Una tierra olvidada
De los ciento cuarenta centinelas originales, ¿era posible que él fuese el último? La desalentadora idea daba vueltas en la cabeza de Dhakal.
Ocho semanas antes, la fuerza principal de los conquistadores había invadido su país desde el este con una velocidad y una crueldad brutales. Soldados de caballería e infantería bajaron de las colinas y entraron en tropel en los valles, arrasaron los pueblos y mataron a todo aquel que se interpuso entre ellos.
Junto con los ejércitos llegaron grupos de soldados de élite encargados de una única misión: localizar el Theurang sagrado y llevárselo a su rey. En previsión de ello, los centinelas, cuya responsabilidad era proteger la reliquia sacra, la extrajeron de su lugar de veneración y la hicieron desaparecer.
Dhakal redujo la marcha de su caballo hasta hacerlo avanzar trotando, se desvió del sendero por una abertura entre los árboles y se detuvo en un pequeño claro sombreado. Se apeó de la silla de montar y dejó que el animal vagara hasta un arroyo cercano y agachara la cabeza para beber. Se situó detrás de su montura para comprobar la serie de correas de cuero que sujetaban el cofre con forma de cubo a la grupa del caballo. Como siempre, su carga se mantenía firme.
El cofre era una maravilla, fabricado con tal solidez que podía soportar una brusca caída sobre una roca o golpes repetidos sin mostrar la más mínima grieta. Tenía muchas cerraduras ocultas e ingeniosamente diseñadas para que resultara prácticamente imposible abrirlas.
De los diez centinelas del grupo de Dhakal, ninguno tenía los recursos ni la capacidad para abrir ese cofre, ni ninguno sabía si su contenido era auténtico o falso. Ese honor, o tal vez esa maldición, correspondía exclusivamente a Dhakal. La forma en que lo habían elegido no le había sido revelada, pero solo él sabía que ese cofre sagrado transportaba el venerado Theurang. Con suerte, dentro de poco encontraría un lugar seguro para ocultarlo.
Durante prácticamente las últimas nueve semanas había estado huyendo; había escapado de la capital con su grupo pocas horas antes de la llegada de los invasores. Durante dos días, mientras el humo de sus hogares y de sus campos en llamas cubría el cielo detrás de ellos, corrieron a caballo hacia el sur. Al tercer día se separaron, siguiendo cada uno una dirección determinada de antemano; la mayoría de los centinelas se alejaron de la línea de avance de los invasores, pero algunos se dirigieron hacia ella. Esos valerosos hombres bien habían muerto o bien estaban sufriendo a manos de un enemigo que, habiendo capturado la engañosa carga de cada centinela, exigía que le dijeran cómo acceder al cofre que transportaba Dhakal. Según lo planeado, ninguno de ellos tenía respuesta a esa demanda.
En cuanto a Dhakal, sus órdenes lo habían llevado derecho hacia el este, al sol naciente, una dirección que había mantenido durante los últimos sesenta y un días. La tierra en la que en ese momento se encontraba era distinta del terreno árido y montañoso en el que se había criado. Allí también había montañas, pero estaban cubiertas de un espeso bosque y separadas por valles repletos de lagos. Eso hacía que le resultara mucho más fácil mantenerse oculto, pero también había ralentizado su avance. El terrero era un arma de doble filo: un asaltante diestro podía caerle encima antes de que tuviera ocasión de escapar.
Hasta el momento había vivido muchas situaciones peligrosas, pero su adiestramiento le había permitido salir indemne de todas ellas. En cinco ocasiones había observado, debidamente oculto, cómo sus perseguidores pasaban a caballo a escasa distancia de él, y en dos ocasiones había entablado batalla campal con brigadas de caballería enemiga. Pese a encontrarse en inferioridad numérica y agotado, había matado a esos hombres, había enterrado sus cadáveres y sus pertrechos, y había dispersado sus caballos.
Durante los últimos tres días no había visto ni oído el menor rastro de sus perseguidores. Tampoco se había tropezado con ningún lugareño; las personas con las que se cruzaba le prestaban escasa atención. Su rostro y su estatura se parecían a los de ellos. Su instinto le decía que siguiera adelante, que todavía no se había alejado lo suficiente de...
