Reacher esquivó al tipo de la galera y empezó su caminata. Era medianoche hora local. Las calles estaban alumbradas por lámparas en postes, y por las luces suaves de las vidrieras atenuadas a un mínimo resplandor para la noche, y por el parpadeo azul de programas nocturnos en televisores detrás de ventanas de departamentos con las cortinas abiertas. Caminó formando un ocho alrededor de dos manzanas cualquiera y no vio a nadie detrás de él. O delante de él. O en las sombras. Sencillamente una precaución de rutina. Una costumbre. Tenía treinta y cinco años y seguía con vida. Algo tenía que significar.
Encontró la calle del bar. Donde Klopp había visto a Wiley la primera vez. Donde Billy Bob y Jimmy Lee habían vendido las Berettas descartadas. Donde se vendían documentos alemanes. Se detuvo cuarenta metros antes de llegar e inspeccionó el lugar en diagonal. La planta baja del edificio de piedra, la puerta central, la fachada con tablas de madera, barnizadas y brillantes. Las ventanas pequeñas, con sus cortinas de encaje y sus banderas de papel. Adentro las luces estaban encendidas. De noche parecían cálidas y acogedoras.
Reacher cruzó la calle y entró al bar. Adentro estaba ruidoso y lleno de humo. Era tarde, pero había quizás sesenta personas allí, en su mayoría hombres, en grupos privados y aparte de tres o cuatro. Algunos estaban en las mesas, y otros estaban de pie, apretados y espalda con espalda con otros grupos. Debajo de las ventanas había banquetas tapizadas. Estaban todas ocupadas, como asientos de subte en hora pico. Reacher avanzó con cuidado por entre la multitud, de manera amable pero firme, como un caballo de policía en un disturbio. La mayoría se hacía a un lado lo suficientemente rápido. Parecían comerciantes, o empleados de oficinas. Algunos de mayor rango, otros prósperos. Reacher no vio a Wiley. No esperaba verlo. Era un hombre con suerte, pero no con tanta suerte. Sintió que lo miraban desde atrás. Una reacción retardada. ¿No nos dijeron que estuviéramos atentos a un hombre así?
Llegó a la barra después de algunos rodeos, se metió entre los que allí estaban, y esperó a que lo atendieran. Los dos barmans eran hombres. Los dos tenían delantales de tela gruesa atados a la cintura. Uno miró en su dirección. Reacher pidió una taza de café negro. El tipo puso en marcha una máquina de espresso y se inclinó hacia atrás para recibir el dinero. Reacher no le hizo preguntas. La vida no era como en los programas de televisión. Los barmans nunca hablaban de más. ¿Por qué lo harían? ¿Quién estaba primero, las sesenta personas con las que tenían que convivir cada noche o el solitario al que nunca habían visto?
En vez de eso fue con el café por entre la gente y se sentó en la silla que estaba libre en una mesa de cuatro en la que había sentados tan solo tres tipos. Lo miraron como si hubiera cometido un error de etiqueta incómodo, y luego miraron para otro lado, y muchas toses y comienzos en falso indicaron que estaban cambiando de tema. Y comentando. Reacher oyó la palabra Arschloch, que por muchas discusiones en el país sabía que significaba imbécil. Pero no reaccionó. En vez de eso vació su taza y se dirigió hacia el teléfono público en la pared de enfrente. Sacó una moneda y llamó a Orozco.
—¿Estamos en problemas? —dijo Orozco.
—No, estamos bien. Si atrapo al tipo —dijo Reacher.
—Pensé que casi lo tenías.
—Lo arruiné. No esperaba a una mensajera mujer. Vive y aprende.
—¿Y ahora qué?
—¿Billy Bob y Jimmy Lee te dijeron quién les vendió los documentos?
—No lo dirán. Están asustados. Es alguna clase de mafia. Pero no italiana. Alemanes nostálgicos. Tienen miembros y capítulos y reglas y todo tipo de cosas. Billy Bob y Jimmy Lee les tienen más miedo a ellos que a mí.
—¿Y el bar es el lugar en el que se reúnen?
—Es su oficina central no autorizada.
—¿Y qué son exactamente?
—La mayor facción de ultraderecha. Hasta el momento puras palabras, pero eso no puede seguir así por siempre.
—OK, diles a Billy Bob y a Jimmy Lee que no nos interesa a quién le compraron los documentos. Diles que no les volveremos a preguntar, a cambio de que nos respondan una sola pregunta. Dieron la sensación de que habían elegido sus nombres ellos mismos. Uno dijo que porque le gustaba cómo sonaba. Pregúntales si eso es cierto. ¿Realmente les podían dar el nombre que quisieran?
—OK —dijo Orozco—. Les preguntaré. ¿Alguna otra cosa?
—No ahora mismo.
—¿Estamos en problemas?
—No te preocupes. Estamos perfecto.
—Si atrapas al tipo.
—¿Cuán difícil puede ser?
