Cañón de Chobar, Nepal
La ausencia de marcas en la suela de la bota reveló a Sam y a Remi que no estaban contemplando una pieza de calzado moderna, y el esquelético dedo del pie que asomaba a través de un trozo descompuesto de la bota les hizo deducir que el dueño había abandonado el plano terrenal hacía mucho tiempo.
—¿Es normal que este tipo de cosas ya no me impresionen? —Remi miraba fijamente el pie.
—Nos hemos tropezado con bastantes esqueletos —convino Sam. Esa clase de sorpresas eran parte integrante de su actividad—. ¿Ves alguna trampa disuasoria más?
—No.
—Vamos a echar un vistazo.
Sam apoyó las piernas en una pared y la espalda en la otra, y con un brazo ayudó a Remi a ponerse erguida. Ascendió por la pendiente y pasó por encima del bulto del suelo. Después de recorrer el espacio con la linterna de su cabeza, gritó:
—¡Todo despejado! Esto te va a gustar, Remi.
Ella llegó a su lado enseguida. Examinaron el esqueleto arrodillados el uno al lado de la otra.
Protegidos de los elementos y los depredadores, preservados por la relativa sequedad de la cueva, los restos se habían momificado parcialmente. La ropa, que parecía hecha en su mayor parte de cuero dispuesto en láminas y capas, permanecía en gran medida intacta.
—No veo señales evidentes de traumatismo —dijo Remi.
—¿Qué antigüedad tiene?
—Aproximadamente... como mínimo cuatrocientos años.
—De la misma época que la lanza.
—Exacto.
—Esto parece un uniforme —dijo Sam al tiempo que tocaba una manga.
—Entonces eso tiene más sentido —contestó Remi, señalando con el dedo.
La empuñadura de una daga sobresalía de lo que antaño había sido la vaina de un cinturón. Recorrió el espacio con la linterna y acto seguido murmuró:
—Hogar, dulce hogar.
—Hogar, puede —respondió Sam—, pero ¿dulce? Supongo que todo es relativo.
A pocos pasos de la zona llana donde estaba el esqueleto, el túnel daba a una cavidad de unos nueve metros cuadrados. En varios nichos labrados a mano en las paredes de roca había cabos de toscas velas. En la base de una pared, abrigados en una oquedad natural, estaban los restos de una lumbre; a su lado, un montón de pequeños huesos de animal. En el otro extremo de la cavidad se hallaban los restos de lo que parecía un petate, y a su lado, una espada envainada, media docena de lanzas burdamente afiladas, un arco compuesto y un carcaj que contenía ocho flechas. El resto del suelo lo ocupaban diversos artículos desperdigados: un balde, un rollo de cuerda medio podrida, un zurrón de piel, un escudo redondo hecho de madera y cuero, un cofre de madera...
Remi se levantó y recorrió la oquedad.
—Desde luego esperaba compañía hostil —observó Sam—. Esto tiene toda la pinta de haber sido un último enfrentamiento. Pero ¿con qué fin?
—Tal vez esté relacionado con esto —dijo Remi, y se arrodilló junto al cofre de madera.
Sam se acercó. Con un tamaño aproximado de una pequeña otomana, el cofre era un cubo perfecto hecho de madera noble oscura abundantemente barnizada con laca, con unas correas de cuero para el transporte en tres lados y dos tirantes en el cuarto. Sam y Remi no encontraron ninguna bisagra ni mecanismo de cierre. Las juntas estaban tan bien hechas que resultaban casi invisibles. Grabados en la tapa había cuatro complejos caracteres asiáticos en una cuadrícula de dos por dos.
—¿Reconoces el idioma? —preguntó Sam.
—No.
—Es extraordinario —declaró Sam—. Incluso con herramientas de carpintería modernas se necesita una destreza increíble para hacer algo así.
Dio un golpe en un lado con los nudillos y sonó un ruido contundente.
—No parece hueco.
Meció suavemente el cofre de un lado al otro. En el interior se produjo un ruido tenue.
—Pero lo está. Y también es muy ligero. No veo más marcas. ¿Y tú?
Remi se inclinó y lo examinó por todos sus lados. Negó con la cabeza.
—¿Y el fondo? —Sam lo inclinó. Remi lo inspeccionó y dijo—: Aquí tampoco hay nada.
—Alguien se tomó muchas molestias para fabricar esto —opinó Sam—, y parece que nuestro amigo estaba dispuesto a dar la vida para protegerlo.