Al otro lado del arroyo, a unos cuarenta metros, se oyó el crujido de una rama entre los árboles. Cualquier otra persona no le habría dado importancia, pero Dhakal conocía bien el sonido de un caballo al abrirse paso entre la espesa maleza. Su caballo había dejado de beber, tenía la cabeza levantada y movía nerviosamente las orejas.
A continuación, otro sonido procedente del sendero; el ruido de los cascos de un caballo arrastrándose sobre los guijarros. Dhakal sacó el arco de la funda que llevaba a la espalda y extrajo una flecha del carcaj, y se agachó entre las hierbas acuáticas. Parcialmente oculto por las patas del caballo, se asomó bajo el vientre del animal en busca de señales de movimiento. No se distinguía nada. Volvió la cabeza a la derecha. Entre los árboles divisó el estrecho sendero. Observó y esperó.
Entonces hubo otro ruido de cascos.
Dhakal colocó una flecha en el arco, tiró ligeramente de la cuerda y mantuvo la tensión.
Momentos más tarde, un caballo apareció en el sendero a medio galope. El animal se detuvo. Dhakal solo podía ver las piernas del jinete y sus manos enfundadas en unos guantes negros en el arzón delantero de la silla, sujetando holgadamente las riendas con los dedos. Una mano se movió y sacudió un poco las riendas. Debajo de él, el animal relinchó y pateó el suelo.
Se trataba de un movimiento intencionado, advirtió enseguida Dhakal. Una distracción.
Dhakal tensó totalmente el arco, apuntó y disparó la flecha. La punta atravesó la pierna del hombre en el pliegue situado entre la parte superior del muslo y la cadera. El jinete gritó, se llevó la mano a la pierna y cayó del caballo. Instintivamente, Dhakal supo que había dado en el blanco. La flecha había perforado una arteria de la pierna; el hombre estaba fuera de combate y moriría al cabo de unos minutos.
Manteniéndose agachado, Dhakal se dio la vuelta apoyándose en el talón al tiempo que sacaba tres flechas más del carcaj; dejó dos en el suelo delante de él y colocó la otra en el arco. Allí, a unos cien metros de distancia, había tres agresores, con las espadas desenvainadas, abriéndose paso sigilosamente entre la maleza en dirección a él. Apuntó a la figura situada más atrás y disparó. Disparó dos más una detrás de otra y alcanzó a un hombre de lleno en el pecho y al otro en el cuello. Un cuarto guerrero lanzó un grito de guerra y arremetió contra él desde un grupo de árboles. Casi había llegado a la orilla del arroyo cuando la flecha de Dhakal lo abatió.
El bosque se quedó en silencio.
¿Cuatro?, pensó Dhakal. Nunca antes habían enviado a menos de una docena.
Como en respuesta a su desconcierto, detrás de él, en el sendero, se oyeron más cascos de caballos. Dhakal se dio la vuelta y vio una fila de monturas que galopaban por el sendero y dejaban atrás a su compañero abatido. Tres caballos... cuatro... siete... Diez, y seguían aproximándose más. Lo tenía todo en contra. Dhakal montó en su caballo, colocó una flecha en el arco y se volvió en la silla a tiempo para ver que el primer animal atravesaba galopando el hueco entre los árboles y penetraba en el claro. Disparó. La flecha se clavó en el ojo derecho del jinete. El impulso lo empujó hacia atrás, por encima de la silla de montar, y cayó de las ancas de su caballo contra el siguiente hombre, cuyo caballo se encabritó, retrocedió e impidió el avance de los demás. Los caballos empezaron a topar unos con otros. La carga se interrumpió.
Dhakal golpeó con los talones los flancos de su montura. El animal saltó de la orilla al agua. Dhakal volvió la cabeza, espoleó al caballo y se marchó a la carga río abajo.
Se dio cuenta de que no era una emboscada fortuita. Sus perseguidores habían estado siguiéndolo encubiertamente durante un tiempo y habían conseguido rodearlo.
Podía oírlos por encima del chapoteo de su caballo en el agua poco profunda: jinetes que atravesaban el bosque con gran estrépito a su derecha y cascos sobre el sendero de guijarros a su izquierda.
