Wiley sacó el candado del pasador, en el medio de la puerta, y después el de la traba de arriba, y el de la de abajo, y arrastró la puerta hasta dejarla abierta y entró. Estaba tranquilo. Tenía por delante tareas mecánicas. Primero las matrículas. Sacó las nuevas del vehículo alquilado y en su lugar puso el número del viejo BMW. Después sacó los aerosoles, comprados en la ferretería, verdes y amarillos llamativos y naranja y rojo y plateado. Pintó unas iniciales gordas en el costado de la furgoneta, las suyas, solo porque sí, pero invertidas, WH, infladas como globos, como las que se ven en los vagones del metro. Sombreó las letras con plateado, y pintó de fondo unos rulos al azar, y agregó una S gorda y una L gorda, como la marca de un segundo artista, salvo que no era así. Era Sugar Land, allí mismo en el camión, porque ¿por qué no? Era el lugar del que venía, y era hacia donde iba.
Después roció todo eso por encima con gris, para apaciguarlo, para envejecerlo. Retrocedió. Estaba mareado por los gases del aerosol. Pero estaba satisfecho. Ya no era un camión blanco nuevo. Era un pedazo de basura urbana. Ya no lo miraría alguien al pasar. No es que fuera a pasar alguien. Todos estaban en el hotel. Habría una multitud de personal de las fuerzas de seguridad y toda clase de perímetros. Bomberos y equipos de SWAT en el centro, por los disparos de arma corta y los incendios de combustible. Después toda clase de seguridad y mirones y fisgones oportunistas. Yo estuve ahí. Las balas me pasaban silbando por arriba de la cabeza.
Abrió las dos hojas de la puerta doble en su totalidad, y después se subió y arrancó el vehículo alquilado. Lo sacó marcha atrás, y lo maniobró hasta dejarlo en la otra dirección, moviéndolo hacia atrás y hacia delante hasta dejarlo perfectamente alineado. Miró los espejitos y retrocedió despacio, despacio, hasta que el paragolpes trasero hizo contacto con el paragolpes trasero de la camioneta vieja. Puso el freno de mano y apagó el motor. Trepándose por los asientos pasó de la cabina al espacio de carga. Subió la puerta trasera desde adentro. La puerta trasera de la camioneta vieja estaba allí mismo, a dos centímetros. Le sacó la traba y la subió desde afuera.
Una caja grande de madera.
Tenía un metro ochenta de alto y un metro ochenta de ancho y casi cuatro metros de fondo. Era una estructura sólida de madera blanda de veta apretada, hecha y derecha, en algún momento blanca, ahora madurada a un ámbar tabaco. Era el prototipo de un sistema de contenedores estandarizado con el que el Pentágono experimentó en los años 1950. Un sobreviviente. Un pedazo de historia. Aquí y allá tenía unos números blancos desteñidos pintados con esténcil.
Pesaba casi trescientos kilos. No había manera de moverla sin un montacargas. Cosa que él ya no tenía. Sacó del bolso un destornillador plano normal. Anticuado. Como la caja. Tenía tornillos grandes como botones. Estaban puestos cada quince centímetros todo alrededor del perímetro del panel posterior. Cuarenta y cuatro en total. Probablemente el resultado de un estudio llevado a cabo por una compañía de investigación y desarrollo. Algún tipo de traje recibió un cheque cargado por decir que más era mejor. Lo cual dejó a todos contentos. El Pentágono quedaba cubierto. El proveedor de tornillos se estaba llenando los bolsillos. Probablemente cobraba un dólar cada tornillo. Especificación militar.
Wiley se puso a trabajar.
En la sala del consulado sonó el teléfono. Griezman. Que dijo:
—En el estacionamiento del hotel está pasando algo. Donde desapareció la prostituta. Hubo disparos y después explotó un auto. Después dos más. El incendio está contenido porque en el techo hay rociadores y espuma. Pero no nos podemos acercar. No hasta que estemos seguros del arma.
—¿Cree que el tipo sigue allí? —dijo Reacher.
—¿Usted no?
—No nos gustó el ruido. Podrían haber sido municiones que se dispararon solas. Alguna clase de mecanismo de retardo. Tienen que considerar que alguien lo haya montado con un temporizador. En cuyo caso ya no está allí hace rato. Está donde ustedes no están.
