Reacher le dijo a Griezman que pusiera inmediatamente a todas las unidades en movimiento, en busca de la chica atractiva, pero Sinclair le dijo que no, que por el momento se quedaran en el lugar. A Reacher le dijo:
—Solo estás adivinando. Podría ser turca o italiana. Además ¿usarían a una mujer?
—Estuve en Israel —dijo Reacher—. Usan mujeres todo el tiempo.
—Estás apostando.
—Y hasta acá voy ganando. Mírame en este mismo momento, por ejemplo.
Sinclair hizo una pausa.
Luego le dijo a Griezman:
—Mantenga un auto en la casa segura. Ponga a todos los demás en movimiento.
La nueva mensajera salió del vecindario caminando hacia el sur, y luego giró hacia el oeste, para dar la vuelta por debajo del lago Aussenalster, de Saint Georg a Saint Pauli, camino a su cita, que era en un club sobre una calle que se llamaba Reeperbahn. Había hecho el recorrido en su imaginación muchas veces, con los detalles físicos armados a su alrededor en muchas horas de reuniones informativas, las vistas y los sonidos y los olores descriptos tantas veces que la realidad en comparación se sentía insulsa y pequeña. Le habían advertido que Wiley elegiría un punto de encuentro que esperaba incomodaría a una persona de fe islámica. A un varón, para ser preciso. No esperaría una mujer. Tenía una veta mala y competitiva. Buscaría dos de tres cosas entre alcohol, chicas y odio. En esta ocasión serían la primera y la segunda, se figuró, por lo que le habían dicho acerca de la calle que se llamaba Reeperbahn. Chicas y alcohol. Pero ella lo manejaría. Grandes luchas requerían grandes sacrificios. Y ella era de las zonas tribales. Estaba segura de que había visto cosas peores.
Reacher llamó a Griezman y le preguntó si la chica linda había sido avistada cerca del bar. La respuesta fue no. Wiley tampoco. Ninguna señal. Reacher dijo:
—OK, se van a encontrar en otra parte. Que esos autos también se pongan en movimiento.
Esta vez Sinclair solo asintió.
Griezman dijo:
—Pero esos hombres no vieron a la chica.
—No importa —dijo Reacher—. Tienen el dibujo del rostro de Wiley. Donde encontremos a uno encontramos al otro.
La nueva mensajera giró a la izquierda en la calle Reeperbahn y se dio contra toda la luz y todo el ruido que esperaba. Titilando y parpadeando y resplandeciendo, y golpeando y resonando y distorsionando. Ya no más insípido y pequeño. Esta vez era más de lo que había imaginado. Respiró hondo y siguió caminando. Sabía el nombre del club que estaba buscando. Por así decir. Sabía qué forma tenían las letras del nombre. Sabía que tenía una fotografía en la ventana, de una mujer desnuda y un pastor alemán. Que era una clase de perro. Dentro olería a cerveza. Le habían dicho que habría cosas que podría preferir no mirar.
Oyó sirenas de policía, aullando y bramando a la distancia. Desaceleró el paso, de repente indecisa. Muchos lugares tenían las mismas letras en los nombres. Las mismas formas. Mayormente en lo que los occidentales considerarían el final de la palabra. Como un sufijo, repetido una y otra vez. Entonces de repente comprendió. Todos esos lugares tenían escaleras que llevaban abajo. A salones subterráneos. Como cuevas. Keller. Parte de una palabra. Significaba cueva subterránea.
Siguió caminando. Encontró el lugar que buscaba. Estaba iluminado con luces rojas. Tenía una puerta angosta, con una ventana angosta al lado, apretujado entre otros dos lugares. Un vestíbulo, con una escalera. La ventana tenía la fotografía prometida. Estaba desteñida por muchas horas de exposición a la luz del sol. En la foto se veía a una mujer boca arriba, con un perro grande sentado encima, con los cuartos traseros en el rostro de ella. Tenía el pene del perro en la boca. No era gran cosa. No para alguien de las zonas tribales. La mensajera ya lo había visto. Muchachos sobre hombres, mayormente, cumpliendo una orden, o a veces cabras.
