Vanderbilt atendió la llamada, e hizo que White se pusiera al teléfono. White escuchaba, y sus ojos hicieron todo el repertorio de entornarse lejos, y enfocar cerca, y entrecerrarse, y mirar a la izquierda y a la derecha. Tomó notas en un papel. Dos temas distintos, pensó Reacher. Dos encabezados distintos. Dos bloques de letra manuscrita, prolija y cursiva.
Finalmente White colgó y dijo:
—Dos noticias. El iraní pidió un buzón. Hace media hora. Dejó un informe escondido en un diario. Una parte podría ser considerada especulativa. De alguna manera es un análisis cultural. Casi un ensayo. Dice que el árabe que conocía al mensajero está muy emocionado. Como si fuera a suceder algo importante. Más importante de lo que se atrevían a soñar. Relacionado con los cien millones de dólares, obviamente. Como si hubiesen llegado a un lugar al que jamás esperaban llegar. El iraní enfatiza que no tiene detalles específicos, ni tampoco el muchacho árabe. Es un asunto basado en la fe. Les parece a todos algo totalmente distinto. Dice que el muchacho árabe está sonriendo como si estuviese mirando la tierra prometida.
—¿Cuál es la segunda noticia? —dijo Reacher.
—El consulado recibió un informe de los que se escriben para cubrirse, redactado por unos policías de bajo nivel de Hamburgo acerca de un americano hablando con un árabe en un bar. Algo raro. Salvo que era exactamente el día correcto, y exactamente la hora correcta. Es posible que el primer encuentro haya tenido algún testigo.
White llamó al consulado y consiguió los números locales que iba a necesitar, incluyendo dos del hombre principal, que aparentemente era un gordo grandote que se llamaba Griezman. El jefe de detectives. El consulado lo conocía bien. Era después del fin de la jornada regular en Hamburgo, pero el tipo todavía estaba en la oficina. Todavía en su escritorio. Atendió de inmediato. White puso el teléfono en altavoz y le preguntó por el informe policial. Reacher oyó al tipo revolver en un montón de papeles. No lo podía recordar. Después lo encontró. La cuestión esa rara con el árabe en el bar.
Que fue a parar al consulado de los Estados Unidos.
Que significaba que se podían sumar puntos.
El tipo dijo, en inglés, muy amablemente:
—¿En qué los podría ayudar?
Como un conserje en un hotel.
White dijo:
—Necesitamos nombre y dirección del testigo. Lo mismo para el bar. Información general de ambos. Posiblemente vigilancia a ambos.
—No sé.
—Podría hacer que lo llamara su canciller federal. El jefe de Estado. Entonces lo sabría.
—No, quiero decir que no sé. No sé los datos. Soy el jefe de detectives. Esos informes pasan por mi oficina, eso es todo. Y de todos modos aquí dice que el testigo es un loco.
—¿El testigo puede decir a qué hora fue?
—OK, conseguiré los datos. Sin duda. Mañana al final del día.
—¿Es una broma? Tiene una hora. Y no le diga a nadie qué es lo que está haciendo ni por qué. Considérelo un asunto ultrasecreto. Y mantenga esta línea disponible para cuando lo vuelva a llamar.
En Hamburgo Griezman respiró hondo, y miró hacia afuera la tarde plomiza. Después se puso a trabajar. No era algo agotador. Era meramente una serie de llamadas telefónicas. Un número llevaba al siguiente. Como un circuito neuronal. Una organización en acción. Algo para estar orgulloso. La validación de una teoría. Tan granular como quisiera. Lo podía seguir todo hacia atrás hasta el desventurado policía que había atendido la llamada. Si eso quería. Lo cual era así. Con afortunadamente preguntas simples. Nombres y direcciones, de una persona y un lugar.
En Virginia Landry el tipo de Waterman dijo:
—Más grande de lo que se atrevían a soñar a mí no me suena bien. Tampoco suena a que van a liquidar a alguien. Suena mucho peor que eso.
—Lo estamos escuchando de tercera mano. No podemos juzgar el tono —dijo Reacher.
—¿Pero?
—Yo escuché las palabras algo totalmente distinto. Como si fuera un salto cualitativo. Como si fuera inesperado al punto tal de que se sintiera como algo accidental. Como si se les hubiese caído una moneda de cinco centavos y hubiesen encontrado una de veinticinco. Como para que tipos de veinte años que usan zapatos italianos y van a clubes nocturnos se emocionen. A mí me suena erótico. ¿Las computadoras son tan importantes?
—Creemos que sí —dijo Landry—. Y sin duda lo van a ser en el futuro. Incluso ahora el daño podría ser catastrófico. Moriría mucha gente. Pero coincido, no es erótico.
—Tampoco es un gran gesto —dijo Vanderbilt—. Algo que tienden a valorar. No es como hacer estallar un edificio. No tiene un momento de clímax particular. Es un poco demasiado técnico.
