Reacher puso la llamada en altavoz, y los siete se reunieron alrededor, y Griezman dijo:
—Una comisaría local acaba de recibir una llamada telefónica del encargado de un negocio de alquiler de autos. Cerca del hotel en el que están ustedes, de hecho. Un hombre que hablaba en inglés y sonaba americano acaba de alquilar una furgoneta grande. A pesar de que hablaba solo en inglés, su documento era alemán. El empleado que estaba en la recepción se ocupó del alquiler del coche. Pero el encargado estaba en la trastienda y desde allí escuchó la conversación. Reconoció la voz del cliente. El tipo ya había alquilado allí, hacía no mucho tiempo. Después por alguna razón el encargado verificó el alquiler en la computadora y vio que el tipo había usado un nombre completamente distinto que el de la vez anterior. Había usado un juego de documentos totalmente distinto.
—¿Esto cuándo fue? —dijo Reacher.
—Hace veinte minutos.
—Descripción.
—Vaga, pero podría ser Wiley. Esa es la razón por la que los estoy llamando. Ya envié un coche con una copia del identikit. Lo sabremos en uno o dos minutos.
—¿La vez anterior el nombre era alemán?
—Sí, pero distinto. La vez anterior era Ernst, y esta vez es Gebhardt.
—OK, gracias —dijo Reacher—. Llámenos cuando el personal del negocio haya visto el identikit.
Cortó la llamada.
Sinclair dijo:
—Este es el desenlace. Está empezando ahora mismo. La furgoneta es para la entrega.
—Y después de eso se va —dijo Waterman—. Está quemando su documento de repuesto. Está reservando el mejor para el aeropuerto.
—Veinte minutos —dijo Landry—. A esta altura ya podría estar a diez millas de la ciudad. Griezman ya no tiene jurisdicción. Tenemos que pasar al plano federal.
Sonó el teléfono.
Griezman.
Que dijo:
—Ahora tenemos una confirmación del identikit. Fue Wiley el que alquiló la camioneta. El nivel de confianza es del cien por cien. Ya emití un pedido de captura con el número de matrícula. La División de Tránsito se encargará del asunto. Pueden cooperar fuera de la ciudad. Lo hacen todo el tiempo. Estamos asumiendo un radio de quince kilómetros en este momento. Alrededor de diez millas. Se está acercando a los veinticinco minutos. Casi con seguridad se está moviendo hacia el sur o hacia el este. A menos que esté yendo hacia Dinamarca u Holanda. Tenemos autos en las carreteras principales y en las autopistas. Den por hecho que tendremos muchos ojos encima de esto. Es un vehículo grande. Y lento.
—¿Qué dirección usó? —preguntó Reacher.
—Era falsa. Un lugar cualquiera y sin importancia. De otro edificio de departamentos nuevo del otro lado de la ciudad.
—¿Algo más? —dijo Reacher.
—Solo que el empleado en el local de alquiler dijo que Wiley estaba preocupado por el alto del piso de carga, y que necesitaba una puerta trasera de enrollar, no con bisagras, porque dijo que pretendía juntar la parte trasera de dos camionetas distintas y transferir la carga de una a otra.
—Gracias —dijo Reacher.
Cortó la llamada.
—Ahora al menos sabemos qué clase de cosa es —dijo Sinclair—. No es un documento. No es información. Necesita una furgoneta grande con una puerta de enrollar.
—Para ir marcha atrás hasta un vehículo similar —dijo Neagley—. ¿Por qué? Si la carga ya está en una camioneta, ¿para qué necesita otra camioneta?
—Quizás la primera camioneta era robada —dijo Reacher—. Quizás le preocupa que lo detengan.
Neagley se dio vuelta y hojeó el acordeón de papeles del télex. Casos sin resolver de delitos contra la propiedad en Alemania, cerca de instalaciones militares, durante el período de maniobras de Wiley. Recorrió hacia abajo con el dedo la lista gris clarito.
