La mujer se agachó decorosamente doblando las rodillas y dejó en el piso el portafolios y la pila de papeles. Ratcliffe dio un paso hacia delante y dijo:
—A ustedes tres se los trajo aquí con pretextos falsos, obviamente. Pero no queríamos mucha fanfarria. Era mejor una pequeña distracción. Queremos evitar llamar la atención, si podemos. Al menos al principio.
Y después hizo una pausa, dramática, como invitando a hacer preguntas, pero nadie preguntó nada. Ni siquiera: ¿el principio de qué? Mejor escuchar la presentación completa. Siempre más seguro, con órdenes de arriba.
—¿Quién de ustedes puede explicar con palabras sencillas la política de seguridad nacional de esta administración? —preguntó Ratcliffe.
Nadie habló.
—¿Por qué no responden? —preguntó Ratcliffe.
Waterman se retiró detrás de una mirada de los mil metros, y White se encogió de hombros como diciendo que las inmensas complejidades obviamente excluían el lenguaje ordinario, y además ¿la noción de sencillez no era totalmente subjetiva, y por lo tanto necesitada de una ronda preliminar de discusión para ponerse de acuerdo en cuanto a las definiciones?
—Es una pregunta capciosa —dijo Reacher.
—¿Usted cree que nuestra política no se puede explicar de manera sencilla? —dijo Ratcliffe.
—Creo que no existe.
—¿Cree que somos incompetentes?
—No, creo que el mundo está cambiando. Mejor ser flexibles.
—¿Usted es el policía militar?
—Sí, señor.
Ratcliffe hizo una nueva pausa, y dijo:
—Hace poco más de tres años explotó una bomba en un garaje debajo de un edificio muy alto en la ciudad de Nueva York. Personalmente trágico para los muertos y heridos, claro está, pero desde una perspectiva global nada muy especial. Salvo que en ese momento el mundo se volvió loco. Mientras más nos acercábamos para mirar, menos veíamos y menos entendíamos. Aparentemente teníamos enemigos por todas partes, pero no sabíamos con seguridad quiénes eran, o dónde estaban, o por qué lo eran, o cuál era la conexión entre ellos, o qué querían, y sin duda no teníamos idea de qué harían a continuación. Estábamos en la nada. Pero al menos nos lo admitimos. Por lo tanto no perdimos el tiempo desarrollando políticas acerca de cosas sobre las que todavía ni siquiera habíamos oído hablar. Pensamos que eso generaría una sensación falsa de seguridad. Por lo que hasta el día de hoy nuestro procedimiento operacional estándar es correr como locos de un lado para el otro, lidiando con diez cosas al mismo tiempo, a medida que surgen y donde surgen. Perseguimos todo, porque es lo que tenemos que hacer. En poco más de tres años llega el nuevo milenio, con todas las capitales celebrando las veinticuatro horas, lo que hace que ese día se convierta en el mayor objetivo de propaganda en la historia del planeta Tierra. Tenemos que saber quiénes son estos tipos mucho antes de que llegue el momento. Todos ellos. Para no pasar nada por alto.
Nadie habló.
Ratcliffe dijo:
—No es que yo necesite justificarme ante ustedes. Pero tienen que entender la teoría. No hacemos ninguna conjetura y no dejamos ni un rincón sin revisar.
Nadie preguntó nada. Ni siquiera: ¿tiene para nosotros algún rincón en mente? Siempre más seguro no hablar, a no ser que te hablen. Mejor sencillamente esperar.
Pero entonces Ratcliffe se dio vuelta en dirección a la mujer y dijo:
—Ella es la doctora Marian Sinclair, mi delegada. Ella completará la sesión informativa. Cada palabra que diga tiene mi respaldo, y por lo tanto también el del presidente. Cada palabra. Esto podría llegar a ser una absoluta pérdida de tiempo y no llevar a ningún lado, pero hasta que no estemos seguros de eso tiene exactamente la misma prioridad que todo lo demás. No se va a ahorrar ningún esfuerzo. Tendrán todo lo que necesiten.
Y después el tipo se fue sin mirar a nadie, entre dos trajes presurosos. Reacher los escuchó salir del vestíbulo, y escuchó que se encendía la camioneta y se iban. La doctora Marian Sinclair arrastró un pupitre de la primera fila y lo giró hasta que quedó mirando al resto del salón, y se sentó, toda brazos tonificados y pantimedias oscuras y buenos zapatos. Se cruzó de piernas y dijo:
—Acérquense.