—Por lo que todos estamos de acuerdo en que estamos perdiendo el tiempo con las computadoras —dijo Reacher.
—¿Por qué otro lugar podríamos empezar?
—¿Qué es lo que está vendiendo el tipo?
—Ya hablamos de eso.
—Ya pasó una hora —dijo Waterman.
White marcó otra vez el número de Hamburgo. Atendió el tipo que se llamaba Griezman. Tenía nombres y direcciones, del testigo y del bar. El testigo era un empleado municipal. Empezaba con sus funciones temprano por la mañana y terminaba después del almuerzo. Por eso el bar temprano a la tarde. Era un hombre de creencias firmes. Algunas de esas creencias eran ofensivas y todas eran erróneas. El bar estaba a cinco calles de la casa segura. Se decía que era un lugar extremista. Pero no de manera visible. Parecía civilizado. Reservado, pero discreto. Hombres de traje, más que nada, con cortes de cabello normales. Y no antiamericano, siempre y cuando el americano fuera blanco.
Después de que terminó la llamada Neagley encontró el bar en el plano de calles que tenía. Dijo:
—No es el lugar que nos gustó tanto. Una parte mejor del vecindario. Y una caminata muy sencilla desde el departamento. Menos de veinte minutos. El tiempo es correcto. ¿Crees que esa fue la reunión?
—Era el lugar indicado a la hora indicada —dijo Reacher—. Y la sensación indicada.
—Necesitamos una descripción por parte del testigo. Quizás un identikit policial.
—¿Podemos confiar en los policías de Hamburgo? ¿O deberíamos ir a hacerlo nosotros mismos?
—No tenemos un dibujante de identikits. Y quizás el testigo no habla inglés. Vamos a tener que confiar en ellos. El Departamento de Estado insistiría, de todos modos. Si no se transformaría en un incidente diplomático.
Reacher asintió. Ya había lidiado antes con policías alemanes. Tanto militares como civiles. No siempre sencillo. Mayormente debido a percepciones distintas. Los alemanes pensaban que les habían dado un país, y los americanos pensaban que habían comprado una base militar grande con sirvientes.
Se oyó el ruido de un vehículo en la entrada para autos. Acercándose rápido, pasando junto al letrero alto por las rodillas. Después otro. Dos vehículos. Dos camionetas, no había duda. De color negro. Un minuto después dos hombres de traje entraron por la puerta, seguidos por Ratcliffe y Sinclair, con otros dos hombres de traje cubriendo la retaguardia. Ratcliffe estaba sin aliento. Sinclair estaba un tanto enrojecida. El cuello, y la parte alta de las mejillas. Tenía puesto otro vestido negro, igual de agraciada que siempre. Quizás más. Quizás el enrojecimiento ayudaba.
Ratcliffe dijo:
—Oí que tenemos un testigo.
—Ese es nuestro supuesto operativo actual —dijo Reacher.
—Vamos a tirar los dados. Usted y la sargento Neagley volverán a Alemania esta noche. El Departamento de Estado les dará las fotografías de pasaporte de los doscientos programadores. Incluyendo los expatriados. A primera hora de la mañana entrevistarán al testigo. El departamento de policía de Hamburgo está siendo informado en este mismo momento. Por lo que apenas el testigo señale una foto, usted llamará aquí con el nombre, y haremos que detengan al tipo acá en nuestro país. Lo cual será una conclusión prolija y oportuna.
Reacher no dijo nada.
Se subieron al mismo vuelo de Lufthansa. Horario de partida a la tarde, seis zonas horarias, llegada programada al comienzo del día laboral. Neagley llevó su bolso. Esta vez Reacher también tenía uno. Era una bolsa roja de tela del Museo del Aire y el Espacio. Presumiblemente el transporte del almuerzo de un administrativo del Departamento de Estado, requisado en una emergencia y vuelto a empacar con doscientas fotos de pasaportes. Que era una gran cantidad. Cada foto estaba pegada a una ficha, con un nombre y un número de pasaporte. Reacher y Neagley miraron algunas. Se las repartían como jugando a las cartas. Encontraron al expatriado residente en Hamburgo. El tipo de la contracultura, con los pelos parados. Su foto oficial era de mejor calidad que la del periódico alternativo. Más brillante, y más nítida. Tamaño reglamentario, fondo blanco. El tipo estaba de frente y tenía una mirada desafiante. Cabeza grande, cuello flaco.
—No es él —dijo Reacher.
—¿Por qué no? —dijo Neagley.