—Puede que haya algo más —añadió Remi—. A menos que nos hayamos tropezado con la madre de todas las casualidades, creo que es posible que hayamos encontrado lo que Lewis King estaba buscando.
—Si es así, ¿cómo se le escapó? Estaba muy cerca.
—Si no consiguió cruzar el pozo —contestó Remi—, ¿pudo haber sobrevivido?
—Solo una persona sabe la respuesta.
Se concentraron en documentar el contenido de la cueva. Como no sabían lo que tardarían en regresar, y ante la incapacidad de llevarse con ellos algo más que una mínima parte de los objetos, tuvieron que recurrir a las fotografías, los dibujos y las notas. Por suerte, la trayectoria y la formación de Remi la capacitaban perfectamente para ello. Después de dos horas de concienzudo trabajo, anunció que había acabado.
—Espera —dijo Remi, y se arrodilló al lado del escudo.
Sam se unió a ella.
—¿Qué es esto?
—Estos arañazos... La luz se refleja en ellos. Creo...
Se inclinó, respiró hondo y sopló en la superficie de cuero del escudo. Un montón de minúsculos fragmentos de cuero deteriorado se esparcieron.
—No son arañazos —observó Sam, quien apartó más polvo de cuero soplando hasta que la superficie del escudo quedó descubierta.
Tal como Remi sospechaba, los arañazos eran en realidad un grabado hecho a fuego en el cuero.
—¿Es un dragón? —preguntó Remi.
—O un dinosaurio. Probablemente era su blasón o el de su unidad —aventuró Sam.
Remi tomó un par de docenas de fotos del grabado, y se levantaron.
—Con esto servirá —dijo—. ¿Y el cofre?
—Tenemos que llevárnoslo. Mi instinto me dice que es el motivo por el que nuestro amigo se parapetó aquí dentro. Sea lo que sea lo que contiene, estaba dispuesto a morir por ello.
—Estoy de acuerdo.
Sam solo tardó unos minutos en improvisar una red de correas que le permitió llevar el cofre a cuestas en su mochila. Echaron un último vistazo a la cueva, se despidieron del esqueleto con un gesto de la cabeza y partieron.
Sam, que iba delante, se acercó arrastrándose al borde del pozo y se asomó.
—Tenemos un problema.
—¿Te importa concretar un poco?
—La cuerda ha cedido en el otro lado. Está colgando en el pozo.
—¿Puedes preparar un...?
—No con seguridad. Estamos encima de la otra abertura. Desde este ángulo, si intento lanzar el nudo corredizo, resbalará. No habría forma de tensar la cuerda.
—Eso nos deja una sola opción.
Sam asintió con la cabeza.
—Abajo.
Sam tardó solo un minuto en sujetarse a la cuerda. Mientras lo hacía, Remi preparó un segundo punto de anclaje clavando un pitón en una grieta justo debajo de la abertura. Una vez que estuvo colocado, Sam empezó a descender lentamente, pasando por encima y entre las estalagmitas, mientras Remi vigilaba desde arriba, diciéndole de vez en cuando que se detuviera y modificara la posición para reducir al mínimo el roce de la cuerda en los salientes.
Después de dos minutos de esmerado trabajo, se detuvo.
—He llegado al otro dispositivo de levas. Buenas noticias: se ha soltado.
Si la cuerda se hubiera roto, habrían tenido que empalmar la que les quedaba con el cabo suelto. Ahora Sam tenía casi veinte metros de cuerda debajo de él. Todavía era un enigma si bastarían para llegar al fondo. Si lo que les aguardaba era el agua helada del río Bagmati, tendrían quince minutos como mucho para encontrar una salida antes de sucumbir a la hipotermia.
—Lo interpretaré como un buen presagio —contestó Remi.
Avanzando poco a poco, y dando un cauteloso paso tras otro, Sam siguió descendiendo, mientras la linterna de su cabeza se alejaba hasta convertirse en un pequeño rectángulo de luz.
—Ya no te veo —exclamó Remi.
—No te preocupes. Si me caigo, me aseguraré de soltar un grito de terror como es debido.
—No te he oído gritar en tu vida, Sam Fargo.
—Cruza los dedos para que esta no sea la primera vez.
—¿Qué tal las paredes?
—Más de lo... ¡Epa!
—¿Qué?
No hubo respuesta.
—¡Sam!
—Estoy bien. Solo he perdido pie un momento. Las paredes empiezan a estar heladas. Debe de ser la bruma del agua de abajo.