Delante de él, el arroyo giraba a la derecha. Los árboles y la maleza eran más densos allí; cubrían la orilla, prácticamente tapaban el sol y dejaban a Dhakal en la penumbra. Oyó un grito y echó un vistazo por encima del hombro. Cuatro jinetes lo perseguían. Miró a la derecha y vio oscuras siluetas de caballos entrando y saliendo rápidamente de entre los árboles, en paralelo a su camino. Lo estaban sacando de su escondrijo, advirtió. Pero ¿adónde?
La respuesta llegó segundos más tarde cuando de repente los árboles ralearon y se encontró en un prado. La anchura del arroyo se cuadriplicó; el color del agua le indicó que la profundidad también era mayor allí. Impulsivamente, desvió su caballo a la izquierda, hacia la arenosa orilla. Justo delante, una hilera formada por cinco jinetes surgió de la línea de vegetación; dos de ellos estaban encorvados, empuñando horizontalmente unas picas por delante, mientras que los otros tres iban montados erguidos, con sendos arcos tensados. Pegó el cuerpo al pescuezo de su caballo y tiró de las riendas hacia la derecha, de nuevo en dirección al agua. En la otra orilla, otra hilera de jinetes había salido de entre los árboles, armados también con picas y arcos. Y justo detrás, galopando por el arroyo hacia él, otra hilera de caballería completaba la emboscada.
En ese momento, los tres grupos redujeron la marcha hasta avanzar al trote y acto seguido se detuvieron. Con las picas aún en ristre y las flechas colocadas en los arcos, lo observaron.
¿Por qué no siguen?, se preguntó Dhakal.
Y entonces lo oyó: una ensordecedora caída de agua.
Una cascada.
Estoy atrapado, se dijo.
Refrenó al caballo y dejó que anduviera hasta que llegaron a un recodo del río. Se detuvo. Allí el agua era más profunda y corría más deprisa. Unos cuarenta metros más adelante, Dhakal vio una columna de bruma que se elevaba sobre la superficie y el agua que se desbordaba por encima de las rocas en el borde de la catarata.
Se volvió en la silla de montar.
Ninguno de sus perseguidores se había movido a excepción de un jinete. Su armadura indicó a Dhakal que era el líder del grupo. El hombre se detuvo a unos seis metros y se llevó las manos a los hombros para hacerle saber que estaba desarmado.
Gritó algo. Dhakal no entendía el idioma en el que hablaba, pero el tono era inconfundible: tranquilizador. «Se acabó —seguro que estaba indicándole el hombre—. Has luchado bien y has cumplido con tu deber. Ríndete y recibirás un trato justo.»
Era mentira. Lo torturarían y al final lo matarían. Moriría luchando antes de permitir que el Theurang cayera en manos de su odioso enemigo.
Dhakal se volvió sobre su montura hasta situarse ambos de cara a sus perseguidores. Con una exagerada lentitud, cogió el arco de su espalda y lo lanzó al río. Hizo lo mismo con el carcaj, seguido de su espada y su espada corta. Finalmente, arrojó la daga de su cinturón.
El líder enemigo asintió con la cabeza en señal de respeto, y a continuación se volvió en la silla y gritó algo a sus hombres. Lentamente, de uno en uno, los jinetes alzaron sus picas y enfundaron sus arcos. El líder se volvió de nuevo hacia Dhakal y levantó la mano, indicándole que avanzara.
Dhakal le sonrió y negó con la cabeza.
Sacudió con fuerza las riendas a la derecha, dio la vuelta súbitamente a su caballo y, acto seguido, golpeó fuertemente los flancos del animal con los talones. El caballo se encabritó, corbeteó y empezó a revolverse hacia el agua que salpicaba por encima de la profunda cascada.
Yermos fronterizos
de la provincia de Xizang,
imperio Qing, China, 1677
Giuseppe vio la nube de polvo en el horizonte hacia el este antes que su hermano. Con una anchura de un kilómetro y medio y rodeado por las paredes de un angosto valle, el muro marrón de polvo y arena iba derecho hacia ellos como un torbellino.
Sin apartar la vista del espectáculo, Giuseppe dio un golpecito a su hermano en el hombro. Francesco Lana de Terzi, de Brescia, Lombardía, que había estado arrodillado estudiando un fajo de planos, se volvió y miró en la dirección en la que señalaba Giuseppe.