—Por el pelo. Tiene que hacer algo para que le quede así. Incluso si no hace nada. Es una decisión. Es una declaración. Está diciendo: mírenme, tengo un pelo interesante. Como los tipos que usan sombrero. Están diciendo: mírenme, tengo un sombrero interesante. Todos un poco desesperados, ¿no lo crees? Inseguridad, supongo. Como si lo que hubiera adentro no fuera demasiado. Y la gente así no escribe parches de programas que podrían hacer estallar el universo conocido. Si eres lo suficientemente inteligente como para escribir algo así, y eres lo suficientemente inteligente como para venderlo por cien millones de dólares, todo en secreto, entonces no eres inseguro. Ni siquiera un poco. Eres el mejor de todos los tiempos. Eres el rey del mundo.
Dejaron otra vez las fotos en el bolso, y comieron la comida. Neagley tenía la ventana, y se durmió reclinada, la cabeza contra la pared del fuselaje. Menos peligro de algún contacto accidental de esa manera. Reacher se quedó despierto. Estaba pensando en el testigo. El trabajador municipal con los puntos de vista ofensivos. Posiblemente una pérdida de tiempo. Posiblemente el hombre que salva el universo conocido. Reacher lo quería ver. Se sintió como el avión, yendo hacia el este a encontrarse con el amanecer.
El americano se estaba peinando con un cepillo, frente al espejo del baño en el hotel de Ámsterdam. Se había levantado temprano. Sin motivo. Había dormido. Estaba tranquilo. Pero era momento de volver. Se ducharía y empacaría y saldría a la ruta antes de que se pusiera en marcha la hora pico de la mañana. Después de eso era todo viento en popa.
Pero primero quería café, por lo que se vistió con la ropa del día anterior y se peinó con un cepillo. El pelo estaba rebelde en la parte de arriba por la almohada. Usó un poco de agua y lo doblegó. Miró el espejo. Aceptable. Era tan solo un viaje rápido en ascensor arriba y abajo. En el lobby se sirvió café en un vaso descartable de una urna de café plateada sobre una mesa fuera del salón desayunador. En una mesa haciendo juego del otro lado de la puerta había diarios. Holandeses, obviamente, y británicos, y franceses, y belgas, y alemanes, y el Herald Tribune de su propio país. Todos prolijamente dispuestos, todos perfectamente acomodados.
No había nada en el diario de Berlín. Ningún titular, ningún artículo. Nada en la portada del diario de Hamburgo, tampoco. O en la página dos. O en la tres.
Había un titular en la página cuatro.
Abajo, y no muy grande. Más cinco centímetros de artículo. Mayormente texto estándar. La policía decía que el caso estaba recibiendo la máxima atención, y que se estaba avanzando.
Específicamente, estaban por tomar las huellas dactilares del interior del auto de la víctima.
El americano devolvió el diario al montón. Cerró los ojos. Ella había aceptado allí mismo en el garaje. Se había dado la vuelta, de manera entusiasta, de manera teatral, y le había hecho señas para que se acercara al auto, de manera insistente, con una sonrisa cómplice, como si no pudiera esperar. Después lo había llevado en coche hasta la casa de ella. En una cupé tres puertas muy limpia, minúscula pero compacta como una bóveda de banco.
Se subió otra vez mentalmente al coche. La manija de afuera de la puerta. Acabado negro, ligeramente texturada. Deportiva. Quizás no un problema. El asidero interior de la puerta era de cuero. Parte del panel. Un vacío para los dedos. Adentro plástico, probablemente, para ahorrar dinero. Irregular como las áreas visibles. Granulado, como debía ser. Quizás no una superficie ideal para huellas dactilares. Quizás lo suficientemente seguro.
El enganche del cinturón de seguridad tenía forma de T. La placa de enganche era de plástico negro, rugosa como papel de lija fino. Para el agarre, supuso. Algún tipo de norma. Lo suficientemente seguro. Después el botón para desenganchar. Su pulgar izquierdo. Se acordaba de haberlo apretado. El codo hacia atrás, el pulgar tanteando. Una barra de plástico rojo, rígida y estriada.
Una huella parcial en el mejor de los casos. Quizás borroneada cuando la chaqueta le pasó por encima. Recordaba presión en la uña, más que nada. Vertical hacia abajo. Sin brusquedad. Sin prisa. Despacio, incluso. Un pequeño clic preciso, a tono con el coche semejante a una joya. Y dejar crecer la expectativa. Antes de desenvolver el regalo. Sus momentos favoritos, en muchos sentidos.
La hebilla del cinturón era lo suficientemente segura.
Pero la manija interior no lo era. La manija interior era una barra de cromo pequeña, fría al tacto, con un hueco detrás para los dedos. En su caso, el dedo mayor de la mano derecha. Se introdujo allí solo, y de manera elegante, pensó, incluso sugestiva, y después se mantuvo allí durante un amable segundo como preguntando “¿vamos?”, la yema entera del dedo bien apretada contra la parte de atrás del cromo, y después con mayor presión, para hacer saltar la traba, otro clic respetuoso y preciso, y después el dedo se había retirado, igual de elegante, pensó.
Ningún borrón.
Cromo suave y frío.
Estúpido.
Su culpa.