Su dedo se detuvo. Dijo:
—Hace siete meses en las afueras de Fráncfort robaron de una tienda de muebles familiar una camioneta de mudanzas con puerta de enrollar trasera. Le dieron el número a la policía local y después a la nacional, pero nunca encontraron la camioneta.
Su dedo se empezó a mover otra vez. Se humedecía el pulgar y pasaba las hojas. Dijo:
—Nada más. Muchos coches, pero ninguna puerta de enrollar más.
—Eso fue tres meses antes de que lo reportaran como ausente sin permiso —dijo Reacher.
—Era una apuesta larga.
—¿Robó la cosa la misma noche que robó la camioneta?
—Casi con seguridad. Lo cual empieza a definir una ubicación. Si es del tipo de persona que se preocupa por que lo detengan, robaría la camioneta cerca, para manejarla lo mínimo posible, robar la cosa, manejar otra vez lo mínimo posible y esconder la camioneta lo antes posible. En un granero, o algo. Con la cosa todavía adentro. Una ruta triangular, rápida y enfocada. Millaje mínimo. Riesgo mínimo. Podríamos estar buscando una zona bastante pequeña, en algún lugar cerca de Fráncfort.
—Pero después regresó con su unidad. Por tres meses. ¿Por qué?
—Estaba desviando la atención. Viendo si había alguna reacción o no. Escondiéndose a la vista de todos. Lo cual fue una movida inteligente. Nos habríamos puesto a buscar entre ausentes sin permiso y malos de afuera. No soldados en sus puestos. Pero nunca se notó que la cosa faltaba. Nadie dio la alarma. No hubo reacción. Por lo que apenas estuvo seguro de eso, se fue, a la siguiente oportunidad. Se escondió en Hamburgo. Le llevó cuatro meses vender la cosa. Ahora está yendo a buscarla.
—Esas son conclusiones demasiado grandes —dijo Sinclair—. ¿No? Cualquiera podría haber robado esa camioneta.
—Necesitamos saber dónde estaba Wiley hace siete meses —dijo Reacher—. Necesitamos su listado de comisiones.
—Están llegando —dijo Neagley.
Y en ese mismo momento el télex haciendo ruidos cobró vida.
Wiley había manejado la nueva camioneta grande de regreso hacia el centro de la ciudad, despacio, con cuidado, avanzando de a poco por entre el tráfico de la ciudad, esperando en los semáforos, mirando por los espejitos. Dio la vuelta alrededor del lago Aussenalster, y cruzó Saint Georg a paso lento, curvándose hacia el oeste, dirigiéndose hacia donde vivía, pero mucho antes de llegar allí giró a la izquierda y cruzó retumbando un puente anguloso de metal, que lo llevó a las dársenas viejas, donde los muelles eran demasiado pequeños para los cargueros modernos, lo cual implicaba que los depósitos también eran demasiado pequeños, lo cual los volvía baratos de alquilar.
Estacionó frente a una puerta doble verde opaco y se deslizó hacia abajo desde el asiento alto. La puerta doble tenía trabas con candados arriba y abajo, y en el medio un pasador con candado. Tenía las tres llaves. Abrió la puerta de la derecha, y la apuntaló, y después regresó caminando y abrió la puerta de la izquierda, y la apuntaló.
El espacio de adentro era de alrededor de nueve metros por doce metros, por más de cuatro metros de alto. Como un garaje doble en una linda casa suburbana en Sugar Land, pero un poco estirado hacia arriba. El espacio de mano derecha estaba vacío. El espacio de mano izquierda tenía la vieja camioneta para transportar muebles. La había manejado desde Fráncfort hacía siete meses, la misma noche que la robó. La misma noche que cargó el precioso cargamento. La carrera loca no era estrictamente necesaria, porque había cambiado las matrículas, para quedarse tranquilo. Se podría haber tomado su tiempo. Pero quería llegar a donde estaba yendo. Quería acomodarse. Apenas si lo había logrado. Era una camioneta vieja. Una porquería, básicamente. La luz del aceite había estado encendida durante todo el recorrido. El motor hacía ruidos. Cuando estacionó, de trompa, la camioneta estaba a punto de morir, agradecido de haber llegado. Agradecido de haberse evitado una grúa de remolque. Algunas cosas habrían sido difíciles de explicar. La apagó y no arrancó nunca más. Gripado. Por eso la camioneta alquilada. La estacionó al lado de su predecesora, y cerró las puertas verde opaco, y cerró otra vez las trabas con los candados, y el pasador, y se guardó las llaves en el bolsillo. Cruzó un puente peatonal de hierro viejo hasta otro muelle, y después empezaban los puentes peatonales nuevos, teca y acero elevados, llevándolo de un muelle al siguiente, hasta la parte trasera del desarrollo en el que vivía, donde caminó por entre dos edificios y después junto a otro, hasta el hall de su edificio, y el ascensor, y la puerta del departamento.