El Lana de Terzi más joven susurró con nerviosismo:
—¿Es una tormenta?
—Más o menos —contestó Francesco—. Pero no la clase de tormenta en la que estás pensando.
Aquella nube de polvo no era producto de una tormenta de arena azotada por el viento, como a las que se habían acostumbrado durante los últimos seis meses, sino que la causaban cientos de cascos de caballos que pisaban con gran estruendo. Y a lomos de los caballos, había cientos de letales soldados de élite.
Francesco dio una palmada tranquilizadora a Giuseppe en el hombro.
—No te preocupes, hermano, los estaba esperando... aunque reconozco que no tan pronto.
—¿Es él? —preguntó Giuseppe con voz ronca—. ¿Viene él? No me lo habías dicho.
—No quería asustarte. No te preocupes. Todavía tenemos tiempo.
Francesco levantó la mano para protegerse los ojos del sol y observó la nube que se acercaba. Había aprendido que allí las distancias eran engañosas. La inmensidad del imperio Qing se extendía más allá del horizonte. En los dos años que habían pasado en aquel país, Francesco y su hermano habían visto una enorme variedad de terrenos —de selvas a bosques pasando por desiertos—, pero de entre todos ellos, aquel lugar, aquel territorio que parecía tener una docena de pronunciaciones y grafías distintas, era el más olvidado de Dios.
Compuesto en su mayoría de colinas, algunas onduladas y otras irregulares, el territorio era un inmenso lienzo pintado en dos únicos colores: marrón y gris. Incluso el agua de los ríos que corría a través de los valles era de un gris apagado. Era como si Dios hubiera maldecido aquel lugar con un golpe de su poderosa mano. Los días que las nubes se despejaban, el cielo sorprendentemente azul no hacía otra cosa que acentuar el paisaje ceniciento.
Y también estaba el viento, pensaba Franceso estremeciéndose. El viento, aparentemente constante, silbaba entre las rocas y empujaba torbellinos de polvo por el terreno; parecía dotado de vida propia. Tal era así que muchos de los lugareños creían que se trataba de fantasmas que acudían para arrebatarles las almas. Hacía seis meses, Francesco, un científico por naturaleza y formación, se había burlado de esas supersticiones. Pero ya no estaba tan seguro. Había oído demasiados sonidos extraños por la noche.
Unos cuantos días más, se consolaba a sí mismo, y tendremos los recursos que necesitamos. Sin embargo sabía que no era solo cuestión de tiempo. Estaba haciendo un trato con el diablo. Esperaba que Dios recordara que lo estaba haciendo por el bien común cuando llegara el día del Juicio Final.
Observó el muro de polvo que se acercaba unos segundos más antes de bajar la mano y volverse hacia Giuseppe.
—Todavía están a treinta kilómetros —calculó—. Tenemos una hora más, como mínimo. Vamos, acabemos.
Francesco se dio la vuelta y gritó a uno de sus hombres, una silueta fornida y achaparrada vestida con una túnica negra y unos pantalones toscamente tejidos. Hao, el principal enlace y traductor de Francesco, se acercó con pasos rápidos.
—¡Sí, señor! —dijo en un italiano con marcado acento pero pasable.
Francesco suspiró. Aunque hacía tiempo que había dejado de intentar que Hao lo llamara por su nombre, albergaba la esperanza de que a esas alturas abandonara tales formalidades.
—Di a los hombres que terminen rápido. Nuestro invitado llegará dentro de poco.
Hao oteó el horizonte y vio lo que Giuseppe había divisado minutos antes. Abrió los ojos de par en par y asintió con la cabeza bruscamente.
—¡Así se hará, señor! —Hao se dio la vuelta y empezó a gritar órdenes a las docenas de lugareños que se apiñaban en el claro de la cima de la colina. A continuación se escabulló para unirse a ellos.
El claro, que medía cien pasos de largo por cien de ancho, era en realidad el tejado del patio interior de una gompa. En todos los lados del claro, sus muros con torreones y sus atalayas seguían el perfil sinuoso de la colina hasta el valle como las crestas del lomo de un lagarto.