—¿Hay mucho hielo?
—Solo hay una fina capa en las paredes. Pero no me fío de ninguna estalagmita.
—Vuelve aquí arriba. Ya se nos ocurrirá otra forma.
—Voy a continuar. Tengo otros nueve metros de cuerda.
Pasaron dos minutos. La linterna de Sam se había convertido en un simple punto, balanceándose a un lado y a otro en la oscuridad del pozo mientras él maniobraba alrededor de las estalagmitas.
De repente, se oyó el sonido de un fragmento de hielo haciéndose añicos. La linterna de Sam empezó a dar vueltas, parpadeando en dirección a Remi como una luz estroboscópica. Antes de que ella pudiera abrir la boca para llamarlo, Sam gritó:
—¡Estoy bien. Al revés pero bien!
—¡Sé más concreto, por favor!
—¡He girado con el arnés y estoy boca abajo. Pero tengo buenas noticias: veo el agua. Está a unos tres metros por debajo de mi cabeza!
—¡Ahora viene algún pero!
—¡La corriente es rápida (tres nudos como mínimo) y parece profunda. El agua debe de llegarme a la altura de la cintura!
Aunque tres nudos era una velocidad más lenta que el paso rápido de un peatón, la profundidad y la temperatura del agua multiplicaban el riesgo. No solo bastaría con un pequeño traspié para verse arrastrado por la corriente, sino que el esfuerzo necesario para mantenerse a flote aceleraría el proceso de la hipotermia.
—¡Vuelve aquí arriba! —dijo Remi—. ¡Y no hay discusión que valga!
—¡Estoy de acuerdo. Dame un segundo para... Espera!
En la oscuridad sonaron más ruidos de hielo resquebrajándose, seguidos de chapoteos.
—¡Dime algo, Sam Fargo!
—¡Un momento!
Después de otros treinta segundos de ruido, la voz de Sam volvió a oírse:
—¡Un túnel lateral!
Tras diez minutos de minucioso trabajo, Sam gritó:
—¡Es de tamaño considerable. Casi se puede estar de pie. Dame un momento para colocar el anclaje!
Si Remi caía al río subterráneo, el anclaje al menos permitiría a Sam sacarla del agua, siempre que no hubiera rocas río abajo listas para hacerla papilla.
Una vez que Sam acabó y estuvo preparado para coger la cuerda, Remi inició el descenso. Más ligera y un poco más ágil que su marido, recorrió la distancia en menos tiempo, deteniéndose únicamente de vez en cuando para que Sam pudiera tensar la cuerda a través del anclaje.
Finalmente ella apareció y se situó a la altura de la entrada del túnel lateral. Mientras las linternas de sus cabezas enfocaban mutuamente sus rostros, Sam y Remi intercambiaron una sonrisa de alivio.
—Qué casualidad encontrarte aquí —dijo Sam.
—¡Maldita sea!
—¿Qué pasa?
—Estaba convencida de que ibas a decir: «¿Qué hace una chica bonita como tú en un pozo sin fondo como este?».
Sam se echó a reír.
—Vale, ahora tendrás que hacer de Superman con el arnés y coger impulso en la otra pared. Yo te atraparé.
Remi hizo una breve pausa para recobrar el aliento y a continuación realizó los ajustes adecuados en su arnés hasta quedar colgando en perpendicular en el pozo. Flexionó el cuerpo y se columpió despacio hasta poder impulsarse con los dedos de los pies en la pared de enfrente. Otros tres movimientos como ese le permitieron doblar las piernas por completo y tomar impulso. Se balanceó hacia delante con los brazos extendidos, tratando de agarrarse con las manos. La pared lateral quedó peligrosamente cerca de su cara. Agachó la cabeza. Sus brazos se introdujeron en el túnel. Las manos de Sam agarraron las de ella, y se detuvo de una sacudida.
—¡Te tengo! —dijo Sam—. Rodéame la muñeca izquierda con las dos manos.
Ella hizo lo que su marido le indicó, y él empleó el brazo derecho para aflojar poco a poco la tensión de la cuerda de forma que Remi pudiera trepar por su brazo. Una vez que su mujer tuvo el torso dentro del túnel, Sam empezó a arrastrarse hacia atrás hasta que Remi se metió hasta las rodillas. Cayó hacia atrás y dejó escapar un suspiro de alivio.
Remi se echó a reír. Sam levantó la cabeza y la miró.
—¿Qué?
