Viajaron en un avión de Lufthansa poco después de las cinco de la tarde, sentados uno al lado del otro mayormente entre gente joven que viajaba mayormente sola, algunos desaliñados, algunos de aspecto raro, algunos como viajando luego de haberse graduado. El vuelo los dejó en Estados Unidos dos horas después de haberse ido de Alemania, poco después de las siete de la tarde, ocho horas en el aire menos seis zonas horarias, y recogieron el viejo Caprice en el estacionamiento de corto plazo, y lo condujeron por la oscuridad hasta McLean, y lo estacionaron junto a los Caprice más nuevos, que parecían no haberse movido. Junto a los coches había dos camionetas negras. Entraron y encontraron a todos incluyendo a Ratcliffe y Sinclair apiñados en la oficina. Esperándolos. Pero no habían estado esperando mucho. El rango tiene sus ventajas. Ratcliffe dijo:
—Llegan justo a tiempo. La Administración Federal de Aviación nos mantuvo al corriente con Lufthansa, y la policía nos mantuvo al corriente con el tráfico.
—¿Qué nos hemos perdido? —dijo Reacher.
—Una pieza del rompecabezas —dijo Ratcliffe—. ¿Qué saben de computadoras?
—Una vez vi una.
—Adentro todas tienen una cosa que ajusta la fecha y la hora. Un pequeño circuito. Muy básico, muy barato, y desarrollado hace mucho tiempo, cuando las tarjetas perforadas eran la referencia y a los datos había que estrujarlos solo en ochenta columnas. Para ahorrar bits escribían el año con dos dígitos, no con cuatro. 1960 se escribía 60. 1961, 61. Y así. Tenían que ahorrar espacio. Todo muy bien. Salvo que eso era entonces y esto es ahora, y antes de que lo sepamos 1999 va a cambiar a 2000, y nadie sabe si el sistema de dos dígitos va a correr de manera apropiada. Podrían llegar a creer que es otra vez el año 1900. O el 19100. O el cero. O se podrían llegar a quedar congeladas. Podría haber fallas catastróficas en todas partes del mundo. Podríamos perder servicios públicos e infraestructura. Podrían quedar a oscuras ciudades enteras. Podrían quebrar bancos. Podría perder todo su dinero en una bocanada de humo. Sin ni siquiera humo.
—No tengo ningún dinero —dijo Reacher.
—Pero entiende el punto.
—¿Quién diseñó el circuito? ¿Qué es lo que ellos dicen?
—Están todos jubilados hace mucho tiempo o muertos hace mucho tiempo. Y de todos modos no esperaban que los programas duraran más que unos cuantos años. Por lo que no hay ninguna documentación. Eran tan solo unos cuantos obsesionados por las computadoras alrededor de una mesa de laboratorio, intentando resolver cosas. Nadie recuerda los detalles exactos. Nadie es lo suficientemente inteligente como para resolverlo hacia atrás. Y hay una sensación de que podrían haber llegado a malinterpretar el calendario gregoriano. Se podrían haber llegado a olvidar de que el 2000 es un año bisiesto. Normalmente cualquier cosa divisible por mil no lo es. Pero algo divisible por cuatrocientos sí. Por lo que es un verdadero desastre.
—¿Y qué relación tiene?
—El mundo es cada vez más dependiente de las computadoras. Internet podría llegar a ser algo importante para el año 2000. Lo cual multiplicaría el problema, porque todo estaría conectado con todo. Por lo que están subiendo las apuestas. La gente se está empezando a preocupar. Se están dando cuenta de los peligros. En respuesta hay emprendedores inteligentes intentando escribir parches para los programas.
—¿Que qué son?
—Como balas mágicas. Instalas el código nuevo y arreglas el problema. Se puede hacer mucho dinero. El mercado es inmenso. Millones de personas alrededor del mundo necesitan que esto se haga con anticipación. Es urgente. Tan urgente que nuestra previsión es que la gente instalará primero y pensará después. Lo que las deja vulnerables.
—¿A qué?
—Otro pedazo de conversación. Escuchamos un rumor de que hay en venta un parche terminado. Supuestamente parece bueno, pero no lo es. Es un caballo de Troya. Como un virus o un parásito, pero no exactamente. Es un calendario de cuatro dígitos, pero se lo puede pausar de manera remota, a voluntad. A través de internet. Que crece día a día. Se estrellarán las computadoras de todo el mundo. Gobierno, servicios públicos, empresas y particulares. Piense en el poder que eso le da a una persona. Piense en el caos. Piense en el potencial de chantaje. Alguien pagaría cien millones por esa clase de capacidad.