A Francesco le habían dicho que una gompa era ante todo un centro educativo fortificado, pero los habitantes de esa plaza en concreto parecían ejercer una única profesión: la de soldado. Y él daba gracias por ello. Como demostraban las frecuentes incursiones y escaramuzas que tenían lugar en las llanuras de abajo, era evidente que él y sus hombres estaban viviendo en la frontera de aquel reino. No era casual que los hubieran trasladado allí para ultimar aquel ingenio que su benefactor había llamado el Gran Dragón.
En el claro resonaban los golpes simultáneos de los mazos sobre la madera mientras los trabajadores de Hao se apresuraban a clavar las últimas estacas en el suelo rocoso. Por todo el claro se elevaban columnas de polvo marrón que eran azotadas por el viento y reducidas a la nada. Al cabo de otros diez minutos, el sonido de los mazos cesó. Hao regresó con dificultad a donde estaban Francesco y Giuseppe.
—Ya hemos terminado, señor.
Francesco retrocedió unos pasos y admiró la estructura. Estaba satisfecho. Diseñarla sobre papel era una cosa, pero verla cobrar vida era algo totalmente distinto.
La tienda, que tenía una altura de doce metros, ocupaba tres cuartos del claro y estaba hecha con seda blanca como la nieve, con riostras de bambú curvadas pintadas de rojo sangre en el exterior; parecía un castillo construido con nubes.
—Bien hecho —le dijo Francesco a Hao—. ¿Giuseppe?
—Espléndido —murmuró el Lana de Terzi más joven.
Francesco asintió con la cabeza y dijo en voz queda:
—Ahora esperemos que lo que hay dentro sea aún más impresionante.
Aunque los avispados centinelas de la gompa sin duda habían visto a los visitantes que se acercaban antes que Giuseppe, los cuernos de aviso no sonaron hasta que el séquito estuvo a escasos minutos. Francesco suponía que ese hecho, junto con la dirección por la que se acercaban los jinetes y su pronta llegada, constituía una decisión táctica. La mayoría de los puestos avanzados del enemigo se encontraban al oeste. Al llegar del este, la nube de polvo del grupo quedaría oculta por la colina sobre la que la gompa estaba situada. De esa forma, las bandas emboscadas no tendrían tiempo para interceptar a los recién llegados. Conociendo a su benefactor como lo conocía, Francesco sospechaba que habían estado observando a escondidas la gompa de lejos, esperando a que la dirección del viento variara y las patrullas enemigas pasaran.
Su patrón era un hombre astuto, se recordó Francesco. Astuto y peligroso.
Menos de treinta minutos más tarde Franceso oyó el crujido de las botas de piel y las botas reforzadas en el sinuoso sendero de guijarros que había debajo del claro. El polvo se arremolinaba y se elevaba por encima del margen bordeado de rocas del mismo. Entonces, de repente, se hizo el silencio. Aunque Franceso lo estaba esperando, lo que apareció a continuación le sorprendió igualmente.
Con una orden gritada por una boca desconocida, un séquito de dos docenas de soldados de la Guardia Nacional entraron a paso ligero en el claro; cada paso sincopado estaba marcado por un gruñido rítmico. Con expresión adusta, la vista fija en la lejanía y las picas sujetas horizontalmente por delante de ellos, los guardias se dispersaron por el claro y empezaron a llevarse a los atemorizados trabajadores al lado opuesto y detrás de la tienda. A continuación, ocuparon posiciones a lo largo del perímetro del claro, separados a intervalos regulares, mirando hacia fuera y blandiendo las picas en diagonal a través del cuerpo.
Otra orden gutural sonó desde el sendero, seguida de unas sandalias reforzadas crujiendo sobre los guijarros. Una formación en rombo compuesta por guardias reales con armaduras de bambú rojas y negras entró desfilando en el claro y fue directamente a donde estaban Francesco y Giuseppe. La falange se detuvo de pronto, y los soldados situados en la parte delantera dieron un paso a la izquierda y a la derecha, abriendo una puerta humana por la que pasó con resolución un solo hombre.
El emperador Kangxi, gobernante de la dinastía Qing y regente del Mandato del Cielo, tenía una estatura tres palmos más elevada que la de sus soldados más altos. Lucía una expresión que hacía que la seriedad de los rostros de sus soldados pareciera realmente eufórica.