—Me llevas a unos sitios de lo más bonitos.
—Después de esto, un buen baño de espuma caliente... para dos.
—Tus palabras son música para mis oídos.
El túnel era el doble de ancho que sus espaldas y lo bastante alto para permitirles andar encorvados, pero su suelo era como un queso emmental: estaba tan lleno de agujeros que podían ver la superficie oscura y agitada del río fluyendo bajo sus pies. Columnas de aire frío y cristales de hielo salían disparadas por los orificios y creaban una destellante bruma que se arremolinaba a la luz de sus linternas. Al igual que el pozo que habían dejado atrás, las paredes y el techo del túnel estaban cubiertos de una capa de hielo. A medida que andaban, finísimos carámbanos se desprendían del techo y se rompían en el suelo como intermitentes móviles de campanillas. En el suelo casi no había hielo, pero era tan irregular que se veían obligados a agarrarse al andar, lo que aumentaba el esfuerzo.
—No quiero ser aguafiestas —dijo Remi—, pero estamos dando por sentado que esto lleva a alguna parte.
—Es verdad —contestó Sam por encima del hombro.
—¿Y si nos equivocamos?
—Entonces volveremos atrás, treparemos por el otro lado del pozo y nos iremos por donde vinimos.
El túnel serpenteaba y giraba, subía y bajaba, pero según la brújula de Sam, mantenía un rumbo este aproximado. Se turnaban para contar los pasos, pero sin un dispositivo GPS con el que medir su progreso general y solo con el mapa dibujado de Sam para guiarse, no tenían ni idea de la distancia que estaban recorriendo.
Sam detuvo otra vez la marcha después de lo que le parecieron unos cien metros. Había encontrado una sección de túnel sólida en apariencia y se dejó caer pesadamente al suelo. Tras compartir unos sorbos de agua y un cuarto de la cecina y la fruta deshidratada que les quedaban, permanecieron sentados en silencio, escuchando el torrente de agua bajo sus pies.
—¿Qué hora es? —preguntó Remi.
Sam consultó su reloj.
—Las nueve.
Aunque le habían dicho a Selma adónde se dirigían, le habían pedido que no se dejara llevar por el pánico hasta la mañana siguiente según la hora local. E incluso entonces, ¿cuánto tardarían las autoridades en organizar un equipo de rescate y preparar la búsqueda? Lo único que los salvaba era que el túnel no se había bifurcado; si optaban por desandar el camino, no tendrían problemas para encontrar otra vez el pozo. Pero ¿en qué punto debían tomar esa decisión? ¿Había una salida a la vuelta del siguiente recodo o a kilómetros de distancia, o no existía ninguna?
Ni Sam ni Remi hablaban del tema. No les hacía falta. Los años que habían pasado juntos y las aventuras que habían compartido los habían situado en la misma longitud de onda. Las expresiones faciales normalmente les bastaban para revelar lo que cada uno estaba pensando.
—Todavía me acuerdo de la promesa del baño de espuma caliente —dijo Remi.
—Me olvidaba: he añadido un masaje relajante a la oferta.
—Eres mi héroe. ¿Continuamos?
Sam asintió con la cabeza.
—Sigamos una hora más. Si no aparece una alfombra roja, volveremos atrás, descansaremos y treparemos por el pozo.
—Trato hecho.
Acostumbrados a las penalidades, tanto físicas como psíquicas, Sam y Remi adquirieron una rutina: caminaban durante veinte minutos, hacían una pausa de dos minutos para descansar, orientarse con la brújula y actualizar el mapa, y reemprendían la marcha. El tiempo restante de la travesía transcurría con rapidez. Pie izquierdo, pie derecho, y vuelta a empezar. Para ahorrar luz, Remi había apagado hacía rato la linterna de su cabeza, y Sam había ajustado la suya al modo de iluminación más tenue, de manera que se vieron moviéndose en la semipenumbra. El aire frío que salía por el suelo resultaba gélido, el equilibrio más difícil de mantener, y el tintineo de los carámbanos que caían irritaba sus cerebros embotados.
De repente Sam se detuvo. Remi, que reaccionaba a la mitad de la velocidad normal, chocó contra él.
—¿Notas eso? —susurró Sam.
—¿Qué?
—Aire frío.
—Sam, es...
—No, en la cara. Más adelante. ¿Puedes sacar el mechero de mi mochila?