Muller cerró la puerta de su oficina y llamó a Dremmler desde el teléfono del escritorio. Dijo:
—El hombre del identikit se fue de la ciudad en una camioneta. Acabamos de recibir un pedido de ayuda por parte de la división de Griezman. Estamos emitiendo un pedido de captura con el número de matrícula. Empezando a partir de los quince kilómetros de distancia, y de ser necesario podemos volverlo nacional.
—Está entregando —dijo Dremmler—. Nos lo perdimos.
—No, la camioneta está claramente vacía. La acaba de sacar de un local de alquiler de coches.
—Entonces está yendo a buscar algo en algún otro lugar. Lo cual es mucho más interesante. Mantenme informado. Asegúrate de que yo sea el primero en saber.
—Así será.
—Me temo que lo otro no funcionó.
—¿Reacher?
—Se anticipó. Fue acompañado. Emboscó la emboscada. Un escuadrón de doce, dijeron mis muchachos. Todos armados con armas militares. Además de él. Mis muchachos no tuvieron ninguna posibilidad.
Wiley estaba de franco por noventa y seis horas la noche en que robaron la camioneta. Paradero desconocido. Eso fue lo primero que reveló su listado de comisiones. Su ubicación inmediatamente anterior había sido su alojamiento regular, en un puesto varios kilómetros al norte y al este de la tienda de muebles familiar. Pero no muchos kilómetros, pensó Reacher. Decenas, no cientos. Conocía la zona. Había estado allí muchas veces. Todo era razonablemente local. Como Sugar Land con respecto al centro de Houston. Un viaje en autobús.
De principio a fin las comisiones mostraban a Wiley al llegar al país, y después yendo y viniendo entre lo que solía ser una posición de avanzada en la zona de combate y una zona de retaguardia en un depósito de mantenimiento. Que era el puesto al norte y al este de Fráncfort. También había traslados regulares voluntarios a un depósito cincuenta kilómetros al oeste. Lo que en algún momento había sido una terminal de abastecimiento era entonces un vertedero para cosas que ya nadie necesitaba. Miembros de la unidad de Wiley podían ofrecerse como voluntarios para ir a canibalizar partes de máquinas pasadas a retiro. Los oficiales ejecutivos lo llamaban entrenamiento práctico de mantenimiento de campo. Lo cual Reacher estaba de acuerdo en que sonaba mejor que el tipo admitiendo que tenía que carroñar repuestos para mantener a su unidad más o menos en marcha. Pero a pesar de la venta agresiva no era una tarea popular. Había habido cuatro oportunidades. Nadie se había ofrecido más de una vez.
Salvo Wiley.
Wiley se había ofrecido como voluntario tres veces.
Las primeras tres.
Pero no la cuarta.
Neagley dijo:
—Ahí es donde lo vio, obviamente. Sea lo que sea. En el depósito. Tiene que ser así. Quizás la primera vez lo buscó. La segunda vez lo encontró. La tercera vez lo planeó. Después lo robó, hace siete meses. Lo cual hizo que no haya tenido que volver la cuarta vez. Para ese entonces la cosa ya no estaba. Ya la tenía.
