar el pozo muy lentamente.
—¡Esta parte se mantiene estable! —gritó Remi cuando Sam llegó al punto intermedio.
Sam llegó a la pared opuesta, apoyó primero una mano y luego la otra en la estalagmita, y a continuación levantó las piernas y apoyó el talón derecho en otro saliente. Comprobando su peso a medida que se movía, se retorció hasta que estuvo sobre la estalagmita. Hizo una breve pausa para recobrar el aliento y se estiró poco a poco hasta quedar a la altura de la abertura. Se impulsó rápidamente con las manos, saltó de la estalagmita y entró en el espacio angosto.
—¡Vuelvo enseguida! —gritó a Remi, y se introdujo con dificultad. Volvió treinta segundos más tarde—. ¡Tiene buen aspecto. Se ensancha más adelante!
—¡Voy para allá! —respondió Remi.
A los dos minutos había cruzado el pozo, y Sam estaba subiéndola a la abertura. Permanecieron inmóviles el uno al lado del otro unos instantes, disfrutando de la sensación de la roca sólida debajo de ellos.
—Esto me recuerda mucho nuestra tercera cita —dijo Remi.
—Cuarta —la corrigió Sam—. La tercera fue un paseo a caballo. En la cuarta escalamos unas rocas.
Remi sonrió y lo besó en la mejilla.
—Y dicen que los hombres no se acuerdan de las cosas.
—¿Quiénes lo dicen?
—Los que no te conocen. —Remi enfocó a su alrededor con la linterna de la cabeza—. ¿Alguna señal de trampas?
—Todavía no. Estaremos atentos, pero si la lanza tiene la antigüedad que has calculado, dudo que el mecanismo de una trampa funcione todavía.
—Espero que no tengas que comerte esas palabras.
—Te doy permiso para que lo pongas en mi tumba. Vamos.
Sam empezó a arrastrarse, seguido de cerca por Remi. Tal como Sam había prometido, pocos segundos más tarde el espacio estrecho dio a un hueco con forma de riñón de aproximadamente seis metros de ancho y un metro y medio de alto. En la pared de enfrente había tres grietas verticales, la anchura de las cuales no superaba los cincuenta centímetros.
Encorvados, se acercaron a la primera grieta. Sam enfocó el interior con la linterna de su cabeza.
—No tiene salida —dijo.
Remi comprobó la siguiente: tampoco tenía salida. La tercera grieta, pese a ser más honda que sus vecinas, también terminaba a unos seis pasos.
—Vaya, qué decepción —dijo Sam.
—Tal vez no —murmuró Remi.
Se encaminó hacia la pared de la derecha al tiempo que enfocaba con la linterna de su cabeza lo que parecía un corte horizontal de roca más oscura en la zona donde la pared se juntaba con el techo.
Conforme se acercaban, el corte se veía más alto y parecía llegar al techo, hasta que se dieron cuenta de que estaban contemplando un túnel con forma de ranura.
Situados uno al lado de la otra, Sam y Remi miraron dentro de la abertura, que se alzaba desde donde ellos estaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados a lo largo de seis metros antes de girar sobre un bulto dentado en el suelo.
—Sam, ¿ves lo mismo que...?
—Creo que sí.
Por encima de la elevación del suelo sobresalía lo que parecía la suela de una bota.