Reacher fue hasta la tercera fila y se introdujo en un pupitre que lo dejó formando un semicírculo prolijo y atento con Waterman y White. La cara de Sinclair se veía abierta y honesta, pero pellizcada de estrés y preocupación. Estaban sucediendo cosas serias. Eso estaba claro. Quizás Garber le había dado una pista. No se lo escucha alegre. Pero debería estarlo. Quizás no estaba todo perdido. Reacher se figuró que White estaba llegando a la misma conclusión. Se estaba inclinando hacia delante, y sus ojos estaban fijos. Waterman estaba inmóvil. Conservando energía.
Sinclair dijo:
—Hay un departamento en Hamburgo, Alemania. Un vecindario de moda, razonablemente céntrico, bastante caro, pero quizás un poco provisorio y corporativo. Durante el último año el departamento ha sido alquilado por cuatro hombres de entre veinte y treinta años. No alemanes. Tres son árabes, y el cuarto es iraní. Los cuatro aparentan ser muy laicos. Sin barba, pelo corto, bien vestidos. Se inclinan por las camisetas polo color pastel con insignias de cocodrilo. Usan relojes Rolex de oro y zapatos italianos. Conducen coches BMW y van a clubes nocturnos. Pero no van a trabajar.
Reacher vio que White asentía como para sí mismo, como si estuviera familiarizado con ese tipo de situaciones. No hubo reacción por parte de Waterman.
Sinclair dijo:
—Localmente los cuatro jóvenes son considerados playboys menores. Probablemente relacionados con ramas distantes de familias ricas y prominentes. Viviendo la loca juventud antes de volver a casa al ministerio de petróleo. Europeos ricos desagradables reglamentarios, en otras palabras. Pero nosotros sabemos que no lo son. Sabemos que fueron reclutados en sus países de origen y enviados a Alemania vía Yemen y Afganistán por una nueva organización de la cual todavía no sabemos mucho. Más allá de que parece estar bien financiada, ser fuertemente yihadista, ampliamente paramilitar en sus métodos de entrenamiento e indiferente a los orígenes nacionales. Árabes e iraníes trabajando juntos es infrecuente. Pero es lo que están haciendo. Se destacaron en los campos de entrenamiento y los enviaron a Hamburgo hace un año. Su misión fue insertarse en Occidente, vivir de manera tranquila y quedar a la espera de nuevas instrucciones. Que hasta el momento no han recibido. Son una célula durmiente, en otras palabras.
Waterman cambió de posición y dijo:
—¿Todo esto cómo lo sabemos?
—El iraní es nuestro —dijo Sinclair—. Es un doble agente. La CIA lo dirige desde el consulado de Hamburgo.
—Un muchacho valiente.
Sinclair asintió:
—Y es difícil encontrar muchachos valientes. Esa es una de las maneras en las que el mundo cambió. Los aspirantes a agentes encubiertos solían llegar solos a la embajada. Escribían cartas suplicando. A algunos solíamos rechazarlos. Pero esos eran viejos comunistas. Ahora necesitamos jóvenes árabes y no conocemos a ninguno.
—¿Por qué nos necesitan a nosotros? —dijo Waterman—. Es una situación estable. No se van a ir a ningún lado. Recibirán la orden de activación un minuto después que ellos. Asumiendo que el consulado se encarga del conmutador las veinticuatro horas.
Mejor escuchar la presentación hasta el final.
Sinclair dijo:
—Es una situación estable. No pasa nunca nada. Pero pasó algo. Hace unos días. Apenas una colisión mínima. Recibieron una visita.
Por sugerencia de Sinclair se mudaron del aula a la oficina. Dijo que el aula era incómoda, por los pupitres, lo cual era cierto, en especial para Reacher. Medía un metro noventa y cinco y pesaba ciento quince kilos. Más que estar sentado en el pupitre lo tenía puesto. Por el contrario la oficina tenía una mesa de conferencias con cuatro sillas reclinables de cuero. Cuya mejora del nivel de confort Sinclair pareció anticipar por completo. Lo cual tenía sentido. Era ella la que había alquilado el lugar, después de todo, probablemente el día anterior, o había hecho que un subsecretario lo hiciera de parte de ella. Tres camas, y cuatro sillas para las sesiones informativas.