Empujó la puerta y entró. Había un olor químico penetrante. Astringente. Había olido el mismo olor en el baño del aeropuerto. Había un hombre grandote sentado en una banqueta. Los hombres tenían que pagarle, pero las mujeres no. Lo que llamaban una entrada. La habían instruido. Le sonrió, tímidamente, y empezó a bajar la escalera. Era angosta. Abajo al fondo había luz azul y un fuerte ruido. Música, voces, el golpe de vasos gruesos contra mesas de madera.
Entró al salón del sótano. Al fondo había un escenario iluminado. Había una mujer desnuda agachada, teniendo sexo con un burro. El burro estaba en una especie de hamaca, para que su peso no recayera en la espalda de la mujer. El salón estaba atestado de hombres, todos de pie, y estirando el cuello. Gritaban y gruñían sincronizados con las arremetidas desordenadas del burro. Vio a Wiley a dos tercios del salón, solo en una mesa. Había memorizado su rostro. Tenía un vaso alto de líquido dorado. Estaba por la mitad. Cerveza, asumió.
Se quedó quieta. Había hombres mirándola. Tenía puestos unos pantalones negros y su camisa de viaje, abierta dos botones. Ignoró las miradas y avanzó por entre las mesas. Hubo un repiqueteo de cascos cuando el burro terminó y lidiaba por salirse de la hamaca. Todo alrededor de ella había hombres aplaudiendo y ovacionando. La mujer desnuda se enderezó y los saludó, gentilmente.
En la habitación de Reacher oyeron que sonaba el teléfono del otro lado de la pared, en la puerta de al lado en la habitación de Sinclair. Luego dejó de sonar y sonó el teléfono de la habitación de Reacher. Era Bishop, del consulado. El jefe de división de la CIA. Quería hablar con Sinclair. Ella lo puso en altavoz y él dijo:
—El iraní se acaba de comunicar. Por lo de la lámpara en la ventana. El mensajero es una mujer y en este mismo momento no está en la casa.
—Ya nos estamos encargando de eso —dijo Sinclair.
—Pero no realmente —dijo Reacher—. Es una tarea imposible. No va a funcionar. Los muchachos de Griezman tienen una hora, máximo. Doce autos en una ciudad grande. Es demasiado azaroso. Sugiero que pasemos al plan B de inmediato.
—¿Cuál es el plan B? —preguntó Bishop.
—Hacer que los muchachos de Griezman regresen a la casa segura, y detener a la mensajera cuando esté regresando. Rápido y fuerte, apenas estén seguros. Nos podría llegar a decir adónde fue. Wiley podría haberse quedado allí. La última vez lo hizo. Una media hora, según Klopp. Quizás piensa que es una medida de seguridad.
—No nos lo dirá.
—Se lo preguntaremos amablemente.
—Pero si hacemos eso dejamos expuesto al iraní.
—¿Lo puede sacar?
—¿Esta noche?
—Ahora mismo. Lo tienen que haber ensayado.
—Tendría que hablar con Ratcliffe al Consejo de Seguridad Nacional.
—Sin duda que deberías —dijo Sinclair—. Todos deberíamos hablar con él.
—Necesitamos una decisión —dijo Reacher.
—No vamos a llegar a una decisión dentro de la media hora —dijo Sinclair—. Pero todavía tenemos un auto en la casa. Lo sabremos cuando haya llegado para pasar la noche. Eso nos da horas.
—Eso es un consuelo. Así no conseguimos a Wiley.
—No esta vez. Pero deben haber acordado otro encuentro. Es una negociación de ida y vuelta. Ella nos podría llegar a decir dónde y cuándo.
—Mejor detenerla ahora. Piensa que su trabajo está hecho. Está bajando de un subidón. Tiene la adrenalina baja. Por la mañana será más valiente.
—Llamaré a Ratcliffe —dijo Bishop, y colgó, crepitante y distante.