Remi lo sacó y se lo tendió. Sam dio varios pasos adelante, buscando una zona de suelo firme entre las columnas de aire. Encontró un lugar adecuado y encendió el mechero. Remi se apretujó contra Sam y se asomó por detrás de su brazo. Una parpadeante luz amarilla se reflejó en las paredes heladas. La llama vaciló y enseguida dejó de moverse.
—Espera —murmuró Sam, sin apartar la vista de la llama.
Pasaron cinco segundos.
La llama tembló, a continuación se movió rápidamente a un lado y volvió hacia la cara de Sam.
—¡Allí!
—¿Estás seguro? —pregunto Remi.
—El aire también se nota más caliente.
—¿No serán imaginaciones tuyas?
—Vamos a averiguarlo.
Recorrieron tres metros y observaron la llama del encendedor. Una vez más, se inclinó hacia atrás, en esa ocasión más enérgicamente. Avanzaron otros seis metros y repitieron la operación, con el mismo resultado.
—Oigo un silbido —dijo Remi—. Viento.
—Yo también.
Después de andar quince metros más, llegaron a una bifurcación en el túnel. Sosteniendo el encendedor por delante, Sam enfiló el túnel de la izquierda sin suerte y a continuación el de la derecha. La llama tembló y una súbita ráfaga estuvo a punto de apagarla.
Sam se quitó la mochila.
—Espera aquí. Vuelvo en un instante.
Subió de intensidad la linterna de su cabeza y desapareció en el túnel. Remi oía sus pies arratrándose por el suelo; el sonido se volvía más débil por instantes.
Remi miró el reloj, esperó diez segundos y volvió a echarle otro vistazo.
—¿Sam? —gritó.
Silencio.
—Sam, contesta...
Más adelante, en la oscuridad, la linterna de Sam volvió a aparecer.
—Lo siento —dijo.
Remi agachó la cabeza.
—No hay ninguna alfombra roja —continuó Sam—. Pero ¿sirve la luz del día?
Remi levantó la cabeza y vio la sonrisa de oreja a oreja de Sam. Lo miró entrecerrando los ojos y le dio un puñetazo en el hombro.
—No tiene gracia, Sam Fargo.
Tal como Sam había prometido, no había ninguna alfombra roja, pero después de andar unos seis metros la llevó hasta algo aún mejor: una serie de escalones naturales que subían serpenteando por un pozo en cuya parte superior, a unos quince metros, había un retazo de luz natural.
Dos minutos más tarde Sam subió el escalón superior y se encontró mirando por un breve túnel lateral. En el otro extremo, a través de una maraña de hierba, brillaba el sol. Sam avanzó arrastrándose hacia ella, metió los brazos a través de la abertura y salió. Remi apareció instantes más tarde, y se quedaron tumbados en la hierba uno al lado de la otra, sonriendo y contemplando el cielo.
—Es casi mediodía —comentó Sam.
Habían estado bajo tierra toda la mañana.
De repente, Sam se incorporó volviendo la cabeza a un lado y al otro. Se inclinó hacia Remi.
—Interferencias de radio —susurró—. Una radio portátil.
Se dio la vuelta, se arrastró hasta un arcén situado a varios metros de distancia y asomó la cabeza por el lado. Se agachó y regresó arrastrándose.
—Policías.
—¿Un equipo de rescate? —preguntó Remi—. ¿Quién los habrá llamado?
—Solo es una suposición, pero yo diría que nuestros antiguos escoltas, los gemelos Twin.
—¿Cómo...?
—No lo sé. Puede que me equivoque. Mejor que no nos arriesguemos.
Se desprendieron de todo lo que pudiera indicar dónde habían estado y qué habían estado haciendo —cascos, linternas para la cabeza, mochilas, equipo de escalada, el mapa de Sam, la cámara digital de Remi, el cofre que habían extraído de la tumba—, lo metieron otra vez en el túnel y luego ocultaron la entrada con hierba.
Sam se situó el primero, y se dirigieron al este siguiendo un barranco y agachándose entre los árboles hasta que hubieron interpuesto cuatrocientos metros entre ellos y el túnel. Se detuvieron y escucharon las interferencias de radio. Sam se dio unos golpecitos en la oreja y señaló al norte. A unos cien metros, vieron varias figuras moviéndose entre los árboles.
—Pon tu mejor cara de desesperación —susurró Sam.
—No voy a tener que hacer mucho esfuerzo —contestó Remi.
Sam formó una bocina con las manos alrededor de su boca y gritó:
—¡Eh! ¡Aquí!