El peluquero preparó café, y Reacher se sentó en el sillón de peluquero, y el tipo le hizo preguntas sobre sus recuerdos de infancia de la vieja América. Con el deseo de armar ambiente, supuso Reacher. Lo cierto era que Reacher había pasado prácticamente toda su infancia fuera de los Estados Unidos continentales. Era hijo de un oficial marine que había estado destinado en todas partes del mundo. Reacher había ido con él, con el hermano y la madre, como familia. El Lejano Oriente, el Pacífico, Europa. Decenas de bases. Lo cual ayudó, de algún modo. La vieja América siempre había sido un mito para Reacher. Así que repitió las mismas estupideces inventadas de las que había vivido entonces, sobre máquinas de chicles y Cadillacs con alerones, un sol interminable, y autocines y camareras en patines, y hamburguesas con queso y Coca-Cola fría en botellas de plástico verde, y béisbol por la radio AM, desde Kansas City, estática y todo. La sonrisa del peluquero era cada vez más grande, como si el ambiente del salón se estuviese de hecho armando a un nivel satisfactorio.
Entonces el sedán de Orozco chirrió afuera en la calle hasta quedar detenido, y Reacher se apresuró en salir a su encuentro. Se subió en el asiento del acompañante. Orozco dijo:
—Qué bien quedó.
Reacher se pasó los dedos por el pelo. Dijo:
—¿Se nota?
—Increíble cómo te realza los pómulos. Las damas quedarán encantadas.
Reacher sacó el sobre de Griezman. Dijo:
—Quiero que mandes a cotejar esta huella dactilar.
—¿Con qué?
—Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Marines. Pero con mucha discreción.
—¿Qué pasó?
—Mataron a una prostituta. La policía local cree que este es el tipo que la mató.
—¿Algún motivo para creer que es un militar americano?
—Ninguno, pero necesito un favor.
—No lo podemos hacer.
—Que es la razón por la cual dije con discreción. Solo lo ves tú. Después yo. Después queda por mi cuenta.
—Me vienen a la mente las palabras corte y marcial.
—No ha sucedido aún.
Orozco se quedó quieto durante un rato. Luego tomó el sobre. Pero no dijo nada. No hizo ninguna promesa. Negación plausible, desde el inicio. Siempre una buena idea. Reacher se bajó y Orozco se fue. Reacher apuró el paso en dirección al hotel.
Se reunieron otra vez en la habitación de Sinclair. Su gran noticia era que a Vanderbilt le había caído encima un rayo de iniciativa proactiva y le había llevado a Bartley el identikit del americano enviado por fax, a los alojamientos para oficiales de visita en Fort Myer. El teniente coronel, que se había negado a decir dónde estaba el día en cuestión. El tipo que estaba extrayendo el patrimonio neto de la casa familiar, antes de divorciarse de su desinformada esposa. Reconoció la cara del identikit. Dijo que había visto al tipo en el aeropuerto de Zúrich. En su anteúltima visita. Habían viajado en el mismo vuelo de regreso a Hamburgo. Exactamente dos semanas antes de la primera reunión. El tipo llevaba una carpeta brillante con muchos compartimentos y el logo de un banco al frente. El tipo de cosa que le dan a uno cuando abrió una cuenta. El teniente coronel también tenía una, de hacía un año, cuando había contratado su caja de seguridad.
—No es definitivo —dijo Sinclair.
—Pero es sugestivo —dijo Reacher—. Klopp ha visto al tipo, y Bartley ha visto al mismo tipo. Creo que el identikit es bueno. —Sacó su copia. La desplegó. La frente, los pómulos, los ojos hundidos. El pelo. Del color del heno o de la paja en verano. Bastante normal a los costados, había dicho Klopp, pero mucho más largo arriba. Como un peinado. Como si se lo pudiera echar hacia atrás. Como Elvis Presley. Dijo—: ¿Cómo haces para que el pelo te quede así?
—Supongo que primero te lo dejas todo largo —dijo Sinclair—, y después le dices al peluquero la forma que quieres que le dé.
—O empiezas con un corte mohicano, y te lo dejas crecer. Cuatro meses más tarde está normal a los costados y largo arriba, porque arriba arrancó con ventaja. Al principio usas un sombrero, hasta que deja de parecer extraño.
—Usas una gorra de béisbol con una estrella roja adelante —dijo Neagley.
—Probablemente los Astros de Houston, porque eres de Texas. Te llamas Wiley, y hace cuatro meses te escapaste de una unidad de defensa aérea a cientos de kilómetros al este de aquí.
Sinclair no dijo nada.