—Eso es una exageración —dijo Reacher—. ¿No? Hay personas que pagarían cien millones por muchas cosas distintas. ¿Por qué asumir que es esto en particular?
Mejor escuchar la presentación hasta el final.
Ratcliffe dijo:
—Se necesita un talento particular para escribir algo así. Una mente particular, también. Una clase de sensibilidad criminal. No es que ellos lo vean así, por supuesto. Para ellos es más como algo de hípster. Que por lo que me dicen no es un tipo infrecuente en el mundo de los programadores. Y alrededor de cuatrocientos programadores se acaban de reunir en una convención en el extranjero. Cuatrocientos de los geeks más de moda del mundo. Alrededor de la mitad eran americanos.
—¿Dónde?
—La convención fue en Hamburgo, Alemania. Estuvieron allí mientras usted estuvo allí. La convención terminó esta mañana. Hoy ya se fueron todos de la ciudad.
Reacher asintió:
—Creo que vimos a algunos en el avión. Jóvenes y desaliñados.
—Pero la convención estaba en pleno auge el día de la reunión del mensajero. Había doscientos programadores americanos ahí en la ciudad. Quizás uno de ellos se fue durante una hora.
Reacher no dijo nada.
Ratcliffe dijo:
—Nuestra gente me dice que esas convenciones en Europa Occidental tienen otro sabor. Tienden a atraer a excéntricos y radicales.
Después de eso Ratcliffe se fue, con sus guardaespaldas, en su camioneta negra. Sinclair continuó con la sesión informativa. Dijo que el foco cambiaría a programadores de computación. Dijo que el FBI tenía una unidad nueva dedicada a esos asuntos. Waterman iba a trabajar con esa unidad, pero solo mediante ella o Ratcliffe o el presidente, o con cualquier otra persona que pudiera llegar a ser de utilidad, pero otra vez, no de manera directa. White iba a identificar a los doscientos americanos, y a iniciar los chequeos de antecedentes. Reacher en lo inmediato no iba a tener ninguna función, pero se tenía que quedar en las instalaciones. Por si acaso. El Departamento de Defensa tenía computadoras, y programadores, y de hecho las primeras verdaderas preocupaciones con respecto a la cuestión de la fecha habían llegado de ahí. Quizás el malo había estado fomentando la demanda antes de organizar la oferta.
Waterman y White se fueron a trabajar, pero Reacher se quedó en la oficina. Él y Sinclair, solos. Ella lo miró, de arriba abajo, y dijo:
—¿Hay alguna pregunta que me quiera hacer?
Él pensó: ¿Ya cenó? Iba vestida con otro vestido negro, largo por las rodillas, moldeado como para que calzara bastante ajustado, con más medias negras y más zapatos buenos. Y la cara y el pelo, el estilo natural, peinado con los dedos. Y en la mano no tenía alianza.
Pero dijo:
—¿Realmente cree que esto es algo que querrían comprar tipos que trepan sogas en Yemen?
—No vemos por qué no. No son poco sofisticados. De alguna manera el precio lo demuestra. Eso es o apoyo de una empresa de carácter dudoso, o respaldo de un gobierno de carácter dudoso, o acceso a la fortuna de una familia muy rica. Cualquiera de esas opciones sugiere que están familiarizados con la modernidad, sin duda incluyendo sistemas de computadoras.
—Esa es una profecía autocumplida. Se está tratando de convencer de eso a usted misma.
—¿Cuál es el punto?
—Improvisar es bueno. Entrar en pánico es malo. Se están agarrando a un clavo ardiendo. Podrían estar equivocados. ¿Qué pasó con lo de no dejar ni un rincón sin revisar?
—¿Tiene alguna otra línea de investigación viable?
—Aún no.
—¿Qué pasó en Hamburgo? —preguntó Sinclair.
—No mucho —dijo Reacher—. Vimos el departamento. ¿Cómo está el iraní?
—Está bien. Se reportó esta mañana. No está pasando nada. Algo de agitación local a cuatro calles de distancia. Asesinaron a una prostituta.
—Lo vimos —dijo Reacher—. Vimos muchas cosas. Incluso demasiados lugares. No podemos empezar por el otro extremo. Vamos a tener que seguir al mensajero desde el departamento hasta la reunión.