El emperador Kangxi dio tres largas zancadas hacia Francesco y se detuvo. Observó la cara del italiano entornando los ojos varios segundos antes de hablar. Francesco se disponía a pedir a Hao que le tradujera, pero su capataz ya estaba junto a él, susurrándole al oído:
—El emperador dice: «¿Le sorprende verme?».
—Sí, me sorprende, pero aun así me alegra, majestad.
Francesco sabía que no era una pregunta hecha a la ligera. El emperador Kangxi era paranoico en extremo; si Francesco no se hubiera mostrado sorprendido por la pronta llegada del emperador, habría resultado inmediatamente sospechoso de espionaje.
—¿Qué es la construcción que veo ante mí? —preguntó el emperador Kangxi.
—Es una tienda que he diseñado yo mismo, majestad. No solo sirve para proteger el Gran Dragón, sino también para ocultarlo de los ojos de los curiosos.
El emperador Kangxi asintió con la cabeza bruscamente.
—Facilitará los planos a mi secretario personal.
Levantando la punta de un dedo, ordenó a su secretario que diera un paso adelante.
—Por supuesto, majestad —dijo Francesco.
—¿Los esclavos que le proporcioné han trabajado adecuadamente?
Francesco se estremeció al oír la pregunta del emperador, pero no dijo nada. Durante los últimos seis meses, él y Giuseppe habían trabajado y habían vivido con aquellos hombres en condiciones muy duras. Los consideraban ya amigos suyos. Sin embargo, no lo confesó en voz alta. Esa implicación emocional sería un arma que el emperador no dudaría en usar.
—Han trabajado admirablemente, majestad. Pero, por desgracia, cuatro de esos hombres murieron la semana pasada cuando...
—Así funciona el mundo. Si murieron sirviendo a su emperador, sus antepasados los recibirán orgullosos.
—Mi capataz y traductor, Hao, ha sido de una ayuda especialmente inestimable.
El emperador Kangxi dirigió una rápida mirada a Hao y acto seguido la centró de nuevo en Francesco.
—La familia de ese hombre será puesta en libertad.
El emperador volvió a levantar el dedo por encima del hombro, y su secretario personal hizo una anotación en el pergamino que sostenía en los brazos.
Francesco respiró profundamente y sonrió.
—Gracias, majestad, por vuestra benevolencia.
—Dígame, ¿cuándo estará listo el Gran Dragón?
—Con dos días más...
—Tiene hasta mañana al amanecer.
A continuación, el emperador Kangxi se volvió y se introdujo otra vez en la falange, que se cerró detrás de él, dio media vuelta de forma sincronizada y se alejó del claro, seguida instantes más tarde por los soldados de la Guardia Nacional apostados alrededor del perímetro. Una vez que el ruido de los pasos y los gruñidos rítmicos se fueron apagando, Giuseppe dijo:
—¿Estás loco? Mañana al amanecer. ¿Cómo vamos a...?
—Lo conseguiremos —respondió Francesco—. Nos sobrará tiempo.
—¿Cómo?
—Solo nos quedan unas cuantas horas de trabajo. Le he dicho al emperador que nos faltaban dos días sabiendo que nos exigiría algo aparentemente imposible. Así podremos darle lo que pide.
Giuseppe sonrió.
—Eres muy astuto, hermano. Bien hecho.
—Venga, vamos a dar los últimos toques al Gran Dragón.
Bajo el fulgor de las antorchas fijadas en postes y la mirada vigilante del secretario personal del emperador, situado en la entrada de la tienda con los brazos cruzados dentro de su túnica, trabajaron durante la noche mientras Hao, su capataz siempre responsable, desempeñaba su función a la perfección, arengando a los hombres para que se dieran prisa, prisa, prisa. Francesco y Giuseppe también pusieron de su parte, recorriendo la tienda, haciendo preguntas, agachándose aquí y allá para inspeccionar esto o aquello...
Las cuerdas hechas con tendones de buey fueron soltadas, anudadas de nuevo y examinadas para comprobar la tensión; los puntales y las riostras de bambú fueron probados con mazos en busca de fisuras; la seda fue escudriñada por si había la más mínima imperfección; la carrocería de rota trenzada fue sometida a un ataque simulado con palos puntiagudos para evaluar su resistencia en la batalla, y al hallarla deficiente, Francesco ordenó que se aplicara otra capa de laca negra a las paredes y los baluartes. Por último, el artista que Giuseppe había contratado terminó el mural de proa: el hocico de un dragón, con unos ojos decorados con cuentas, unos colmillos descubiertos y una lengua bífida asomando.