Neagley dijo:
—Y compraste un nuevo pasaporte, para no usar nunca el tuyo propio. Lo cual quiere decir que la Policía Militar nunca te encontrará.
—Eso es apostar demasiado a un corte de pelo —dijo Sinclair.
—Pide su foja de servicio. Muéstrale su foto a Klopp.
En ese momento la nueva mensajera estaba llamando a la puerta del departamento. Era la primera puerta de departamento a la que llamaba en su vida. Era la primera puerta de departamento que veía en su vida. La habían instruido. Iba a sentir como si fuera mucho tiempo, pero en realidad no era más que contar hasta cinco. La habían instruido para cada cosa. Había tomado el autobús a la ciudad. La primera vez en su vida. Vio calles pavimentadas por primera vez en su vida. Pero debido a largas horas de flujos de conciencia informativos por parte de los demás sabía cómo hacerlo. Estaba lista. No resaltaba. Se tropezó una o dos veces, pero lo mismo le pasa a cualquier viajero cansado por un viaje de larga distancia. Habría resaltado más la perfección.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Se abrió la puerta.
Un joven árabe dijo:
—¿Quién eres?
La nueva mensajera dijo:
—Estoy en busca de un santuario y de un refugio. Nuestra fe manda que lo proveas. Como lo hacen nuestros mayores y superiores en esta empresa.
—Pasa —dijo el muchacho árabe.
Cerró la puerta detrás de ella, y luego se detuvo y dijo:
—Espera un minuto. ¿De veras?
A la nueva mensajera la habían instruido. Dijo:
—Sí, de veras. El alto arma la estrategia, el gordo trabaja las perspectivas. En este caso un mensajero que nadie pudiera sospechar que es un mensajero, porque es una mujer.
—¿El gordo?
—A la izquierda. Más moscas a su alrededor.
La habían instruido.
—OK —dijo el chico—. Pero wow. Aunque supongo que siempre supimos que era importante.
—¿Cómo? —dijo ella. Era el primer departamento en el que estaba, pero no el primer peligro por el que pasaba, de alianzas deficientes, o traición abierta. Era de las zonas tribales. Dijo—: ¿Cómo saben que esto es importante?
El chico no respondió.
—¿Les dijo el primer mensajero? —dijo ella.
—Nos dijo el precio.
—Está muerto. Lo mataron. Me enviaron en su lugar. Me dijeron que no preguntara el precio. No les gusta que alguien sepa el precio. Por lo que deberían olvidarlo lo antes posible.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —dijo el chico.
—No mucho.
—Son estrechas las instalaciones.
—Una gran lucha requiere un gran sacrificio. Pero no te pongas ambicioso. Escuché que a mi predecesor lo mataron con un martillo. Lo mismo te pasará a ti. Si yo digo. O si no regreso.
La habían instruido.
Sinclair hizo lo que Reacher había pedido. Abrió su valija y sacó algo que tenía incluso peor aspecto que el primer teléfono inalámbrico que se inventó. Como un ladrillo.
—Teléfono satelital —dijo—. Encriptado. A la oficina. —Apretó botones y esperó bips de respuesta, y después dijo—: Quiero la foja de servicio del soldado Wiley del Ejército de los Estados Unidos, nombre de pila desconocido, actualmente ausente sin permiso de una unidad de defensa aérea en Alemania. A mí en Hamburgo, seriamente rápido.
Después cortó.
El Consejo de Seguridad Nacional.
Las llaves del reino.
Alguien llamó a la puerta.
Durante una absurda milésima de segundo Reacher pensó: seriamente rápido, te apuesto el culo.
Pero no.
Se abrió la puerta. Entró un tipo. Atareado, apresurado, sesenta y algo, estatura mediana, traje gris, cintura ceñida, cara cálida y cordial. Rosa y redonda. Mucha energía, y el principio de una sonrisa. Un tipo que llevaba a cabo las cosas, con mucho encanto. Como un vendedor. Algo complicado. Como un instrumento financiero, o un automóvil Rolls-Royce.
—Lo lamento —dijo el tipo. Hablándole solo a Sinclair—. No sabía que estabas acompañada.
Americano. Un viejo acento yanqui.
Nadie habló.
Después Sinclair dijo:
—Discúlpenme. Sargento Frances Neagley y mayor Jack Reacher, del Ejército de los Estados Unidos, les presento al señor Rob Bishop, jefe de división de la CIA en el consulado de Hamburgo.
—Acabo de pasar a controlar con el coche —dijo Bishop—. Por la calle paralela. El dormitorio del chico. Se movió la lámpara de la ventana.