—Demasiado arriesgado.
—Es la única manera.
—Podrían encontrar al americano antes de que vuelva a tener lugar la reunión. Esa sería otra manera. Y probablemente una mejor manera para todos los implicados.
—Los están presionando de arriba.
—La administración estaría muy satisfecha de terminar con esto pronto, sí.
—Por lo que parece bueno reducir los números. Parece un progreso. Doscientos parece mejor que doscientos mil. Eso lo entiendo. Pero lo que parece bueno no siempre es la jugada inteligente.
Sinclair se quedó un rato en silencio. Después dijo:
—OK, cuando los otros no lo necesiten, tiene vía libre para trabajar por su cuenta.
Lo cual era una restricción de otro tipo. La gravedad del asunto excluía la libertad. Se sentía más bien como un strike y afuera. Un solo intento para una teoría.
Neagley dijo:
—Todos los caminos llevan exactamente a la misma pregunta. ¿Qué es lo que está vendiendo el tipo?
—Estoy de acuerdo —dijo Reacher.
—¿Y qué es?
—Tú escribiste la lista.
—No lo hice. No hay nada en la lista. ¿Qué tipo de información querrían de nosotros? ¿Qué vale para ellos cien millones de dólares? Ya saben lo que necesitan saber. Lo pueden leer en el diario. Nuestro ejército es más grande que el de ellos. Fin de la cuestión. Si llega a eso, les patearemos el trasero. ¿Por qué gastarían cien millones de dólares para saber con exactitud de qué manera lo haríamos y cuánto les dolería? ¿De qué les serviría?
—Armamento, entonces.
—¿Pero qué? Las cosas o son demasiado baratas y abundan o necesitan un regimiento entero de ingenieros para hacerlas funcionar. No hay un punto medio. Cien millones es un precio de venta raro.
Reacher asintió:
—Eso mismo le dije a White. Pensó que eran tanques y aviones.
—¿Qué armamento nuestro podrían querer? Dame un buen ejemplo. Algo diseñado para usar en el terreno, obviamente, en el fragor de la batalla, por un soldado de infantería promedio. Porque ese es el estándar al que deben estar apuntando. Algo simple, robusto y confiable. Algo con un botón grande y rojo. Y una flecha grande amarilla señalando hacia delante. Porque no tienen entrenamiento de especialistas o un regimiento de ingenieros.
—Hay muchas cosas.
—Estoy de acuerdo. Lanzamisiles tierra-aire portátiles serían útiles. Podrían derribar aviones de línea. Sobre ciudades. Salvo que ya tienen miles. Les dimos miles a los rebeldes y los soviéticos dejaron miles al retirarse. Y ahora la nueva Rusia está atareada vendiendo los miles que se llevaron de regreso. Y si eso no es suficiente podrían conseguir en China falsificaciones baratas. O en Corea del Norte. Sería físicamente imposible gastar cien millones de dólares en lanzamisiles portátiles. Son demasiado comunes. Demasiado baratos. Es Economía 1. Sería como gastar cien millones de dólares en basura.
—¿Entonces qué?
—No hay nada. No tenemos ninguna teoría.
Las diez en punto de la noche en McLean, Virginia.
Que eran las siete y media de la mañana siguiente en Jalalabad, Afganistán. El mensajero otra vez estaba esperando en la antesala. Por una ventana alta se veía salir el primer sol, reteniendo motas de polvo, y revolviendo moscas recién nacidas. En la cocina se estaba preparando el té.
Finalmente condujeron al mensajero a la misma pequeña habitación calurosa. También tenía una ventana alta, con un haz de sol matutino, y polvo danzante, y moscas recientes. Los mismos dos hombres estaban sentados bajo el rayo de sol, en los mismos dos almohadones. Ambos con barba, uno bajo y gordo, uno alto y delgado, ambos con la misma túnica blanca lisa y el mismo turbante blanco liso.
El hombre alto dijo:
—Partirás hoy con nuestra respuesta.
El mensajero inclinó la cabeza, respetuosamente.
El hombre alto dijo:
—Lo normal es negociar, así son las cosas. Pero no estamos comprando camellos. Por lo que nuestra respuesta es sencilla.
El mensajero inclinó otra vez la cabeza, y la ladeó un poco, como presentando la oreja.
El hombre alto dijo:
—Dile al americano que pagaremos su precio.