—Escondida cerca, de acuerdo con tu perspectiva. Necesitamos confirmarlo. Necesitamos ojos en la carretera. Cuatro personas con binoculares, como una trampa visual. Quizás en la autopista al sur de Hanover. No puede haber llegado hasta allí todavía.
Llamó a Griezman, que dijo que se encargaría del asunto.
—Nos está ayudando mucho —dijo Sinclair.
—Hasta el momento —dijo Reacher.
—¿Lo estás chantajeando?
—Dije que no lo haría, pero no estoy seguro de que me crea. Por lo que supongo que sí, de algún modo. El resultado final es el mismo.
—Que siga así.
—No seguirá así —dijo Reacher—. Griezman nos descartará apenas tenga un problema más grande.
—¿Hay un problema más grande que este?
—Él no sabe qué es lo que está pasando.
—¿Se lo deberíamos decir? —dijo Sinclair—. ¿Deberíamos hacer un pedido oficial de ayuda?
—Eso sería un desastre político —dijo White—. Proyectaría debilidad. Rusia está prácticamente al lado. No podemos lavar la ropa sucia en público.
—Y además ya es demasiado tarde —dijo Waterman—. Los alemanes tardarían medio día solo para responder. Llevaría un día entero para ponerlos correctamente al tanto de la situación. Quizás más, porque están arrancando de cero. Lo cual implica que Wiley tendría una ventaja de treinta y seis horas. Para ese momento podría estar en cualquier parte. Este ahora es un país grande.
La oficina de Dremmler estaba en el cuarto piso de un edificio que era exclusivamente de su propiedad. Bajó en el ascensor, que era el original de la década del cincuenta. Confiable, pero lento. Tardó veinte segundos en llegar al hall. Tiempo durante el cual Dremmler importó y vendió treinta y tres pares de zapatos brasileños. Lo cual era una estadística reconfortante. Un millón de pares por semana. Más de cincuenta millones de pares por año.
Salió del edificio y caminó bajo el débil sol del mediodía, una cuadra, dos, tres, hasta el bar con el frente de madera barnizada. Érase una vez habría sido considerado temprano para una pausa de almuerzo, pero el lugar ya estaba lleno. Porque los nuevos horarios de oficina escalonados implicaban que las pausas de almuerzo sucedieran todo a lo largo del día, en un relevo incesante y continuo.
Dremmler se abrió paso entre la gente, asintiendo y saludando, hasta que vio a Wolfgang Schlupp sentado en una banqueta en la barra. No un espécimen impresionante. Pelo oscuro, ojos oscuros, cara magra oscura, con la constitución física de un perro tembloroso. Pero útil. A punto de ser aún más útil. Dremmler se hizo un lugar junto a él, entrando primero con el hombro, la espalda hacia el salón. Dijo:
—¿Cómo van las cosas, Herr Schlupp?
—¿Qué necesitas? —dijo Schlupp.
—Información —dijo Dremmler—. Para la causa. La nueva Alemania depende de eso.
Un barman con un delantal de tela gruesa se acercó y Dremmler pidió un litro de cerveza.
—¿Qué tipo de información? —dijo Schlupp.
—Hiciste una licencia de conducir y quizás un pasaporte para un caballero americano.
—Detente allí. Yo no hice nada.
—OK, les pasaste un pedido de un cliente a tus compañeros en Berlín. Ellos lo hicieron. Lo único que hiciste fue quedarte con la mitad del dinero.
—¿Y entonces?
Dremmler se hizo un poco más de espacio y sacó el dibujo. Lo extendió en la barra.
—Este tipo —dijo.
El pelo, la frente, los pómulos. Los ojos hundidos.
—No lo recuerdo —dijo Schlupp.
—Yo creo que sí lo recuerdas.
—¿Y qué hay?
—Es importante para la causa.
—¿Qué cosa?
—¿Cuál fue el nombre nuevo que eligió este hombre?
—¿Por qué necesitan saberlo?
—Lo queremos encontrar.
—Sabes que no te lo puedo decir —dijo Schlupp—. ¿Qué clase de negocio tendría? Nadie confiaría en mí.