—¿Quién?
—Horace Wiley, quizás. Se está ajustando a un cronograma apretado ahora mismo. Podría estar necesitando un señuelo. Debería hacer que la mitad de sus hombres vuelva a la calle.
—¿Cree que está otra vez en la ciudad?
—Estoy empezando a pensar que nunca se fue. Ahora mismo podría estar moviendo la camioneta. Debería poner hombres en la calle.
—Imposible. Es un protocolo gubernamental. Hubo disparos y explosiones en el centro de la ciudad. No es mi decisión. Está planificado así. Ahora está a cargo la oficina del alcalde y estamos siguiendo las reglas.
—¿Cuánto tiempo tienen pensado esperar antes de entrar?
—Viene en camino una unidad con blindaje corporal. Treinta minutos, posiblemente.
—OK —dijo Reacher—. Buena suerte.
Cortó la llamada. Nadie habló.
Reacher dijo:
—Voy a salir a dar una vuelta.
Cuarenta y cuatro tornillos le costaron apenas menos de veinte minutos, más mucho ardor en los músculos de los antebrazos. Pero entonces el panel quedó suelto y lo apoyó para cubrir el espacio entre los dos pisos de carga. Una superficie plana, de un camión al otro. Según lo planeado de antemano. Había pensado en todo.
El aire en la caja olía encerrado y rancio. Madera vieja, tela vieja, polvo viejo. El viejo mundo. El contenido era exactamente como le había dicho el tío Arnold, hacía toda esa cantidad de años. Diez artículos idénticos. Todos iguales. Cada uno pesaba veinticinco kilos. Cada uno estaba preempaquetado en un contenedor para transportar. Lo que el tío Arnold había llamado un H-912. Wiley todavía se acordaba de todos los detalles. Los contenedores tenían correas todo alrededor. Fáciles de agarrar. Lo suficientemente fáciles de acarrear y deslizar y arrastrar y empujar. De a uno por vez. Del camión viejo al camión nuevo. Hasta el fondo. Apretados uno junto al otro, empezando por el rincón de más atrás.
Después hacer una pausa, y tomar aire, y regresar a buscar el siguiente.
Reacher caminó hacia el sur en dirección al lago Aussenalster. La ciudad estaba tranquila. Un comportamiento adquirido. Europa estaba llena de explosiones. Facciones y grupos y ejércitos populares. Algo importante por uno o dos días, hasta que sucediera lo que viniese después. Dobló hacia el este en el agua, dando la vuelta. Estaba a tres kilómetros de donde vivía Wiley. Que no tenía lugares discretos para estacionar una furgoneta. Pero tenía sentido mantenerla cerca. Que era un término relativo. En un mapa se dibujaría un círculo prudentemente grande. Parte del área sería agua. Pero la mayoría sería tierra. De la cual Reacher podía recorrer no más que una porción aleatoria e insignificante. Pero hacer algo se sentía mejor que no hacer nada. Caminar se sentía mejor que quedarse de brazos cruzados. Así que caminó.
Veinticinco kilos era mucho peso, en especial si había que moverlo una y otra vez. Wiley se tomó un descanso después de siete unidades, respirando hondo, agachado a medias. En parte nervios. Una tarea mecánica sencilla, pero sin embargo allí mismo se jugaba todo. El momento de máxima exposición. Pero mucho más largo que un momento. Ya cerca de media hora, con lámparas a prueba de vapor en todas las dársenas viejas, y los dos camiones atrancados juntos parte trasera contra parte trasera como alguna clase de sodomía vehicular, completa con balanceo y golpeteo y gimoteo adentro, todo el tiempo mitad adentro y mitad afuera de un cobertizo en ruinas que nadie había utilizado en los últimos treinta años.
Vulnerable.
No era bueno.
Tomó aire e hizo girar sus hombros doloridos y volvió al trabajo. Arrastró la número ocho el largo de la caja, y arriba por encima del borde, y a través del último metro del piso del camión viejo, y por encima del panel de madera, despacio, despacio, hasta que se balanceó en el medio y bajó haciendo un ruido, y después más allá dentro del camión nuevo, donde la dejó en posición vertical contra la número siete.