Los hombres de traje esperaron afuera, y Sinclair dijo:
—Le sacamos a nuestro agente encubierto todos los detalles que tenía, y creemos que podemos confiar en sus conclusiones. La visita era otro árabe. La misma edad que ellos. Vestido igual que ellos. Algún producto en el pelo, collar de oro, cocodrilo en la camiseta. No lo estaban esperando. Fue una sorpresa total. Pero tienen algo como la mafia, donde se los podría llamar para realizar algún servicio. La visita aludió a eso. Resultó ser lo que ellos llaman un correo. Nada que ver con los muchachos de la casa. Algo totalmente distinto. Solo que estaba de negocios en Alemania y necesitaba una casa segura. Que es siempre la opción preferida de un correo. Los hoteles dejan rastros, con el tiempo. Son muy paranoicos, porque estas nuevas redes están muy extendidas. Lo cual quiere decir que una comunicación segura es en teoría muy difícil. Creen que podemos escuchar sus teléfonos celulares, lo que probablemente sea cierto, y creen que podemos leer sus correos electrónicos, lo que estoy segura de que pronto podremos hacer, y saben que abrimos con vapor sus cartas. Por lo que en vez de eso usan correos, que en realidad son mensajeros. No llevan un portafolios atado a la muñeca. Llevan en la cabeza preguntas verbales y respuestas verbales. Van de un lado para el otro, de continente a continente, pregunta, respuesta, pregunta, respuesta. Muy lento, pero del todo seguro. Ninguna huella electrónica en ningún lado, nada escrito y nada que se pueda ver salvo un tipo con una cadena de oro que pasa por un aeropuerto, junto a otros millones iguales a él.
—¿Sabemos si Hamburgo era su destino final? —preguntó White—. ¿O era una escala en su viaje a algún otro lugar de Alemania?
—Tenía que hacer algo específicamente en Hamburgo —dijo Sinclair.
—Pero no con los muchachos de la casa.
—No, con otra persona.
—¿Sabemos quién lo envió? ¿Asumimos que la misma gente de Yemen y Afganistán?
—Creemos firmemente que fue la misma gente. Por otra circunstancia.
—¿Cuál? —dijo Waterman.
—Por una coincidencia estadísticamente no muy sorprendente, el mensajero conocía a uno de los árabes de la casa. Habían pasado tres meses juntos en Yemen, trepando sogas y disparando fusiles AK-47. Es un mundo pequeño. Por lo que ellos dos tuvieron breves conversaciones, y el iraní escuchó algunas.
—¿Qué fue lo que escuchó?
—El tipo estaba a la espera de una reunión que tendría lugar dos días después. Nunca se mencionó la ubicación, o al menos nunca se la escuchó, pero el contexto sugería que era razonablemente cerca de la casa segura. No tenía que dar un mensaje. Estaba ahí para que le dijeran algo. Una presentación del caso, dijo el iraní. Una posición inicial de algún tipo. Dice que quedaba claro por el contexto. El mensajero tenía que oír la presentación y llevarla de regreso en la cabeza.
—Suena al inicio de una negociación. Como una primera oferta.
Sinclair asintió:
—Pensamos que el mensajero va a volver. Al menos una vez, con una respuesta por sí o por no.
—¿Tenemos alguna idea de qué se trata?
Sinclair negó con la cabeza:
—Pero es algo importante. El iraní está seguro, porque el mensajero era un guerrero de elite, igual que él. Tiene que haberse destacado en los campamentos, ¿si no de qué otro modo podría haber conseguido las camisetas tipo polo y los zapatos italianos y cuatro pasaportes? No era el tipo de persona que usa alguien sin importancia en ninguno de los dos extremos de la cadena. Era el tipo de mensajero que solo usan los cuadros ejecutivos.
—¿La reunión se concretó?
—En últimas horas de la tarde del segundo día. El tipo estuvo afuera durante cincuenta minutos.
—¿Y después qué?
—Se fue, a primera hora de la mañana siguiente.
—¿Ninguna otra conversación?
—Una más. Y una buena. El tipo lo contó. Lo dijo con todas las letras. Le contó a su amigo la información que estaba llevando. Así como así. No se pudo contener. Creemos que porque estaba impresionado. Por la magnitud. El iraní dijo que el tipo parecía estar muy excitado. Son muchachos de veinte años.
—¿Cuál era la información?
—Era el inicio de una negociación. Una primera oferta. Tal como el iraní pensó que sería. Corta y al pie.
—¿Qué dijo?
—Que el americano quería cien millones de dólares.