—Esto es algo que solo sucederá una vez. Nadie lo sabrá. Este tipo ya está en problemas. Pero nosotros lo queremos encontrar primero. Ahora mismo está yendo hacia algún lugar en una furgoneta vacía. A buscar algo. Presumiblemente una carga pesada. Dado el tamaño de la camioneta. Podrían ser armas. Podría ser oro nazi de una salina.
—Y ustedes lo quieren.
—Para todos nosotros. Para la causa. Haría una diferencia enorme.
Schlupp no contestó.
—Habría un pago para el que lo encuentre, por supuesto —dijo Dremmler—. O un acuerdo de consulta. O una comisión directa, si quieres.
—Estaría asumiendo un riesgo —dijo Schlupp—. Es como ser cura. Se da por hecho que no hablaré.
—El tamaño del pago reflejaría por supuesto el tamaño del riesgo.
Schlupp miró el identikit.
—Creo que lo recuerdo —dijo—. Hice muchos para americanos. Creo que este tipo eligió tres nombres distintos. Los primeros dos eran solo con documentos de identidad y licencias de conducir. Pero creo que el tercero tenía pasaporte.
—¿Cuáles eran los nombres?
—Fue hace meses. Debería ir a fijarme.
—¿No te acuerdas?
—Escucho cientos de nombres.
—¿Cuándo lo puedes hacer?
—Cuando llegue a casa.
—Llámame enseguida, ¿sí? Es muy importante. Para la causa.
—OK —dijo Schlupp.
Dremmler asintió en señal de satisfacción y se fue por donde había llegado, con el otro hombro hacia delante, abriéndose paso entre la gente, asintiendo y saludando, de vuelta al sol débil del mediodía del otro lado de la puerta abierta.
El barman que le había servido el litro de cerveza levantó el teléfono.
El teléfono sonó en la sala del consulado. Atendió Vanderbilt y se lo pasó a Reacher. Era Orozco. Dijo:
—¿Estamos en problemas?
—Todavía no —dijo Reacher—. Creemos que Wiley se está dirigiendo hacia Fráncfort. Creemos que robó algo del depósito cerca de su base, hace siete meses. Después creemos que lo escondió. Ahora creemos que se está dirigiendo hacia allí a buscarlo.
—Tenemos mucha gente en Fráncfort.
—Lo sé —dijo Reacher—. Los llamaré si los necesito.
—Acabo de terminar con Billy Bob y Jimmy Lee. Se guardaron lo mejor para el final. Resulta que le vendieron una M9 a Wiley. Así que no lo olvides. Está armado.
Sonó el teléfono de Wiley, y atendió la llamada en la cocina. Por el ruido ambiente supo de inmediato quién era. El barman amigable, que se había vuelto aún más amigable por colocaciones abundantes de dinero doblado, en montos que estaban entre propinas y sobornos. Más un fajo extra para posibles emergencias. O advertencias. O cualquier otra cosa que en la opinión del tipo que estaba recibiendo el dinero el tipo que estaba dando el dinero pudiera llegar a apreciar. Lo mismo en todas partes. Todo callado y tácito pero bien entendido.
El tipo dijo:
—Wolfgang Schlupp está a punto de venderte a Dremmler.
—¿Por cuánto? —dijo Wiley.
—Por un porcentaje. Dremmler dice que estás yendo a buscar oro nazi.
—Estoy yendo al baño.
—Tienes tiempo hasta que Schlupp llegue a su casa.
En la sala del consulado sonó otra vez el teléfono, y atendió Landry, y se lo pasó a Neagley, que se lo pasó a Reacher. Era Griezman. Dijo:
—Nuestra División de Tránsito necesita todos los detalles posibles para una operación remota como la de Hanover. Nos ahorraremos tiempo si les pasan directamente las especificaciones a ellos. Habrá también una mayor precisión. Ya puse al tanto al vicejefe. Está esperando su llamada. Le daré el número de él. Se llama Muller.
—OK —dijo Reacher—. ¿Algo más?
—Nada más. Buena suerte.
—Gracias.
Reacher colgó y marcó otra vez.