Regresó a la caja, hasta la pared del fondo, y agarró la número nueve. La arrastró hacia afuera, y por encima, y hacia dentro. Todo el recorrido. Tomó aire y regresó en busca de la número diez. La última. La alejó de la pared. El libro estaba allí mismo. Exactamente donde el tío Arnold dijo que estaría. Una carpeta de expedientes color caqui con rayas rojas, colocada en un receptáculo muy prolijo de madera terciada, con una medialuna recortada para los dedos. Quizás hecha por un aprendiz, hacía todos esos años. En la fábrica de la caja. En la carpeta había copias mimeografiadas de hojas escritas a máquina, todas sujetas con ganchos de latón oscurecidos por el tiempo.
Sujetó la carpeta en una mano y arrastró la número diez con la otra. Colocó la diez en posición vertical junto a la nueve y calzó la carpeta entre las dos. Arrastró el puente de vuelta al camión viejo y bajó la puerta del camión nuevo desde afuera. Se apretó entre la caja y la pared y bajó del camión viejo por la cabina. Dio rápido la vuelta y se subió al camión nuevo y lo arrancó. Lo movió adelante y atrás y cargado hasta que lo tuvo de nuevo mirando en la otra dirección, y después lo entró de trompa en el lugar de la derecha, y lo apagó y lo cerró. Empacó otra vez las cosas en el bolso y cerró la puerta doble, y trabó las trabas, y cerró el pasador, y ajustó los candados.
Cerca de cuarenta minutos. Mucho tiempo. Caminó hasta la esquina y arriesgó un vistazo en la calle de adoquines. Todo hasta el puente de metal. Del otro lado en la calle principal el tráfico estaba en movimiento. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Velocidad normal. No se oía ninguna sirena. No chirriaba ningún neumático. No destellaba ninguna luz.
Lógico.
Cargó el bolso y utilizó los puentes peatonales, de dársena a dársena, todo hasta su casa.
Reacher entró caminando hasta la mitad del vecindario Saint Georg, moviéndose hacia el oeste con la curva de la carretera alrededor del lago. No vio nada de interés. Autos, pero en ninguno iba Wiley. Peatones, solos o en grupos, pero ninguno era Wiley. En un momento se detuvo en un cruce peatonal. La calle principal iba directo hacia Saint Pauli. Había un giro angosto a la izquierda que llevaba a un puente anguloso de metal. Vio adoquines y la luz de la luna sobre el agua negra. Todo tranquilo. Ningún movimiento.
Abandonó la búsqueda y se dio la vuelta y emprendió el regreso. La gente en las casas miraba la televisión. Cientos de habitaciones brillaban azules. Noticias en directo, sin duda. Las balas de arma corta habían sido una movida inteligente. Las explosiones podían ser consideradas accidentales. Los disparos, no tanto. Una manera de captar la atención. De manual, literalmente. Estaba planificado así.
Llegó al consulado, donde el guardia de la tarde lo dejó pasar, y donde Neagley le dijo que el Estado Mayor había emitido la orden para el general Helmsworth. Tenía una reserva en Delta, en el vuelo de la noche, sin escalas desde Atlanta. Un auto del consulado lo iría a buscar por la mañana.
—Una Estrella de Plata con seguridad —dijo Neagley—. Hubo explosiones y disparos. Lo llamará zona de guerra.
Entonces sonó el teléfono. Otra vez Griezman. Que dijo:
—En el estacionamiento no había nadie. Solo tres autos quemados, todavía ardiendo. Y agujeros de balas por todas partes. Es una locura.
—Fue una trampa —dijo Reacher.
—¿Pero quién la hizo?
—Sería demasiada coincidencia si hubiese sido otra persona.
—La oficina del alcalde está a cargo. No saben la historia.
—¿Me puede dar algunos autos no identificables?
—Imposible, me temo. Tengo que estar disponible para recibir instrucciones. Lo cual a este ritmo podría llegar a suceder mañana. Alguien ya dijo que ese rincón del estacionamiento está cerca de la cocina del hotel, por lo que deberíamos buscar activistas por los derechos de los animales preocupados por el foie gras y las terneras de feedlot.
—No creo que hayan sido ellos.