Cuando el borde superior del sol se elevó por encima de las colinas hacia el este, Francesco mandó que terminaran rápidamente todo el trabajo. Una vez que estuvo acabado, rodeó con detenimiento la máquina de proa a popa. Con los brazos en jarras y ladeando la cabeza a un lado y al otro, Francesco examinó toda la superficie de la nave, cada uno de sus componentes, buscando el más mínimo defecto. No encontró ninguno. Regresó a la proa e hizo una señal firme con la cabeza al secretario personal del emperador.
El hombre se metió por la solapa de la tienda y desapareció.
Una hora más tarde, las ya familiares pisadas y los gruñidos del séquito del emperador regresaron. El sonido pareció inundar el claro antes de que se quedara súbitamente en silencio. Vestido con una sencilla túnica de seda gris, el emperador Kangxi cruzó la entrada de la tienda, seguido de su secretario personal y su jefe de escolta.
Entonces el emperador se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos.
En los dos años que hacía que conocía al emperador, era la primera vez que Francesco había visto sorprendido al potentado.
La luz rosicler del sol entraba a raudales a través de las paredes de seda blanca y el techo bañaba el interior con un fulgor sobrenatural. El suelo de tierra había sido cubierto de alfombras de color negro azabache que producían a los asistentes la sensación de estar al borde de un abismo.
Pese a ser un científico, Francesco Lana de Terzi gustaba de aquellos efectos de teatralidad.
El emperador Kangxi dio un paso adelante. Vaciló inconscientemente cuando su pie tocó el borde de la alfombra negra, pero enseguida se dirigió resueltamente a la proa, donde contempló la cara del dragón. Entonces sonrió.
Para Francesco, era otra primera vez. Nunca había visto al emperador sin su característica expresión avinagrada.
Kangxi se dio la vuelta para mirar a Francesco.
—¡Es magnífico! —tradujo Hao—. ¡Soltadlo!
—A vuestras órdenes, majestad.
Una vez fuera, los hombres de Francesco se colocaron alrededor de la tienda. Cuando él dio la orden, las cuerdas de la misma fueron cortadas. Reforzadas a lo largo de los ribetes superiores, tal como Francesco las había diseñado, las paredes de seda se desplomaron. Al mismo tiempo, en la parte trasera de la tienda, una docena de hombres echaron hacia atrás el techo, que se levantó y ondeó como una gran vela antes de ser arriada y desaparecer.
Todo estaba en silencio menos el viento que soplaba a través de las paredes con torreones y las ventanas de la gompa.
Sola en el centro del claro se encontraba la máquina voladora del emperador Kangxi: el Gran Dragón. A Francesco le daba igual el nombre; aunque naturalmente complació a su benefactor, para el científico que había dentro de Francesco, la máquina no era más que un prototipo de su sueño: una auténtica aeronave de vacío más ligera que el aire.
Con quince metros de longitud, tres metros y medio de anchura y casi diez metros de altura, la estructura superior de la nave estaba compuesta por cuatro esferas de seda gruesa contenidas en el interior de unas jaulas con refuerzos de bambú finos como dedos y tendones de animales. Repartidas de proa a popa, cada esfera medía tres metros y medio de diámetro y estaba equipada con un orificio de una válvula en el vientre; cada uno de esos orificios estaba conectado a un tubo de estufa de cobre vertical rodeado de su propio entramado de bambú y tendones. El tubo descendía un metro y veinte centímetros desde el orificio de la válvula hasta una fina tabla de bambú en cuyo fondo había sujeto un brasero de carbón protegido del viento. Y por último, fijado con tendones a las esferas de arriba, estaba la barquilla de rota pintada con laca negra, lo bastante larga para albergar a diez soldados en fila, junto con sus provisiones, su equipo y sus armas, así como a un piloto y un oficial de navegación.
El emperador Kangxi avanzó resueltamente a solas hasta situarse debajo de la cuarta esfera, frente a la boca del dragón. Levantó las manos por encima de la cabeza, como si estuviera contemplando su propia creación, pensó Francesco.