En el escritorio de Muller sonó el teléfono. Cerró la puerta y se sentó y atendió. Una voz americana dijo:
—¿Hablo con el vicejefe Muller?
—Sí —dijo Muller.
—Mi nombre es Reacher. Entiendo que el jefe de detectives Griezman le dijo que iba a llamar.
Muller corrió un expediente y encontró un bloc de formularios para mensajes. Agarró un lápiz. Anotó la fecha, la hora y el nombre de la persona que había llamado. Dijo:
—Aparentemente quieren que se monitoree el tránsito de autopista al sur de Hanover.
—Tiene el número de matrícula. Necesito saber si se está dirigiendo de acá a la zona de Fráncfort.
—¿Qué es exactamente lo que tienen pensado que hagamos?
—Autos en las banquinas. O en los puentes. Cuatro pares de ojos. Como un control de velocidad normal, pero con binoculares, no con radares.
—No tenemos experiencia en esas cosas, señor Reacher. Las autopistas en Alemania no tienen límite de velocidad.
—Pero entiende el meollo.
—He visto programas de televisión americanos. —Muller anotó meollo en el bloc de mensajes.
—La comunicación tiene que ser instantánea —dijo Reacher—. Necesito tiempo para arreglar las cosas del otro lado.
—¿Sabe hacia dónde se dirige? —dijo Muller.
—No exactamente. No todavía.
—Dígamelo cuando lo sepa. Podría asignar personal.
—Gracias, lo haré.
Muller colgó. Arrancó la hoja del bloc de formularios para mensajes. La rompió en dos, y en cuatro, y en ocho, y en dieciséis, como confeti, que tiró al cesto de basura. Reacher podía afirmar que la conversación había tenido lugar, pero Muller podía afirmar que había terminado con Reacher suspirando olvídelo antes de despedirse, y por lo tanto con la cancelación de todos los puntos recién acordados. No se podría comprobar ninguna de las dos cosas. Una conversación clásica al estilo “él dijo ella dijo”, que los policías siempre ganaban.
Marcó el número de Dremmler. Dijo:
—Aunque no lo creas, acabo de hablar por teléfono con Reacher. Una situación que Griezman me delegó. Reacher cree que Wiley se dirige a Fráncfort. Prometió decirme el destino exacto, apenas lo tuviera.
—Excelente.
—¿Conseguiste el nombre nuevo?
—Está en camino muy pronto.
Wolfgang Schlupp se fue del bar apenas terminó con todo, y caminó por dos callejones y se tomó un autobús, que lo dejó a un callejón y dos giros a la izquierda de su casa, que era un departamento en el último piso de una casa de antes de la guerra. No tenía ascensor, dados los años del lugar. Pero tenía un precio muy alto. Hacía mucho había habido un rumor de que toda la fila de casas había sido arreglada incorrectamente después de la época de bombardeos de la guerra. Pero después un informe de un ingeniero había demostrado exactamente lo contrario. Los precios se habían duplicado de un día para el otro. Schlupp había entrado al principio. Había escuchado una conversación en el bar, espalda con espalda con dos funcionarios del gobierno, intercambiando chismes.
Subió las escaleras, y cruzó el palier del primer piso, y el del segundo, y siguió.
Wiley lo oyó venir. Estaba apoyado contra la pared, en la sombra entre un gabinete para manguera de incendios y una tubería de agua caliente. Tenía un arma en la mano. Su Beretta M9, una especie de excedente del ejército, comprada a dos idiotas que robaban de una compañía de abastecimiento, en el mismo bar en el que el hablador señor Schlupp llevaba a cabo su después de todo no tan secreto comercio.
Schlupp subió el último escalón y se encorvó hacia la izquierda y abrió la puerta. Wiley salió de la sombra y lo empujó hacia dentro, apoyándole el arma en la espalda, cerrando la puerta con el taco, empujándolo por el pasillo, hasta llegar a una sala de estar espaciosa, urbana y gris y con ladrillo a la vista, donde Schlupp se tropezó y cayó sobre un sofá de cuero negro, y quedó allí tendido e indefenso.