A la nueva mensajera un hombre le tocó la pierna y otro el trasero, pero ella los ignoró a los dos y siguió avanzando por entre el gentío. Se preguntó si pensaban que era una empleada del club. Le habían explicado los comportamientos occidentales. Podía ver a Wiley más adelante, observándola. Una mirada franca e interesada. Quizás él también pensaba que ella era una empleada. Ella se le acercó y se agachó hasta quedar cerca de la oreja de él, como para que pudiera oír por encima del ruido, y dijo en un inglés cuidadosamente ensayado:
—Le traigo saludos de sus amigos del este. La elevación del Aeropuerto Regional de Sugar Land es de ochenta y dos pies por sobre el nivel del mar.
—Bueno —dijo Wiley—, esto sí que es una sorpresa.
—¿Lo es? —dijo ella, insegura.
—Mandaron a una chica.
—Sí, señor, eso hicieron.
—Y hablas inglés.
—Sí, señor, hablo inglés.
—¿Por qué? —dijo Wiley de repente—. ¿Por qué mandaron a una chica? ¿Dicen que no?
—No, señor, no es ese el mensaje.
—¿Entonces cuál es?
—El mensaje es: aceptamos el precio.
—Dilo otra vez.
—Aceptamos el precio.
—¿Qué, todo?
—Señor, lo que se me permite saber es: aceptamos el precio.
Wiley cerró los ojos. Más grande que Rhode Island. Se puede ver desde el espacio exterior. Sus nuevos amigos suizos también estarían encantados. Era el doble de lo que les había dicho. Jamás había esperado obtener la totalidad del precio. Tendría mucho resto. Una fortuna enorme. Tendría una cartera de valores. Lo llamarían por teléfono tipos de traje.
Abrió los ojos.
—¿Cuándo? —dijo.
—Creo que usted acordó una fecha de entrega —dijo la mensajera—. Sus amigos del este esperan que la cumpla.
—Ningún problema —dijo Wiley—. Según lo acordado está bien.
—Entonces esa es la respuesta que llevaré de regreso.
—Diles que es un placer hacer negocios con ellos. Y diles que gracias por el regalo suplementario. Lo agradezco muchísimo.
—Señor —dijo ella, otra vez indecisa—, no traje nada.
—Te trajiste a ti misma —dijo Wiley—. Tú eres el regalo, ¿no es así? Viene en el programa. ¿Por qué otro motivo enviarían a una chica con las buenas noticias? Eres la cereza del postre. Como cuando te dan una botella de whisky cuando compras un auto.
—No entiendo.
—¿Te gusta este lugar?
En el escenario había una mujer recostada sobre una cubierta de plástico. Tres hombres le orinaban en la cara.
—Parece muy popular —dijo la mensajera.
—Podríamos ir a un hotel.
La habían instruido. Dijo:
—Señor, este es un acuerdo de negocios. No puede avanzar hasta que yo llegue a casa sana y salva.
—OK —dijo Wiley—. Lo entiendo. Pero me tienes que dar alguna cosita. Somos amigos. Estamos celebrando. Les estoy dando a ustedes algo que nunca tuvieron. Un botón más.
—¿Qué?
—Tu camisa. Aquí mismo. Como una prenda. Para cerrar el trato.
Grandes luchas requieren grandes sacrificios. Y era un precio lo suficientemente pequeño, pensó ella. El salón estaba oscuro. No había nadie mirando. Todos estaban con la vista puesta en el escenario. Se desabrochó el tercer botón. Se abrió la camisa. Wiley miró y sonrió. Dijo:
—Sabía que podía hacer que lo hicieras.
Ella se fue, por entre medio de la gente, ignorando las manos que la agarraban, subió la escalera, pasó junto al hombre de seguridad en la banqueta, salió a la calle, donde caminó veinte pasos y paró un taxi. Se acomodó en el asiento trasero y dijo en un alemán cuidadosamente ensayado:
—Al aeropuerto, por favor. Partidas internacionales.