Fue en ese momento cuando cayó en la cuenta de la gravedad de lo que había hecho. Una oleada de tristeza y vergüenza lo invadió. En realidad, había hecho un pacto con el diablo. Aquel hombre, aquel cruel soberano, iba a utilizar su Gran Dragón para asesinar a más seres humanos, soldados y también civiles.
Armado con huo yào, o pólvora, una sustancia que en Europa se estaba usando con moderado éxito y que China dominaba desde hacía mucho tiempo, el emperador Kangxi podría descargar fuego sobre sus enemigos usando mosquetes de cerrojo, bombas y artefactos que escupían fuego. Podría hacer todo eso mientras se hallaba fuera del alcance, en el cielo, y se movía más rápido que el caballo más veloz.
Francesco advirtió que se había percatado demasiado tarde de la verdad. El mortífero ingenio estaba ya en las manos del emperador Kangxi. No había forma de cambiarlo. Tal vez si pudiera desarrollar con éxito su auténtica aeronave de vacío, Francesco podría compensar el mal que se avecinaba. Claro que no lo sabría hasta el día del Juicio Final.
Francesco se vio arrancado de su ensoñación cuando se dio cuenta de que el emperador Kangxi estaba de pie delante de él.
—Estoy satisfecho —le informó el emperador—. Cuando haya enseñado a mis generales a construir más modelos como este, tendrá todo lo que necesite para dedicarse a su propio proyecto.
—Majestad.
—¿Está listo para volar?
—Dé la orden, y se llevará a cabo.
—Ya se ha dado. Pero, primero, un cambio. Según lo planeado, maestro Lana de Terzi, usted pilotará el Gran Dragón en el vuelo de prueba. Sin embargo, su hermano se quedará aquí con nosotros.
—Disculpad, majestad, ¿por qué?
—Para asegurarme de que vuelve, por supuesto. Y para evitar que sienta la tentación de entregar el Gran Dragón a mis enemigos.
—Majestad, yo no...
—Así estaremos seguros de que no lo hace.
—Majestad, Giuseppe es mi copiloto y mi oficial de navegación. Lo necesito...
—Tengo ojos y oídos en todas partes, maestro Lana de Terzi. Su alabado capataz, Hao, está tan bien formado como su hermano. Hao le acompañará... junto con seis de mis soldados de la Guardia Nacional, por si necesita... ayuda.
—Protesto, majestad...
—No proteste, maestro Lana de Terzi —replicó fríamente el emperador Kangxi.
La advertencia era clara.
Francesco cogió aire para tranquilizarse.
—¿Adónde quiere que vaya en el vuelo de prueba?
—¿Ve las montañas al sur, las grandes que tocan el cielo?
—Sí.
—Viajará allí.
—¡Majestad, es territorio enemigo!
—¿Qué mejor prueba para un arma de guerra?
Francesco abrió la boca para hablar, pero el emperador Kangxi se lo impidió.
—En las estribaciones, a lo largo de los arroyos, encontrará una flor dorada. Hao sabe a cuál me refiero. Tráigame esa flor antes de que se marchite y será recompensado.
—Pero majestad, esas montañas están... —A setenta kilómetros, si no a ochenta, pensó Francesco, si bien dijo—: Están demasiado lejos para un viaje inaugural. Quizá...
—Me traerá la flor antes de que se marchite o clavaré la cabeza de su hermano en una estaca. ¿Entendido?
—Entendido.
Francesco se volvió hacia Giuseppe. Después de oír toda la conversación, su hermano menor había palidecido. Le temblaba la barbilla.
—Hermano, tengo miedo.
—No tienes por qué. Volveré antes de que te des cuenta.
Giuseppe inspiró, apretó la mandíbula y se puso erguido.
—Sí. Tienes razón. La máquina es una maravilla, y no hay nadie que la pilote mejor. Con suerte, esta noche cenaremos juntos.
—Así me gusta —dijo Francesco.
Se abrazaron durante varios segundos. Luego Francesco se apartó y se volvió para situarse de cara a Hao.
—Ordena que aticen los braseros —le dijo—. ¡Despegamos dentro de diez minutos!