Wiley se quedó de pie encima de él y le apuntó al rostro con el arma.
—Escuché que me vas a entregar, Wolfgang —dijo.
—No es cierto —dijo Schlupp—. Jamás haría eso. ¿Qué clase de negocio tendría?
—Le dijiste a Dremmler que lo harías.
—Le iba a dar un nombre inventado y lo iba a hacer buscar algo imposible de encontrar.
—¿Tienes registros aquí?
—Todos en código.
—¿Por qué no inventaste un nombre en el bar? ¿Por qué esperaste hasta ver tus registros?
—¿Te lo dijo Dremmler?
—No importa quién me lo dijo. Me ibas a entregar. Me ibas a buscar en los registros. Dremmler te dijo que lo llamaras de inmediato, porque es muy importante para la causa.
—No es así. Eso es mentira. ¿Cómo podría? ¿Quién confiaría en mí después de eso?
—¿Por qué no inventaste un nombre en el bar?
Schlupp no respondió.
—Muéstrame los registros —dijo Wiley.
Schlupp se puso de pie con dificultad y recorrieron el pasillo por el que habían llegado pero en la dirección contraria, y más lento, el arma todo el tiempo en la espalda de Schlupp, hasta un pequeño dormitorio que hacía las veces de oficina.
Schlupp señaló un estante alto.
—La carpeta roja —dijo.
Que era como un bibliorato de tres anillos, pero con cuatro. Tenían hojas agujereadas con renglones de códigos escritos a mano, columnas distintas de figuras sin sentido, quizás nombre viejo, nombre nuevo, pasaporte, licencia de conducir, documento de identidad.
—¿Cuál soy yo? —dijo Wiley.
—No te iba a entregar.
—¿Por qué no inventaste un nombre en el bar?
—Dremmler dice pavadas. Ahora mismo cree que estás en otra parte del país en una furgoneta, buscando oro nazi. Pero evidentemente no es así. Por lo que en eso está equivocado, lo cual significa que podría estar equivocado en todo. Es lógico, ¿no? ¿Para qué escucharlo?
—No lo escuché a él —dijo Wiley—. Escuché al barman. Dremmler preguntó y tú contestaste. Me ibas a entregar. Si no lo querías hacer, le habrías dado un nombre falso en ese mismo momento. U OK, quizás te paralizaste, pero un minuto después te habrías repuesto y habrías dicho sí, ahora me acuerdo, se hace llamar Schmidt. O algo así. Pero no lo hiciste.
—Me da miedo. Puede armar problemas. OK, le iba a decir. Pero cambié de opinión.
—¿Cuando me viste?
—No, antes.
—No te creo.
—¿Qué clase de negocio tendría?
—Dremmler te dijo que cubriría el riesgo.
—Te lo juro. Te equivocas. Cambié de opinión. Jamás lo haría.
Ya que estamos en el baile, bailemos.
Todo o nada.
—Mejor prevenir que curar —dijo Wiley.
Cambió el arma de posición, flexible y rápido y fluido, y golpeó fuerte a Schlupp en la sien, de revés, con el extremo de la culata. No le quería disparar. No allí. Demasiado ruidoso. Le pegó otra vez, de derecha, en la otra sien, y la cabeza del tipo rebotó como una muñeca de trapo. Cuando quedó quieta Wiley lo golpeó otra vez, un golpe despiadado hacia abajo, justo en la parte alta del cráneo, como con un hacha o un martillo. Schlupp cayó de rodillas. Wiley lo golpeó otra vez. Schlupp se fue hacia delante y cayó boca abajo. Wiley se agachó y lo golpeó otra vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez.
El hueso se partía y la sangre manaba y salpicaba.
Wiley se detuvo y tomó aire.
Llevó la mano al cuello de Schlupp para verificar si tenía pulso.
Nada.
Le dio un minuto entero, solo para estar seguro. Nada. Así que limpió el arma en la camisa de Schlupp, y agarró la carpeta roja, y se fue.