—Tampoco yo. Pero entiende de lo que hablo. Va a ser una noche larga. A la oficina del alcalde no se le ocurre nada mejor.
Doce horas hasta la apertura de los bancos suizos.
Reacher no dijo nada.
Griezman cortó la llamada sin saludar.
Más tarde el transporte interno de aeropuerto de Bishop los llevó de regreso al hotel. Todos fueron a sus habitaciones. Reacher oyó cómo se cerraba la puerta de Neagley. Después la de Sinclair. Después un minuto más tarde ella lo llamó por el teléfono interno. Dijo:
—¿En qué momento deberíamos pedir ayuda?
—No antes de mañana —dijo él.
—Dices eso todos los días.
—No pierdo la esperanza.
—¿Sucederá mañana? —dijo ella.
—Podría ser.
—¿Vendrías a mi habitación a hablar conmigo?
Lo estaba esperando, de pie en el medio de la habitación, con el vestido negro, con las perlas, y las medias, y los zapatos, y el pelo despeinado.
—¿Qué estás pensando? —dijo ella.
Él la besó, largo y lento, y después se puso detrás de ella. Ella se reclinó y descansó apoyada en él.
—¿Personalmente o profesionalmente? —dijo él.
—Primero profesionalmente —dijo ella.
La hizo inclinarse apenas hacia delante y buscó el tirador del cierre, atrás del cuello. La gotita de metal. Diminuta, pero perfectamente fundida. Un artículo de calidad. La llevó hacia abajo, pasando el broche del sostén, hasta la parte baja de la espalda.
—¿Dónde tienen pensado usar lo que están comprando? —dijo él.
—No sé —dijo ella.
—¿En Alemania?
—Políticamente eso no tendría sentido.
Le sacó de los hombros el vestido, y el vestido cayó, y se enganchó, y cayó otra vez, y formó como un charco en el piso alrededor de sus pies.
Ella se reclinó hacia atrás.
Estaba tibia.
Dijo:
—Es más probable que en Washington o en Nueva York o posiblemente en Londres.
—Entonces lo enviarán por barco. Perdimos un día. Una suposición equivocada. Wiley nunca estuvo dirigiéndose fuera de la ciudad. Es algo grande y pesado que necesita una furgoneta de gran tamaño. Por tierra no es la mejor manera de sacarlo de Alemania. No lo pueden llevar por tierra hasta Washington o hasta Nueva York o hasta Londres de ninguna manera. Tiene que ir por mar en algún momento.
La hizo inclinarse apenas hacia delante otra vez, un par de centímetros, y le desabrochó el sostén. Le recorrió los hombros suavemente con las manos, trabando los breteles, sacándolos.
El sostén se le sumó al vestido.
Puso las manos ahuecadas sobre sus senos.
Ella se reclinó hacia atrás, y giró la cabeza, y le besó el pecho.
Él dijo:
—Wiley trajo la camioneta de mudanza directo hasta acá, hace siete meses. Aunque nunca estuvo de servicio acá. Eligió Hamburgo porque es un puerto. El segundo más grande de Europa. A Hamburgo le dicen la puerta al mundo.
Enganchó los pulgares en la parte alta de las medias.
—Lo va a subir a un barco —dijo ella.
—Eso es lo que yo creo.
—¿Cuándo?
Le bajó las medias.
Las bragas también.
Pulgares torpes.
Dijo:
—Cuando le paguen.
—Lo cual podría ser mañana.
Él no dijo nada.
Ella se sacó los zapatos dando primero un paso y después otro, y se dio la vuelta para quedar de frente a él. Desnuda, más allá de las perlas. Algo digno de ver.
Ella dijo:
—¿Cuándo deberíamos pedir ayuda?
—No en este preciso momento —dijo él.
Se sacó la remera.
—Ahora los pantalones —dijo ella.
—Sí, señora —dijo él.
Se subió de nuevo arriba, pero esta vez hacia el otro lado, dándole a él la espalda. Lo cual hablando visualmente tenía un equilibrio complejo de ventajas y desventajas. En conjunto no era algo desfavorable. Se sintió como un observador de un placer privado. Ella iba en busca del premio mayor. Eso estaba claro. Por él estaba bien. Lo que funcionara. Lo que ayudara a pasar la noche.