Reacher colgó el teléfono y se dio vuelta para quedar de frente al salón. A esa altura ya muchos lo estaban mirando. Se había corrido la voz. Había un grupo de gente en la puerta principal y otro en la puerta trasera. Unos y otros lo estaban mirando. Lo estaban esperando. Lo cual quería decir que la pelea sería afuera. Él saldría, y ellos lo seguirían. Si es que había una pelea. Lo cual no era seguro. En su mayoría estaban todos por encima del promedio. Por encima del promedio de edad, por encima del promedio de peso. Todos con algún infarto a la espera. La discreción sería una buena parte del coraje para la mayoría de ellos. Las excepciones no eran una preocupación. Eran más jóvenes y con un estado físico un poco mejor, pero eran oficinistas. Nada de que preocuparse. Reacher era un buen peleador callejero. Mayormente porque lo disfrutaba. Se empujó de la pared y separó al gentío, sacando pecho, tan erguido y lento como en una marcha fúnebre. Nadie lo bloqueó. Llegó a la puerta de calle. Delante de la puerta había un grupo apretado de seis hombres. De entre treinta y cuarenta años, probablemente, y ninguno esbelto. Oficinistas. Tenían los trajes brillantes en el trasero y en los codos. Podía leer su lenguaje corporal. Estaban preparados para dejarlo pasar, y después darían rápido la media vuelta y se lanzarían detrás de él, a los adoquines húmedos y brillantes.
—¿Hablan inglés? —dijo Reacher.
—Sí —dijo uno.
—¿Alguna vez te preguntaste por qué? ¿Por qué hablas mi idioma y yo no hablo el tuyo?
—¿Qué?
—Olvídalo. ¿Cuáles son sus órdenes?
—¿Órdenes?
—Si quisiera un loro iría a una tienda de mascotas. Alguien les acaba de decir que hicieran algo. Dime qué les dijeron que hicieran.
—No.
—Entonces tendré que evaluar una buena cantidad de posibilidades teóricas. Una de las cuales es que quieren armar una pelea en la vereda. Quizás eso no es para nada cierto. Quizás los estoy malinterpretando terriblemente. Pero tendré que pecar de precavido. Te das cuenta de eso, ¿no? Es mi único curso de acción sensato. Por lo que no me sigan cuando cruce la puerta. Quizás lo único que quieren es tomar un poco de aire. Pero pecar de precavido significa que tendré que interpretarlo como un acto hostil. La doctrina vigente de la OTAN demanda una reacción inmediata con una fuerza aplastante. Sé que tienen un Estado de bienestar, pero así y todo un hospital es un hospital, no importa quién lo pague. No es para nada divertido. Por lo que mi consejo es que esta vez no se metan.
—Nos tienes miedo.
—Lamentablemente, no. Estoy intentado ser justo, eso es todo. No hay motivos para que salgan heridos. Si uno de sus jefes tiene un problema conmigo, mándenlo solo. Lo llevaré a dar una vuelta manzana. Intercambiaremos nuestros puntos de vista. De esa manera ganamos todos.
No hubo respuesta.
Reacher empujó y se abrió paso entre el primer tipo y el segundo, y tiró de la puerta. Se deslizó afuera por entre la oscilación de la puerta y dio dos pasos rápidos hasta el cordón de la vereda y se dio vuelta.
Nadie lo siguió.
Esperó junto al cordón un minuto entero, pero no salió nadie. Se levantó el cuello de la chaqueta contra la neblina nocturna y empezó a caminar de regreso en dirección al hotel. Desde la esquina vio que el tipo de la galera no estaba. Había terminado el turno tarde y había empezado el turno noche. Desaceleró el paso y examinó la situación. Costumbre.
Había un tipo en la entrada de un edificio del otro lado de la calle. Apenas visible. Estaba iluminado de costado, suavemente, de verde, por el letrero de una farmacia dos unidades más allá. Tenía puesta una parka oscura y un sombrerito bávaro. Probablemente tenía una pluma sujeta a la banda. Estaba vigilando el hotel. Sin ninguna duda. Estaba mirando en esa dirección, metido en el rincón de la entrada al edificio. Blanco, y algo grueso. Quizás un metro ochenta y noventa y cinco kilos. Difícil decir qué edad tenía.
Reacher siguió caminando. Quizás parte de un equipo de protección diplomático. Una cortesía del gobierno alemán. Quizás se habían enterado de que Sinclair estaba en la ciudad. O quizás Bishop había enviado a alguien. Del consulado. Un subsecretario tercero de asuntos culturales, con una manopla en el bolsillo. Entrenado bajo el sistema anterior.
Reacher siguió caminando, sin mirar nada en particular, con el tipo en el rabillo del ojo. Pero entonces un auto dobló por la esquina que estaba más adelante, y unos focos delanteros brillantes se dirigieron directo hacia él, rápidos y encandiladores, un vehículo grande golpeteando sobre el empedrado.
El coche se detuvo junto a él. Un Mercedes. Un Mercedes del departamento. Griezman. Que bajó la ventanilla del acompañante y dijo:
—Suba. Lo he estado llamando. Pensé que debía estar dormido con el teléfono apagado. Estaba viniendo a despertarlo.
—¿Por qué? —dijo Reacher.
—Vimos a Wiley.
Reacher alzó la vista.
El tipo de enfrente ya no estaba.
—Suba —dijo Griezman.
Reacher se subió.